Mostrando las entradas con la etiqueta La Plata. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta La Plata. Mostrar todas las entradas

sábado, 10 de diciembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (53)


CAPITULO
53

Estuvo silencioso y huraño toda la mañana. Y no fue por el mero hecho de bañarse. Mientras estuvo conmigo, siempre se mostró reacio al agua, al jabón y al orden. La pulcritud había dejado de ser materia obligatoria para él desde hacía mucho tiempo.
Aquella calurosa mañana de diciembre me esperó despierto y con un sesgo de malhumor que sin embargo intentó simular con una actitud condescendiente y aplicada. Acusó cansancio. No había pegado un ojo en toda la noche. Su actitud taciturna, su mirada sombría, su silencio de tristeza evidenciaban malestar.
Nunca, por más renuente que fuera su naturaleza desprolija, se había comportado de esa forma en el rito lavatorio. No era normal que fuera yo quien llevara el estandarte de la charla y el entretenimiento en el trajinar de esa proeza. Lo normal era que yo fuera jefe y obrero del trabajo de limpieza, mientras él se dejaba hacer a medida que hablaba, preguntaba, cumplía órdenes sin poner peros.
Lolei recibía cada esponjazo, cada jarra de agua en su cuerpo como si se tratase de un bautismo. Y pese a eso se sentía reconfortado, lozano, optimista, satisfecho. Su problema radicaba en la iniciativa del deber higiénico, no en la higiene propiamente dicha. Y lo que en principio le parecía un supremo sacrificio terminaba resultando una reparadora sesión de ablución.
Pero esa mañana no tuvo disfrute ni alegría. Ni siquiera a la hora del desayuno, su gran debilidad.
No lo atoré con preguntas incómodas. No es mi estilo atosigar con cuestionamientos a personas que no tienen ganas de hablar. Siempre es preferible esperar: que hable cuando tenga voluntad de hacerlo y tenga algo para decir. Mientras tanto, su silencio es salud.
No podía dejar de barruntar, sin embargo, las posibles razones de su llamativa discreción. Era dable sospechar que, una vez más, el sigiloso y omnipresente fantasma de los miedos lo hubiera abordado esa noche.
Como en tantas otras noches.
Y por eso casi no había dormido.
Era entendible: la cuenta regresiva para su partida estaba marcha. Cada día transcurrido era en realidad uno menos. Como ocurre con la vida misma. No se vive un día más, sino que se vive uno menos. Porque aunque no sepamos la exactitud de nuestro desenlace, sí tenemos la certeza de que habrá un final. Y las horas, los días, los años transcurren como en una cuenta regresiva a la inversa que no se mide ni se espera, pero existe.
En la forma de ver del viejo, este rasgo particular se asemejaba a un salto al vacío implícito en el carácter absurdo de la vida, una de cuyas salidas inmediatas era el suicidio. Para él, una de las formas de interrumpir voluntariamente la cuenta. Sin embargo, no coincidía en tomar este camino.
Lolei prefería el devenir azaroso de la espera.
Para mi sorpresa, el melancólico aspecto de mi amigo no guardaba ninguna relación con mis supuestos. En esa cuenta regresiva para su partida abrigaba su última esperanza concreta de la perduración. Y no era motivo para estar triste.
-Entonces, ¿por qué esa cara de culo, viejo?–, me animé a retrucarle cuando ya estaba acomodado en su catre, limpio y vestido, aguardando la hora del almuerzo, y sin que desaparezca de su rostro esa mueca con mezcla de desprecio y angustia.
Se demoró en responder y estuve a punto de repetir la pregunta, pero al fin abrió su bocaza:
-Por lo que hablamos anoche, nene, no pude pegar un ojo. Dormí mal, entrecortado. Soñé. Sudé. Me desvelé. Estuve a punto de llamarte, pero no me animé…
Cuando pregunté si existían motivos específicos para explicar su malestar, me respondió con monosílabos. Poco a poco las palabras brotaron más elocuentes y claras. Y comenzó a pedirme explicaciones a mí. Hasta que lanzó la pregunta que menos esperaba y, tras digerirla brevemente, no pude contener la carcajada.
Reí hasta las lágrimas, ante la mirada maciza de Lolei. No podía creerlo. No imaginaba que, a esa altura de nuestras vidas, y sobre todo de la suya, el viejo no distinguiera en mi entrecejo la diferencia entre una ironía y un sarcasmo, que no dominara el sutil contraste entre una broma y una verdad.
La cuestión, sencillamente, fue que se creyó a pies juntillas mi inverosímil fábula sobre la cancelación de la deuda de expensas que le había contado la noche anterior. Y entre la mayúscula preocupación por tener que agasajar a María Luisa o, en su defecto, ser invadido carnalmente por un individuo cualunque, en esos pensamientos desaprensivos, inquietantes y deshonestos divagó toda la madrugada, en vilo, asustado y afligido.
El solo hecho de pensar en esa escena es aterrador. Es violento imaginar a Lolei montando a su vecina o siendo penetrado por algún zocotroco de magníficas dimensiones. Y es violento imaginar a Lolei imaginando cualquiera de esas experiencias. Violento hasta la risa.
Me costó poco y nada lograr que comprendiera mi insolencia. Bastó con soportar con estoicismo, una vez más, su rosario de puteadas. Esta vez lo merecía.
De haber sabido que creería semejante dislate hubiera optado por una burla menos cruel. O menos sexual. Y hasta hubiera ratificado mi ironía esa misma noche. Pero me fui de la casa con la convicción de que el viejo había comprendido la chanza. Lamenté mi negligencia y conseguí su perdón recién cuando dupliqué su ración de comida ese mediodía.
Esta burda ligereza dejó en evidencia que mi amigo ya no estaba para grandes aventuras. Mucho menos las lujuriosas. La sola posibilidad de mantener una relación  sexual lo espantaba. Y le quitaba preciadas horas de descanso.
Ya poco y nada quedaba de aquel Lolei hurgando entrepiernas, lamiendo conchas, asaltando jugosas bocas con su pija. La pulsión básica del sexo se le había apagado. Y su único móvil, su distintiva ilusión se reducía a sobrevivir. A como diera lugar. Con lo que le quedaba y con lo que le dieran.
-Mi anhelo inmediato es irme de acá-, resumió al cabo de una breve charla que mantuvimos esa tarde, antes de anunciar mi partida de la casa rumbo al placer de la siesta.
Como quiera que fuera, el viejo planteaba como única e inmediata meta una salida armoniosa de su casa. Armoniosa y ligera. Y segura.
Los meses de convivencia con la más completa incertidumbre sobre su destino tenían las horas contadas. Transcurría la mitad del mes de diciembre y sólo restaba culminar una serie de trámites: de los suyos, de los míos y de los comunes.
La vorágine cotidiana nos impidió ensayar un balance de lo vivido ese año. Cada jornada, cada noche, cada charla se diluía en tramas superfluas, en cometidos veloces, en la resolución de lo urgente.
Como si no hubiera tiempo para otras cuestiones, todo se reducía a lo de siempre: la comida, el baño, la ceremonia de despedida para dormir, cerrar la puerta, dejar la luz encendida, volver a la mañana siguiente para reiniciar la rutina.
Sin embargo, en esa cuenta regresiva interminable, no pasó un solo día sin que le preguntara al viejo si estaba seguro de lo que estábamos por hacer. Porque en el constante alivio por sentir el final cercano de la encrucijada, la ansiedad se había apoderado de mí. Y también las dudas. Contrariamente a lo sospechado, el recelo me asaltó a mí antes que a él.
Llegó un momento en que me planteé seriamente lo que estaba a punto de concluir. En realidad, lo que estaba a punto de comenzar. Se estaba frente al tramo final de una resolución elaborada y luchada durante varios meses agotadores, dominados en gran medida por el escepticismo. Y ahora, cuando el momento crucial se acercaba, la desconfianza se hacía presente con la potencia de un cross a la mandíbula. Sólo su certeza y su inalterable decisión me alejaban por momentos de ese estado.
Llegué a reprocharme la actitud de luchar por esa causa ajena y hasta barrunté una vez más la vieja idea de escaparme para siempre y dejar librado al azar el destino de mi amigo. Me cuestioné infinidad de veces el impulso que me movió a prestar atención, ayuda y compañía a un viejo desconocido que había decidido entregar el poco tiempo que le quedaba de vida al primer incauto que se le cruzara en el camino.
Me pregunté por qué razón debía seguir adelante con esa farsa.
De repente, el hecho de creerse, saberse o simplemente ser, sin quererlo, dueño y guía del destino de un ser humano libre pero agobiado por su propia fatalidad, me ubicaba en una posición incómoda y confusa. En vez de sentirme complacido por ser protagonista de una historia valorada de manera positiva por propios y ajenos, me abrumaba la idea de juzgarme como un advenedizo intercediendo y modificando un destino indiferente.
Mientras duró el idilio, puse de mí hasta lo impensado, lo que creía inaccesible, sacando fuerzas, coraje y corazón allí donde nunca había osado investigar. Y logré extraer conductas recónditas, de las buenas, de las malas y de las otras. Propias y ajenas. Que me hicieron crecer de golpe y que me desnudaron sin desearlo. Y mientras me detenía en un revoltijo de cuestionamientos, ahí estaba Lolei, en la misma posición de siempre, con su habitual y desesperanzada espera, mostrando miedos infantiles, ansioso por un cambio, cualquier cambio que lo mantuviera decentemente un tiempo más en este mundo. Jugados como estábamos, no valía la pena ponerse a pensar.
Después de todos los obstáculos superados, lo más aconsejable para ambos era dejarnos llevar por lo que nos había tocado.
Ya no importaba quién saldría beneficiado o perjudicado. Como casi siempre, las cosas continuarían el rumbo elegido por él.
Al fin y al cabo, era su vida.


