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martes, 13 de diciembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (Apuntes finales)



APUNTES FINALES

En los casi tres años que permaneció en el Hogar de Ancianos, Lolei se ganó el afecto de todos. Pasaba sus largas horas entre la lectura y las charlas con los internos del lugar. No tardó en desplegar su arsenal de anécdotas y de inmediato recibió el tratamiento de “doctor”.
A menudo recibía visitas de familiares y amigos míos. Durante cada una de mis visitas, sólo me pedía renovar sus libros y algunos paquetes de cigarrillos, que repartía entre sus nuevos compañeros. Y nunca olvidaba hacerme dos preguntas puntuales: si había llevado los cuadros a Lolita y si había recibido alguna carta de su viejo amigo Alan. Me dijo más de una vez, no sabía por qué, estaba echando de menos a ese chaval.
Su salud siguió en franca declinación, como venía ocurriendo desde hacía varios años. Su debilidad se hizo cada día más visible. Los escasos tratamientos a los que pudo ser sometido fueron infructuosos. El destino estaba sellado desde hacía rato. Y él lo sabía.
A mediados de junio de 2003, estando yo en La Plata, mi familia me comunicó que Lolei había sido internado, debido a una recaída provocada por su irreversible enfermedad. No dudé en viajar de inmediato. Debí sortear no pocos obstáculos: aquel domingo 15 se celebraba el día del padre y la demanda de pasajes dificultó el traslado directo a Rojas. Conseguí un boleto hasta Junín y tras un extenso viaje de madrugada, llegué al mediodía de ese mismo domingo.
Cuando lo visité en el hospital, Lolei dormía. Tenía conectado suero y un respirador artificial. Me informaron que hacía días que estaba en ese estado, sin conocimiento, sin responder a ningún estímulo. Sudaba copiosamente. Sus rodillas atrofiadas lo habían achicado casi hasta la mitad de su tamaño y su cuerpo abarcaba sólo un pedazo de la cama. Su pecho se inflaba como si tuviera un globo en lugar de pulmones. Me acerqué y le hablé al oído, despacio, mientras le secaba la transpiración de su frente. No respondió.
Debía regresar a La Plata ese lunes, pero decidí postergar el viaje. Antes del mediodía volví hospital. Todo seguía igual. A la noche, ya sobre el límite del horario de visitas, fui a verlo una vez más. Le hablé al oído, modulando las palabras. Lo tomé de la mano. Con la otra le secaba la frente.

De pronto sentí que su mano apretó la mía con fuerza y por un rato no me soltó. Le pregunté si me reconocía, si sabía quién era yo. Apenas movió la cabeza, con un claro gesto de aprobación. Dije que todo saldría bien, que debía seguir luchando. Él seguía sosteniéndome la mano. Hasta que en esa turba de sensaciones inconexas y confusas de quien se sabe frente lo inalterable, en esa andanada de palabras que se dicen sin sentido, sin pensar en consecuencias, pero con el único motivo de levantar el ánimo, largué una mentira categórica, tal vez la peor que he dicho en toda mi vida:
-Estuve con Lolita, le di los cuadros. Y Alan escribió. Tengo acá su carta. Te mandan muchos saludos-, susurré.
Abrió los ojos y me buscó hasta encontrarse con los míos. Y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro empapado y lívido. Esos tres segundos que duró esa mueca fueron, tal vez, los más felices de su vida. No lo sé. Solamente lo considero un deseo que haya sido así. Lentamente me soltó la mano y se fue apagando, hasta quedar en la misma posición de antes.

En la madrugada del martes 17 de junio de 2003, Lolei murió. Tenía 69 años.
“Te estaba esperando a vos”, me dijo uno de los médicos.
Se fue sin saber la verdad: Lola Monteagudo Tejedor había muerto hacía casi tres meses, el 23 de marzo, en La Plata, a los 68 años. Tampoco ella se enteró jamás del destino de su ex esposo.
Y nunca llegó ninguna carta a nombre de Alan Rogerson
Desde su partida de La Plata, ningún familiar o amigo se interesó en el porvenir de Lolei.
Pasados diez años desde su muerte, casi nadie visita su tumba.
Si existe alguna otra persona que haya dedicado al menos un pensamiento en su memoria, sigue siendo un misterio.


FIN

Rojas, octubre-diciembre de 2013

sábado, 10 de diciembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (53)


