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miércoles, 20 de julio de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (41)


CAPITULO
41

Las conclusiones del examen fueron contundentes, en varios aspectos. Desde mi impresión individual, significó descubrir en palabras ajenas una sensación que venía observando desde mis primeros días de convivencia con Lolei.
Los rasgos de la personalidad descriptos en el informe se correspondían taxativamente con su conducta, con su modo de pensar y de actuar, con sus sentimientos más arraigados. Leer cada palabra era como estar viéndolo él. Su exactitud era asombrosa, de punta a punta.
Mientras vivió conmigo, Lolei fue exactamente eso.
Se sabe que las conductas humanas son muy complejas, mucho más de lo que vemos o lo que deseamos ver. El tramado de directrices de una vida es inconmensurable, y es imposible comprenderlas en su totalidad. En este caso, el retrato de mi amigo era tan detallado que resultaba un aporte de notable validez para interpretar una parte de su ser interior, y que evidenciaba consecuencias tangibles en su accionar, en el de su pasado y en el de su presente.  Pero analizar en profundidad sus sentires y procederes a lo largo de su vida no interesaba tanto como los efectos palpables y urgentes que teníamos por aquellos días.
Lo que sí importaba era que sus contradicciones pretéritas confluyeran de manera negativa para modificar el presente. Y allí es donde el examen del hospital y las pruebas presentadas en el expediente jubilatorio entraban en choque, hasta el punto resultar un perjuicio irrevocable. 
Hasta un ignoto como yo fue capaz de advertir las gruesas discrepancias entre las conclusiones de su examen y los testimonios  del expediente, casi veinte años más tarde.
Tal vez el error de Lolei –uno de sus tantos desaguisados- radicó en subestimar la capacidad de análisis de los funcionarios, en intentar engañarlos con la narración de hechos que no se correspondían con la realidad y, en consecuencia, no poder demostrarlos.
Un segundo desliz fue la decisión de agregar una profusa documentación sobre los días de la internación, que finalmente dejaron a la vista el puñado de contradicciones.
A juicio de los burócratas del Instituto, el móvil político del despido del ministerio quedó desacreditado por la falta de pruebas contundentes para demostrarlo. Y las causas de la internación en el hospital de Melchor Romero tampoco se correspondían a la angustia relacionada a una persecución política y laboral, como Lolei intentó exhibir en sus citas. Ambas circunstancias –la internación y el despido- desembocaron en el exilio, situación por demás dolorosa y verdadera, pero las razones no se articulaban entre sí.
Es cierto que estuvo internado durante dos meses por causa de su alcoholismo. También es cierto que fue detenido ilegalmente y sometido a torturas. Y finalmente es cierto que fue despedido de su trabajo y luego decidió marcharse del país. Lo que no pudo acreditar mi viejo amigo –y falló en su intento de argumentarlo- fue la concatenación de sucesos. Falló en las fechas. Para dar una sola muestra de ello, basta con comprobar, a través de su pasaporte, que Lolei se fue del país el 19 de noviembre de 1978 y su regreso definitivo fue el 4 de julio del 1985, es decir, casi siete años viviendo en España, bastante menos de los quince declarados.
Por un lado, Lolei fue detenido “por error” por las fuerzas militares que gobernaban en el país hacia comienzos del año 77, en momentos en que la maniobra de chupar gente estaba en su apogeo. Es cierto que estaba “marcado” por su abierta oposición al régimen dictatorial, y esa postura suponía serios riesgos, máxime si lo hacía en un ámbito de trabajo del Estado. Hay que ser muy sagaz o muy incauto para criticar a los jefes en el propio lugar de laburo y procurar que los patrones no se enteren. Esto sin contar la cantidad de alcahuetes ideológicos o a sueldo que lo rodeaban en una oficina de un ministerio público.
Lolei, fiel a su estirpe, profesaba una profunda vocación democrática y abominaba de las dictaduras. Y lo decía sin medir consecuencias, como buen lenguaraz que era.
No hay que olvidar que su padre, militante radical de larga trayectoria, supo defender la Revolución Libertadora del 55, que no fue tan sanguinaria como la que gobernó el país dos décadas después. Pero luego cayó en desgracia con el asalto al poder de Onganía, cuando ocupaba una banca en la diputación provincial.
Sospechar que Lolei defendía a rajatabla los ideales de su padre pudo ser un atenuante para que pasara a ocupar una “lista negra” junto a los miles de perseguidos que hubo en el país durante aquellos años.
Tampoco hay que dejar de lado su breve paso por la militancia estudiantil a principios de los 60, acompañando entonces a un joven dirigente como Sergio Karakachoff, que fue secuestrado y asesinado en septiembre del 76, meses antes de que lo levantaran a él.
Hasta aquí, sólo se trata de amasar presunciones, con datos más o menos concretos de la vida de Lolei, los documentados y los revelados por él mismo.
Sin embargo, el carretel de hipótesis podría tener más vueltas de lo ostensible que ayudarían a aportar más luz a esta oscura trama. El problema fue que el viejo nunca profundizó sobre esta parte de su historia, no dejó mayores testimonios que los ya analizados.
Su versión de los hechos, contados con voz propia, fueron escuetos, soslayados y, por supuesto, tendenciosos.  Al menos en lo relativo al secuestro, sólo habló una vez, como al pasar, como si se tratase de un suceso accidental y sin importancia. Me lo contó sin que yo se lo preguntara, una de nuestras tantas noches de copas, como en un monólogo interior…



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(XLI)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Chez Stéphane Vérgérico
2 Rue Louis Braille
Bordeuax
France