 ***********************************

(LIII)

Para: Alan Rogerson
I Bradgate Street
Ashton –II-Lyne
Tameside - Manchester

De: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

2 Junio 2000
Querido amigo Alan:
Llevo muchos años sin tener noticias sobre ti. No quiero pensar en que te haya ocurrido algo malo, pero tampoco sería capaz de descartarlo. Es probable que te hayas olvidado de mí, como lo has hecho durante mucho tiempo. Tu manera irresponsable de comportarte ante la vida te llevó a cometer innumerables actos de desprecio y de distracción, y no es la primera vez que te tomas una eternidad para responder a mis cartas.
¿Sabes algo? Siempre sostuve que eras un muchacho muy majo y simpático, pero a la vez lo suficientemente egoísta como para desentenderte de tus afectos. Siempre dijiste que me recordabas, que me querías, que me considerabas tu mejor amigo; pues permíteme recordarte que hace tiempo no te comportas como tal.
Esta vez te escribo en castellano porque no quiero tener tantos errores como cuando redactaba las cartas en inglés. Tendría que esforzarme demasiado para escribir en tu idioma, debido a que he perdido lucidez últimamente. Sigo leyéndolo con frecuencia, en textos breves o en el periódico, lo hablo poco (pues no tengo con quién hacerlo) y lo escribo poco y nada, así que imagínate la cantidad de errores que llevaría.
Te diré algo Alan: últimamente estoy muy solo, casi no tengo con quién hablar. Tendría que ser muy extenso para contar todo lo que me pasó en los últimos años, y no hay tiempo para eso. Además, ni siquiera estoy seguro de que llegues a leer estas líneas, así que, ¿para qué esforzarse?
Después de la muerte de mis padres el mundo se me vino abajo. Me afectó sobre todo la de mi madre, que siempre fue mi guía y mi sostén. Los enterré en Mar del Plata y ya casi no volví a esa ciudad. ¿Mis hermanos? Bien, gracias. Allá ellos con sus vidas. Tuvimos alguna discusión por la herencia.
¿Sabes qué?, no nos dejaron tanto dinero como supones. Sólo la casa y la inmobiliaria de mi padre, no mucho más. Reñimos bastante al momento de realizar la separación de bienes. Debíamos dividir entre los tres la herencia, pero ellos no querían poner en venta la casa. Mi hermano era quien más se oponía, pues quería quedarse a vivir allí. Al final, después de una dura batalla, logramos venderla. Luego con ellos perdí contacto. Incluso el resto de la familia me dio la espalda. Hace mucho que no los veo ni sé nada de ellos. También he perdido contacto con Lolita; hace un par de años que no nos vemos. Ella no guarda un buen recuerdo de mí, y la entiendo. Pero no te imaginas cuánto la extraño, lo que daría por tenerla cerca, aunque sea para hacerme un poco de compañía.
Con el dinero que me tocó de la venta me vine a vivir a La Plata, al piso de mi tía Julia. Yo aquí tenía encaminada mi vida: trabajo, amigos, bares, amantes (pocas, casi nada, pero algo es algo). Deposité la pasta en una cuenta e iba retirando a medida que lo necesitaba. Era una buena cantidad, que bien administrada, debía durarme unos cuantos años. Pero tú sabes que siempre fui generoso y poco avaro con el dinero, y además un mal administrador. Así y todo, tuve un pasar holgado, cómodo y desprendido.
Al poco tiempo de la muerte de mis padres, mi tía enfermó y luego murió. De eso hace ya unos siete años. El departamento que compartíamos lo dejó a mi nombre. Ella era soltera y no tenía hijos. Tenía, sí, muchos sobrinos. Pero me eligió a mí porque fui quien siempre la acompañó y estuvo a su lado. La decisión de tía Julia enojó también a muchos de mis primos, quienes se consideraban con derecho a la propiedad. Pero su voluntad fue dejármelo a mí. Es un lindo piso, pequeño pero confortable, en una zona apreciada de La Plata. Aquí es donde estoy viviendo, por ahora.
Y te digo por ahora porque no sé qué me deparará el futuro. Te diré algo: estoy algo enfermo y con pocos recursos económicos. Hace unos cuatro años comencé a realizar los trámites para mi retiro, que aquí en Argentina es a partir de los 65 años de edad. Pero yo a partir de los 60 empecé con los inconvenientes de salud. Día a día voy perdiendo fuerzas y apenas si puedo caminar. Y además con esta edad es muy difícil conseguir trabajo en este país. Y mucho menos en el estado en que me hallo. Así que inicié las tramitaciones de todos modos. Yo trabajé muchos años en el ministerio y tengo más de veinte de aportes jubilatorios. Luego me echaron y tuve que irme a España. Al regresar no me reincorporaron. Y en los siguientes trabajos (que fueron algunas chapuzas en escuelas e institutos de idiomas) no me computaron aportes. Total que no llego a los 30 años que requiere la ley y no me reconocen el exilio forzado al que fui sometido para indemnizarme con lo que me corresponde. Ahora el caso lo lleva un amigo que es abogado y confiamos en que pronto la situación se solucionará.
Ese dinero lo necesitaré como el agua, pues me queda muy poco en el banco del dinero de la herencia. Apenas si llego a pagar el servicio de electricidad, la comida y algún pequeño lujo que me doy, como el diario, alguna copa, una muchacha que me ayuda a limpiar la casa y a cocinar. 
Como verás, ya hace un buen tiempo que he dejado de beber y casi no voy a los bares. En parte es porque vivo en un primer piso y a gatas si puedo bajar las escaleras. A veces envío a la muchacha para que compre alguna botella de whisky, de vino, de ginebra, y puedo darme un gran chapuzón alcohólico. Pero hay días en que la borrachera me pega tan mal que ni veas. Un día se me dio por romper cosas y mis vecinos se enfadaron mucho por el escándalo. Otra vez, con un amigo, cogimos un gran pedo y terminamos a los cachetazos dentro del departamento, y rompimos varias copas y platos. Cuando me desperté al día siguiente, con una resaca de la hostia, me acordé de ti. Me acordé de nuestras peleas en la calle por nimiedades, sólo porque estábamos ambos muy puestos.
Pero un efecto que me provocan las merluzas gordas, y antes no las sufría, es el temor a morirme. Un inmenso miedo a desaparecer, a quedarme solo para siempre, a no despertarme nunca más. Muchas veces sufrí escalofríos, un pánico agónico, y me dieron ganas de gritar. Es como estar en un sueño eterno, un desvelo inconsciente que te hace temblar el cuerpo, te hace hervir la sangre, te hace sentir en medio de una sombra gigantesca que te envuelve bajo la negrura de desilusión. Y eso me provoca pavor.
Me acuerdo de mis seres queridos, pero más que nadie de mi madre. A veces siento que la tengo a mi lado, o que quisiera que vuelva junto a mí. Y el solo hecho de darme cuenta que eso no sucederá, aumenta hasta el infinito mi desazón. Lo raro es que esas sensaciones nacieron con las borracheras y luego se transformaron en presencias casi diarias. Más bien te diría que nocturnas. Verás, la oscuridad me traslada a ese tipo de pensamientos. Y con el paso del tiempo ya no soporté la noche completa; ahora no logro dormir plácidamente si no tengo la luz encendida. La oscuridad y la soledad son, hoy, mis peores enemigos.
Sabes, Alan, el transcurrir de los años a menudo nos vuelve más precavidos, menos aventureros. Yo sospecho que se debe a la cercanía de la muerte. Tengo 65 años y podría quedarme bastante vida por delante, pero no estoy seguro que dure demasiado en este estado. Miro hacia el pasado con añoranza, con una nostalgia triunfal y hasta alegre. Antes todo era verde, aún los peores momentos eran verdes. Ahora que la vida se tornó gris y se oscurece poco a poco, no puedo hallar sino la negrura, las penas.