CAPITULO
53

Estuvo silencioso y huraño toda la mañana. Y no fue por el mero hecho de bañarse. Mientras estuvo conmigo, siempre se mostró reacio al agua, al jabón y al orden. La pulcritud había dejado de ser materia obligatoria para él desde hacía mucho tiempo.
Aquella calurosa mañana de diciembre me esperó despierto y con un sesgo de malhumor que sin embargo intentó simular con una actitud condescendiente y aplicada. Acusó cansancio. No había pegado un ojo en toda la noche. Su actitud taciturna, su mirada sombría, su silencio de tristeza evidenciaban malestar.
Nunca, por más renuente que fuera su naturaleza desprolija, se había comportado de esa forma en el rito lavatorio. No era normal que fuera yo quien llevara el estandarte de la charla y el entretenimiento en el trajinar de esa proeza. Lo normal era que yo fuera jefe y obrero del trabajo de limpieza, mientras él se dejaba hacer a medida que hablaba, preguntaba, cumplía órdenes sin poner peros.
Lolei recibía cada esponjazo, cada jarra de agua en su cuerpo como si se tratase de un bautismo. Y pese a eso se sentía reconfortado, lozano, optimista, satisfecho. Su problema radicaba en la iniciativa del deber higiénico, no en la higiene propiamente dicha. Y lo que en principio le parecía un supremo sacrificio terminaba resultando una reparadora sesión de ablución.
Pero esa mañana no tuvo disfrute ni alegría. Ni siquiera a la hora del desayuno, su gran debilidad.
No lo atoré con preguntas incómodas. No es mi estilo atosigar con cuestionamientos a personas que no tienen ganas de hablar. Siempre es preferible esperar: que hable cuando tenga voluntad de hacerlo y tenga algo para decir. Mientras tanto, su silencio es salud.
No podía dejar de barruntar, sin embargo, las posibles razones de su llamativa discreción. Era dable sospechar que, una vez más, el sigiloso y omnipresente fantasma de los miedos lo hubiera abordado esa noche.
Como en tantas otras noches.
Y por eso casi no había dormido.
Era entendible: la cuenta regresiva para su partida estaba marcha. Cada día transcurrido era en realidad uno menos. Como ocurre con la vida misma. No se vive un día más, sino que se vive uno menos. Porque aunque no sepamos la exactitud de nuestro desenlace, sí tenemos la certeza de que habrá un final. Y las horas, los días, los años transcurren como en una cuenta regresiva a la inversa que no se mide ni se espera, pero existe.
En la forma de ver del viejo, este rasgo particular se asemejaba a un salto al vacío implícito en el carácter absurdo de la vida, una de cuyas salidas inmediatas era el suicidio. Para él, una de las formas de interrumpir voluntariamente la cuenta. Sin embargo, no coincidía en tomar este camino.
Lolei prefería el devenir azaroso de la espera.
Para mi sorpresa, el melancólico aspecto de mi amigo no guardaba ninguna relación con mis supuestos. En esa cuenta regresiva para su partida abrigaba su última esperanza concreta de la perduración. Y no era motivo para estar triste.
-Entonces, ¿por qué esa cara de culo, viejo?–, me animé a retrucarle cuando ya estaba acomodado en su catre, limpio y vestido, aguardando la hora del almuerzo, y sin que desaparezca de su rostro esa mueca con mezcla de desprecio y angustia.
Se demoró en responder y estuve a punto de repetir la pregunta, pero al fin abrió su bocaza:
-Por lo que hablamos anoche, nene, no pude pegar un ojo. Dormí mal, entrecortado. Soñé. Sudé. Me desvelé. Estuve a punto de llamarte, pero no me animé…
Cuando pregunté si existían motivos específicos para explicar su malestar, me respondió con monosílabos. Poco a poco las palabras brotaron más elocuentes y claras. Y comenzó a pedirme explicaciones a mí. Hasta que lanzó la pregunta que menos esperaba y, tras digerirla brevemente, no pude contener la carcajada.
Reí hasta las lágrimas, ante la mirada maciza de Lolei. No podía creerlo. No imaginaba que, a esa altura de nuestras vidas, y sobre todo de la suya, el viejo no distinguiera en mi entrecejo la diferencia entre una ironía y un sarcasmo, que no dominara el sutil contraste entre una broma y una verdad.
La cuestión, sencillamente, fue que se creyó a pies juntillas mi inverosímil fábula sobre la cancelación de la deuda de expensas que le había contado la noche anterior. Y entre la mayúscula preocupación por tener que agasajar a María Luisa o, en su defecto, ser invadido carnalmente por un individuo cualunque, en esos pensamientos desaprensivos, inquietantes y deshonestos divagó toda la madrugada, en vilo, asustado y afligido.
El solo hecho de pensar en esa escena es aterrador. Es violento imaginar a Lolei montando a su vecina o siendo penetrado por algún zocotroco de magníficas dimensiones. Y es violento imaginar a Lolei imaginando cualquiera de esas experiencias. Violento hasta la risa.
Me costó poco y nada lograr que comprendiera mi insolencia. Bastó con soportar con estoicismo, una vez más, su rosario de puteadas. Esta vez lo merecía.
De haber sabido que creería semejante dislate hubiera optado por una burla menos cruel. O menos sexual. Y hasta hubiera ratificado mi ironía esa misma noche. Pero me fui de la casa con la convicción de que el viejo había comprendido la chanza. Lamenté mi negligencia y conseguí su perdón recién cuando dupliqué su ración de comida ese mediodía.
Esta burda ligereza dejó en evidencia que mi amigo ya no estaba para grandes aventuras. Mucho menos las lujuriosas. La sola posibilidad de mantener una relación  sexual lo espantaba. Y le quitaba preciadas horas de descanso.
Ya poco y nada quedaba de aquel Lolei hurgando entrepiernas, lamiendo conchas, asaltando jugosas bocas con su pija. La pulsión básica del sexo se le había apagado. Y su único móvil, su distintiva ilusión se reducía a sobrevivir. A como diera lugar. Con lo que le quedaba y con lo que le dieran.
-Mi anhelo inmediato es irme de acá-, resumió al cabo de una breve charla que mantuvimos esa tarde, antes de anunciar mi partida de la casa rumbo al placer de la siesta.
Como quiera que fuera, el viejo planteaba como única e inmediata meta una salida armoniosa de su casa. Armoniosa y ligera. Y segura.
Los meses de convivencia con la más completa incertidumbre sobre su destino tenían las horas contadas. Transcurría la mitad del mes de diciembre y sólo restaba culminar una serie de trámites: de los suyos, de los míos y de los comunes.
La vorágine cotidiana nos impidió ensayar un balance de lo vivido ese año. Cada jornada, cada noche, cada charla se diluía en tramas superfluas, en cometidos veloces, en la resolución de lo urgente.
Como si no hubiera tiempo para otras cuestiones, todo se reducía a lo de siempre: la comida, el baño, la ceremonia de despedida para dormir, cerrar la puerta, dejar la luz encendida, volver a la mañana siguiente para reiniciar la rutina.
Sin embargo, en esa cuenta regresiva interminable, no pasó un solo día sin que le preguntara al viejo si estaba seguro de lo que estábamos por hacer. Porque en el constante alivio por sentir el final cercano de la encrucijada, la ansiedad se había apoderado de mí. Y también las dudas. Contrariamente a lo sospechado, el recelo me asaltó a mí antes que a él.
Llegó un momento en que me planteé seriamente lo que estaba a punto de concluir. En realidad, lo que estaba a punto de comenzar. Se estaba frente al tramo final de una resolución elaborada y luchada durante varios meses agotadores, dominados en gran medida por el escepticismo. Y ahora, cuando el momento crucial se acercaba, la desconfianza se hacía presente con la potencia de un cross a la mandíbula. Sólo su certeza y su inalterable decisión me alejaban por momentos de ese estado.
Llegué a reprocharme la actitud de luchar por esa causa ajena y hasta barrunté una vez más la vieja idea de escaparme para siempre y dejar librado al azar el destino de mi amigo. Me cuestioné infinidad de veces el impulso que me movió a prestar atención, ayuda y compañía a un viejo desconocido que había decidido entregar el poco tiempo que le quedaba de vida al primer incauto que se le cruzara en el camino.
Me pregunté por qué razón debía seguir adelante con esa farsa.
De repente, el hecho de creerse, saberse o simplemente ser, sin quererlo, dueño y guía del destino de un ser humano libre pero agobiado por su propia fatalidad, me ubicaba en una posición incómoda y confusa. En vez de sentirme complacido por ser protagonista de una historia valorada de manera positiva por propios y ajenos, me abrumaba la idea de juzgarme como un advenedizo intercediendo y modificando un destino indiferente.
Mientras duró el idilio, puse de mí hasta lo impensado, lo que creía inaccesible, sacando fuerzas, coraje y corazón allí donde nunca había osado investigar. Y logré extraer conductas recónditas, de las buenas, de las malas y de las otras. Propias y ajenas. Que me hicieron crecer de golpe y que me desnudaron sin desearlo. Y mientras me detenía en un revoltijo de cuestionamientos, ahí estaba Lolei, en la misma posición de siempre, con su habitual y desesperanzada espera, mostrando miedos infantiles, ansioso por un cambio, cualquier cambio que lo mantuviera decentemente un tiempo más en este mundo. Jugados como estábamos, no valía la pena ponerse a pensar.
Después de todos los obstáculos superados, lo más aconsejable para ambos era dejarnos llevar por lo que nos había tocado.
Ya no importaba quién saldría beneficiado o perjudicado. Como casi siempre, las cosas continuarían el rumbo elegido por él.
Al fin y al cabo, era su vida.


