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martes, 22 de noviembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (48)




CAPITULO
48

Alguna vez Lolei escuchó, o leyó, o adivinó, que una madre te llena de miedos, mientras que un padre se esmera por hacer que los niegues. En ese juego de tensiones, gana el que se adapte a tu carácter con mayor eficacia.
Al viejo le surtió efecto objetivo la traslación de los temores maternos. Sus propios miedos hubiesen resultado una simple gestación personal, esos hijos de las sinrazones naturales, de no haber existido la constancia horadadora de mamá.
“Ahora, los miedos de mamá también son los míos, y se nota cada vez más, a medida que sus miedos son más grandes y frecuentes. Y que el más efectivo de los temores se agazapa a la vuelta de la esquina”, pensó Lolei.
Le ayudé a traducir el galimatías, sobre todo para tratar de entender la raíz de sus turbaciones, tan sensibles en esos días de sobresaltos e inseguridades que estábamos viviendo, entendiendo que nos hallábamos ante una sentencia irrebatible: lo que da miedo está cerca de la verdad.
-Te entró un julepe tremendo a la muerte-, le dije sin sutilezas ni tono alarmista.
-Claro, nene, qué te parece, claro que tengo un cagazo bárbaro. Vos te hacés el guapo porque sos joven, te quiero ver cuando estés como yo-, me rebatió con la mandíbula temblequeando, casi jadeando, visiblemente excitado.
-Dejame adivinar: –objeté sin emocionarme, tratando de mantenerme en estado de frialdad-, el miedo real, el que molesta, el que paraliza, te llegó cuando entendiste que tu madre estaba transitando el último tramo de un camino sin retorno. Y ahora sentís que quien se encamina hacia ese sendero…
-Ni lo nombres, no seas mal agüero –me interrumpió con un gesto de impaciencia-, no lo menciones, nene… Hacé el esfuerzo de no ser tan cruel por un rato. ¿Adónde querés llegar con estas indagaciones? ¿A vos te parece que tengo ganas de hablar de destinos ahora?
-Estamos tratando de dar un paso alentador para tu propio destino, viejo –le expliqué, mientras encendía un cigarrillo para él que, llamativamente, rechazó- Si no querés hablar de eso, lo evitamos; está bien. Pero no olvidemos que falta cada vez menos para el fin de año y todavía estamos en veremos.
-El destino es horrible, sólo hay que tratar de disfrutar el viaje   –filosofó repentinamente-. Pero una cosa es decidir sobre el futuro inmediato y otra muy distinta hablar sobre el futuro inevitable. ¿O no pretenderás que se unan los destinos ahora, para ahorrarnos el trabajo de prolongar la fatalidad?
A veces no decir nada, lo dice todo. Y lo curioso es que el otro, a veces, entiende. Pues Lolei comprendió, a través de mis ojos centelleantes, de mi mirada inquisidora y triste y rabiosa, que acababa de pronunciar una frase, por lo menos, infeliz. Con el dolor de una punzada en las bolas, estuve a punto de gritarle que tal vez la suya resultara una buena idea para los dos: él se libraría de una vez por todas de esa existencia parasitaria que cargaba y yo me liberaría de la carga que representaba la lucha inútil de seguir estirando esa existencia.
A esa altura del campeonato, sus habituales manifestaciones de desconfianza me transferían desazón, bronca, deseos irremediables de abandonar todo, a él más que a nadie. Como si lo hecho no fuera suficiente. Como si tantos meses de trajinar contra la corriente y ante todas las adversidades posibles se tratase de un acto guiado por algún interés ficticio y no por la auténtica apetencia de dar un rumbo favorable a su propia vida. Como si el viejo de repente quisiera darse el lujo de bajar los brazos y hacerme responsable de su desgracia. Y, a la pasada, inyectarme algún sentimiento de culpa ante un eventual fracaso de nuestras gestiones.
Por un momento –y no era un sentimiento nuevo- pensé en matarlo. Pero no con un martillazo en la cabeza, o asfixiándolo con la almohada, o tirándolo por la escalera, o encerrándolo para siempre en su inmundo cuchitril, o envenenando la comida; no, nada de eso. Nada de violencia, nada de un acto criminal. Matarlo con la indiferencia, la mejor manera de matar sin dejar rastros. Lisa y llanamente, tomar el primer colectivo y mandarme a mudar para siempre. Desapareciendo de esa casa, de esa ciudad. Desaparecer de su vida. Olvidarlo por completo. Dejarlo a la deriva, a la buena de dios. Que se las arregle, como lo hacía cuando no me conocía. Abandonarlo una vez más a su puta suerte.
Eso pensaba en el ímpetu de la indignidad que me provocaban sus chiquilinadas, su celo excesivo, su repulsiva incredulidad. Estuve a punto de llorar, de romper todo, cuando me acordaba de esa frasecita: “¿O no pretenderás que se unan los destinos ahora, para ahorrarnos el trabajo de prolongar la fatalidad?”, que hijo de puta este tipo, que pedazo de imbécil.
A veces, tan compenetrado en el minúsculo mundo que ambos nos habíamos creado, me costaba entender sus temores porque no captaba plenamente la profundidad de sus pensamientos, de su historia, de su devenir, y de las razones que le llevaron a construir esa realidad. A medida que nos conocimos, creí comprenderlo. Después pasaron varios años, y caigo en la cuenta de que aún no lo entiendo ni lo entenderé. Pero eso no importa.
Lo cierto es que en la turbulencia de aquellos días aciagos, la mínima manifestación de duda y desconfianza provocaban sentimientos tan antagónicos como desoladores. Cuanto más esfuerzo hacíamos por salir adelante, mayor dolor me provocaban esas estúpidas rencillas titubeantes con sabor a amenaza y a desprecio.
Más tarde comprobé que la misma metodología la aplicaba con todos sus seres cercanos. Su modo de autodefensa era el ataque, impiadoso, cínico e hiriente. Después de todo, eran expresiones entendibles para espantar los miedos. Y en este caso perdonables, porque se aludía a la muerte, el más poderoso y terrible de los miedos.
Al final, puras elucubraciones mías, pues la respuesta que le tiraba por la cabeza era la mirada feroz y un gesto igual de amenazante que sus palabras. Y el viejo, de inmediato, lo comprendía: había dicho una barbaridad, una pelotudez mayúscula, lo inapropiado en el momento menos apropiado. Y retomaba su postura mansa, como perro que se liga un reto por haber cagado en el living.
Para descomprimir el escenario, Lolei solicitó fumarnos un porro. Le dije que no tenía ni porros ni ganas. Se conformó con un venenoso cigarrillo de tabaco. Agradeció y bajó la vista. Aspiró con ganas, hasta ahogarse. Lo dejé toser, asmático, ruidoso. Yo lo observé un buen rato con amable desprecio. Y no porque lo menospreciara, sino para hacerle sentir en carne propia la falta de tacto de su ataque. Para que sintiera un poco de culpa.
La culpa puede ser el mayor recurso de persuasión. Pero al viejo la culpa siempre le quedaba holgada. Actuaba como si a las culpas las lavara para volver a usarlas al día siguiente. Un as en eso de lavarse las manos y traspasarle los sentimientos al que tenía enfrente, de suerte que el culpable terminaba siempre siendo el otro. Lo peor de todo es que conmigo lo lograba. Y al cabo de un rato, terminábamos haciendo y deshaciendo a su conveniencia.
Después del segundo cigarrillo llegó el vaso de agua, el masaje en la espalda, la caminata hasta el baño, la cena distendida y el “hasta mañana, que descanses” de cada noche, como si nada hubiera pasado.