25 Août  1986
Querido amigo Hugo:
Perdóname por no haber escrito antes. Llevas razón cuando reclamas que hace mucho tiempo no tienes noticas de mí. Tampoco he escrito a mi madre, a mi hermana, a Kate ni a nadie. Esto no quiere decir en absoluto que no pienso en ti; al contrario, lo hago muy seguido, al igual que recuerdo a mi familia. Te explicaré lo que ha pasado.
Como suele ocurrir en las academias, las vacaciones no son pagadas, lo cual significa que debo pasar tres meses sin sueldo, sin nada. Este verano hubo días en que no comí por falta de dinero. Lo que hago cuando no tengo nada para vivir es no escribir. No me gusta dar malas noticias, no me gusta trasmitir feos momentos. Además, no encuentro las palabras adecuadas. Hoy escribí a mi madre, a mi hermana y por supuesto a mi mejor amigo Hugo.
Quiero que sepas algo, aunque te resulte difícil creerlo: siempre tendrás un lugar en mi corazón. Tal vez parezcan sólo palabras huecas, pero créeme que no lo son. Hoy fui al banco y me dieron algo de dinero. Así que llamé a mi madre y me dijo que habías escrito. Me pidió que te respondiera y que te dijera que le pareces un señor simpático.
No trabajaré en la misma escuela el año próximo. El jefe no me ha pagado desde el 15 de abril y el dinero que acabo de recibir es bien flaco. El año que viene no sé qué haré. He tenido bastantes problemas con el trabajo, con las chicas, con el alcohol (algunas cosas nunca cambian, ¿verdad?)
Estuve en Biarritz hace un mes con una pareja de ingleses. Mientras el padre salía a pedir limosna por las calles, yo cuidaba al crío. Me topé con un tío de Mar del Plata, un tío muy majo. Le hablé de ti. Le daré tus señas para que te llevara los buenos días de mi parte. Ya ves que no te he olvidado. Le conté lo que hacíamos juntos. Su nombre es Pablo Sánchez  y su padre es abogado.
Aquí en Burdeos hace un calor que ni veas. Ayer fui a la playa con una chica que conozco; ella compró una botella de whisky que liquidé yo. Por supuesto que intenté ligar, sabes que cuando cojo pedo gordo tengo menos complejos.
A propósito: recuerdo que me preguntaste si había algo entre Jorge y yo, y la respuesta es un no. Ese tío es un mitómano. Le ofrecí mi cama para que no durmiera en la calle y yo terminé durmiendo en el suelo. Esa es la verdad. Además, Jorge no es lo que llamo un Don Guapo, ¿no?
Querido Hugo, seguro encontrarás un mogollón de errores, me he equivocado bastante en esta carta. En lo que no me equivoco es cuando digo que te quiero mucho, guardo un gran afecto hacia ti en mi corazón. Siento mucho que hayas esperado tanto tiempo para recibir una carta. Escríbeme pronto, te quiero

Alan

viernes, 15 de julio de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (40)