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(LIII)

Para: Alan Rogerson
I Bradgate Street
Ashton –II-Lyne
Tameside - Manchester

De: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

2 Junio 2000
Querido amigo Alan:
Llevo muchos años sin tener noticias sobre ti. No quiero pensar en que te haya ocurrido algo malo, pero tampoco sería capaz de descartarlo. Es probable que te hayas olvidado de mí, como lo has hecho durante mucho tiempo. Tu manera irresponsable de comportarte ante la vida te llevó a cometer innumerables actos de desprecio y de distracción, y no es la primera vez que te tomas una eternidad para responder a mis cartas.
¿Sabes algo? Siempre sostuve que eras un muchacho muy majo y simpático, pero a la vez lo suficientemente egoísta como para desentenderte de tus afectos. Siempre dijiste que me recordabas, que me querías, que me considerabas tu mejor amigo; pues permíteme recordarte que hace tiempo no te comportas como tal.
Esta vez te escribo en castellano porque no quiero tener tantos errores como cuando redactaba las cartas en inglés. Tendría que esforzarme demasiado para escribir en tu idioma, debido a que he perdido lucidez últimamente. Sigo leyéndolo con frecuencia, en textos breves o en el periódico, lo hablo poco (pues no tengo con quién hacerlo) y lo escribo poco y nada, así que imagínate la cantidad de errores que llevaría.
Te diré algo Alan: últimamente estoy muy solo, casi no tengo con quién hablar. Tendría que ser muy extenso para contar todo lo que me pasó en los últimos años, y no hay tiempo para eso. Además, ni siquiera estoy seguro de que llegues a leer estas líneas, así que, ¿para qué esforzarse?
Después de la muerte de mis padres el mundo se me vino abajo. Me afectó sobre todo la de mi madre, que siempre fue mi guía y mi sostén. Los enterré en Mar del Plata y ya casi no volví a esa ciudad. ¿Mis hermanos? Bien, gracias. Allá ellos con sus vidas. Tuvimos alguna discusión por la herencia.
¿Sabes qué?, no nos dejaron tanto dinero como supones. Sólo la casa y la inmobiliaria de mi padre, no mucho más. Reñimos bastante al momento de realizar la separación de bienes. Debíamos dividir entre los tres la herencia, pero ellos no querían poner en venta la casa. Mi hermano era quien más se oponía, pues quería quedarse a vivir allí. Al final, después de una dura batalla, logramos venderla. Luego con ellos perdí contacto. Incluso el resto de la familia me dio la espalda. Hace mucho que no los veo ni sé nada de ellos. También he perdido contacto con Lolita; hace un par de años que no nos vemos. Ella no guarda un buen recuerdo de mí, y la entiendo. Pero no te imaginas cuánto la extraño, lo que daría por tenerla cerca, aunque sea para hacerme un poco de compañía.
Con el dinero que me tocó de la venta me vine a vivir a La Plata, al piso de mi tía Julia. Yo aquí tenía encaminada mi vida: trabajo, amigos, bares, amantes (pocas, casi nada, pero algo es algo). Deposité la pasta en una cuenta e iba retirando a medida que lo necesitaba. Era una buena cantidad, que bien administrada, debía durarme unos cuantos años. Pero tú sabes que siempre fui generoso y poco avaro con el dinero, y además un mal administrador. Así y todo, tuve un pasar holgado, cómodo y desprendido.
Al poco tiempo de la muerte de mis padres, mi tía enfermó y luego murió. De eso hace ya unos siete años. El departamento que compartíamos lo dejó a mi nombre. Ella era soltera y no tenía hijos. Tenía, sí, muchos sobrinos. Pero me eligió a mí porque fui quien siempre la acompañó y estuvo a su lado. La decisión de tía Julia enojó también a muchos de mis primos, quienes se consideraban con derecho a la propiedad. Pero su voluntad fue dejármelo a mí. Es un lindo piso, pequeño pero confortable, en una zona apreciada de La Plata. Aquí es donde estoy viviendo, por ahora.
Y te digo por ahora porque no sé qué me deparará el futuro. Te diré algo: estoy algo enfermo y con pocos recursos económicos. Hace unos cuatro años comencé a realizar los trámites para mi retiro, que aquí en Argentina es a partir de los 65 años de edad. Pero yo a partir de los 60 empecé con los inconvenientes de salud. Día a día voy perdiendo fuerzas y apenas si puedo caminar. Y además con esta edad es muy difícil conseguir trabajo en este país. Y mucho menos en el estado en que me hallo. Así que inicié las tramitaciones de todos modos. Yo trabajé muchos años en el ministerio y tengo más de veinte de aportes jubilatorios. Luego me echaron y tuve que irme a España. Al regresar no me reincorporaron. Y en los siguientes trabajos (que fueron algunas chapuzas en escuelas e institutos de idiomas) no me computaron aportes. Total que no llego a los 30 años que requiere la ley y no me reconocen el exilio forzado al que fui sometido para indemnizarme con lo que me corresponde. Ahora el caso lo lleva un amigo que es abogado y confiamos en que pronto la situación se solucionará.
Ese dinero lo necesitaré como el agua, pues me queda muy poco en el banco del dinero de la herencia. Apenas si llego a pagar el servicio de electricidad, la comida y algún pequeño lujo que me doy, como el diario, alguna copa, una muchacha que me ayuda a limpiar la casa y a cocinar. 