Recién varios días después, cuando una conversación nocturna se encarrilaba en otras direcciones, Lolei desenmarañó, en forma desapercibida, aquella trama de miedos y resquemores que arrastraba desde hacía veinte años. O tal vez desde su propio nacimiento, o desde que comprendió que la vida es finita y cruel.
El miedo a la muerte determinó su suerte en España, cuando supo que su madre estaba mal de salud, que la cuerda de la vida se le terminaba. Comenzó a sentir la angustia de quien entiende que lo irremediable está a la vuelta de la esquina. Y en ese tironeo de desconsuelos, cayó en la cuenta de que su retorno al país era inminente y necesario. En sus propias palabras, “se estaba quedando sin nafta”.
Casi a manera de despedida, se trasladó a Salou, donde lo esperaba la muchacha rica y separada que había conocido tiempo antes. Ella cumplió con lo prometido y le gestionó un empleo en las vacaciones de verano.
Ese año, el 83, no viajó a la Argentina y los tres meses que habitualmente destinaba a visitar a sus parientes y amigos, los gastó en un trabajo cómodo y bien remunerado en un pequeño pueblo sobre el Mediterráneo, disfrutando de la playa y las generosidades proporcionadas por la muchacha. Un deleite y a la vez una pena, pues tenía la cabeza más predispuesta a la nostalgia que al placer.
Sin embargo, pasó un par de meses maravillosos, a la manera de los enfermos terminales. Antes de regresar a Madrid, adonde debía reincorporarse en la academia, volvió a dar su palabra de regresar en el verano siguiente, o bien hacerse una escapada cuando el tiempo de descanso se lo permitiera.
Nunca más visitó esa hermosa ciudad ni volvió a ver a esa jovial y sensual mujer.


Hacia octubre de ese año, en su patria añorada, caía por fin la dictadura y el pueblo se abalanzaba hacia las urnas. Se volvía a respirar libertad. El domingo 30, el candidato radical Raúl Alfonsín, viejo correligionario de su padre en los años de resistencia democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la Nación.

"El candidato radical Raúl Alfonsín, viejo camarada de su padre en los años de resistencia
democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la Nación..."