CAPITULO
40





Lolei fue internado el 26 de marzo de 1977 en el Hospital Neuropsiquiátrico “Dr. Alejandro Korn” de Melchor Romero, en el partido de La Plata. Tenía 42 años de edad.
Las circunstancias de su reclusión en el sanatorio encierran aún varias dudas. De tales inseguridades se valieron los funcionarios previsionales cuando enfrentaron los motivos declarados por Lolei en esos años con los presentados en el legajo para obtener la recompensa de retiro.
En la boleta de internación se consta que ingresó a la Sala de Ingenieros bajo la solicitud de su madre, Florentina Rosario Palacios. La causa principal por la que se decidió su encierro fue una crisis nerviosa ocasionada por excesos en la ingesta de alcohol.
Cuando llegó, acompañado por su madre, llevaba un yeso en la mano izquierda, con una leve fractura en uno de los huesos de su muñeca.
Según se registró en el examen de ingreso, en base a los datos aportados por el paciente y su acompañante, el síntoma fundamental del ingreso es alcoholismo inveterado, con síntomas depresivos. Se agrega que “con las repetidas ingestas alcohólicas, aparecen estados de irritabilidad y agresividad”.
Este cuadro venía repitiéndose desde hacía aproximadamente nueve años.
También de acuerdo a lo declarado por el paciente, estaba controlado desde hacía dos años por un médico psiquiatra, en forma ambulatoria. En ese lapso, se medicaba con Valium 10 y Nebril.
En el momento de la evaluación, Lolei se mostró como un paciente desprolijo, astuto, colaborador, dispuesto a la internación y consciente de su problema. También destacaron su expresividad, ubicación y lucidez.
“Su locución es acelerada y coherente, con contenidos referidos a sus personalidades, las que lo impulsan a la bebida. Sufre de insomnio y su tono emocional es ligeramente exaltado. Manifiesta presentar período de abulia y postración. Últimamente presenta una crisis de gran excitación, con intentos agresivos hacia su madre. Bebe habitualmente ginebra, a razón de una botella diaria. En este momento, hace veinticuatro horas que no toma. Su presión arterial registra una máxima de 130 y una mínima de 70. Su estado general es bueno. Presenta una lesión traumática en metacarpo de la mano izquierda”, describe el informe.
En el examen realizado tres días más tarde, el paciente manifestó ser internado a instancia de su psiquiatra, por episodios incontrolables de alcoholismo agudo, dentro de un marco de un “episodio depresivo”.
Refiere que inició la ingesta de alcohol visitando a una tía, quien lo invita con ginebra. Esto ocurre en el año 1972, en momentos en que atraviesa una crisis matrimonial y que desembocarían en su posterior separación. En este punto, aclaró que este hecho no se relaciona con su adicción.
Según el relato de Lolei, con la ingesta de una sola copa de ginebra “se entonaba” y llegaba a beber hasta 20 por día. Su hábito alcohólico aumentó progresivamente a medida que se profundizaba su estado depresivo, lo que motivó la consulta a un psiquiatra, con quien se encontraba en tratamiento.
En el último mes había sido detenido por la policía (“por error”), donde dice haber sido maltratado. A raíz del incidente, se produjo un agravamiento de su cuadro depresivo,  intensificándose los episodios de alcoholismo. El tratamiento psiquiátrico ambulatorio también se hizo incontrolable. Y por eso, a instancias del profesional, se decidió su internación.
Los profesionales solicitaron entonces un estudio de Electroencefalografía (EGG) y un informe de personalidad. El primero reveló una impresión moderadamente anormal, con descargas cerebrales anormales, de tipo irritativo, originadas en áreas temporales de ambos hemisferios, acentuadas por la hiperpnea.
En el informe psicológico, solicitado por el Dr. Manggini y firmado por la Dra. Rapoport, se detallaron las impresiones recogidas tras varias sesiones, a lo largo de más de un mes de su estancia en el nosocomio. El resultado del estudio está integrado en igual proporción por la testificación administrada, proyectivos gráficos, test de Roschard y de entrevistas individuales a Lolei y su madre. Las conclusiones serán transcriptas textualmente:
“Sobre la impresión general del paciente se sostiene que presenta una actitud omnipotente, tratando de impresionar por lo que sabe, lo que posee, lo que dice, cómo lo expresa. Intenta al comienzo manejar él mismo, hasta el mínimo detalle, la relación terapéutica. Se expresa hacia quienes lo asisten con diminutivos y sobrenombres, dando muestra de estar del otro lado de la situación de los pacientes.
“Desde un inicio, resultan incoherentes los motivos de su internación y la conducta general en la sala.
“Dice haber sido internado porque estaba muy mal, por la excesiva ingesta de alcohol. En la sala su comportamiento es correcto, sin dar muestras de abstinencia. Se cierra a la posibilidad de ser conocido y pone distancias con el psicólogo. Paradójicamente con ello, pide permanentemente, a través de sus contenidos, afecto y protección. Estima que su mal no tiene remedio ni desea en el fondo modificarlo. Cree ser y seguir siendo así.
“La madre, en su entrevista, nos impresionó por mostrarse bastante inconsciente respecto del problema de su hijo, a quien siempre le ha prodigado una sobreprotección patológica y nociva. Este aspecto le fue señalado, y lo acepta, pero se enorgullece de ello y su conducta posterior, según se pudo observar, no se modifica. Dicha indulgencia ha facilitado el desarrollo de una personalidad a expensas del ambiente rico de sus padres, que ejercieron una fuerte sobreprotección, y que son muy infantiles. A su hermana la califica de tilinga. A su hermano lo desconoce como tal.
“El paciente reconoce sus indefiniciones, su inseguridad. Se dice irresponsable y desprolijo en sus hábitos. Considera que el padre siempre se ha desentendido de ellos y que fue muy pasivo. La conducción de la casa estuvo a cargo de la madre. La considera de carácter fuerte, ‘quien manda’; su padre, en tanto, se supedita a ella y vivió entregado a la política como un modo de ‘lavarse las manos’. Considera que la relación con la madre es buena y comparten cosas en común. No obstante, cree estar prevenido de que no influye sobre él.
“Sobre su vida matrimonial, que considera terminada, dice que sólo se casó con ella por dinero, aunque la quería. Ella ejerció mucha influencia sobre él, hasta en las elecciones mínimas. Relata que él solía irse de la casa por varios días, sin dar cuenta de ello. Ninguna de esas actividades las asume como tales ni da muestras de preocuparse por ello.
“Desde su infancia no logró buena identificación con la figura paterna, de quien más bien legó su infantilismo y su inmadurez. Su Yo es muy frágil y endeble. Preserva una exagerado interés por lo mental y racional, desvalorizando lo pulsional y afectivo. La afectividad, no madura, está como fijada a etapas primitivas. Pide afecto indiscriminadamente, pero sin capacidad de compartirlo y devolverlo. No logra establecer vínculos profundos y permanentes. Utiliza un lenguaje rimbombante a efectos de impresionar.
“Sus componentes agresivos se observan controlados y sólo preponderan en situaciones de episodios alcohólicos.
“Dice sentirse culpable de la movilización familiar que ha provocado y con su actuación, pero más bien se observa beneficiado con los efectos secundarios de dicha actitud. Su contacto con la realidad es defectuoso y no puede establecer vínculos estables y permanentes.
“Sus sentimientos básicos son muy desvitalizados. Profundamente se siente desdichado, y lo instrumenta con mecanismos de defensa maníacos y de negación, donde resalta su amor a la vida. No obstante, es llamativo su temor infantil y primitivo por la muerte. Queda poco claro el motivo de su internación, ya que el paciente refiere su remisión espontánea.
“En resumen, se establece que es un paciente exageradamente pueril e inmaduro, con un desarrollo intelectual defensivo posterior, afectividad inmadura, sin posibilidad de vínculos profundos estables”.
Florentina Rosario Palacios refrendó el retiro de su hijo dos meses después de la internación en hospital, el 23 de mayo.