Como verás, ya hace un buen tiempo que he dejado de beber y casi no voy a los bares. En parte es porque vivo en un primer piso y a gatas si puedo bajar las escaleras. A veces envío a la muchacha para que compre alguna botella de whisky, de vino, de ginebra, y puedo darme un gran chapuzón alcohólico. Pero hay días en que la borrachera me pega tan mal que ni veas. Un día se me dio por romper cosas y mis vecinos se enfadaron mucho por el escándalo. Otra vez, con un amigo, cogimos un gran pedo y terminamos a los cachetazos dentro del departamento, y rompimos varias copas y platos. Cuando me desperté al día siguiente, con una resaca de la hostia, me acordé de ti. Me acordé de nuestras peleas en la calle por nimiedades, sólo porque estábamos ambos muy puestos.
Pero un efecto que me provocan las merluzas gordas, y antes no las sufría, es el temor a morirme. Un inmenso miedo a desaparecer, a quedarme solo para siempre, a no despertarme nunca más. Muchas veces sufrí escalofríos, un pánico agónico, y me dieron ganas de gritar. Es como estar en un sueño eterno, un desvelo inconsciente que te hace temblar el cuerpo, te hace hervir la sangre, te hace sentir en medio de una sombra gigantesca que te envuelve bajo la negrura de desilusión. Y eso me provoca pavor.
Me acuerdo de mis seres queridos, pero más que nadie de mi madre. A veces siento que la tengo a mi lado, o que quisiera que vuelva junto a mí. Y el solo hecho de darme cuenta que eso no sucederá, aumenta hasta el infinito mi desazón. Lo raro es que esas sensaciones nacieron con las borracheras y luego se transformaron en presencias casi diarias. Más bien te diría que nocturnas. Verás, la oscuridad me traslada a ese tipo de pensamientos. Y con el paso del tiempo ya no soporté la noche completa; ahora no logro dormir plácidamente si no tengo la luz encendida. La oscuridad y la soledad son, hoy, mis peores enemigos.
Sabes, Alan, el transcurrir de los años a menudo nos vuelve más precavidos, menos aventureros. Yo sospecho que se debe a la cercanía de la muerte. Tengo 65 años y podría quedarme bastante vida por delante, pero no estoy seguro que dure demasiado en este estado. Miro hacia el pasado con añoranza, con una nostalgia triunfal y hasta alegre. Antes todo era verde, aún los peores momentos eran verdes. Ahora que la vida se tornó gris y se oscurece poco a poco, no puedo hallar sino la negrura, las penas.
La angustia por lo que no regresará y la incertidumbre ante lo inevitable, el sinsentido del futuro que termina en la muerte, en la nada. A menudo me atrevo en creer en algo. Me esfuerzo por creer en la existencia de un dios, de un ser infinito y sabio que nos salve, pero no lo logro. De nada me sirve. Me enfrenta al dilema de permanecer y luchar sin saber exactamente para qué luchar. ¿Acaso dar batalla me dará más años de vida? Tal vez, tal vez. Pero debo pagar un precio muy alto, y a estas alturas no tengo con qué pagar. Hoy siento que sólo me consuela un motivo: estirar esta agonía de una manera más decorosa, sin embrutecerme con grandes esfuerzos.
Por eso algo cambiará un poco si logro que el Estado me otorgue la jubilación. Con ese dinero viviré modestamente hasta que me aguante el cuerpo. Sé que no pagarán una mierda, pero servirá para apañarme apenas.
Ahora creo que logro entender algunas de nuestras viejas discusiones políticas. Tú siempre creíste que los gobiernos no hacen nada por los pobres y los ricos quieren conservar sus privilegios. Yo siempre creí que pobres habrá siempre. Ahora veo que ambos teníamos razón, aunque llegáramos a esa conclusión por caminos paralelos. Este país se está yendo a la puta madre que lo parió. Y eso que está gobernado por el partido de mi padre. No cambia nada: el partido que siempre defendió mi papá está hasta los garrones de ladrones, ineptos y corruptos, y están llevando al país hacia un abismo sin retorno. Eso se ve llegar. Y ahora que estoy en la mala me doy cuenta de que los pobres les importan una puta mierda, igual que a todos los que tienen poder. Ya no es problema de derechas y de izquierdas, de liberales o progresistas, de poderosos y oprimidos, mi querido Alan: todo ser humano con un poco de poder se transforma en un irremediable hijo de puta que se caga a torrentes en el prójimo. Y es cierto que por lo general ese otro es pobre. Y si no lo es, terminará siéndolo por la voluntad hijoputezca del poderoso. Fíjate que los jubilados cobran un salario de miseria que apenas alcanza para sobrevivir. Imagínate entonces cómo nos irá a quienes ni siquiera tenemos derecho a ese salario.
A medida que pasan las líneas y me brotan las palabras de la cabeza presiento que estoy escribiendo mi despedida. ¿Sabes qué? Que tal vez lo sea. Creo que tengo muchas razones para intuirlo. De modo absoluto es un deseo, ni creas. Pero la realidad que me está golpeando la puerta no viene con una bolsa cargada de esperanzas.
Además, pensando en ti, y viendo la cantidad de años que llevamos sin vernos, sin escribirnos, sin tener noticias uno de otro, esa sospecha se agiganta. En todo momento mantuve la ilusión de reencontrarme con tus cartas, de saber sobre tu vida. Pero ni eso ocurrió. Aún así aguardaré novedades sobre ti. Sin embargo hay algo que ya lo tomo como una certeza: el hecho de que nunca más volveremos a vernos. Y eso me entristece mucho, de verdad.