Por primera vez en el lustro que llevaba en su travesía europea, recibió una llamada telefónica de don Domingo, eufórico por la victoria de su partido. Le habló de la recuperación inmediata de la república y de las garantías constitucionales, del final de un ciclo nefasto y el comienzo de una nueva era para el pueblo argentino. Imbuido por un fervoroso optimismo, el longevo dirigente radical invitaba a su hijo a sumarse a la dura pero gratificante tarea de participar desde adentro en la restauración del país. En ningún momento hizo mención al estado de salud de doña Florentina.
Como siempre, el bienestar de la patria estaba por encima de su familia.
Lolei, contrariado, desdeñó la oferta, aún cuando en su interior se ajustaba desde hacía años la idea del regreso, pero por razones más profundas, más afectivas y más sanguíneas que las sugeridas por su padre. Con casi cincuenta años a cuestas, evocaba con mayor pesadumbre la inminente partida de su madre antes que el nuevo nacimiento de su patria.
Estuvo a punto de adelantar su viaje hacia Argentina en diciembre, pero a último momento decidió postergarlo.
En enero del 84, sufrió un duro percance: extremadamente borracho tras mezclar ginebra y marihuana, se cayó en la calle y se partió la cabeza contra un árbol. También se fracturó una mano.
Con algunos puntos de sutura y una escayola salió del hospital, donde lo tuvieron internado durante tres días. Los compañeros que lo llevaron quisieron engañar a los médicos aludiendo un accidente de tránsito, pero el olor a alcohol y a marihuana son muy delatores.
Le recomendaron asistir a alguna terapia para combatir sus adicciones. El viejo aceptó la propuesta, aunque no se considerara un adicto. Ni bien pudo salir de su casa, se embarcó en una caravana por los bares amigos.
Salió gateando de Malasaña y pasó la noche en el banco de la plaza 2 de Mayo.
La cosa empeoró. Su relación con Mme. Chardy se tornó inestable en lo laboral y apenas si superaba el apelativo de fogoso en lo pasional.
El simple hecho de echarse un polvo de tanto en tanto no rebajaba las tensiones internas dentro de la academia, donde Lolei evidenciaba día a día un desgano y una falta de interés llamativos. Las quejas de los alumnos por el flojo nivel de las clases impartidas por el profe argentino le ponían de muy mal talante a la directora. Las citas en la dirección a menudo culminaban con gritos escandalosos. Mademoiselle mostraba los dientes, lo reprendía con antipatía e indocilidad. El viejo, cada vez más irritable por sus desavenencias espirituales y sus preocupaciones personales, no se quedaba en el molde. Ya a esa altura era un avezado puteador políglota y le arrojaba un sustancioso rosario de insultos en español, en francés, en inglés y en un correctísimo argentino. La directora culminaba siempre las broncas con una consabida amenaza de expulsión.
Hacía años que Lolei escuchaba la misma perorata, pero comenzó a intuir que la amenaza podía materializarse y bien pronto. Las condiciones estaban dadas. Y máxime porque al viejo ya no le importaba quedarse sin trabajo, no le molestaba tener que irse de España. Algún día tendría que hacerlo. Y ese día, en su mente, estaba cerca.
Una noche, después de un polvo frío y maquinal, arrebujado en el sofá de la casa de la directora, Lolei franqueó su situación. Por primera vez ante ella abrió su corazón. Le habló como si estuviera frente a un amigo.
Mademoiselle escuchó comprensiva.
Cuando estaba de buenas, no compartía la decisión de que el viejo tomara distancia de la academia. Intentó contenerlo. Pero en su rigidez interior, prefirió mostrar su costado más rudo, el costado desinteresado de quien tiene el poder. Y lo alentó a seguir el camino que le dictara su corazón.
La relación personal conquistada fuera del instituto no le importaba. Lolei era sólo un juguete sexual para la directora, no lo extrañaría, se buscaría otro. Pero en lo laboral, pese a las constantes peleas, lo echaría de menos. La academia no contaba con un plantel numeroso de profesores; mayormente, por el pésimo trato propinado por la directora y por la mísera paga.
El profe argentino ya se había acostumbrado a ambas estrecheces y sería difícil hallar un reemplazo parecido. Que podría incorporar algún profesor de mejor nivel, no tenía dudas. También sería capaz de conseguirse una verga más jugosa con la cual satisfacerse, eso nunca le costaba. Tampoco era cuestión de obligarlo a quedarse. En su desapegada comprensión, no se esmeró más que en escucharlo.
El viejo se fue más aliviado, con un lastre menor en su alma aturdida. Y con la firme convicción, esta vez sí, de que sus días en España estaban contados.



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(XLVIII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne - France

21 October 1987
Hugo:
Gracias por tu carta, que recibí esta tarde cuando regresé de Pau. Tenía clase de portugués. Ahora contestaré a tus preguntas: si echo de menos a Anne, pues no lo sé. La quería mucho, pero me hizo mucho daño. Claro que tenía sus defectos como yo, pero no los veía. Si hubiera querido podría haber vivido con ella otra vez; y no quise. ¿Sabes algo? Si me echas una vez, matas algo en mi corazón. Aunque perdone, no puedo olvidar. Esto ocurrió con Anne. Hasta cierto punto no la he perdonado, no por el mal que me hizo sino por las mentiras. Ella pasó a ser la víctima y yo un jodido cabrón, cuando en realidad fue al revés. Basta con ella: eligió su libertad, pues que sea libre. Aún la quiero, pero…
¿Por qué vine para Bayona? Otra respuesta. Pues porque antes salía con una chica de aquí que conocí durante las fiestas de Navidad, así que ya conocía la ciudad. Además queda muy cerca de la frontera española, que es muy importante para mí. Y porque aquí hay unas fiestas cojonudas que duran cinco días. En algo llevas razón: si Bayona estaría en otro lugar no hubiese venido. No me gustan las ciudades pequeñas, me siento más a gusto en las grandes. Ocurre que cuando Anne me echó tenía posibilidades de trasladarme a dos: Toulouse, con 300.000 habitantes, o Marsella, con 1 millón. Pero Anne había vivido en ambas ciudades y preferí romper todo contacto con ella, cualquier posibilidad de vínculo con ella y con su vida. Nada más. Pasemos a otro tema, este asunto comienza a encabronarme.
Hablemos de tu vida sexual, que ha conocido unas mejoras inesperadas. Cuidado, Hugo, si se meten más personas en la garita de señales, los ferrocarriles argentinos corren el riesgo de serios accidentes. Ya imagino los titulares en los periódicos: “Accidente ferroviario: Follones en la garita son detenidos con copas en la mano y bombachitas en el suelo”.
En este momento estoy estudiando en la Universidad de Pau. Por la tarde tengo clase de portugués. Voy seis horas a la semana. Ayer fui a dedo y tardé cinco horas en recorrer 100 kilómetros.
No suelo controlar en tus cartas si hay errores, ya que tu inglés es casi perfecto. Ayer leí detenidamente y lo comprobé. Has hecho unos avances fenomenales. Por más que se hable muy bien un idioma, se cometen errores. Yo mismo tengo errores cuando escribo en inglés. Tú casi no los cometes, así que te felicito. También llevas razón en que el castellano es más difícil y a mí se me nota, sobre todo por la falta de práctica. No me pasa eso con el francés, que lo hablo y lo escribo casi a la perfección; al menos es lo que la gente me dice. Pero ocurre algo: cuando pienso, lo hago en francés y cuando sueño, también lo hago en francés, excepto si el contexto del sueño está en inglés. Te pediré un favor: márcame los errores de mi última carta, trataré de corregirlos. No suelo leer mis cartas después de escribirlas.
Te doy un abrazo muy fuerte. Escríbeme pronto
Alan