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(XL)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Bar Le Speakeasy
44 Av. d’Arès
Bordeuax - France
12 Mars 1986

Querido amigo Hugo:
Perdóname por haber tardado tanto en contestarte. He tenido algunos problemas en el piso. El abogado con quien vivía se fue a Madagascar hace tres meses, con la promesa de regresar al cabo de un mes. No volvió. Me había dicho que el piso era suyo y resultó no ser verdad. Un buen día me cortaron la electricidad, el teléfono, el gas y todo el rollo. Tuve que marcharme y ahora estoy en casa de un amigo. Me llevaba muy bien con el abogado pero descubrí que era un gran mentiroso. Además de la casa, dijo ser abogado y no lo era. No le guardo rencor. Sólo que me habría gustado que diga la verdad en vez de dejarme en la casa sin gas ni electricidad.
Sigo trabajando en la misma escuela. Dentro de dos meses me quedaré sin clases por el comienzo de las vacaciones escolares. Tal vez vaya a Inglaterra a ver a una chica que conozco en el norte. Sigo cogiéndome pedos, aunque no tantos por los problemas de dinero. Gasto demasiado en los bares y tengo crédito en al menos diez.
No te pongas cabreado si cometes errores en inglés. Hablas inglés mejor que yo lo hago el castellano. Lo hablo mal por falta de práctica, sin dudas. Sin embargo tú te equivocas algo en el inglés. Igual, si escribiera y hablara como tú, estaría contento.
Fui a Pamplona a cogerme unas merluzas con mis amigos. Acudí allí a una manifestación contra la OTAN. Llevé unas botellas y estuve dando traspiés durante la marcha.
Espero que vuelvas pronto y poder estar juntos. ¿Qué haremos? Pues tomaremos algunas copas, no muchas. Tal vez sólo naranjada.
No he escrito a Mme. Chardy y no tengo la intención de hacerlo, ¿qué quieres que te diga? No le guardo rencores; ella es tal como es y yo soy como soy, ¿vale?
Cuando estés de vuelta iré a verte a Madrid. Antes no iré. Pasearme solo no me interesa. Quiero que estemos juntos riéndonos de la vida. Pasar otra vez por aquellas experiencias: Valencia, vomitadas en casa de René, peleas en la calle, viajes a Portugal, merluzas en el cine y lo demás. Días que nunca olvidaré.
Te envío una foto. Me la sacaron en un bar en Navidad. Estoy con un pedo gordo, como verás. Escribe pronto. Un amigo que no te olvida

Alan

jueves, 2 de junio de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (35)


CAPITULO
35

La idea que meses antes me habían comunicado la tríada de vecinas indignadas comenzó a rondar en mi cabeza con más fuerza.
Una internación forzosa en el Neuropsiquiátrico de Melchor Romero me parecía, en principio, un ardid cargado de brutalidad, sobre todo por la manera en que estaba pensado el traslado. Las viejas apelarían a una denuncia por abandono de persona, a su modo de ver y en el fragor de su malestar, excusa suficiente para que una dotación de enfermeros arremetiera en la casa y se llevaran al estorbo comunitario que para ellas resultaba ser Lolei.
Ahora la situación había cambiado, pues el viejo ya había dejado de ser un indigente en estado de aislamiento para ser un indigente a cargo de un vecino, sin ningún parentesco sanguíneo, pero con un indudable lazo de amistad y protección.
“Como amigo y protector podrías buscar una solución a su estado y colaborar con nuestra tranquilidad”, azuzaron las viejas en un encendido encuentro que mantuvimos una tarde en casa de María Luisa.  A esa altura, el responsable de todos los males había pasado a ser yo.
-Si vos te hiciste cargo de Lolei, pues también hacete responsable del descontento que genera para todos-, me retaron.
Pude haber respondido de muy mala manera a las acusaciones, pero entendía que era preferible mantener la cordialidad, hacer posibles aliados y no sumar enemigos. Al fin y al cabo, mi relación personal con la tríada de vejestorios era franca y afable, excepto cuando surgía el tema de mi amigo.
“Entre todos -pensaba yo-, resultaría más factible buscar recursos favorables. Debería servirme de su experiencia, de sus contactos, de sus amistades, para sumar alternativas y arribar a una conclusión feliz para todos. Estas viejas hace una pila de años que viven en La Plata y deben tener por lo menos algún médico conocido, algún contacto con algún asilo, algún camarada en el gobierno, en fin, alguien a quien acudir en busca de ayuda”.
Lamentablemente, una vez más equivoqué en mis presunciones y las viejas, tercamente, se cegaban en la propuesta del neuropsiquiátrico como única salida.
Por momentos, en medio del cúmulo de decepciones, comencé a observar la idea como una escapatoria probable. Pero no hacerlo de una manera obligada sino consentida.
La sola imagen de un ejército de enfermeros llevándose a la rastra a Lolei, en medio de gritos y sacudones, me acribillaba el cerebro. No me entraba en la cabeza. Me hubiese desesperado más que a él. Pero al hacerlo bajo su voluntad, la cosa cambiaba.
Él ya conocía esa experiencia, aunque en circunstancias completamente diferentes. Hacía más de dos décadas había pasado algunos meses por el Melchor Romero, cuando tenía algo más de cuarenta años y bastante más lucidez. Llegó por problemas de alcoholismo y bajo la tutoría de su madre. Ahora debería ser trasladado, tal vez definitivamente, con un estado de salud malogrado, con una economía casi inexistente y ninguna presencia familiar para hacerse responsable de la internación.
Analizando el caso con frialdad, se hubiese tratado también de un abandono de persona, pese a que la garantía de la reclusión sería rubricada por mí. A mí me sonaba que el internado de Melchor Romero no era un asilo para ancianos, era un aislamiento para locos y viciosos.
Además, el viejo me había confesado que no guardaba los mejores recuerdos de aquella estadía.
Sin entusiasmo, y hundido en una etapa de desmoralización similar a la mía, Lolei aceptaba la idea. Sin embargo, en el fondo de nuestros corazones se albergaba una buena dosis de escepticismo. Y aunque el tiempo nos apremiaba, decidimos evaluarlo como una licencia extrema, una solución bien de último momento.