Alan, tú fuiste uno de mis mejores amigos en un pasaje difícil y a la vez espléndido de mi vida y eso no lo olvidaré jamás. Es cierto que cuando nos encontramos nuestras realidades, nuestras metas y nuestro pasado eran muy distintos. Yo llegué a Europa por motivos forzados. Mi realidad y la que me rodeaba me obligaron a moverme a miles de kilómetros de mi hogar, de mis afectos, de mi historia; me obligaron a rebuscármelas en trabajos mal pagados, a vivir en sitios de una calamidad inhumana, a aniquilar mis penas con vicios destructivos para sobrevivir, a moverme fuera de la ley para que no me echaran a patadas en el culo. Y tuve que hacerlo con más de 40 años a cuestas, luego de fracasar en un matrimonio, luego de resistir persecución y torturas. Es cierto, tuve suerte de contar con una educación sustentable y cierto apoyo económico de mis padres, pero no fue suficiente. Sabes muy bien (y te has mofado largamente de ello) que enseñar no es lo mío, ser profesor no es lo que mejor me sale. Y sin embargo debí desenvolverme en ese ámbito para subsistir en un mundo ajeno y adverso.
Tú, en cambio, te moviste a España porque tenías 20 años, espíritu inquieto y a tus espaldas también un país sumergido en la mierda que no te proponía ningún futuro. Pero eras joven; aún eres joven y cuentas con la posibilidad de reencaminarte.
Debo decirlo: si algo valió la pena de mi odisea europea fue vuestra amistad. La tuya y la de Pepé, la de Josefina, la de Julito, la de Sandra, la de René, la de Alex y tantos otros tíos que se portaron de maravillas. Fuera de ellos y algunas vivencias inolvidables, el resto fue una garrafal cagada. Me congratulo de vuestra amistad.
Pero lo pienso en este preciso instante y me pregunto si sirvió de algo, pues me encuentro solo como un perro, muriéndome en el mayor de los desamparos. Es grato mirar hacia atrás y encontrar un sinfín de notables recuerdos; al mismo tiempo es descorazonador mirar hacia adelante y no vislumbrar siquiera un céntimo de las cosas que tuve.
Te diré algo: llevo semanas escribiendo esta carta, para que tomes dimensión de la situación en que me encuentro. Pensé en abandonarla y arrojarla a la basura. Pero escribirla me sirve para entretenerme, para matar los días que son cada vez más largos. Por eso no te sorprendas si encuentras incoherencias o novedades a medida que la lees.
He empeorado poco a poco desde que comencé a redactar hasta ahora. Mi salud desmejoró y mi situación en general cambió.
¿Sabes? Hace unos meses está viniendo gente de una iglesia evangélica que queda a la vuelta de mi casa a traerme un plato de comida cada día. ¡Imagínate, evangelistas dentro de mi casa, hablándome de la bondad de dios y la mar en coche! Sin embargo, debo reconocer dos cosas: es buena gente, amable y hospitalaria, que me ayuda a contar con un poco de comida por lo menos. Y ese viene siendo mi único alimento en los últimos días, pues ya casi no tengo nada de dinero. Lo agradezco que ni veas.
Por otro lado, esta misma gente tiene fama de ser interesada. Te dan los favores y luego se quedan con todo lo tuyo. Una vecina me lo advirtió y sé que es así, porque el pastor, hace unos días, estuvo haciéndome preguntas al respecto. Yo no quiero ser descortés, pues reconozco que si no fuera por ellos hoy no tendría nada para llevarme al estómago. Pero cuando intenten propasarse o hacerse los vivillos los echaré por culo, lo juro. Que sean todo lo caritativos que quieran, pero no dejaré nada a ninguna iglesia ni secta ni nadie que venga a darme consuelo en nombre de alguna puta religión, ¿de acuerdo?
Te diré más: estoy dispuesto a ofrecerles lo poco tengo a cambio de ser atendido y ayudado, pero lo haré sólo por mi propia voluntad, pues aún estoy en mis cabales para tomar decisiones. No acepto imposiciones ni chantajes.
Ya conjeturé sobre la posibilidad de buscar alguna casa de retiro, un asilo para ancianos para alojarme. Allí te atienden y te dan comida, lo más que puedo esperar. Y puedes hablar con otra gente. Pero recién podré hacerlo cuando cuente con la jubilación. Confío en que será pronto. En ese caso, podría rentar el departamento y tener un ingreso extra. O bien venderlo, y con ese dinero, alojarme en un sitio más repipi y vivir a tope lo último que me queda. Qué más da; de qué sirven los bienes si no tienes a quién dárselos. Un problema que surge es cómo buscarlo, pues yo no puedo salir y tampoco tengo teléfono; me lo cortaron hace un año por falta de pago. Tendré que recurrir a la buena voluntad de algún vecino o los mismos evangelistas.
Alan, ya he gastado muchas hojas y varios días en escribir. Es hora de poner un fin a esta carta.
Esperaré una respuesta, pues me gustaría saber de ti y por qué no has respondido a las cartas que te he enviado en estos años. Ya ves, es un deseo que tal vez no se me cumplirá. En caso de que leas esta, te pediré un favor: comunícate con Pepé, con Josefina, con Julito y los demás para contarles sobre mí. Yo he perdido sus señas y hace mucho que tampoco tengo novedades de ellos. Ten en cuenta que quizás sea esta la última vez que te escriba.
Te mando un abrazo inmenso y siempre te recordaré, hasta el final de mis días
Lolei