PS: Sí, voy a seguir viviendo en Francia porque es un país que me gusta. Los franceses me gustan. No sé si me quedaré en Bayona, pero seguro permaneceré en este país. Tengo un  problema: cobro el subsidio de paro y terminarán de pagarme en enero, porque aquí se paga sólo un año. En dos meses no tendré más el derecho del subsidio y podría tener una crisis fenomenal en mi vida a partir del año próximo…

PS1: ¡A los folloneros de la garita, salud!

domingo, 20 de noviembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (47)












CAPITULO
47

En su segundo regreso a la Argentina, Lolei se parecía más a un turista europeo que a un argentino de regreso a su tierra. Su gente le remarcó que ya hablaba “como un gallego más”. De pronto el coño, el carro, el autostop, el echar de menos o el coger pedos se habían incorporado a su léxico con la misma naturalidad de un inglés que aprende el castellano en una academia. Hablaba casi como si fuese Alan.
Parecía un rasgo pintoresco e insignificante, pero en el fondo denotaba una suerte de mimetización acartonada y fría. Era de esperarse: “si hablas como un argentino, te entenderían la mitad de las frases”, se justificaba Lolei. Su rápida adaptación se vislumbraba también en su aspecto saludable: había engordado algunos kilos porque “morfaba y chupaba como un condenado”.
Estuvo unos dos meses en Mar del Plata, donde se reencontró con amigos de la juventud. Recordaron viejas épocas de andanzas. Notó que la vida había hecho estragos con algunos de ellos. Todos estaban cambiados: esposa, hijos, trabajo, es decir, una vida familiar, ordenada y bien burguesa. Muchos habían progresado en lo económico; otros se habían afianzado socialmente. Casi todos eran profesionales. Notó, entonces, que vivían de la forma en que él había planeado para sí mismo su existencia cuando aún era joven y aún vivía en Argentina. Notó, finalmente, que él estaba viviendo una segunda juventud, una nueva adolescencia desbordada, como en aquellos días en que las responsabilidades del ciudadano correcto no estaban al tope de las prioridades.
Se sintió satisfecho.
Luego pasó unos días en La Plata, donde visitó a su tía Julia y a sus camaradas de bares y burdeles. Tuvo intenciones de saludar a Lola, pero ella no estaba en la ciudad.
En septiembre, ya de regreso en Madrid, se reincorporó a la academia con engrandecida energía. Volvió a encontrarse con sus compañeros. Realizó algunos viajes por el interior de España antes del inicio de las clases.
Su relación con Mme. Chardy fue amistosa y profesional. Al parecer, en su ausencia, la directora había encontrado un nuevo galán que la favorecía adecuadamente y con quien ella se sentía muy a gusto.
“Era de esperarse -pensó el viejo-, y era lo que necesitaba: mademoiselle es joven –apenas unos cinco años menos que yo-, y aunque no de mi total agrado físico, es elegante, exitosa e inteligente. Me alegra la noticia. Además, el muchacho es ajeno a la academia, lo cual significa que nosotros no lo conocemos. De ese modo, cuando tenga la oportunidad de tirármela, lo haré sin la culpa de saber a quién estaré engañando”.
De hecho, cada vez que pudo frecuentar a la directora –es decir, cuando ella lo pretendía y lo deseaba-, lo hizo sin ningún tipo de sobresalto moral, fiel a su estilo.