La angustia por lo que no regresará y la incertidumbre ante lo inevitable, el sinsentido del futuro que termina en la muerte, en la nada. A menudo me atrevo en creer en algo. Me esfuerzo por creer en la existencia de un dios, de un ser infinito y sabio que nos salve, pero no lo logro. De nada me sirve. Me enfrenta al dilema de permanecer y luchar sin saber exactamente para qué luchar. ¿Acaso dar batalla me dará más años de vida? Tal vez, tal vez. Pero debo pagar un precio muy alto, y a estas alturas no tengo con qué pagar. Hoy siento que sólo me consuela un motivo: estirar esta agonía de una manera más decorosa, sin embrutecerme con grandes esfuerzos.
Por eso algo cambiará un poco si logro que el Estado me otorgue la jubilación. Con ese dinero viviré modestamente hasta que me aguante el cuerpo. Sé que no pagarán una mierda, pero servirá para apañarme apenas.
Ahora creo que logro entender algunas de nuestras viejas discusiones políticas. Tú siempre creíste que los gobiernos no hacen nada por los pobres y los ricos quieren conservar sus privilegios. Yo siempre creí que pobres habrá siempre. Ahora veo que ambos teníamos razón, aunque llegáramos a esa conclusión por caminos paralelos. Este país se está yendo a la puta madre que lo parió. Y eso que está gobernado por el partido de mi padre. No cambia nada: el partido que siempre defendió mi papá está hasta los garrones de ladrones, ineptos y corruptos, y están llevando al país hacia un abismo sin retorno. Eso se ve llegar. Y ahora que estoy en la mala me doy cuenta de que los pobres les importan una puta mierda, igual que a todos los que tienen poder. Ya no es problema de derechas y de izquierdas, de liberales o progresistas, de poderosos y oprimidos, mi querido Alan: todo ser humano con un poco de poder se transforma en un irremediable hijo de puta que se caga a torrentes en el prójimo. Y es cierto que por lo general ese otro es pobre. Y si no lo es, terminará siéndolo por la voluntad hijoputezca del poderoso. Fíjate que los jubilados cobran un salario de miseria que apenas alcanza para sobrevivir. Imagínate entonces cómo nos irá a quienes ni siquiera tenemos derecho a ese salario.
A medida que pasan las líneas y me brotan las palabras de la cabeza presiento que estoy escribiendo mi despedida. ¿Sabes qué? Que tal vez lo sea. Creo que tengo muchas razones para intuirlo. De modo absoluto es un deseo, ni creas. Pero la realidad que me está golpeando la puerta no viene con una bolsa cargada de esperanzas.
Además, pensando en ti, y viendo la cantidad de años que llevamos sin vernos, sin escribirnos, sin tener noticias uno de otro, esa sospecha se agiganta. En todo momento mantuve la ilusión de reencontrarme con tus cartas, de saber sobre tu vida. Pero ni eso ocurrió. Aún así aguardaré novedades sobre ti. Sin embargo hay algo que ya lo tomo como una certeza: el hecho de que nunca más volveremos a vernos. Y eso me entristece mucho, de verdad.
Alan, tú fuiste uno de mis mejores amigos en un pasaje difícil y a la vez espléndido de mi vida y eso no lo olvidaré jamás. Es cierto que cuando nos encontramos nuestras realidades, nuestras metas y nuestro pasado eran muy distintos. Yo llegué a Europa por motivos forzados. Mi realidad y la que me rodeaba me obligaron a moverme a miles de kilómetros de mi hogar, de mis afectos, de mi historia; me obligaron a rebuscármelas en trabajos mal pagados, a vivir en sitios de una calamidad inhumana, a aniquilar mis penas con vicios destructivos para sobrevivir, a moverme fuera de la ley para que no me echaran a patadas en el culo. Y tuve que hacerlo con más de 40 años a cuestas, luego de fracasar en un matrimonio, luego de resistir persecución y torturas. Es cierto, tuve suerte de contar con una educación sustentable y cierto apoyo económico de mis padres, pero no fue suficiente. Sabes muy bien (y te has mofado largamente de ello) que enseñar no es lo mío, ser profesor no es lo que mejor me sale. Y sin embargo debí desenvolverme en ese ámbito para subsistir en un mundo ajeno y adverso.
Tú, en cambio, te moviste a España porque tenías 20 años, espíritu inquieto y a tus espaldas también un país sumergido en la mierda que no te proponía ningún futuro. Pero eras joven; aún eres joven y cuentas con la posibilidad de reencaminarte.
Debo decirlo: si algo valió la pena de mi odisea europea fue vuestra amistad. La tuya y la de Pepé, la de Josefina, la de Julito, la de Sandra, la de René, la de Alex y tantos otros tíos que se portaron de maravillas. Fuera de ellos y algunas vivencias inolvidables, el resto fue una garrafal cagada. Me congratulo de vuestra amistad.
Pero lo pienso en este preciso instante y me pregunto si sirvió de algo, pues me encuentro solo como un perro, muriéndome en el mayor de los desamparos. Es grato mirar hacia atrás y encontrar un sinfín de notables recuerdos; al mismo tiempo es descorazonador mirar hacia adelante y no vislumbrar siquiera un céntimo de las cosas que tuve.
Te diré algo: llevo semanas escribiendo esta carta, para que tomes dimensión de la situación en que me encuentro. Pensé en abandonarla y arrojarla a la basura. Pero escribirla me sirve para entretenerme, para matar los días que son cada vez más largos. Por eso no te sorprendas si encuentras incoherencias o novedades a medida que la lees.
He empeorado poco a poco desde que comencé a redactar hasta ahora. Mi salud desmejoró y mi situación en general cambió.
¿Sabes? Hace unos meses está viniendo gente de una iglesia evangélica que queda a la vuelta de mi casa a traerme un plato de comida cada día. ¡Imagínate, evangelistas dentro de mi casa, hablándome de la bondad de dios y la mar en coche! Sin embargo, debo reconocer dos cosas: es buena gente, amable y hospitalaria, que me ayuda a contar con un poco de comida por lo menos. Y ese viene siendo mi único alimento en los últimos días, pues ya casi no tengo nada de dinero. Lo agradezco que ni veas.
Por otro lado, esta misma gente tiene fama de ser interesada. Te dan los favores y luego se quedan con todo lo tuyo. Una vecina me lo advirtió y sé que es así, porque el pastor, hace unos días, estuvo haciéndome preguntas al respecto. Yo no quiero ser descortés, pues reconozco que si no fuera por ellos hoy no tendría nada para llevarme al estómago. Pero cuando intenten propasarse o hacerse los vivillos los echaré por culo, lo juro. Que sean todo lo caritativos que quieran, pero no dejaré nada a ninguna iglesia ni secta ni nadie que venga a darme consuelo en nombre de alguna puta religión, ¿de acuerdo?
Te diré más: estoy dispuesto a ofrecerles lo poco tengo a cambio de ser atendido y ayudado, pero lo haré sólo por mi propia voluntad, pues aún estoy en mis cabales para tomar decisiones. No acepto imposiciones ni chantajes.
Ya conjeturé sobre la posibilidad de buscar alguna casa de retiro, un asilo para ancianos para alojarme. Allí te atienden y te dan comida, lo más que puedo esperar. Y puedes hablar con otra gente. Pero recién podré hacerlo cuando cuente con la jubilación. Confío en que será pronto. En ese caso, podría rentar el departamento y tener un ingreso extra. O bien venderlo, y con ese dinero, alojarme en un sitio más repipi y vivir a tope lo último que me queda. Qué más da; de qué sirven los bienes si no tienes a quién dárselos. Un problema que surge es cómo buscarlo, pues yo no puedo salir y tampoco tengo teléfono; me lo cortaron hace un año por falta de pago. Tendré que recurrir a la buena voluntad de algún vecino o los mismos evangelistas.
Alan, ya he gastado muchas hojas y varios días en escribir. Es hora de poner un fin a esta carta.
Esperaré una respuesta, pues me gustaría saber de ti y por qué no has respondido a las cartas que te he enviado en estos años. Ya ves, es un deseo que tal vez no se me cumplirá. En caso de que leas esta, te pediré un favor: comunícate con Pepé, con Josefina, con Julito y los demás para contarles sobre mí. Yo he perdido sus señas y hace mucho que tampoco tengo novedades de ellos. Ten en cuenta que quizás sea esta la última vez que te escriba.
Te mando un abrazo inmenso y siempre te recordaré, hasta el final de mis días
Lolei