PD: Agrego estas líneas varios días después, para contarte algunas novedades. Hace poco me di golpe que ni veas. Quise coger la comida de los evangelistas que estaba sobre la mesa y me fui al piso con mesa y todo. No podía levantarme, pues cada día tengo menos fuerza en las piernas. Comencé a llamar a los gritos y llegó una vecina. Intentó alzarme pero no pudo, hasta que apareció un chaval que vive en el piso de arriba y me ayudó. Es un tío simpático, es estudiante. Me trajo para comer. Al día siguiente volvió y charlamos un buen rato. Ahora viene todos los días, me lleva hasta el baño, me ofrece alimento. Y todas las noches se acerca para hablar y hacerme compañía. ¿Sabes qué? Me hace acordar mucho a ti. Además, tiene más o menos la misma edad que tenías tú cuando nos conocimos. Y siento que puede ser la persona indicada para que me ayude a sobrellevar mejor esta miseria. Creo que lo voy a adoptar, me lo quedaré para mí. Presiento que ese chaval será quien se encargará de estirar mi agonía. A él lo enviaré a la oficina de correos para que despache esta carta…

martes, 6 de diciembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (52)



CAPITULO
52

Después de cenar –una tarta con jamón, queso y tomate, devorada casi sin saboreos- y mientras terminábamos la primera botella de Toro Viejo, Lolei se apresuró a pedirme el cigarrito ese de la felicidad. Lo invité a no ser tan ansioso por un rato.
-Antes voy a llevar la vajilla sucia hasta mi casa. Vos hacé bien la digestión, relajate. Cuando vuelva, fumamos tranquilos-, declaré con calma. Se mostró de acuerdo.
Recogí las cosas de la mesa y me fui. Al pasar frente a la casa de Dora, escuché el ruido de la puerta que se abría. Su cara apareció en la minúscula hendija:
-¡Chist, vení para acá!-, ordenó implacable-. ¿Cómo va todo, hay alguna novedad?-, inquirió.
-Voy a dejar esto y mi casa y vuelvo-, respondí alzando las manos cargadas de platos sucios. Cuando regresé encontré la entrada abierta. “¡Pasá!”, se escuchó desde la cocina. Apareció con dos tazas de café. No me atreví a rechazarlo, pese a no tener ganas de beberlo. Aún tenía una botella de vino en la casa de Lolei.
-Hace bastante que no nos vemos; desde el mes pasado, cuando pagaste la última cuota de expensas-, comenzó a discursear, y aprovechó para recordarme la deuda del servicio.
-Pagaré la próxima semana, quédese tranquila-, me adelanté. Moviendo lateralmente la cabeza aclaró que no importaba, no es esa la urgencia.
-Ya estamos transitando diciembre, supongo que en pocos días te irás a visitar a tu familia. ¿Qué va a pasar con Lolei?-, disparó.
Estaba a punto de abrir la boca para hablar cuando nos aturdió el grito destemplado.
-Ahí lo tenés-, se apresuró a señalar Dora con una mueca de disgusto.
-Vuelvo enseguida-, le dije con una media sonrisa en los labios, en parte para descomprimir las tensiones permanentes en el rostro de mi vecina y, además, aprovechando ese rictus de seguridad que te da el hecho de saberse portador de buenas noticias.
El viejo estaba con su familiar cara de susto: “¿Por qué tardás tanto? Hace como media hora que te fuiste. Me dijiste que vendrías rápido”. Lo miré sin responderle.
Cuando andábamos de buenas me divertía comportarme así: yo me estancaba a mitad de camino entre la puerta y su cama, ponía los brazos en jarra, me quedaba serio, fruncía el entrecejo y no decía nada. Sólo lo miraba.
El viejo, conocedor de que había exagerado infantilmente, iba mutando su inicial gesto autoritario, iba encogiendo la boca, entrecerrando los párpados, bajando la cabeza, hasta quedar como un chico en penitencia. Recién entonces me acercaba y con afable templanza le dirigía unas pocas palabras.
-Estoy hablando con Dora, hay problemas con la deuda de expensas de este departamento -dije susurrando, queriendo impresionar con artificioso suspenso-. El consorcio quiere cobrar todo lo que debés y vamos a negociar una forma de pago. Intentaré hacer lo menos doloroso para vos. Pero dame unos minutos y no me llames. Tus gritos enfurecen a nuestra vecina y es preferible tenerla aquietada. Se hace más difícil tranzar con una mujer enojada, ¿me entendés?.
Con cara de preocupación, me dijo “bueno, bueno”. Llené la copa de vino y la coloqué sobre la mesa de luz.
-Entretenete con esto hasta que vuelva. Y, ya que estamos, bajemos un poco el volumen de la radio. Se escucha en todo el edificio. Dora se pone muy malhumorada con este programa. Dice que ese locutor es un forro del primer día. Yo estoy de acuerdo con ella. Y es mejor mantener tranquila a la fiera, ¿no te parece?-, sinteticé.
El viejo aprobó con la cabeza. Estaba manso como un cordero. Decía “sí” a todo, sin chistar. Esas tibias amenazas a veces resultaban eficaces. El método de asustar funcionaba. Y la transmisión de la culpa seguía siendo un buen recurso de persuasión.
Luego de calmar a una bestia, me encaminé hacia la jaula de la otra. Regresé con la convicción de que sería fácil de domar, porque llevaba los puños cargados de buenas noticias. Dora me recibió con su familiar gesto de indignación. Y caí en la cuenta que a esa altura todos los gestos tenían su particularidad y ya me resultaban conmovedoramente familiares.
-Se te enfrió el café-, dijo, sin embargo.
Agradecí la invitación; “otro día lo tomo caliente”, dije. Me senté frente a ella. Y me largué a contar todas las novedades que alegrarían su existencia y la de todo el vecindario.
Los días de Lolei en ese edificio estaban contados.
-¿Vos estás seguro de lo que vas a hacer?-, sorprendió mi vecina, siempre proclive a hallar el pelo en la leche pese a lo positivo de la noticia.
“Tanto jodió con sacarse de encima al viejo y ahora pone un manto de dudas a lo que debería considerar lo mejor que le pasó en el año”, pensé entre dientes y confundido, pero una vez más elegí el falso camino del optimismo y la mentira insolente para aparentar seguridad:
-Nunca estuve más seguro en mi vida a la hora de tomar una decisión.
Dora me miró desaprensiva y me deseó suerte. Agradeció todos mis esfuerzos y se puso a disposición para cualquier menester. ¡Qué comprensiva es la gente cuando no debe lidiar con lo más trabajoso! Ofrecía el paraguas después de que pasaba la tormenta. La despedí con un beso.