Fue a través de una serie de postales enviadas a su familia desde Portugal, en una de sus frecuentes salidas legales con amigos, cuando el viejo dejó entrever que la estancia española no se trataba de un idilio completo sino más bien una tentativa de huida hacia adelante.
Las sospechas comenzaron recién en su siguiente visita al país, cuando su familia comenzó a atar cabos sueltos y a cotejar con documentación oficial el relato construido por Lolei a través de las cartas y la narración de su “maravillosa experiencia”. Lo que contaba se contradecía en varios puntos con lo que hacía.
De pronto comprendieron que Lolei escondía mucho más de lo que exhibía.
En una postal enviada a sus padres desde Portugal, adonde viajaba frecuentemente con la sola misión de acreditar salidas y entradas de España, Lolei contó que había ido a pasar una semana de vacaciones con amigos y amigas, que viajaron en dos coches y era tal la cantidad de turistas que se encontraban en ese momento que no hallaron sitio adónde dormir, “ni en Coimbra, ni en Estoril, ni en Lisboa”. Es más, una noche no encontraron habitaciones ni en el Sheraton de la capital lusitana. Según su versión, poco importaban las eventualidades, pues a esa altura ya se “recagaban de risa de todo” y “aunque tuvieran que dormir en el piso, ni locos regresarían a Madrid”.
La duda surgió cuando al revisar el pasaporte, sólo por curiosidad, doña Florentina descubrió que su hijo ingresó a territorio portugués vía Badajoz, un día 4 de abril, y siguió rumbo a Lisboa. Desde allí envió la postal, el día 5. Y la salida de Portugal fue sellada el día 6, en la carretera que conduce a Villanueva del Fresno, al sur de Badajoz. La primera deducción fue que el grupo de amigos permaneció dos días en Portugal, y no siete como anunciaba en la postal.
El siguiente indicio fue cuando mencionó que en Coimbra no habían conseguido alojamiento, y le llamó la atención que desde Lisboa se hayan trasladado a más de doscientos kilómetros para tratar de alojarse. No le sorprendió que visitaran Estoril, a menos de treinta kilómetros de la capital. Pero irse de Lisboa hasta Coimbra, una ciudad situada hacia el norte, a más de dos horas de viaje, sólo para buscar adónde dormir, habiendo tantas ciudades y poblados cercanos adónde acudir, eso sí le llamó la atención.
La madre de Lolei olfateó un tufillo a engaño.
De repente localizó en las hojas del pasaporte una importante cantidad de sellados con ingresos a Portugal, y salidas realizadas en el mismo día. La mayoría era por Badajoz, alguna vez por Fuentes de Oroño o Valverde del Fresno.
“Tu madre será maestra y jubilada, pero no es tonta”, dijo Lolei que le dijo doña Florentina al darse cuenta de estas pequeñas irregularidades halladas y los secretos escondidos detrás de la evidencia. “Déjelo que ya es un muchacho grande, debe saber lo que hace”, dijo Lolei que le dijo doña Florentina que dijo don Domingo al momento de trasladarle la inquietud.
-Lo más curioso del caso –reconoció Lolei- es que mamá me advirtió de estos descubrimientos unos años después, cuando yo ya había regresado definitivamente al país. Y contó que no me lo dijo antes porque temió que su sospecha fuera verdad. Y no hubiese soportado saber que su hijo la estaba pasando de pesadillas en España. A papá, como siempre, le importó un carajo. A él se lo reveló enseguida, y el tipo se lavó las manos, ni se calentó. Por eso decidieron mantenerlo oculto, para no hacerse aumentar su preocupación. Pero en definitiva ellos también mintieron: se mintieron a sí mismo. Y sobre todo mamá, que se hizo una malasangre terrible. Ni siquiera en las cartas que me escribía mencionaba el tema. Y yo a la distancia me daba cuenta de que no estaba bien. Cuando respondía y mostraba mi intranquilidad, en la siguiente carta ella apenas hacía referencia a lo que yo cuestionaba. Yo empleaba el mismo procedimiento y contestaba con evasivas. Jamás le mencioné ningún incidente; la impresión que le trasladaba era de una buenaventura que no se ve ni en las películas, y pensaba que ella se lo creía todo. Nunca le mencioné de mis borracheras, de mis peleas, de mis altercados laborales, de cómo los extrañaba verdaderamente. Claro que le decía que los echaba de menos, pero a la manera que se añora cuando se está lejos de alguien, no con la real profundidad del sentimiento. Eso no se lo contaba a mi madre. Verás, una noche me cogí un pedo tan descomunal que terminé en el hospital con la cabeza rota y una muñeca fracturada. Me caí en la calle, eso es todo; perdí el equilibro y me estrolé en la vereda. No me acuerdo de nada, sólo lo que me contaron Josefina y Alex, que iban conmigo y me llevaron al hospital. La cuestión es que me dieron cuatro puntos en la frente y estuve con la mano escayolada unos cuarenta días. La versión que entregué a mis padres, por supuesto fue groseramente inventada: “un accidente de tránsito, me atropelló una moto”, dije. Me pareció inoportuno confesarles que había sido producto de una borrachera, porque supuestamente había dejado de beber después de mi internación en el Melchor Romero. Imaginate a mi madre si hubiese sabido la verdad… Por eso inventamos esa red de mentiras, donde cada uno contaba lo que le convenía y el otro creía también lo que convenía, excepto la verdad. Cuando mamá encuentra ese detalle en el pasaporte, descubre que mis permanentes salidas de España no eran sólo por placer, sino que entrañaban otros propósitos, inasibles para ella. Pero en vez de manifestarme su preocupación se lo tragó sola, se inventó varias hipótesis con el solo fin de convencerse de que mi versión de los hechos era verdadera. Ella me dijo alguna vez que quien no es madre no puede entender jamás lo que es el sufrimiento de una madre. Tal vez llevaba razón. Y lo cierto en este intríngulis de interpretaciones es que ambos decidimos fingir, acordamos tácitamente en que el artificio era más veraz que la mera verdad. Por eso tampoco adiviné que detrás de sus palabras escritas con aparente prolijidad había un sentimiento de angustia irrefrenable. Lo descubrí recién al año siguiente, en otro viaje a Mar del Plata, cuando vi que mi madre, que ya no era joven pero se mantenía enérgica y briosa, se había avejentado a pasos agigantados. Y estaba notablemente desmejorada de aspecto y  de salud. Sin que ella me lo pidiera, supe había llegado el momento de regresar.
Al poco tiempo de un nuevo regreso a Madrid, Alan fue echado a la academia y decidió volver a Inglaterra. Hacía bastante tiempo que sumaba reñidas discusiones con la directora, como corresponde a dos personas de carácter fuerte e inflexible.
Alan era un gran profesor y se llevaba de maravillas con los alumnos. Sin embargo, los continuos desbarajustes en que incurría por la ingesta excesiva de alcohol y otras hierbas, fueron modificando su carácter en el seno del instituto. El inglés llevaba una vida más disipada que la de Lolei, cuando no estaban juntos. Solía amanecerse en las calles, o en bancos de algún parque, tras alguna borrachera que lo dejara inconsciente. A veces, en ese estado, concurría al trabajo. Y allí se trenzaban de lo lindo con mademoiselle.
Ella era una persona severa a la hora de las reglas y solía imponer pautas irrestrictas; una de ellas, la concurrencia a clases en perfectas condiciones de higiene y presencia. Se enojaba cuando algún profesor se aparecía con el traje desaliñado, el pelo revuelto o un aliento de perro descompuesto. Hay que ver cómo se ponía cuando algún profesor aparecía con evidentes signos de borrachera y olor a marihuana en la ropa. Lolei sufrió sus buenos escarmientos por situaciones como esas. Pero luego mademoiselle se calmaba; bastaba llenarle un rato la boca con una polla y todos contentos.
Alan no era de agachar la cabeza y dejarse atropellar, por más que la directora tuviese razón en regañarlo. Él abrigaba un rencor indiscutible: Mme. Chardy pagaba unos salarios casi de miseria y era una persona muy tacaña y ventajera. Y eso a Alan no le gustaba nada. Y para trabajar a disgusto y por un dinero que apenas alcanzaba para vivir de prestado, era mejor buscar otros rumbos. Este planteo, realizado desde el lugar del patrón, es más concreto y efectivo: “si no os gusta este curro, pues búscate otro”. Y Alan, agotado, decidió marcharse.
Lolei sintió profundamente la partida del inglés. Se habían tomado un gran cariño mutuo. Alan solía decirle, en tren de confesiones de borracho, que era como el padre que nunca tuvo. Del mismo modo, el viejo replicaba que era como el hijo que siempre deseó.
Eran grandes confidentes, también sin una copa de por medio.
Por eso, el viejo sintió que un pedazo de sí mismo se desprendía con la partida de Alan. Poco a poco fue comprendiendo que sus días en España tenían cada vez menos sentido.
La idea del regreso se agigantaba como la luna.