PD: Agrego estas líneas varios días después, para contarte algunas novedades. Hace poco me di golpe que ni veas. Quise coger la comida de los evangelistas que estaba sobre la mesa y me fui al piso con mesa y todo. No podía levantarme, pues cada día tengo menos fuerza en las piernas. Comencé a llamar a los gritos y llegó una vecina. Intentó alzarme pero no pudo, hasta que apareció un chaval que vive en el piso de arriba y me ayudó. Es un tío simpático, es estudiante. Me trajo para comer. Al día siguiente volvió y charlamos un buen rato. Ahora viene todos los días, me lleva hasta el baño, me ofrece alimento. Y todas las noches se acerca para hablar y hacerme compañía. ¿Sabes qué? Me hace acordar mucho a ti. Además, tiene más o menos la misma edad que tenías tú cuando nos conocimos. Y siento que puede ser la persona indicada para que me ayude a sobrellevar mejor esta miseria. Creo que lo voy a adoptar, me lo quedaré para mí. Presiento que ese chaval será quien se encargará de estirar mi agonía. A él lo enviaré a la oficina de correos para que despache esta carta…

martes, 6 de septiembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (42)

Disponible en Amazon.com (click aquí)




CAPITULO
42

Fue a mediados de febrero del 77. Ya estaba separado de Lolita pero cada tanto nos visitábamos. No nos llevábamos tan mal. Esa noche, serían las nueve y media, diez de la noche, había estado en su casa, para el cumpleaños de su sobrino, que festejaba sus dieciocho. Fue una reunión familiar, pero yo quería mucho a ese chico, era muy inteligente, un amante del cine. No me acuerdo qué le regalé. Yo por aquellos días estaba bebiendo mucho, venía entonado con el alcohol. Estaba viviendo con Julia en esta misma casa. La cuestión es que en el cumpleaños comimos y chupamos bastante. No me acuerdo del resto de las personas; yo sí bebí bastante. Hacía calor y quise volverme caminando hasta el departamento. Total, eran no más de diez cuadras. Pero yo estaba medio boleado, un poco en pedo, diría. Me acuerdo que en lugar de agarrar por calle 3, salí para el otro lado y caminé por calle 2. Pasé frente al ministerio de Seguridad, que estaba lleno de canas, como siempre. Dos cuadras después, llegando a la esquina de 48, frenan un Valiant y atrás un auto de la policía. En total serían siete tipos, entre los dos autos. Se bajan tres. Me piden documentos. Me tiran contra la pared, con los brazos y las piernas extendidas. Me cachean. Todos estaban armados. Y mostraban las armas, a la altura de mis ojos. Yo no tenía documento y les di la credencial del trabajo. Me acribillaron a preguntas: de dónde venía, adónde iba, con quién trabajaba, quién era mi jefe, qué hacía a esa hora de la noche por ese lugar. Yo respondía como podía, tratando de no mostrar el cagazo que tenía. En algún momento debo haber dicho algo que no les gustó y uno me pegó un culatazo por las costillas que me dejó doblado. Me dijeron “flojo, maricón, levantate”. A mí el pedo me ponía un poco violento a veces, y tenía miedo de reaccionar como el Increíble Hulk, que cuando lo toreaban un poco se ponía verde y empezaba a las piñas. Yo no estaba para peleas pero temía calentarme y contestarles de manera inapropiada a esos hijos de puta. No me acuerdo qué dije, pero seguro que respondí algo que no les gustó y me cargaron al auto. Empecé a los gritos y fue peor, porque me comí un par de golpes en la cabeza que me dejaron medio tarambana. El coche arrancó y salimos a los santos pedos. Me agarraron de los pelos y metieron mi cabeza entre el hueco de los asientos. Iba todo doblado, me dolía la cabeza. Yo hablaba, hablaba, quería que me explicaran por qué me llevaban, quería que me dijeran adónde me llevaban. “Ya te vamos a explicar hijo de puta, te vamos a explicar cómo hay que comportarse con la autoridad”, me decía uno, el que ocupaba el asiento del acompañante. El auto avanzaba pero yo ya no veía nada, ni por dónde íbamos ni la cara de los tipos que iban conmigo. Me tranquilicé y dejaron de pegarme, pero nunca de insultarme. Me putearon todo el viaje. Como a los veinte minutos el auto se detuvo. Me taparon la cabeza con mi propio saco antes de bajarme, y escoltado por un tipo de cada lado, que me agarraban de los brazos, caminamos varios metros hacia el interior de una vivienda. Se abrían y cerraban puertas a medida que avanzábamos. Ya había gente en el lugar, porque escuché varios saludos dirigidos a los que venían conmigo. Escuché ruido a fierros y supuse que era un calabozo. Me empujaron y caí desparramado en el piso. Estaba húmedo y frío. “Ahora dormite, hijo de puta, a ver si se te pasa la esbornia”, dijo el que cerraba la puerta. “Y ni se te ocurra destaparte la cabeza porque no la contás”, agregó el otro. Escuché pasos alejarse y risas. Dejé pasar un rato y asomé un ojo. Espié. Estaba completamente oscuro, como lo imaginaba. Una negrura terrorífica y un silencio mortuorio. Percibía el sonido de voces, a la distancia, muy lejanos. Traté de buscar signos de vida a mi alrededor, pero no encontré. Y tampoco me animé a decir nada. No sé cómo soporté el terror a la cerrazón del ambiente. Recuerdo imágenes vagas, como de ensueños. En algún momento me dormí. Creo que fue más por la borrachera, que en definitiva fue lo que me hizo sobrellevar la situación. No me acuerdo de nada más hasta que me despertaron intempestivamente, a los gritos. No sé cuánto tiempo habré dormido, ni siquiera sé si llegué a dormir. Lo cierto es que me sacaron a la fuerza de la celda y me llevaron a la rastra entre dos, tres tipos. Por supuesto que yo gritaba como una bestia acorralada. Recién en ese instante de lucidez, en esa brevedad en que tomé una conciencia corporal, me di cuenta lo que estaba sucediendo, tuve una cabal precisión de dónde estaba ubicado. Supe que era yo contra el mundo. Y ese mundo, en el estado en que me encontraba, se reducía a una fugaz superposición de imágenes inconexas, mezcladas con emociones inexplicables, discontinuas, claramente vecinas al pánico, una suerte de confusión lúcida. Sentí, en todo el cuerpo y en todos mis pensamientos, la muerte. La cercanía de la muerte. Tal vez sea una sugestión, tal vez ahora que lo cuento se mezclan esas sensaciones de incertidumbre con certezas posteriores, pero lo pienso, lo digo, y se me llena la cabeza de olor a muerte. Como que en ese lugar merodeaba la muerte. Y a mí llevaban a encontrarme con ella. No sé, es difícil describir el miedo, nene, creéme, más que nada si estás asustado de verdad.  La cuestión es que me arrastraron hasta otra habitación, sin decirme nada, sin responder a mis insultos. Caminábamos entre una penumbra desoladora, por eso casi ni puedo describir el entorno. Entramos a una habitación pequeña, donde había un camastro. Me obligaron a desnudarme. Me negué, al principio me negué, hasta que empezaron a pegarme. Piñas, patadas en todo el cuerpo. Yo  gritaba “basta, basta”, y los tipos me seguían dando con ganas. Me empecé a sacar la ropa y aflojaron. Hasta que quedé completamente en bolas. Entre los tres me acostaron en la cama, que era más bien especie de mesa. Me ataron las manos, me ataron los pies. Después me vendaron los ojos. Me decían “quedate tranquilo, no te va a pasar nada si colaborás, sólo necesitamos que nos digas en qué andás… ya sabemos quién sos, quién es tu familia, quiénes son tus amigos, tus compañeros de trabajo, sabemos todo sobre vos… tuvimos suerte en encontrarte anoche, todavía te estabas salvando pero ya te íbamos a caer encima…” Yo les decía que no estaba en nada, que no conocía a nadie, que cuando me encontraron me estaba yendo a mi casa… De repente sentí un terrible dolor en los huevos, peor que una patada. Grité tan fuerte que uno de los tipos me puso algo en la boca. Seguí aullando, pero ya ni siquiera yo me escuchaba. La misma punzada padecí en la planta de los pies. Y en la cara, en la panza, en los muslos, en las encías. Después no me acuerdo de nada más. Creo que de tantas convulsiones, terminé por perder el conocimiento. Cuando me recuperé estaba otra vez en la misma celda en la que me habían tirado antes. Seguía desnudo y toda mi ropa estaba hecha un bollo a mi lado. Me vestí como pude, porque me dolía todo el cuerpo, y me quedé sentado contra un rincón. Pasaron varias horas, no sé cuántas. Dormía, me despertaba y volvía a dormirme. Alguna vez alguien se acercó a ofrecerme agua. Yo siempre decía que sí, y me alcanzaban un jarro. No me preguntaban nada, solamente si quería agua. Dolorido y aterrado como nunca, me esforzaba por dormir. La verdad es que no sé si lo lograba, pero el tiempo me parecía que pasaba rápido. Mi mente era una nebulosa. Y los únicos recuerdos que me asaltaban eran los vividos hacía un rato. Los golpes, los insultos, la mesa, la tortura, el dolor, el miedo. No podía restablecer imágenes del cumpleaños, del momento en que me levantaron, del lugar donde lo hicieron. Me esforzaba por saber adónde estaba. Una parte de mí se afanaba en poner en orden las vivencias y otra parte en olvidar todo lo que me pasaba. Aún hoy no puedo determinar si todas esas sensaciones eran hijas de los sueños o de esa lacerante vigilia. Lo que siguió después fue una repetición de hechos. Volvieron a torturarme otras dos veces, con el mismo método. Las preguntas eran las mismas, pero las voces a menudo eran otras. En una de las sesiones alguien me dijo “sabemos que tu familia es radical, pero vos sos peronista, sos un subversivo como todos los hijos de los radicales, traidor a tus raíces, traidor a tu país”. Yo gritaba que no era peronista, repetía entre estertores que no era subversivo. “Contanos lo que sabés, danos nombres o te vamos a hacer mierda, como a todos los montoneros y comunistas como vos”, me decían. Y me pegaban. La tercera vez que me llevaron sentí en el alma que no saldría vivo de ese cuarto. Una vez más me desperté agotado, dolorido, desnudo. Por primera vez oí voces de otra gente, seguramente eran cautivos como yo. Pero no hablé con nadie, no me animé a decir nada. Escuchaba que hablaban entre ellos; yo me cosí la jeta. Una mañana –después supe que fue durante la mañana, porque en la completa oscuridad en que me encontraba perdí la noción completa del tiempo y hasta del espacio- un milico, vestido de civil, me vino a decir que iban a soltarme. Y desde el lado de afuera, con la cara pegada a la puerta, me dijo, con una dureza que nunca olvidaré, “si llegás a largar una sola palabra de lo que pasó acá, te la vas a tener que ver con nosotros de nuevo. Y esa vez sí que no la contás nunca más”. Me recalcó la última parte y me preguntó si me había quedado claro. Le dije que “sí, señor”, y lo tuve que repetir dos veces. Horas más tarde me hicieron vestir, me sacaron de la celda. Con buenos modales, me llevaron a un baño, me dijeron que me arreglara, “ponete presentable”, me advirtió uno. Cuando me miré al espejo me asusté de mi propio aspecto. Quedé enceguecido por la luz. Había estado varios días sin ver la claridad. Me hicieron salir, me hicieron tapar otra vez la cabeza, “vamos para el auto”, escuché. Subí y sentí que dos tipos se sentaron, uno a cada lado de mí. Me obligaron a mantenerme agachado. El auto arrancó y emprendió su marcha. En un tramo del viaje, espié por un intersticio debajo del saco y reconocí los carteles de una esquina. No me acuerdo cuál era, pero supuse que estaba en la zona de Berisso. Después ya no miré más, seguí en la posición en que me habían ordenado. Dimos vueltas casi media hora. De repente el auto frenó. Me hicieron bajar y me arrastraron unos metros. Los dos tipos que me rodeaban repetían las advertencias: “si llegás a abrir la boca, la próxima sos boleta”. Me sentaron contra un árbol y pidieron que ni se me ocurriera descubrirme la cabeza hasta no escuchar más el ruido del auto. Me quedé así unos eternos cinco minutos. Se escuchaba un silencio sepulcral, roto de a ratos por el chirriar de los grillos, por el canto de los pájaros. Cuando me paré y me sentí libre otra vez, descubrí que estaba en el Bosque, en la zona del zoológico. Caminé en medio de la soledad y la penumbra hasta la Avenida 1. No encontré a nadie, absolutamente a nadie. Cuando llegué hasta la esquina de 54, pensé de inmediato cruzar hasta la casa de Lolita, que estaba a dos cuadras de allí. Pero otra vez debía pasar cerca del ministerio, en las cercanías de donde me habían secuestrado. Vi llegar a un taxi por la avenida y casi me le tiro encima para detenerlo. Tuve suerte de que el taxista frenó y pude subirme. Visiblemente asustado, el conductor intentó escurrirse, pero ante mis ruegos, accedió a llevarme. Le advertí que debería aguardarme unos momentos al llegar a destino, pues había tenido un inconveniente y no contaba con dinero, pero le abonaría, “quédese tranquilo que le pagaré el viaje”. Paramos justo frente a la puerta de la casa, me prendí al timbre, y Julia atendió al cabo de varios minutos. Sin darle mayores explicaciones, le pedí plata para pagar el viaje. Bajé las escaleras lentamente, agradecí la generosidad al taxista y le estiré el monto, con propina incluida. Cuando regresé al departamento vi que también estaba mamá. Julia lloraba, no paraba de preguntarme “adónde estuviste, qué te pasó, estás bien”. Mamá apareció desde la habitación y corrió a abrazarme. Me dijo que habían hecho una denuncia por mi desaparición, “por intermedio de unos conocidos de tu padre nos enteramos que te habían detenido. Él no pudo venir, pero habló con gente amiga. Le prometieron que te liberarían… pensé que nunca más te vería, teníamos mucho miedo”. Mientras hablaba dejaba un río de lágrimas y no paraba de gimotear. Tía Julia también lloraba desconsolada. Y yo también. Preferí no contarles detalles, sólo le avisé que estaba cansado y tenía hambre. Entretanto me duchaba -limpieza que sentí como un nuevo bautismo- me prepararon churrascos, ensalada de lechuga y tomate, una porción de fideos de su propia cena. Volví a comer después de… ¿cuántos días? Les pregunté cuántos días había faltado, ya no tenía noción del tiempo vivido. Fueron tres días; yo les dije “creí que fue un mes”. Ellas no paraban de hacerme preguntas. Yo no especifiqué nada. “Fue un error, se confundieron con otro, me llevaron por equivocación”, expliqué tratando de simular calma. Hablamos un rato largo, me sentí muy cansado. Anuncié que necesitaba dormir, descansar, purificarme. Tía Julia me cedió su cama y ella fue al sofá cama del living. Mamá se recostó a mi lado y me dormí sintiendo sus caricias en mi cabeza…