Para atenuar el ahogo, cada tanto nos cargábamos un buen porro y extendíamos la charla hasta bien tarde. Ya los siguientes que fumamos le sentaron mejor que la primera vez y a partir de entonces lo hicimos con más frecuencia.
Para él sobre todo era un bálsamo, porque se sentía jubiloso, a veces optimista, sin alejarse demasiado de su habitual tendencia a la dejadez.
Una noche tiró sobre la mesa una idea arriesgada y bastante original para su forma de ser y de pensar: llamar directamente a un hospital para que se lo llevaran. El planteo era sencillo: “les digo que me siento mal, y cuando vean el estado en que vivo, con seguridad me trasladan. Una vez internado será más fácil conseguir una reubicación en un asilo”, conjeturó. “Después vemos”, rubricó.
Incluso mencionó el número de una ley a través de la cual ampararse para cumplir con la treta.
Esa vez el desilusionado fui yo. De repente se le ocurrían salidas descabelladas, a todas luces impracticables. “Si hay algo de lo que sé un poco es de leyes”, respondió categórico, como previniendo de antemano la victoria segura de su juicio. Desde ya que mi desconfianza se hizo patente, pero tuve la prudencia de no contradecirlo.
Me sorprendí por la forma decidida en que lo expuso. Y no menos me asombré del estado de zozobra que significaba deshacernos de la incomodidad en que estábamos sumergidos. “Este tipo está realmente impaciente, cabalmente intranquilo, completamente loco”, decía para mí. “Con lo que nos está costando hallar un argumento convincente para salir bien parados de este embrollo, se viene con una jugarreta de lo más sencilla, como si fuera fácil”, cavilaba en silencio.
Si fuera tan fácil se nos hubiese ocurrido antes. Tal vez las soluciones estaban ahí, al alcance de la mano, y nuestra tendencia a complicar todo lo había dejado esfumarse una vez más.
Pensando si no sería una alucinación porrera, al día siguiente le pregunté si la idea seguía en pie.
-Por supuesto, nene-, dijo satisfecho-. Y podemos hacerlo hoy mismo.
-Mierda, che, que estás apurado-, lo amonesté.
-Cuanto más tiempo ganemos será mejor para todos. Esto se está volviendo insostenible-, respondió con una lucidez inesperada. Y hasta se animó a redondear descripciones de cómo llevar adelante el plan. Después de hablar un rato, concluyó: “total, el ‘no’ ya lo tenemos”.
Estaba anocheciendo cuando llamé al teléfono de emergencia del hospital Rossi. Otra vez el Rossi, por las dudas. Solicité una ambulancia para atender una persona mayor en estado de descompensación.
-Necesita atención urgente-, dije aparentando desesperación.
-Enseguida vamos-, respondieron.
Corté la comunicación y lo miré seriamente a Lolei: “ya vienen; ya sabés: esmerate”.
-Podemos desarreglar algunas cosas para dar mayor impresión de desamparo-, propuso.
-Yo creo que así como está todo es suficiente-, respondí asombrado por su repentino proyecto. El departamento, con sólo otearlo, revelaba lástima.
-Si querés despeinate un poco-, sentencié.
Lo peor de todo es que me hizo caso.
Al cabo de diez minutos sonó el timbre. Bajé las escaleras con una mezcla de expectación y vergüenza. Eran tres personas: dos jóvenes médicos, una mujer y un hombre, y el ambulanciero, no tan joven como los médicos. Los conduje hasta el primer piso mientras hablaba trémulamente, describiendo la situación. Noté que se frenaron al llegar a la puerta. “Pasen, está por allí”, les dije señalando el sofá. El médico hombre tomó la posta de la atención.
-¿Qué le pasa abuelo?-, le dijo cuando estuvo a su lado. Lolei estaba pálido, pálido de verdad, como si repentinamente estuviera frente a un fantasma. Tenía un gesto de derrota, modulaba con un tono neutro y apagado.
-No puedo caminar, no tengo para comer, no tengo nada de dinero; si no fuera por este chico no sé qué sería de mí-, contó el viejo.
El médico escuchaba.
-Entiendo-, dijo. Pero, ¿qué le duele, qué le pasa?-, agregó.
“Ahí nos cagó”, pensé.
Lolei sacó la mano de debajo de las cobijas y tocó la espalda, a la altura de los riñones.
-Me duele todo el cuerpo-, dijo casi en un gemido.
Observé a la médica, que se había quedado a unos metros de la cama, poniendo atención al resto de la casa. Me acerqué a ella y casi en un susurro le dije “no está nada bien este hombre”. Sólo me miró, con compasión, con la dulzura que emana de la comprensión.
-¿Cuánto hace que está en este estado?-, indagó el médico.
El viejo no respondió, me buscó a mí con la mirada. Todos me miraron.
-Desde que lo conozco y lo atiendo, unos cuatro, cinco meses-, exageré.
-Cinco meses, sí, cinco meses-, acotó Lolei, hombre coordinado para las mentiras.
El médico abandonó al viejo y las consultas fueron a parar a mí. “¿No lo vio ningún especialista antes?”. Respondí que “no”. Y le conté lo de Sánchez Pacheco –sin mencionarlo- y mi visita al hospital. “¿Y no intentaste con algún organismo que se dedique a personas en estas condiciones?”. Entonces le conté sobre mis visitas a los asilos, la posibilidad de Melchor Romero, los resultados adversos de todas las tratativas.
-Tenemos un problema-, aseveró el médico, dirigiéndose a todos los presentes, mirando directamente hacia el sofá cama-. Tenemos un problema: usted es un enfermo social, no podemos trasladarlo ahora.
-¿Enfermo social?-, salté yo desde atrás.
-El hospital es para casos de emergencias, para tratar enfermos físicos, con problemas puntuales. Este hombre -dijo señalando a Lolei pero mirándome a mí-, está sano.
-¿Sano? ¿Usted lo ve sano?- interrumpí.
-Comprendo la situación de abandono –siguió el médico sin atender a mis preguntas-, el entorno en que vive, pero no podemos llevarlo porque pese a la complejidad y al deterioro que presenta, en este momento su salud no reviste una gravedad que amerite su traslado. Debe ser atendido por un área de Salud especializada en estos casos.
-¿A través del gobierno? ¿A través de quién?-, pregunté.
-Pruebe con dirigirse a alguna oficina de Desarrollo Social del municipio o de la Provincia, ellos sabrán cómo ayudarlo-, explicó.
-¡Ningún gobierno hace nada por los enfermos de esta clase; ya lo intenté: nadie se hace cargo!-, me entoné.
-Lo siento mucho-, dijo el médico, poniendo una mano sobre mi hombro-. De veras lo siento, pero nosotros ahora no podemos hacer nada. Que tengan suerte-, le dijo al viejo, que empezó a los gritos como un chico: “¡por favor, sáquenme de acá, no me dejen tirado, necesito irme, por favor!”
La junta de profesionales saludó amablemente y se retiró de la casa. Bajé con ellos, intentando persuadirlos. Aunque entendía a la perfección sus argumentos, no me daba por vencido. “Tienen que ayudarme”, imploré. La médica notó mi desazón y quiso abrazarme, apoyando su mano sobre mi hombro, en señal de solidaridad.
-Un abrazo no soluciona nada, doctora, ni para mí ni para él.
Sin decir una sola palabra dio media vuelta y partió hacia el vehículo. Desde la puerta vi cómo se iba la ambulancia y con ella, buena parte de nuestras últimas esperanzas.
-Estuvimos cerca, te faltó ser más aparatoso en la actitud lastimera-, le dije al viejo cuando volví. Pero seguía tan compenetrado en su personaje que casi lloraba.
-¡Estoy llorando de verdad, la puta que te parió!-, me amonestó.
Y era cierto. Lloraba con reservas, casi sin querer llorar. Más bien eran gimoteos poco convincentes. Pero los ojos estaban rojos y cargados.
-¿Por qué decís que no estuve bien?-, preguntó de repente, dolido.
No supe qué responderle sin decir alguna frase que hurgara inclemente en la herida.
-¿Querés que prepare algo para comer?-, retruqué sabiendo cuál sería la respuesta y consciente de que era una salida adecuada para descomprimir el ambiente. Pero no respondió. Permaneció callado y pensativo.
Lo imité sosteniéndole la mirada, sabiendo en lo inoportuno de poner letra en su silencio.