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(XLVII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne
France

4 October 1987
Querido amigo Hugo:
Te escribo otra carta. Espero que hayas recibido la anterior, que escribí en cinco minutos. Te deseo que vayas bien, también tus familiares. ¿Sabes algo? Desde hace un mes tengo un diario, que pongo al corriente cada tarde. Esta vez hay dos cosas que han cambiado: primero, escribo en francés, porque me resulta más fácil el idioma; segundo, en vez de escribir a Harry (un personaje que tú destruiste) ahora lo hago a mi mejor amigo Hugo.
Ya sabes que me gusta escribir. Además, no pretendo vivir una eternidad. Y cuando me vaya a la gran bodega celestial me gustaría dejar algo, si no, si desaparezco sin dejar nada detrás, será como si no hubiera vivido nada. Creo que he visto y vivido un montón de cosas que merecen ser mencionadas.
Por lo pronto sigo parado. De vez en cuando hago algunas chapuzas que me permiten sobrevivir, no muy bien, pero… Dentro de tres meses ya no tendré el derecho a cobrar el subsidio de paro. Ahí sí estaré jodido, sin ingresos. No sé que voy a hacer. Llevo tres semanas sin beber por falta de tiempo y de dinero. Esta semana he escrito a Pepé y a Julito. La semana pasada fui a St. Jean de Luz y a Biarritz con un amigo. La pasé genial. Ahora estoy en Pau, en casa de un amigo.
Acabo de matricularme en la Facultad. Haré otra tesina, ya que cuando Anne me echó dejé todo. Espero lograrlo esta vez. La tesina la haré en castellano.
¿Tú no tienes idea de cuándo volverás? Cuando fui a Madrid vi a la dueña de la casa donde estaba Felicitas. Vi a su marido. Hablamos juntos un ratito y la culpa de todas las borracheras y todos los pedos gordos fue tuya. ¡Te echaron la culpa de todo!
Te doy un abrazo fuerte. Tu amigo que no te olvida
Alan

martes, 15 de noviembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (46)



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CAPITULO
46

La adaptación de Lolei en tierras europeas resultó menos costosa gracias a la camaradería de los muchos amigos que fue cosechando. Tanto es así que, tras permanecer unos meses en la pensión que lo cobijó a su llegada, logró mudarse a un departamento cercano al Paseo de la Castellana, sobre la calle Marqués de la Riscal, donde vivía un médico a quien había conocido en el bar de Pepé. Este médico, llamado Alex, se había separado hacía poco tiempo y disponía de espacio suficiente en su piso. La idea era achicar gastos y allí cayó el abuelo con sus bártulos. Le quedaba cómodo, además, porque estaba a pocas cuadras del trabajo en la academia.
En pleno proceso de mudanza, y aprovechando las vacaciones de verano en Europa, Lolei viajó hasta la Argentina para visitar a su familia. Permaneció durante unos diez días en Mar del Plata, en julio del 79. Evaluó su presente. Sus allegados insistían para que se quedara. Justificaban esa posición en que su vida ya no corría riesgos.
Pero Lolei se sentía a gusto en Madrid. Aunque extrañaba su tierra y a los suyos, se hallaba frente a un potencial de actividades que eran impensadas al momento de su partida. Planeó regresar y permanecer, por lo menos, tres o cuatro años más en Europa. Alegó excelentes medios de progreso personal y laboral, y la cercana posibilidad de recorrer sitios anhelados durante toda su vida.
Por supuesto que escondió la cruenta recaída en sus adicciones y dejó pasar que en su condición de extranjero no cumplía con las leyes españolas y era, lisa y llanamente, uno de los tantos inmigrantes ilegales que poblaban la madre patria. Vivir a hurtadillas no le agradaba. Pero tampoco le incomodaba tener que moverse entre las sombras. Prometió a su familia volver a visitarlos al año siguiente, también en el período del receso estival europeo.
Regresó a Madrid y se instaló con Alex. El médico fue muy generoso, pues no sólo lo acogió en su hogar sino que además lo ensambló en su círculo de amistades y conocidos. De ese modo, sumaba compañeros también fuera de la academia.
Cuando logró una posición más sólida y pudo ahorrar dinero suficiente –sumado al que había llevado desde Argentina- comenzó a recorrer, siempre junto a sus amigos, distintas ciudades de España. Viajaban en caravanas de uno o dos automóviles, cada fin de semana, hacia pueblos cercanos a Madrid. A veces visitaban sitios cercanos a la frontera con Portugal o con Francia, y aprovechaban para cruzarse y sellar en el pasaporte su salida y posterior ingreso al país. Con este trámite podía permanecer más tranquilo en España en los siguientes meses. No era casual entonces que la mayor de las veces el viejo saliera de paseo con otros amigos extranjeros en su misma situación.
Este tipo de formalidades, maquillados en tours de placer, lo hizo consuetudinariamente en los siguientes cinco años que duró su travesía por aquellas tierras.
Hacia octubre del 79, merced a gestiones de Alex, consiguió un trabajo como intérprete para un empresario que debía realizar una pequeña gira por Francia, Suiza y Alemania. Aunque Lolei sabía que el francés no era su fuerte, se esmeró en pulir su estilo y, gracias a la ayuda de sus amigos francoparlantes –incluso Alan, que lo hablaba y escribía mejor que su castellano- se sintió lo suficientemente seguro como para aceptar la misión. Ganaría muy buen dinero. Además, en la academia no mostraron inconvenientes en otorgar una licencia por el tiempo que fuera necesario.
Su itinerario se inició desde Madrid y continuó tres días más tarde en París. En el medio, tuvo la posibilidad de recorrer los Países Vascos; quedó encantando con Elgóibar y San Sebastián. Siempre por tierra, continuó viaje hasta la capital francesa, donde permaneció los siguientes dos días.
Tuvo mucho trabajo en reuniones donde debía apelar al francés, al inglés y al castellano intermitentemente, lo cual dejó una buena impresión ante su eventual jefe y los socios extranjeros. En sus tiempos libres, recorrió la ciudad, bebió moderadamente y dejó parte de sus viáticos a consagradas putas francesas.
Voló hacia Alemania, donde debían concretar una nueva entrevista. Pero un repentino cambio de planes hizo que no se movieran del aeropuerto de Frankfurt y, tras varias horas de espera, se marcharon hacia Barcelona, donde finalmente quedó libre. Visitó Andorra, recorrió la zona y llegó hasta Salou, en Tarragona, donde conoció a una muchacha catalana que no tardó en prodigarle suntuosos favores carnales.
El idilio duró apenas tres días, tiempo suficiente para que el viejo se pegara una inusual enamorada.
Pero debía retornar a Madrid. Llegó a pensar en no hacerlo. Bajo la promesa de que volvería pronto, emprendió camino a la capital. La mujer, que era bastante adinerada y estaba separada de su segundo esposo, prometió conseguirle un puesto rentable si regresaba a Salou.
“Las cosas tienden a mejorar cada día”, pensó el viejo.