************************************************* 

(XLII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Bar Le Speakeasy
44 Av. d’Arès
Bordeuax
France

21 Octobre 1986
Querido amigo Hugo:
Perdóname por no haberte escrito pero como ves he vuelto a cambiar de casa. Tuve un problema gordo y me tuve que marchar. No vivo muy lejos del sitio anterior. Te explicaré lo que ocurrió.
Estaba en casa de un amigo que salía con una chica. Él se fue de vacaciones y yo me quedé. La chica vino, comimos juntos en un restaurante y nos cogimos en gran pedo. Yo me fui a la casa; ella se fue. Al rato ella regresó, quería que le echara un polvo. Yo me negué porque no quería engañar a mi amigo. Desgraciadamente él se enteró, lo interpretó muy mal y me echó. Encontré una habitación cerca de esa casa. Es bastante lujosa, pero me aburro que ni veas. Así que voy al bar y me cojo un pedo de vez en cuando.
El 25 voy a rendir un examen de castellano en la Universidad. Equivale a las opciones de España. Mi madre dijo por teléfono que había recibido una carta tuya hace bastante tiempo. Estoy de vacaciones en Pau, una ciudad en los Pirineos, a unos 50 kilómetros de la frontera. Paro en casa de un amigo, que es profesor de Historia. Volveré a Burdeos dentro de unos días. Ya no trabajo y cobro subsidio de paro. No pagan mucho pero me las apaño al principio. Espero volver a Manchester en la Navidad, llevo casi un año sin ver a mi madre y a mi hermana.
¿Cuándo nos volveremos a ver? Me gustaría encontrarte y discutir contigo por chorradas, como hacíamos en la calle cuando cerraban los bares. ¿Te acuerdas el día que llamé a un poli porque me habías golpeado? ¿Y cuando discutimos grande en la frontera portuguesa? ¡Qué buenos tiempos!
¿Has visto a Pablo? Me parece que está de vuelta, pues una amiga suya vino a mi casa para pedirme que le ayudara a encontrar trabajo en la vendimia en Burdeos durante septiembre. Allí me lo contó. Estoy seguro que te llevarás muy bien con él, es un chico muy majo y además su padre es abogado.
Te doy un abrazo muy fuerte, tu amigo para siempre

Alan

lunes, 6 de junio de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (36)


CAPITULO
36

-Con esta actitud, nos vamos a quedar acá hasta que nos muramos, algo se nos va a ocurrir-, le dije imperativo, cuando regresé, a la hora de la cena.
El viejo seguía cabizbajo, aunque en realidad parecía dormido. Cuando olió la comida de la bandeja abrió los ojos gradualmente, de a uno por vez, como para que la realidad no le pegara tan fuerte. Amagó con sentarse.
-¿Qué me trajiste?-, inquirió semidormido.
-Arroz con queso, no te imaginás lo rico que está el queso-, conté mientras me acercaba para ayudarlo a sentarse.
Se acomodó a la espera de su ración. Serví dos abundantes cucharadas en el plato y se lo alcancé. Le entró duro y parejo, como siempre.
“Es como el ego, que es fácil de alimentar porque come cualquier cosa”, me dije.
-Está pendiente un tema del que poco hablaste-, comencé a decir mientras el viejo seguía masticando-. Todavía queda el tema de tu jubilación, de los trámites que estabas haciendo, ¿cómo avanza eso? ¿Quién está a cargo del expediente?-, pregunté.
-Un abogado amigo, Marito Browne, él tiene todo-, respondió después de tragar.
-Marito Browne… me suena ese nombre. ¡Tu viejo amigo de la juventud! ¿Y hace mucho que no lo vés, que no tenés alguna novedad?-, dije. Su silencio y su cara de yo no fui fueron respuesta suficiente para entender cuánto tiempo haría que se había desligado totalmente del asunto. “¿Cuánto hace que no lo vés: seis meses, un año, dos años…?”
Siguió sin responder.
-Debe hacer como un año-, dijo al rato, después de meditar largamente.
“Si dijo un año deben ser por lo menos dos”, adiviné.
Me atraganté con varios cuestionamientos: ¿cuánto más dejaría pasar para averiguar por el estado de la jubilación? ¿Por qué esperó tanto tiempo en avisarme quién estaba detrás del caso? ¿No sabe que si no estás encima de ellos los abogados, por más amigos que sean, no mueven un dedo para acelerar ningún trámite?
Resultó que el tipo se pasó años esperando sentado desde la casa que su amigo cayera un buen día con la noticia: “Lolei, ya estás jubilado”, nos damos las manos, “gracias por los servicios prestados”, “ahora sí que estoy salvado”. ¿No hubiese sido mejor idea tratar de contactar a su abogado antes que mendigar por los asilos con la escritura de un departamento plagado de quilombos? Pero elegí callar.
Terminó de comer y me pidió algo para beber: “¿podrá ser un vaso de vino?”
-Por supuesto que no-, dije categórico-, no tengo una bodega en mi casa y además hoy es miércoles; los días se semana no se toma alcohol.
Se rió, buscando el remate de un chiste que no existió. “El vino cuesta dinero, y como dinero para vino no tengo, con agua de la canilla te sostengo”, poeticé.
-Te salió un versito-, descubrió gracioso.
-Anotalo para tu libro, te van a llenar de elogios-, grité desde el baño, donde cargaba una copa con agua.
-Decime adónde puedo encontrar a Marito-, sondeé.
-Debo tener anotado su dirección y su teléfono por algún lado, no sé adónde, dejame pensar, dejame pensar-, repitió con cara de estar pensando.
Me pidió que le alcanzara una agenda vieja apilada entre los libros de la cómoda. Espanté una cucaracha aventurera del lomo, le saqué un poco de tierra y se la di. Buscó un rato largo, mientras yo juntada los platos sucios de la cena. Encontró referencias en la letra M.
-¡Acá lo tengo!-, celebró. Mario Browne. Este es…
Había un número de teléfono y dos direcciones. Una de ellas correspondía a la oficina, en calle 8, sobre la peatonal.
-Está a la vuelta de la facultad-, apunté- puedo visitarlo mañana mismo.
Anoté todos los datos en un papel y corté el papel. Se quejó porque le rompí la agenda.
-Contame algo del estado del expediente, para saber cómo encararlo a este tipo-, lo corté sin responder a la protesta.
-Está trabada por razones técnicas-, dijo. Desde el IPS sostienen que no cumplí los treinta años de servicio necesarios para solicitar el beneficio, pero presenté un amparo porque fui cesanteado injustamente de mi cargo en el Ministerio de Educación, en los años de la dictadura. Me echaron y no recibí indemnización. Y al poco tiempo tuve que exiliarme para salvar mi vida. Cuando regresé al país, con la democracia, desconocieron mis antecedentes y no fui reincorporado. Desde entonces no he tenido un empleo formal y no agregué aportes jubilatorios. La última presentación de pruebas para el legajo fue en el 97, cuando tres testigos declararon en qué condiciones debí dejar mi trabajo. A partir de ese momento estoy esperando un dictamen. Marito confía en que será favorable, pero no sabemos cuándo saldrá la sentencia.
Prometí ocuparme de Browne a la brevedad. “Me harás un gran favor”, festejó, “esa puede ser la solución que buscamos”. Y antes de que me fuera, me llamó a su lado y tomó mi mano:
-Si llegás a verlo a Marito, decile por favor que venga a verme, aunque sea como amigo, por favor que venga-, rogó.
“¿Aunque sea como amigo?”, me dije. Imaginé que algo raro merodeaba en ese pedido, pero le resté importancia.
-Te lo prometo, Lolei, te prometo que Marito Browne vendrá a verte.