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(XXXV)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Bar du Moulin
294 Av d’ Arès
Merignac
France

24 Mai 1985
Querido Hugo:
Gracias por tu carta. Esta vez te escribo enseguida ya que dentro de poco tiempo no estarás en Madrid. Espero que vayas bien y que tengas muchas clases. No me extraña que Mme. Chardy haya despedido a Vinicio; tener un profe como él podría generarle problemas. Pobre Vinicio, ¿qué será de él? A lo mejor no hablaba inglés pero conocía la gramática. Lo siento por él. Volviendo al asunto de Mme. C, ¿sabes que no mandó la carta que necesitaba mi abogado porque “no lo merezco”? Otra vez me dejó por los suelos por teléfono.
Dentro de unos días el alemán que me atropelló va a comparecer ante el juez. Van a determinar la cantidad de dinero que debo cobrar. No prometo nada, pero si lo recibo te mandaré algo. Ya no tengo clases es la escuela porque dentro de una semana mis alumnos pasarán a las vacaciones. Dejarán el inglés hasta el año que viene. El jefe de la escuela me dijo que podría volver a dar clases. Mme. Chardy había jurado que me echarían en 15 días y ya llevo 4 meses trabajando. Bruja hija de puta.
Tal vez regrese a Inglaterra dentro de poco tiempo. No he logrado hallar trabajo y no puedo quedarme aquí si no doy clases. Recibí una carta de Kate ayer. Me dice que no tiene novio y que tiene ganas de verme. ¿Piensas que tengo el derecho de atar los cabos sueltos? ¿Me está tirando indirectas? Me dijo que sus padres quieren que salga con un médico y no con un estudiante. ¿Me imaginas en una verbena de su jardín con su padre, con la fraternidad médica de su padre?
Rob me dijo una vez que le habían invitado a una verbena bastante repipi, se compró un traje nuevo. Había un terraplén y abajo, gente, sentada alrededor de las mesas. Rob, en estado de embriaguez, se tumbó en el terraplén, se durmió y en un momento dado empezó a dar vueltas hacia la gente. Lo vieron llegar y se armó un desparramo de tíos. Volteó sillas y meses, como palos de bowling.
Tengo que escribirle porque le quiero mucho y pienso que él me quiere o me quería. ¿Sábes? Si te quedas en México nos podríamos ver, dado que no es muy caro en avión desde Inglaterra. Da mis recuerdos a Pepé y a Julio en Malasaña, diles que pienso seguido en ellos.
Te doy un abrazo muy fuerte, tu amigo para siempre
Alan

sábado, 7 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (3)