-¿Cómo te fue, nene? Tardaste mucho… Estaba por llamarte…
-Estuvo peliagudo. Esta gente no da el brazo a torcer así porque sí. No es fácil negociar semejante deuda cuando están empeñados en cobrar, cueste lo que cueste, caiga quien caiga. Además, vos conocés bien a Dora: es más porfiada que mula tuerta. Le expliqué mil veces que no tenés un solo centavo, pero ellos aducen que no es su problema. Ahora el inconveniente pasa a ser mío.
-¿Vos no tenés guita para prestarme? Prometo devolvértelo…
-Contame otro chiste, viejo sinvergüenza. ¿Con qué me vas a pagar? Te recuerdo que debés más de cuatro años, no es poca plata… Yo apenas si llego a pagar cada mes mis expensas. No soy pariente de Otto Bemberg. Acá suponen que el hijo de rico sos vos. Yo en este momento estoy seco hasta de vientre… ayer cagué crocante.
-No nos preocupemos, nene. Dentro de unos días nos vamos…
-…pero la deuda sigue en pie. Y hay que saldarla. Por un lado, es cierto, ya no me preocupo. Encontramos una manera de cancelarla. Eso sí, deberás esforzarte. Llegamos a un arreglo de palabra, y deberías cumplirla para que podamos irnos tranquilos.
-¡Qué bueno! ¿Y qué debo hacer? Podemos vender algo de la casa si es necesario…
Mientras hablábamos yo maniobraba pacientemente el cigarrito, con el cariño que merecen ser tratadas las cosas que brindan placer.
Ya estaba encendido, humeante, delicioso. Se lo extendí y respondí.
-No hay nada de valor en esta casa. El acuerdo nos exime de un desprendimiento económico: consiste en favorecer convenientemente a María Luisa… Dos o tres veces, nada más. Ya habrás visto que la pobre está un poco abandonada. Mucha dedicación a dios la fue apartando de los placeres verdaderos, del solaz carnal. Como es muy timorata, le cuesta abrirse a cualquiera; prefiere regodearse con alguien conocido. Y sos él único hombre de la casa que cumple con los requisitos… Además, confesó que siempre te tuvo ganas pero nunca se animó a decirlo. ¿Viste que es posible pagar una deuda sin dinero? Dos o tres polvitos y a otra cosa… No me mirés así, estoy hablando en serio…
El viejo se atoró con el humo. Tosió varias veces antes de poder largar una palabra:
-Es una cargada, ¿no? ¡O vos estás loco y completamente desvariado! ¿A quién se le ocurrió semejante idea?
-Fue una moción presentada en la reunión de consorcio. La aprobaron por unanimidad…
-Me niego rotundamente. Me niego… Ya podés ir avisando a esa manga de enfermos que se olviden de esa locura. ¡Minga van a cobrar! Que se vayan a la puta que los parió… Que les pague Mandrake…
-No te pongas así. Arreglos son arreglos. Y como ellos son los acreedores, tienen derecho a exigir la mejor propuesta. Pero bueno, si te negás, se verán obligados a recurrir al plan B. Estaba dentro de las posibilidades tu rechazo a esta primera opción…
-Dejate de payasadas, pendejo. ¿Qué es eso del plan B?
-Como te rehusaras a dispensar de placeres a María Luisa, la siguiente iniciativa es que seas frugalmente sodomizado. Eso sí, aún resta determinar al ejecutor. En la casa viven sólo mujeres; los únicos hombres somos nosotros dos. El indicado sería yo, pero no puedo acceder a la demanda porque soy tu representante, la parte negociadora. Además, no me gustan los culos peludos. Al tuyo lo conozco demasiado. No es mi tipo…
La cara del viejo se iba desencajando a cada segundo. En algún momento amagó a reír, incrédulo. Pero a medida que avanzaba con la explicación, en tanto supe mantener la compostura suficiente como para que se creyera consumadamente semejante disparate,  las facciones se le fueron dislocando y palideció tanto que temí que se desmayara.
Mientras hablábamos, fumábamos el porro prometido. Ya antes de contar la parte del plan B, rechazaba su dosis. Parecía atorado por las palabras. Tanto que no le entraba ni el humo del cigarrito. Hasta que me di cuenta de no estar disfrutando la farsa. Me sentí cruel. Pero decidí sostenerla un rato más. Se me fue de las manos cuando le recordé que al día siguiente le tocaba el duchazo.
-Aprovecharé para depilarte, así no quedás tan repugnante-, le dije.
La respuesta fue veloz y llegó en forma de variados y atronadores insultos. Hacia mí, hacia el consorcio, hacia dios, el dinero, las deudas y su puto destino. Luchaba y se defendía como gato panza arriba. Profirió términos soezmente ingeniosos. No aguanté la carcajada y debí revelar la patraña.
-¡Qué miedo le tenés a la poronga!-, le dije entre risotadas. Siguió insultándome a mansalva-. ¡Pobre María Luisa, vas a dejar con las ganas!-, agregué sin atender a su poética. Se calmó cuando me acerqué y le di un abrazo, amistoso y enérgico.
-Quedate tranquilo: de acá salís con el culo sano. Y limpio-, agregué.
Me demoré varios minutos en aclarar todo. Comenzó a respirar con normalidad. Ahí noté su cargada agitación. “¡Pensé que me matarías, pendejo y la concha de tu madre!”, remató.
Le pedí disculpas, sin dejar de reírme.
-Nunca más me hagas algo así-, gimió.
Ofrecí la última calada y la rechazó.
-Dormí tranquilo. Mañana bajaré temprano. Anuncian un día espléndido. Mientras te baño y aprovecharemos para airear la casa. Después podemos empezar a planear la mudanza. Estamos cada vez más cerca, viejo, ya lo tenemos. En quince días comienza una nueva etapa…


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(LII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
I Bradgate Street
Ashton –II-Lyne
Tameside - Manchester