 ****************************************

(XXXVI)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Chez M. Claverie
2 Domaine des Tourelles
33700 Merignac - France

21 Juillet 1985
Querido Hugo:
Acabo de volver de Inglaterra. Carlos no vino; lo esperé una semana pero no dio señales de vida. Me alegró que no lo hiciera, pues yo tenía sarna, que es muy contagiosa. Además, ni mi madre ni yo teníamos suficiente dinero y no habríamos podido aceptar el de Carlos. Tomar dinero de un huésped, eso no se hace. La próxima vez lo invitaré.
Espero que no te estés aburriendo en Argentina y que algún día regreses a España. Llevas razón cuando dices que ahora hay un océano entre nosotros, pero confío en que una vez que estés de vuelta y sólo estarán los Pirineos.
Las clases se reanudan dentro de dos meses. Tendré más trabajo, aunque de momento estoy a dos velas. Guardo dinero en el banco pero no lo sacaré porque está destinado a construir una casa en el futuro. Nunca volveré a vivir en Inglaterra; el gobierno es neofascista. Tampoco volveré a trabajar en la Academia de Chardy. Es una puta. La quería, y ahora ya no la quiero.
Tengo muchos defectos, pero nunca he puteado a nadie por nada.
Estuve en Inglaterra dos semanas. Fui a ver a Kate. Estaba tomando un baño cuando recibió tu carta. Se rió cuando le dijiste que debería casarse conmigo. La leí también y me reí mucho. Salimos juntos, nos cogimos un gran pedo. Kate me gustaba cuando estaba en Madrid. Cuando la vi en Navidad, me gustaba. Después volví a estar con ella y también me apetecía. Es muy maja y la quiero mucho. Se ve que me gusta Kate, pero no ligo.
Me marcharé dentro de un mes porque la pareja que me hospeda ha vendido el bar y deberé buscar un nuevo alojamiento. Tú dime cuándo estarás de vuelta en España. Me gustaría volver a verte y pasar mucho tiempo contigo. Sobre todo, quisiera cogerme una buena merluza contigo. Sabes que te quiero muchísimo. Espero que no estés enfadado si he hecho algo que te haya cabreado. Lo siento. Cuando me llamaste casi dijiste que estabas perturbado y por eso no me habías escrito. Enseguida me dije ‘este tío está cabreado porque le he hecho algo’. Si es verdad, te pido mil perdones. Te quiero mucho y siempre quiero ser tu amigo.
Escríbeme pronto. Da mis recuerdos a tus padres, que no me conocen y tal vez nunca me conocerán. Me despido. Te doy un abrazo muy fuerte. Vuelve pronto a Madrid. Te echo mucho de menos

Alan

martes, 8 de marzo de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (30)


CAPITULO
30

El incipiente desvelo de Lolei por la genealogía familiar transitó de la mano a su preocupación por la pertenencia de clases. Esta idea, acicalada por una herencia de imágenes familiares, puesta a prueba a partir de su llegada a La Plata y reforzada con el matrimonio con una dama ilustre de la sociedad platense, lo condujo de discusiones de lo más variadas.
Singularmente anecdótica fue la controversia en que se vio envuelto mi amigo a partir de publicaciones periodísticas sobre aspectos de la vida cotidiana de los platenses y el asunto de las clases sociales.
Todo comenzó con la aparición de una nota en un suplemento dominical del diario El Día, que analizaba el comportamiento cotidiano de la sociedad. Era una temática habitual del suplemento, con artículos que, a menudo, provocaban numerosas respuestas de los lectores, manifestándose a favor o en contra de los argumentos presentados, algunas veces mediante contestaciones que ameritaban nuevas réplicas de otros lectores, de suerte que ciertos temas se extendían durante varias ediciones.
En ese caso, el artículo titulado “La Plata, pueblo grande, infierno chico”, escrito por el lector Federico Martín, presentó una serie de testimonios relevados por el cronista del matutino y venía a responder a una carta-nota anterior de un lector, que había intitulado “Exclusivo para minorías”.


En “Pueblo Grande, Infierno Chico” se partía de una premisa que pretendía explicar los orígenes de la ciudad con su idiosincrasia, merced a un par de constantes que, alternadamente, le fueron dando su forma: por un lado, su cercanía con Buenos Aires; por el otro, su composición social.
“La Plata -dice el autor-, está a mitad de camino entre la chatura pueblerina y su trascendencia de metrópoli. La arquitectura es el remedo de viejos palacios, en los que sus habitantes aguardaban el momento de viajar a la Capital. Así, esa proximidad le fue restando posibilidades de desarrollo y alimentó la fantasía del retorno en los pioneros, es decir, los primeros pobladores de la ciudad, muchos de ellos provenientes de la gran ciudad. Estos sectores fueron los constructores de una mayoritaria clase media, predominantemente empleados públicos y privados, que fueron consolidando la imagen de la ciudad. De tal modo, se establece que los límites de la ciudad están bien delimitados: así como su trazado urbano, que no depara sorpresas y se da por conocido que cada tantas cuadras hay diagonales y plazas y edificios públicos, del mismo modo la vida social se sostiene sobre un destino sin sobresaltos, amortiguados por la sensatez y el sentido común”.
Buen ejemplo de esta postura es la opinión de un sociólogo, quien observa  que “en La Plata no hay hippies, y si los hubiera, tendrían que ser muy pulcros, para que se les permita entrar en las facultades o en las oficinas”.




Bajo estas condiciones, “la familia formalmente constituida ha sido y es una institución básica. La pareja platense sigue inexorablemente un proceso: noviazgo, compromiso y casamiento. Y el casamiento, como los cumpleaños o los entierros, son motivos de reuniones familiares. De allí que pequeños ‘grandes’ escándalos adquieran dimensiones de catástrofe. Y también, por otro lado, el ‘no te metás’ es condición indispensable para tener la felicidad de un hogar seguro y ordenado en el que los hijos, sanos y robustos, crezcan bajo el amparo de un empleo seguro”.
Esto es porque “La Plata, al carecer de una clase alta incapaz de dilapidar fortunas y promover hechos resonantes, y también desprovista de una clase obrera que conmueva con huelgas y luchas, los ‘grandes escándalos’ de la ciudad son el resultado de la transgresión a normas prefijadas. Extrañas conductas de familias conocidas o casamientos de apuro son sucesos que conmueven”.
“Bajo el cuidado de esos límites, la clase media se diferencia de otros grupos desvalorizados. Y los topes se establecen en el orden, la educación y la vestimenta, es decir, en las apariencias, en las relaciones que se mantienen más próximas a la hipocresía que al verdadero diálogo, de manera que los demás, ‘los otros’, sean semejantes a un coro griego”.
“Cómo se llegó a esto -se pregunta el cronista-, y bajo la argumentación de que ‘trabajar cansa’, dice que “durante los primeros años algunos sectores pretendieron, en similitud a la sociedad porteña, detentar la exclusividad del acceso a determinados lugares. Pero estos grupos familiares eran grupos de escasa fortuna, y su grado de independencia llevó a situaciones tales como la de un conocido miembro de esa ‘sociedad’, que debió empeñar todas sus medallas y trofeos para pagarle siquiera a su cochero”.
“Por esa razón los círculos no duraron mucho, y menos cuando los funcionarios públicos dependían de los avatares de la política, y las llamadas profesiones liberales pasaron a ser para la clase media más que un ascenso de status, la permanencia en los puestos de mayor jerarquía.
“Una profesora de inglés cuenta que antes, cuando se llevaba un muchacho a la casa, se le preguntaba de qué familia era; el interés ahora es qué estudia o qué profesión tiene. Un médico alude a que La Plata es un lugar difícil para trabajar, por un lado, porque la mayoría de la gente está mutualizada y las esperas para cobrar los honorarios suelen ser extensos, y por otro, porque al conocerse todos, muchos se creen con derecho a no pagar por ser conocidos o vecinos. La Plata carga con el destino incierto –insiste el autor de la nota- de ser un barrio porteño, pero que poco a poco va dejando de serlo. La ciudad crece. Pero la hegemonía cultural sigue estando en Buenos Aires”.
Y, como dice un graduado de filosofía que trabaja en un restaurante céntrico, “esta ciudad produce filósofos para que sirvan las mesas de los empleados públicos”. O, como opina un literato, “los únicos que llegan son los futbolistas”. En sí, predomina una vida pueblerina con viejos grandes prejuicios. Lo ilustra una joven estudiante de 22 años, que dice sonriente que “las mujeres de La Plata tratan de copiar lo que pasa en Buenos Aires, pero con una maxi más corta, una mini más larga, y sin animarse a fumar en la calle por miedo a ‘quemarse’. Claramente, resume que si a esta ciudad le cortaran el contacto con Buenos Aires, le pasaría lo mismo que a un enfermo grave a quien le sacaran el pulmotor…”
“El predominio de las clases medias, ante la carencia de clases altas, marcan el orden cultural y las costumbres de la ciudad, de las familias y de la sociedad. Las clases altas prácticamente no existen”, concluye.



El resultado de esta interpretación generó una andanada de respuestas y comentarios, entre apoyos y detractores furibundos.
Uno de ellos fue mi amigo Lolei, quien bajo el seudónimo de Florencio Carlos Miranda (nunca explicó las razones por las que se disimuló tras ese alias), replicó con una amplia y no menos polémica carta en la que trata de dejar en claro su visión sobre la cuestión. Apelando a un estilo pretencioso, algo de ironía y otro toque de ilustración, fundamentadas con citas bibliográficas, Lolei-Miranda refuta desde el título la premisa de la nota: “En La Plata también hay clase alta”.




Desde el vamos se apunta con una respuesta y a la vez una pregunta ante la afirmación del autor de la nota ‘Pueblo Grande, Infierno Chico’, que afirma que La Plata carece una clase alta, capaz de dilapidar fortunas y promover hechos razonantes. “Me pregunto si el redactor de la nota –indaga Lolei-Miranda- cree que la clase alta para ser tal debe imprescindiblemente tirar la plata por la ventana, producir acontecimientos que den que hablar a medio mundo o bien tener una conducta escandalosa más o menos permanente. Esto me recuerda un libro de Arturo Jauretche en uno de cuyos capítulos, mordazmente dedicado a Beatriz Guido, se refiere a la imagen que el ‘medio pelo’ tiene de la clase alta, y que la escritora parece compartir”.
‘Parece compartir’ sería decir, lisa y llanamente, comparte. Pues, en rigor, Jauretche dedica un capítulo entero de “El medio pelo en la sociedad argentina” a la escritora rosarina, capítulo que llamó sin ambages ‘Una escritora de medio pelo para lectores de medio pelo’, y en el que vilipendia taxativamente su libro “El incendio y las vísperas”, analizando desde la clase alta y su discurso, su comportamiento sexual y los símbolos políticos hasta la noción de las clases dentro de la novela y la postura que la propia escritora siente sobre sí misma.
“Sin la existencia de las gordis este éxito editorial sería incomprensible. Requiere de un público en que se dé en la mismas medidas que en su libro, la ignorancia y la petulancia intelectual, la falsedad en la posición y el aplomo para actuar del que la ignora, y que participe de una visión del país completamente sofisticada a través de una lente de convenciones deformantes y tenidas por ciertas (…) Por eso digo: una escritora de medio pelo para lectores de medio pelo”, sintetiza el autor antes de introducirse en un exhausto y picante recorrido por las conductas relevantes de la novela. Pero aun así esta digresión no llega a convalidar la visión que Lolei-Miranda pretendía demostrar para usar como ejemplo en su carta, según él mismo me lo contó mientras recordaba este episodio. Es más, incluso sugirió que el comentario sobre la obra de Jauretche y su visión sobre Beatriz Guido ni siquiera tenía relación con el tema que se proponía tocar.