Cuando se reincorporó a la academia, Lolei se encontró con menos trabajo que el habitual. Había sido reemplazado por un tal Carlos durante su ausencia y ahora estaría solamente al frente de una de las tres clases que tenía. Disgustado, reprendió a la directora por la decisión.
Mme. Chardy, quien no era precisamente una emperatriz de los buenos modales, lo amonestó severamente y lo amenazó con la expulsión. Discutieron. El viejo se fue dando un portazo que retumbó en todo el edificio. Ganó la calle perseguido por un distinguido rosario de insultos.
En Akelda, la fonda donde se reunían habitualmente los profesores después de clase, se encontró con Alan y René, ya medio en pedo. Les contó lo sucedido. Alan, con su clásico cinismo, le advirtió que la directora había tomado una decisión lógica, “si eres el peor profesor de la historia de la academia”, le dijo. René debió interponerse entre sus amigos para evitar el desastre.
El viejo, exaltado y ya entonado por la ginebra, le había tirado un trompis que no llegó a destino por un sorpresivo reflejo del inglés, quien esquivó el manotazo haciéndose a un lado. Las copas de los tres ocupantes se hicieron añicos contra el suelo. Calmados, el trío de borrachines recompuso la mesa y el diálogo.
Tratando de enfriar el enojo de Lolei, se dedicaron a escuchar su descargo. Uno de ellos le hizo ver que la medida sería temporal, que su reemplazante no duraría mucho tiempo en el puesto, que el único grupo que aún tenía a cargo era el mejor de los grupos posibles, que con una sola clase y los alumnos particulares ganaba un dinero pasadero, que a partir del año siguiente seguramente recuperaría esa plaza. El viejo meditó y aprobó las razones.
El otro, en cambio, fue más conciso: “Mme. Chardy está enfadada contigo porque eres el único que no se la ha tirado, ¡qué joder!”. Y en parte, recordaría Lolei años más tarde, llevaba toda la razón. La directora era rígida y tenaz, a veces autoritaria y fría como un témpano, pero también una puta insaciable. “Le gusta la polla más que a ti la caña”, resumió Alan. “En este momento no debe tener quien le haga su cariñito”, agregó René, “y por eso se comporta como una víbora resentida. Verás cómo se calma cuando alguien le eche un buen polvo”.
El viejo sabía que muchos profesores del plantel de la academia se habían acostado con la directora, y él era uno de los pocos que aún no le había echado un polvo. Alan tampoco se la había tirado. Pero compensaba un poco porque cuando tuvo la ocasión, le confesó que no lo haría nunca, pues le parecía una señora muy respetable, y además no solía inmiscuirse en relaciones con sus superiores. La respuesta, una flagrante mentira del inglés, no satisfizo a mademoiselle, pero le agradó su sinceridad y nunca más lo acosó. Tenían muchas peleas y ninguna escondía tales intenciones.
En cambio con Lolei la cosa era diferente. Desde un comienzo se relacionaron con amabilidad y el viejo tal vez no quiso ver en el trato delicado de la directora, la sutileza de sus verdaderas sugerencias. Algún compañero le aconsejó seguir a los impulsos de Mme. Chardy: “verás cómo cambia su carácter contigo cuando la satisfagas como ella quiere”.
A la mesa se agregaron Josefina, una hermosa y simpática madrileña elogiada por su escote, que enseñaba francés en la academia, junto a su novio, un muchachote insulso como una esponja.
 Cambiaron de tema la conversación y en ese trance, Lolei comprendió la futilidad de la pelea y recordó que con la pasta ganada en su trabajo de intérprete podía apañárselas un buen tiempo, hasta recuperar los cargos perdidos.
Pronto se olvidó de la discusión y agradeció en silencio los consejos de sus amigos. Se propuso ponerse en carrera para recuperar su amistad con mademoiselle y, por supuesto, echarle su correspondiente polvo.