Capítulo 2

CAPITULO

3

Con el correr de los días, las viejas vecinas –las vecinas viejas- fueron acrecentando sus quejas por los ruidos molestos y el ambiente nauseabundo que manaba del departamento E. Si bien es cierto que la radio no paraba de sonar y que la limpieza brillaba por su ausencia (paradójicamente brillaba), también es verdad que la situación no ameritaba tanto escándalo.
El descontento provenía, fundamentalmente, de parte de Dora, que cada mañana fumigaba los pasillos con desodorante de ambiente, prendía uno o dos saumerios y, acto seguido, daba un portazo para dar testimonio de su molestia. También Elena, que vivía justo debajo del E, no disimulaba su irritación por la situación. Luego supe que la discordia entre los vecinos era de vieja data y tuvo su punto fulgurante cuando la humedad proveniente del patio interno del departamento E, que por no tener techo se inundaba cada vez que llovía, terminó ganando el piso inferior y destruyendo buena parte de los techos y paredes de la casa de Elena. El desconocimiento a los justos reclamos de la vieja la sumió en un profundo disgusto, sumado a lo costoso que resultó la reparación de los daños materiales. Alguien comentó que a causa de este episodio Elena sufrió una crisis nerviosa que derivó en una internación.
También María Luisa, como propietaria y antigua moradora de su departamento, unió su clamor de fastidio pero manteniendo su habitual mesura, como si lo hiciera más por sostener una buena relación con sus viejas convecinas que por propia convicción.
En rigor de verdad, la actitud de estas señoras se ceñía a indirectas, comentarios por lo bajo, chistidos acusadores, diatribas a la distancia. Hasta donde sabía, ninguna de ellas se había acercado al departamento E para pedirle a su dueño que bajara el volumen de la radio, que aseara la casa o que, por lo menos, mantuviera cerrada la puerta e hiciera lo que se le plazca en su más absoluta intimidad. Entonces cabía la posibilidad de que el viejo no se diera por aludido a los improperios o que sí entendiera que iban dirigidos a él y les restara total importancia. Íntimamente yo intuía que al tipo le chupaba un huevo todo.
En una visita mensual a Dora para cumplir con el pago de las expensas, la noté más fastidiosa que nunca. Era muy dada a refunfuñar por poca cosa, lo venía notando, pero esa vez hablaba con una convicción que no le conocía. Me anotició sobre una reunión de consorcio celebrada recientemente, en la cual los propietarios del edificio debatieron los pasos a seguir con “el caso del departamento E” porque “así no se puede vivir más”.
Lógicamente yo no fui invitado porque los inquilinos no teníamos poder de decisión en cuestiones de esa índole. Tampoco estuvieron Estela y las chicas del A. El problema es que ninguno de los propietarios de los departamentos alquilados o deshabitados asistió al cónclave. Como consecuencia, entre Dora, Elena y María Luisa, las únicas propietarias y habitantes del edificio, se elaboró el plan destinado a subsanar el asunto.
Bebía mi café mientras Dora hablaba sin parar y yo escuchaba sin chistar. La propuesta esencial que surgió del encuentro fue la expulsión del inquilino. Asombrado por la dureza de la resolución, rompí el silencio y quise saber si eso era posible, y en caso de serlo, cómo llevarían adelante la sanción. La explicación, como lo esperaba, tenía muchos grises, demasiados oscuros. Una cosa es el deseo y otra bien distinta hacer realidad ese deseo.
En principio, me advirtió que Hugo -allí me enteré el nombre del viejo alto que leía acostado- era casi dueño de su departamento, que en realidad era de una tía, que ya se había muerto hacía varios años, y se quedó viviendo acá desde entonces, pero no es el propietario, aunque creo que le quedó como herencia, de suerte que bien mirado podía ser tratado como inquilino. Yo escuchaba, sin entender demasiado adónde quería llegar. Pregunté de qué manera podrían echarlo, quién llevaría adelante la operación de desalojo, si era posible tomar esa determinación. La respuesta me empezó a asustar un poco.
Según Dora, ya se habían comunicado con un hermano que Hugo tenía en Mar del Plata, para que estuviera al tanto de su situación y pudiera mediar con él, o llevárselo para allá, o hacer algo. Pero el hermano, tajante, respondió “que se arregle solo, no me interesa su vida, yo no tengo más hermanos”, dejando en manos del trío de señoras el dictamen que creyeran más apropiado.
-¿Entonces?-, pregunté.
-Entonces -continuó Dora-, vamos a llamar al hospital neuropsiquiátrico para que se lo lleven. Él ya estuvo internado en Melchor Romero hace unos años, y si ahora denunciamos abandono de persona, porque en estas condiciones no puede seguir viviendo, tendrán que venir a buscarlo y llevárselo.
Me animé a cuestionar si no había alguna alternativa menos drástica que deshacerse de una persona, por ejemplo, planteándole las molestias de manera directa, de modo tal que se pueda llegar a un entendimiento y recuperar la armonía para todos.
-Ese hombre no entiende razones- me retó. Vos no sabés lo que es ese hombre, no te imaginás de quién estamos hablando.