25 August 1992
Queridísimo amigo:
Lamento tanto de demora en responderte. Comprendo que hayas escrito con insistencia y te hayas enfadado. Lo siento mucho, de verdad. He cargado con muchos problemas en este último tiempo y no me he detenido a responder a nadie. Además, he vuelto a Manchester hace unos meses y me encontré con un mogollón de cartas tuyas y de otros amigos. Recién ahora me dispongo a responderlas.
Como siempre la primera es la tuya, mi querido amigo Hugo, aunque te sientas cabreado conmigo. Me gustaría que sepas que siempre he pensado en ti y lo seguiré haciendo. Pero he pasado momentos de la hostia. Te explicaré.
Volví a encontrarme con Anne en Toulouse, adonde fui a trabajar en una escuela. Volvimos a vivir juntos y volvimos a pelear. Ella trabajaba en una tienda de ropa, le iba muy bien. Yo ingresé a una escuela para jóvenes. Enseñaba inglés para avanzados y español para principiantes. Ganaba una buena pasta. Con los dos sueldos nos la apañábamos. Vivíamos en un piso que era de su hermano, que también vivía en la ciudad, y la renta era más barata que cualquier otro sitio. Como siempre, en verano me quedé sin trabajo y aprovechamos para viajar. Fuimos a la costa por tres semanas. La pasamos de maravillas pero reñíamos demasiado. Ella se enfadaba porque yo bebía que ni veas. Cogí unos pedos gordos y un día terminé en el hospital. Caí por las escaleras de un bar y me rompí la cabeza. Tuvieron que darme unas puntadas y me pasé tres días en un hospital. Cuando salí, regresamos a Toulouse. Anne se mostró muy cabreada. Me culpaba por los malos momentos que le hacía pasar. Es que yo había prometido dejar de beber tanto y, créeme, lo cumplí durante cierto tiempo. Salía poco a los bares porque hacíamos cosas los dos juntos. Además, trabajábamos mucho. Pero en las vacaciones volví con todo. Ese accidente la enfadó. Ya de regreso a Toulouse todo cambió. Empezamos a regañarnos permanentemente y teníamos peleas violentas. Ella una tarde se fue para la casa de su hermano y tardó varios días en regresar. Cuando lo hizo me pidió que me fuera. Yo estaba muy borracho. Ella me dijo que me engañaba con un compañero de trabajo. Peleamos muy fuerte y yo la golpeé. Siempre fue una mentirosa conmigo, pero ese día lo dijo como para que lo creyera. Al otro día apareció el hermano con unos amiguetes y me dieron una hostia. La muy puta se vengó de la golpiza. Otra vez terminé en el hospital, con dos costillas rotas. Ella no fue a verme, pero envió a alguien a dejar todas mis cosas. No la vi nunca más.
¿Sabes? En algún momento pensamos en casarnos y tener hijos. Ella dijo que me notaba más maduro. Yo volví a creerle pese a todas las mentiras de antes. Incluso hasta pensamos en ahorrar para comprarnos un piso. Pero ya ves que hay cosas que nunca cambian. Parece que no estoy hecho para el amor.
De allí me marché a Bayona. Quise volver al Liceo pero ya no había lugar. El jefe de la escuela me prometió trabajo pero recién para tres meses después. Yo estaba casi sin pasta, no podía esperar. Viví en casa de un amigo, que me consiguió unas chapuzas en unos bares. No ganaba demasiado, pero alcanzaba para cogerme unas buenas borracheras los fines de semana. Cuando pasaron los tres meses volví a la escuela.
Conocí a una chica inglesa que iba haciendo autostop. Su destino era París, pero vagaba por Francia, de vacaciones. Era muy bonita, de 21 años. Viajaba con una amiga, también muy maja. Ella ligó con mi amigo Jean-Paul, a quien conocí en un bar donde trabajé.
Las muchachas se quedaron casi tres meses viviendo con nosotros. La mía se llamaba Ann (parece que ese nombre me persigue) y la otra Jacqueline. Salíamos casi todos los días, después de mi trabajo, y cogíamos unas grandes tajadas. La pasamos de maravilla. Hasta que decidieron partir hacia París, su destino. Quedamos en volver vernos. A los tres o cuatro días veo en un periódico la noticia: las chicas habían muerto en un accidente de coches. Iban en un auto que las había recogido y chocaron cerca de Poitiers. Hubo además otros tres muertos. Con mi amigo quedamos tristísimos, consternados. El periódico decía que Ann estaba embarazada. Imagínate mi sorpresa, Hugo, y mi desazón. Nunca más supimos de ellas y aún tengo la incertidumbre de si ese crío que llevaba dentro no era mío.
En Navidad volví a Manchester a visitar a mi familia. Pasé por Londres a visitar a Danny. Había muerto hacía unos días. Estaba muy enfermo, tenía problemas en el hígado. Sus amigos dijeron que a causa del alcohol. Era muy joven para morirse, aunque yo sabía que terminaría así. Mi madre dijo que yo terminaría igual si seguía bebiendo como lo hacía.
Las fiestas las pasé de borrachera en borrachera. Estuve con Ann Kenne y nos cogimos pedos. Volví a Bayona y trabajé en la escuela hasta las vacaciones de verano.
¿Sabes qué, Hugo? Tantas muertes en tan poco tiempo me hicieron mover el coco, pensar en los seres que quiero, pensar distinto hacia mi futuro. Supongo que a ti te pasa lo mismo. Siento mucho lo de tus padres, y lamento decírtelo recién ahora. Pero, tú sabes, ellos eran hombres mayores, a esa edad la muerte es más esperable. Es parte de la vida ver morir a nuestros padres, aunque no nos guste el momento en que llega. Me preocupa qué harás tú, pues eras muy cercano a ellos. Pero tienes suerte, por lo menos puedes contar con su fortuna para apañártelas. ¿Qué estás haciendo ahora? Ya eres un hombre grande, pero aún tienes mucho para recorrer. Espero que te encuentres bien, tal como lo deseo.
Verás, yo ahora estoy en Manchester visitando a mi madre, que no está bien de salud. Ella también es anciana y necesita atenciones. Vine para visitarla y ya llevo un mes aquí. Todavía no decidí qué es lo que haré. No quiero pensar demasiado, pero guardo dentro de mí malos augurios. Ojalá me equivoque.

Siempre te recuerdo, y recuerdo con alegría nuestros días en España. Eso nunca lo olvidaré, aunque tarde en escribirte. Te prometo que lo haré más seguido. Ahora escribiré a Pepé, a Josefina, a Julito, que también los tengo un poco olvidados y me enviaron sus cartas. ¿Tú sigues en contacto con ellos?
El año pasado fui con una amiga a Barcelona y pensé seguir hasta Tarragona a visitar la casa donde viviste con esa tía tan maja. Ya verás que siempre te tengo en mi mente. Pero estuvimos pocos días y debimos volvernos a Francia. Partimos hacia Montpellier porque ella debía trabajar allí y me invitó. Fue muy generosa, pues yo tenía poca pasta.
Amigo, me voy despidiendo. Te prometo que volveré a escribirte pronto. Y perdóname sin me tardo mucho, pero estoy en días complicados. Te mando un fuerte abrazo, tu amigo que nunca te olvidará

Alan

Alan Rogerson, en una foto de 1983