Hasta las siguientes vacaciones, cuando emprendió su segundo viaje a la Argentina, Lolei fue notando que sus aspiraciones nacidas a partir de la llegada intempestiva a Madrid, iban cumpliéndose con más éxito del imaginado. Si no fuera por sus repetidas recaídas alcohólicas, que le dejaban a menudo malestares físicos de los cuales le costaba cada vez más recuperarse, no es impreciso afirmar que la vida le estaba dando una merecida revancha.
Casi sin darse cuenta, lo que se inició como un exilio forzado e hijo del miedo, se fue transformando en un renacer holgado y entretenido. Gozaba de su existencia disipada, con trabajos relajados, viajes recreativos y algazaras morrocotudas plagadas de bebidas, algo de drogas y algo de sexo.
Apenas si dedicaba tiempo a la lectura. Y poco y nada a escribir, más no sea extensas y detalladas cartas a sus familiares y amigos.
Bien pronto se fue olvidando de sus berretines clasistas y de sus antepasados gloriosos. El brillo patriótico de los Monteagudo, las gestas intelectuales de los Tejedor, de los del Valle, de los Palacios, se esfumaron como un recuerdo pasajero.
A diferencia de muchos compatriotas exiliados por la amenaza de la dictadura, Lolei tuvo una supervivencia casi feliz y consagrada a las intemperancias, no ya a pensar con nostalgia la patria abandonada. Ya comenzaba a darse cuenta que su situación era muy distinta a la mayoría y que su devenir europeo correspondía a razones de índole personal. Se animó a confesarse a sí mismo que su condición de “exiliado” sonaba a exageración.
Así y todo, decidió justificar su existencia con una pereza inusual hacia los pensamientos profundos. Decidió que las cosas debían seguir su rumbo, sin detenerse a pensar por qué sucedía lo que sucedía.
Las cosas libradas al azar, al más inescrupuloso azar.
Tenía dinero, amigos, bebida, drogas y mujeres con quienes solazarse. Mme. Chardy supo disfrutarlo en ese arrebato de optimismo que cosechó por aquellos meses.


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(XLVI)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne
France

Pau, 23 Août 1987
Querido amigo Hugo:
Muchísimas gracias por tu carta. No podía escribirte porque perdí tus señas y esperaba que lo hicieras a Inglaterra. Mi madre me envío tu carta hace unos días.
Como ves ya no vivo con mi novia. Me echó, por razones suyas, no entendí nada. Un día regresé a casa y encontré mis cosas en la calle. Me arrojó un papel por la ventana pero no me tomé la molestia de recogerlo, di media vuelta, cargué las cosas y me fui. Volví a verla hace un mes. Me pidió que volviera y me negué. Desde entonces no le he escrito ni llamado por teléfono. Me dijo por qué lo había hecho y sus razones no me convencieron. Además, se equivocó. Pues tanto peor, porque como dicen en francés “une de perdue, dix de retrouveés”, algo así como “una perdida, diez encontradas”. La verdad es que me dolió, me hizo gran daño, pues la quería mucho. Pero ya está. A otra cosa.
Después de eso fui a buscar trabajo en la costa. Caí en el hospital por beber demasiado y no cuidarme. Volví a Inglaterra para el casamiento de mi sobrina. Lo pasé muy bien. Al regreso llevé a mi madre a Lourdes, para ver a una virgen o algo parecido, donde pasamos una semana. Ella se volvió a Inglaterra y yo partí hacia Portugal. Me quedé una semana, como siempre, bebiendo y yendo de juerga.
Una tarde me paseaba por la calle, con un pedo gordo, y una prostituta me preguntó si quería follar. Le dije que no, pero luego dije que sí y subimos a su casa. Se quitó las bragas, yo quedé en pelotas. No sé por qué en ese momento cambié de idea y me fui después de haber pagado. Estaba borracho y otra vez no se me endureció la polla.
Ahora estoy en Bayona, cerca de la frontera española. Vivo con otra gente. Trabajo como peón en un liceo de Biarritz. Estamos arreglando el tejado. La tarea consiste en romper el asfalto con hachas y colocar un nuevo revestimiento. Es un trabajo duro y no me gusta. Tal vez consiga como profesor de inglés aquí en Bayona. Lo sabré pasado mañana.
Este fin de semana estaré en Pau, a 100 kilómetros de Bayona, en casa de un amigo que es profe de Historia en el Liceo de esta ciudad. La semana pasada estuve en las fiestas de Bayona, que significan cinco días seguidos de borrachera. Ahí perdí todos mis documentos. Así que mañana tendré que ver a un abogado por razones financieras. Sin querer di mucho dinero a una chica con quien salía y un buen día desapareció. Tuve que dar parte a la comisaría y ahora, si no podemos arreglar el problema juntos, habrá un juicio.
Te contaré de mi viaje a Madrid. Fui a hacer una tesina sobre la inmigración española en Francia en 1920-1930. Pero en vez de concurrir al Ministerio a consultar los archivos me pasé el tiempo, adivina dónde, bebiendo. Vi a Pepé y a Esther, que estaban muy contentos de verme. Vi a Mme. Chardy e hicimos las paces. Dije que ya no bebía. Es mentira, pero tampoco iba a decirle que bebía como siempre. Con Carlos tomamos varias copas. Está estudiando en la facultad y rindió varios exámenes. Su padre debe haber pagado un dineral. Sigue tan pajero como antes; me es simpático, me cae muy bien ese chico. Fui a menudo al bar de Julio. Comí dos veces con Carmen y sus niños; hablamos de viejos tiempos. Por supuesto que nos acordamos de ti, en términos de amistad. Todos te recuerdan bien. Vi a Rob en Akela pero fingió no conocerme; no insistí en entablar ninguna conversación. Estuve con Felicitas; trabaja en un bar llamado La Flor y está a la vuelta de Akela. Me ofreció cañas y tortilla. Fui bastante a Argüelles, el bar donde ponen música, ese en el que nosotros nos sentábamos enfrente para beber nuestro Fundador. Todos me acogieron de maravillas.
¿Tú cuándo volverás a España? Me gustaría verte otra vez. Ojalá puedas hacerlo. Espero que la salud de tus padres mejore. Si tardas mucho en recibir esta carta no creas que ya no quiero escribirte. Ves bien que he tenido mis problemas, además de perder tus señas. También puedes enviarlas a Inglaterra, así siempre recibiré tus cartas.
Te doy un abrazo enorme, tu amigo que nunca te olvida

Alan