Nosotros seguimos con la carta, que leímos de forma completa: “Sobre la necesidad de poseer ‘fortuna’ para que una familia sea de clase alta, refiere Ignacio Anzoátegui en ‘Vidas de muertos’, biografiando al poeta Carlos Guido y Spano, que ‘su hogar era el hogar porteño que andaba mal de dinero y andaba bien de antepasados’, pero esto último les permitía ‘codearse con las otras familias copetudas de estancia y fama’. O sea que la clase alta estaba representada por los que poseían ‘apellido’ y plata, y también por los que ostentaban sólo lo primero, sin que lo segundo fuera requisito sine qua non para lograr la correspondiente aceptación social”.
“En cuanto a la ‘capacidad para dilapidar fortunas’, sostiene Julio Mafud en ‘Los Argentinos y el Status’: ‘Consumir como derrochar es una de las formas de adquirir prestigio social. Se compra no desde el status en que se está sino de aquel que se desea estar. Los miembros bien estructurados en la clase alta están estabilizados en su correlación de posición económica y consumo. No les sirve éste para mostrar su prestigio social. No ocurre así con las otras clases que tienen como ideal el prestigio y la conquista de status. Los miembros de la clase alta no tienen, por lo general, la necesidad de confirmar su status. El caso más espectacular de lo que decimos son los grupos o las clases de los nuevos ricos. En la clase alta el tiempo de la estada en el status ha borrado esa inseguridad.
“La Plata, a partir de su fundación y con el correr del tiempo, recibió la ‘inmigración’ de familias de prosapia patricia -y/o con prestigio social equivalente- que sin fortunas para dilapidar (ni necesidad de hacerlo, ni de haberlas poseído) se radicaron aquí y constituyeron  –como antes en Buenos Aires, de donde provenían- una auténtica clase alta señorial. Algunas participaron de la no muy ostentosa vida mundana de La Plata; otras lo hicieron sólo muy ocasionalmente. Cabe mencionar familias como las de Guido Lavalle, Durañona, Sánchez Viamonte, Monteagudo Tejedor, Ortiz de Rosas, Pividal Paunero, Riglos, Lynch, Ramos Mejía, Molina Carranza, Cajarabillo, Nuñez Monasterio, Rivero y Hornos, Albarracín Sarmiento, Ocampo, Figueroa Balcarce, Oyuela, Bermejo, Molina Salas, Lastra, Sáenz Quesada, Malter Terrada, Díaz Bavio, Rebollo Paz, Dillon, Escobar, etc. Cito sólo algunas a título de ejemplo, para afirmar la existencia de una clase alta en La Plata. Insisto: sin fortunas para dilapidar, pero de clase alta.
“Paulatinamente consolidaron un prestigio social platense –sin abolengo patricio- familias de clase media cuyos miembros se destacaron meritoriamente en actividades profesionales, intelectuales, políticas o docentes: Alconada, López Merino, Mercader, Vignart, Gneco, Saraví, Ringuelet, etc. Es discutible que este grupo haya pretendido ‘detentar la exclusividad de acceso a determinados lugares (sic)’. En primer lugar porque los ‘determinados lugares’ se reducían a un solo: el Jockey Club. Fuera de él, ignoro qué otro bastión social podía tratar de defender ‘esa sociedad platense’ a la que despectivamente alude el autor de la nota. El ejemplo del caballero que no podía pagarle ni a los cocheros es irrelevante para emitir un juicio general. Gente que gasta más de lo que gana hay en todas partes y sinvergüenzas también. Pero acá no se trata de una cuestión de ‘clases sociales’  sino de ética personal.
“La nota adolece de inexactitudes varias en otros aspectos y que resultan de un superficial intento de ‘hacer sociología’ por un lego en la materia, que además parece sentir poca simpatía por La Plata, su gente y su ambiente”.
Y firma el artículo Florencio Carlos Miranda, para nosotros, simplemente Lolei.