“Puta madre”, pensé, e intenté hilvanar rápidamente la poca información que tenía sobre el tal Hugo: hombre solo que hereda casa de una tía, seguramente un viejo soltero, tiene un hermano que no lo reconoce, tan bueno no debe ser; estuvo internado en un loquero, ¿por qué estuvo internado?, nadie se le acerca y vive encerrado, en el medio de una mugre insoportable, pero ¿de qué vive?, seguramente tiene su jubilación, ¿y cuándo la cobra si nunca sale de su casa? ¿Y adónde va a ir a parar si se hace lo que estas viejas quieren?¿Pueden sacar a la calle a alguien así porque sí?. Varias preguntas y conjeturas apresuradas, sin respuestas. Mejor era seguir escuchando las razones de Dora, que no renunciaba a su idea de sacárselo de encima, aunque los métodos sonaran disparatados.
 Apocadamente me animé a soltar algunas de las preguntas que me había hecho en mi mente, con el fin de obtener más detalles. A su manera –dominada por la indignación, imperturbable en su dictamen- me abrevió lo que conocía de su vida.
-Vive en ese departamento desde hace varios años, unos diez o doce. En realidad ese lugar era de su tía Julia, que murió hace unos siete años. Desde entonces se quedó solo en la casa. Tiempo antes había sabido refugiarse en ese lugar, por ejemplo cuando se separó de su esposa, pero se quedaba unos meses y se iba y volvía y volvía a desaparecer, actitud que preocupaba a su familia, incluso a sus padres. Los padres fallecieron antes que Julia. Todos eran buena gente. Él estuvo exiliado en España, en la época de la dictadura. Antes lo habían internado en Melchor Romero por problemas con el alcohol. Se ponía violento cuando tomaba. Una noche corrió a la tía con una cuchilla y la salvé yo, la encerré en mi departamento hasta que vino la policía y a él se lo llevaron. Julia igual lo defendía mucho y ni bien salió lo volvió a acoger como si nada hubiese pasado. Es abogado, pero nunca ejerció. Trabajó en un ministerio, hace ya muchos años, y después, cuando regresó de Europa, se dedicó a dar clases de inglés, creo que en escuelas. Es una persona muy culta, muy preparada. Con su ex esposa no se habla, una señora de lo más distinguida, no sé cómo se casó con este engendro. Se perdió por el alcohol, y seguramente las drogas. Más de una vez lo vi salir del cabaret de la esquina, completamente borracho. Un degenerado. Igual, por momentos era una persona amable. Solía invitarlo a tomar café a mi casa, hace ya muchos años, cuando mi marido todavía estaba vivo. Hasta que un día me faltó algo de plata que había sobre la mesa, un dinero destinado a pagar impuestos. Seguramente aprovechó mi ida hasta la cocina, porque estaba haciendo café, y cuando se fue me di cuenta que me faltaba algo. No era mucho, lo suficiente para comprar una botella de ginebra. Supuse que él se lo había llevado, no me quedaba otra cosa que pensar. Cuando se lo dije días después, porque yo no me guardo nada, lo negó rotundamente, se enojó mucho, me trató de mentirosa y sinvergüenza, me gritó, me dijo un montón de barbaridades. Ahí se terminó la relación. Ahora debe años de expensas y también pensamos en hacerle juicio para poder cobrar. El problema es que casi no tiene más plata. Hasta ahora vive de lo que le quedó de la herencia de los padres, que vendieron un caserón que tenían en Mar del Plata. En realidad se repartieron la herencia entre los hermanos, porque además tiene una hermana, creo que también vive en Mar del Plata, no sé nada de ella. Los padres estaban en una buena posición económica; el padre fue diputado, era radical, la madre era maestra, una excelente mujer, igual que la tía.
Cuando logró hacer una pausa le pregunté cómo hacía para comer, si nunca salía de su casa. “Sé que todos los mediodías le traen un plato de comida desde una iglesia evangélica que está acá a la vuelta, y con eso debe tirar hasta la noche. Ellos también le lavan la ropa. Esta gente quiere quedarse con la casa, viste cómo son los evangelistas, no hacen favores de puro buenos que son. Dos o tres veces por semana una chica le ayuda a limpiar y le hace los mandados. No sé con qué recados cumplirá, ahora lo que es la limpieza, deja mucho que desear. A lo mejor limpia de acuerdo a lo que cobra, y me imagino que mucho no le deben pagar. Esa chica es amiga de Estela, la de acá enfrente, así imaginate lo que debe ser, otra roñosa”.
Hastiado por tanto resentimiento y a la vez confundido por las revelaciones, decidí que era momento de irme. Le entregué el dinero de las expensas, me guardé el recibo en el bolsillo y agradecí por el café.
-Quedate tranquilo que esto va a cambiar muy pronto y todos podremos vivir en paz-, me anunció esperanzada Dora cuando ya traspasaba la puerta.
 Apenas llegué a mi casa escuché el sonido del aerosol y el portazo distintivo.


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(III)



San Sebastián, 19-X-79
Queridos papá y mamá: Estoy por pasar a Francia, luego a Inglaterra y Alemania. Vuelvo a Madrid en 20 días. Un abrazo
Lolei


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Elgóibar (Guipúzcoa), 20-X-79
Queridos papás y Julia: Sigo recorriendo los Países Vascos, pero creo que dentro de tres días estaré en París, donde tendré que trabajar bastante. Les mando una postal para que vean un poco lo bonito que es este lugar, y tan distinto a vivir en una capital. Yo estoy bien y contento, aunque los echo de menos y siempre pienso en ustedes. Un abrazo y un beso grandísimo
Lolei

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Frontiere Franco-Espagnole, 21-X-79
Querida Julia: Tengo un trabajo como intérprete y ya estoy en Francia. Sigo luego a Alemania, Suiza e Inglaterra. Cuando llegue a Madrid, donde estoy de licencia en mi trabajo, te escribiré. Un gran abrazo

Lolei