Quince días después, en el mismo suplemento, se dedicó una página entera con respuestas a esta carta de lectores firmada por Miranda, ya que, según explican en la introducción de la nota, a partir de esa aparición el correo del diario recibió abultadas declaraciones, a favor y en contra, incluso varios llamados telefónicos en busca de información accesoria.
A modo de resumen, se publicaron entonces algunas de esas sentencias, muchas de las cuales merecen ser transcriptas literalmente para poder analizar la dimensión de la discusión.
La primera es de un tal Miguel Guasp, quien propone que la carta de Miranda “sólo puede ser producto de una grosera mala interpretación”, y que a su entender “tal lector sólo debe haber leído las cinco primeras líneas de la nota, en la que no se pretende dar una definición de clases, sino hacer una caracterización de la ciudad de La Plata, que tiene –y eso lo sabemos todos- una gran mayoría de su población distribuida entre los sectores de la clase media. Que haya uno que otro apellido con lustre añoso esparcido por allí, no hace al fondo de las cosas. Y mucho menos si, con prosapia patricia y todo, la tan mentada clase alta platense no tiene más remedio que mandar a sus hijos a trabajar a los ministerios (no de ministro, justamente) y se pasa haciendo economías para poder alcanzar a fin de mes. Entonces, no queda más remedio que aceptar la verdad de lo dicho por Federico Martín”.
En forma algo más extensa, un anónimo J.J. afirma que “tengo 56 años de vida en esta ciudad. Me eduqué en La Plata, tengo aquí mi hogar, mis amigos, mi trabajo y mi mundo”. Declara que tiene un “profundo conocimiento de la idiosincrasia de su gente”. Y asegura luego que “a esta altura de mi vida llego a la conclusión de que, efectivamente, no hay gente de clase alta capaz de dilapidar fortunas y promover hechos resonantes”.
Este lector confunde la personalidad de Miranda (tal vez por no haber leído el título de la sección en que se publicó su escrito: Cartas de los lectores) y se dirige a él llamándolo “señor periodista”. Entonces le recuerda: “Usted señala un conjunto de familias de nombres de tinte legendarios de las que me tocó conocer sus descendientes (Guido Lavalle, Durañona, Albarracín Sarmiento, etc) Lo invito a que eche un vistazo a los apellidos que llenan la página de sociales de algunos diarios porteños y podrá darse cuenta que, junto a ellos, los aristócratas de esta ciudad son tan pobrecitos que todo intento de comparación resulta atrevida… Los platenses tenemos la desgracia de querer aparentar lo que no somos. Estamos enfermos de status y cualquier familia que empieza a figurar un poco siente de inmediato la necesidad de la apariencia. La Plata está poblada por gente presupuestada (que vive del presupuesto), con sueldos poco menos que magros y una vocación de matemáticos que les permite arreglárselas para poder vivir. Sin embargo, si uno los ve caminar por la calle y no sabe si son dueños de una fábrica o simples empleados… Así es, amigo periodista, la gente de La Plata: llena de vanidad, con pretensión de figurar. Viven amontonados en una pieza, pero en la puerta no les falta un auto último modelo. Fíjese que La Plata es la ciudad con más autos en relación al número de habitantes, lo que contrasta con el poderío comercial o industrial que tiene. Cuando usted encuentra un amigo, la primera pregunta es: ‘qué auto tenés?’ Así es La Plata”.
-Acá te maltrataron un poco-, le comenté a Lolei-. Incluso te trataron de ‘señor periodista’.
-Hubo peores-, me dijo. Seguí leyendo y comprobalo.
De hecho, el que seguía, directamente lo mandó a estudiar. “Me permito aconsejarle al señor Miranda –enuncia J.I. Martínez- que para publicar una nota del tipo de la que apareció en el Suplemento el 21 de marzo, debería asesorarse con algunas de las publicaciones existentes al respecto, como la “Historia Espiritual de La Plata”, de Miguel Font, los Círculos Anuarios Sociales, que se publicaron en nuestro país hasta 1930, la Reseña Histórico-Social Platense que se está por publicar, o la colección de los diarios La Opinión y El Día. De esa manera evitaría el imperdonable error de mencionar como familias fundadoras a algunas que se radicaron en nuestra ciudad hasta 20 o 30 años después de que Dardo Rocha colocara la piedra fundamental, omitiendo otras legítimamente fundadoras como Rocha de la Fuente, Arana, Argüello, Lascano, Lecot, Reyna Almadez, Aramburu, de la Serna, Villa Abrille, Lavié, Susini, Sandoval, Portela Goyena, Sempé, Arauz Founrouge, Delheye, Gambier, Cotti de la Lastra, Montes de Oca, Mallo Huergo, Pera Echagüe, Ferrando, Blomberg, Silva Lezama, Lima, Guezalez, Incháurregui, González Arzac, Rivas, Casco, Sagastume, Rebagliatti, Curth, Szelagowsky, Rivarola, Tiscornia, Traynor, Guido Spano, Ves Losada, Almeida, Irle, Rezábal Lagenheim, que tanto contribuyeron a la vida cultural, social y política de nuestra ciudad. Todo esto sin dejar reconocer que muchas de las familias mencionadas por el señor Miranda, están bien incluidas”.
-Este te cagó, viejo- apunté-, puso más nombres que vos… Se nota que estaba más instruido que vos. O más al pedo...
-No seas pelotudo, pendejo -se quejó Lolei-, y aprendé a leer bien porque este fulano ni siquiera responde a los planteos que yo había hecho. Agrega nombres de épocas anteriores a las que yo refiero. Y después de todo termina reconociendo que lo mío no estaba mal.
-Buen consuelo, que poco aporta -le dije.
Ya me pesaban los párpados, pero continué con el artículo.
“Hay un detalle interesante. Así como las publicaciones de marras motivaron las correspondencias, también fomentaron el anonimato. Tal vez fuera la ‘famosa’ lista de Miranda la que, por sus implicaciones, invitara a obviar datos personales. Como conclusión puede no ser válida; pero son los hechos: más de la mitad de las cartas recibidas carecían de remitentes. Una variante que no es de las más comunes”
-Eso quiere decir más o menos –le comenté-, que no fuiste el único en usar seudónimo. Bueno, al menos usaste un nombre, se ve que la mayoría ni siquiera eso. Una reyerta clasista de tilingos anónimos…
Pero Lolei ni siquiera consideró mi comentario. Entonces seguí:
“Lo insólito de la carta de Miranda –se indigna N.E.S.- es dar nombres. No es que niegue el señorío de esas familias (entre ellas tengo parientes y amigos) y me une un entrañable afecto a los Ocampo y los Oyuela. No me parece que les cause mucha gracia esa desubicada mención que resulta un Index para grupos subversivos. Pero, lo peor de todo, lo espantoso y contradictorio, es ese reducido grupo de ‘personalidades intelectuales, políticas y docentes’. Así como en todas las clases hay inmorales, en todas ellas hay y hubo intelectuales y docentes. Para no caer en la falta de clase de dar nombres, señalaré que, si bien es cierto que uno o dos miembros de una o dos de las familias que menciona el señor Miranda fueron personalidades, tal cosa no depende en modo alguno de la categoría social (máxime en familias que son conocidas, más que nada, por lo abundantes), pero hubo y hay una legión de intelectuales y docentes de prosapia que desbordan sabiduría, capacidad y permanecen en el recuerdo de los alumnos para toda la vida, como la vigencia de sus enseñanzas”.
-Más que acusarte de cañuto, chismoso y soplón, poco dejó el comentario de este indignado N.E.S.-, acoté tras finalizar la lectura.
A esta altura ya me estaba aburriendo y tras cada párrafo apostillaba, a modo de resumen, lo leído. Notaba que también la atención del viejo iba cediendo y que, incluso, apenas si escuchaba lo que yo decía. A todas luces, la contienda resultaba, para mi modo de ver las cosas, total y absolutamente baladí, pero a la vez funcionaba como interpretación de sus más recónditas inquietudes. Ante la falta de respuesta a mis definiciones, yo avanzaba con la lectura del artículo, que se hacía a cada línea más interminable.
-Me gustó lo del Index para un grupo subversivo-, comentó Lolei apenas riéndose cuando estaba por emprender el próximo apartado.
“Después de atiborrar con una colección inaudita de confusiones –alega un desconocido V.G.M.- Miranda sólo tiene un acierto: reconocer que la vida mundana de La Plata no es muy ostentosa que digamos. Yo quisiera recomendarle a ese señor una profundización de sus estudios sociológicos. Así podría encontrar una definición de clase alta que se acercara más o menos a la realidad. Lamentablemente, las fuentes que cita (Arturo Jauretche, Ignacio Anzoátegui, Julio Mafud) tienen muy poco que ver con un estudio científico de la sociedad en que vivimos y, hasta ahora, nadie reconoce a ninguno de ellos como autoridades o peritos en la materia. Había una vez en la Argentina –y discúlpeme si lo empiezo como un cuento-, un tiempo en que apellido y fortuna se emparentaron: los fundadores de la Patria (los patricios, que menciona Miranda) resultaron tener mucho que ver con los dueños de los campos, del trigo y de las vacas. Después las cosas cambiaron, como el país, que fue creciendo y recibiendo inmigrantes. Llegó un punto en que el apellido, por sí solo, pasó a cuarto intermedio. Y me atengo a la definición de clase que da Gino Germani, para explicarle que ellas se distinguen de acuerdo a la relación que guardan sus miembros con la economía. Así que resulta que alguien es de clase alta (usted, yo, el vecino), cuando cuenta con suficientes medios económicos como para merecerlo. Lo demás sólo son matices que no hacen al fondo de las cosas. Entonces resulta que un hijo de familia con apellido linajudo, pero con antepasados que perdieron su fortuna en algún vericueto de la historia, es tan clase media como el descendiente del inmigrante con quien –linaje aparte- no tiene más remedio de codearse en la Universidad, la oficina o los Tribunales. O a lo mejor resulta que este último pertenece a la ‘clase alta’ si sus ancestros   –o él mismo- se tomaron el trabajo de conseguir medios suficientes. Así las cosas, resulta que la lista puede ser muy exacta –y en ella se citan numerosos apellidos ligados de una forma u otra con nuestra historia nacional- pero no resuelve nada si de clases se trata. Para terminar, me quedo con lo dicho por Federico Martín: en La Plata no existe una clase alta ni nada que se le parezca, aunque muchos tuvieran intenciones de que así fuera”.
-Este quía -le dije con tono calmo, mirándolo a los ojos-, tiene argumentos endebles, pero argumentos al fin, además de una visión sociológica claramente orientada, como se aprecia en la definición de Gino Germani por sobre la desacreditación de don Arturo Jauretche, a quien desconoce como ‘perito en la materia’. Ahora, me parece a mí, el tipo le apunta al cura pero le pega al campanario, ¿o el equivocado soy yo?
Lolei pensó y masticó una respuesta concreta, que terminó siendo tan gris como su camisa:
-A ese pelotudo lo conocía bien, Víctor Gabriel Marosco, que con ese nombre no puede opinar un carajo. Como ya viste, analiza la cuestión de clases sólo por lo económico. Y se olvida –o directamente obvia- de las cuestiones de status psicológico, de su jerarquía social en el devenir histórico de la patria. Es un pelotudo, es un pelotudo-, repitió un par de veces más, dejándome, en definitiva, más confundido que antes. Y pensando si tal vez no era él quien apuntaba mal…
-La nota ya termina-, lo interrumpí. ‘Los extremos’, dice un último apartado. Y comienza: “Ofensas, felicitaciones; los lectores Martín y Miranda –más el segundo que el primero- cosecharon reacciones diversas. ‘Soy platense, pero vivo la mitad del año aquí y otro tanto en Mendoza –explicó Fabián G.- Cuando mis familiares me mostraron la nota de Martín, decidí guardarla junto con mis papeles para no olvidarme de llevarla en el próximo viaje. Nunca he visto una pintura tan exacta de lo que es La Plata y de cómo es su gente’. Menos efusiva Myriam P. se molestó por ‘la inconveniencia de sacar historias de un viejo anecdotario (la del caballero que no podía pagarle ni a los cocheros, por ejemplo) que en La Plata, -donde ‘somos pocos pero nos conocemos mucho’, como dice Martín- todos tenemos lo suficientemente presente como para identificar sin problemas nombres y apellidos’. Coincide totalmente J.G., agregando que ‘sólo un marginado puede sentirse tentado a criticar la vida de los platenses. Pienso que en el fondo, ni Martín ni Miranda tienen el punto de vista justo. El primero tiene una imagen superficial de lo que es la gente de la ciudad. El segundo vive en otra época”.
Bostecé como un oso, alegué cansancio y anuncié mi partida. El viejo aprobó en silencio. Cumplimos con el rito del baño y lo acosté. Nos despedimos sin comentarnos la experiencia de leer sus polémicas clasistas en la prensa.
Ambos sabíamos que no valía la pena. Existían maneras más dignas de gastar el tiempo.


***************************************************** 


(XXX)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Chez Pazinette
Cidex 307/1
33950 – Lège-Cap Ferret
France

15 Septembre 1984
Querido Hugo:
Gracias por tu carta, la recibí hace un ratito. Te escribo enseguida porque sé lo que tengo para decirte; mañana tal vez ya no lo sepa.
Recibí una buena noticia hace una semana. Volví al hospital porque tenía el brazo entumecido. El médico dijo que la fractura se había sellado y que me quitarán la escayola dentro de 4 semanas, o sea, el 12 de octubre. El 14 voy a asistir a un bautizo; cogeré un pedo.
Llevo un mes sin emborracharme. La última vez desperté a todos los clientes del hotel, cantando. No me daba cuenta que estaba cantando en voz tan alta. Le desperté también a él, que vive en un piso al lado. Me echó una furiosa bronca que ni veas, pero al día siguiente se rió.
Un amigo mío se fue de aquí. Iba a hacer escala en Barajas y le di tu número de teléfono para que te llamara. Es argentino. Por lo visto no lo hizo, si no me lo habrías contado.
Me preguntas cómo vivo y de qué vivo. Pues de la bondad y la generosidad de esta familia, que se ha portado de maravillas. Cuando cobre la pasta que me deben los alemanes, voy a darles la mitad. Les debo tanto.
¿Y después? Pues no sé. Pienso que cuando me quiten esta mierda me largaré. Tengo que ganar dinero, sólo me quedan 15.000 pesetas y necesito pagar el billete del tren. Tengo que ganarme la vida de cualquier forma, ya veré cómo. Tal vez me vaya después del bautizo. Pero, ¿para qué hacer planes?
Espero poder ir a Madrid para celebrar tu cumpleaños. Haré todo lo posible, te lo juro, porque presiento que irás a la Argentina y te quedarás allí. Conseguirás un buen cargo en un cuerpo diplomático o algo así. Te echo mucho de menos y sueño a menudo con una borrachera juntos. Te mando un reportaje que encontré en la revista Cambio 16; espero que te guste y no te ofenda. Ofenderte sería lo última cosa que deseo.
Escríbeme pronto. Da mis recuerdos a Pepé y a su familia. Y a todos los demás. Tu amigo que no te olvida y nunca te olvidará

Alan