lunes, 9 de mayo de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (34)


CAPITULO
34



Tiempo más tarde –días, semanas, tal vez meses después- y tras varias conversaciones sobre el tema, surgió la posibilidad de trasladarlo a alguna residencia para ancianos. La consigna era una y sencilla: no podía vivir solo en su casa, ya no podía valerse por sí mismo y con el paso del tiempo el panorama empeoraría. Y yo no era eterno.
La idea nació de él. “Existen asilos donde podría ir a vivir y ser atendido”, aludió.
-Es una buena opción-, dije-.¿Conocés alguno?
Obviamente, no conocía ninguno.
Alguien, un amigo, quizá una vecina, tenía acceso a nombres de establecimientos posibles. Busqué en diarios locales, en la guía telefónica y agrandé el listado. Sólo restaba comenzar con las averiguaciones.
Visité uno que estaba a pocas cuadras. Era un establecimiento privado, con una fachada antigua. Me recibió su director o su dueño. Le expliqué brevemente la situación. Y me anotició sobre un punto que habíamos soslayado por completo: la mensualidad. La tarifa mensual, el costo de mantenimiento, la parte económica del asunto. Un dato lógico: todo tiene un precio. El problema era saber de dónde provendría el bendito dinero.
El arancel de la institución era muy superior a mis posibilidades. Y digo mis posibilidades y no sus posibilidades porque para entonces Lolei carecía de todo ingreso económico y, literalmente, no tenía un solo peso para vivir. Sus últimos veinte pesos se habían esfumado a los pocos días de conocernos en la factura de la electricidad. Desde entonces, ese servicio y todos los gastos de la casa los solventaba de mi bolsillo, bastante flaco por cierto. Tampoco tenía beneficio jubilatorio o ayuda económica del Estado. Estábamos realmente en problemas, también en ese aspecto.
Ambos sabíamos que yo no estaba en condiciones de incrementar mis gastos, máxime cuando ni siquiera era productor de mis propios ingresos. Yo era apenas un estudiante universitario cuyo sostén era mi familia. Y pese a todo el apoyo recibido a la distancia, no era suficiente para resolver dos realidades, para mantener dos escenarios.
Sin embargo, había un as en la manga, una carta salvadora para jugar, a todo o nada: su departamento.
El título de propiedad de su departamento era el único bien que podía sacarnos del apuro. La propuesta, desde nuestra perspectiva, parecía sencilla: con el valor del inmueble se solventarían los gastos de mantenimiento de Lolei por el tiempo que hiciera falta, hasta tanto se encontrara una forma viable de reparar la situación.
Como lo había hecho antes con los estudios neurológicos, gané las calles con la escritura del departamento bajo el brazo en búsqueda de un asilo para Lolei.
De inmediato asomó un nuevo inconveniente, como para ir aprendiendo que no todo es sencillo en esta vida, que las soluciones no aparecen así porque sí.
Como si la vida se te pusiera cara a cara y dijera: “acá no va a pasar nada de lo que vos quieras que pase”.
El departamento de Lolei estaba a nombre de su tía Julia, que había muerto hacía siete años. Existía un testamento ológrafo, firmado de puño y letra, que favorecía a su sobrino como único heredero de la propiedad. Pero como la firma no estaba certificada por ningún escribano, se requería de una pericia caligráfica para comprobar la veracidad del documento.
El trámite, en principio, era engorroso. Nadie quería correr el riesgo de tomar como parte de pago un bien mueble con hipótesis de litigio, pues de no corroborarse la autenticidad del manuscrito, existía la posibilidad de que los numerosos sobrinos de Julia reclamaran, con derecho,  su parte correspondiente. Y para que el expediente entrara en etapa de sucesión y el departamento pasara a manos del beneficiario hacía falta iniciar un nuevo y trabajoso proceso, que por supuesto demandaba tiempo y considerables costos monetarios.
Así las cosas, y jugado como estaba, me encontré proponiendo como garantía de la supervivencia de Lolei un departamento, que tenía un valor nada despreciable, pero a nombre de una tía muerta y en arduo estado sucesorio. 
En los siguientes dos asilos que visité me rechazaron la oferta por esta coyuntura. En el primero, que quedaba a la vuelta de la casa, me pronosticaron las dificultades que tendría en la mayoría de los establecimientos que visitara si proponía esa garantía.
“Todos van a pedirte una mensualidad, si no tenés cómo pagarlo ni este señor cuenta con beneficios jubilatorios, difícilmente lo acepten”, me dijeron.
En el segundo evaluaron el aval de la propiedad, pero ellos se harían cargo de la venta antes del ingreso del paciente. Cuando expliqué los pormenores del estado del departamento, sugirieron que llevaría mucho tiempo regularizar la situación.
-No hay mucho tiempo disponible, es cuestión de vida o muerte, es urgente-, exageré.
-Lo siento mucho, realmente, pero no es posible-, respondió la dueña.
En dos o tres asilos más me despacharon con argumentos similares.
Un poco más esperanzado, me dirigí una mañana al Hogar Marín, “de lo mejor que hay en La Plata, ahí sí pueden aceptarlo”, según me recomendó alguien tan ilusionado como yo.
Se trataba del Asilo de Ancianos “Andrea Ibáñez de Marín”, un Hogar modelo en la ciudad.
El inmenso edificio ocupaba casi una manzana entera sobre la Avenida 60, entre las calles 14 y 15. La leyenda cuenta que fue donado por el Dr. Plácido Marín, quien movido por el amor a su esposa Andrea, lo llevó a emprender la importante misión de amor y de servicio, de caridad y entrega.
“Las hermanas de la Congregación Marta y María, que llevan la dirección del hogar, ofrecen desvelos y sacrificios por una vida digna para los ancianitos”, comuniqué a Lolei, leyendo un folletito que había conseguido.
Lolei me miraba con un dejo de desconfianza: “¿Un asilo religioso?”
-Es lo que hay, compañero. A esta altura, la necesidad tiene cara de hereje. Y si hay que chuparle las bolas a dios para salir de esta situación de mierda, pues preparemos la lengua, carajo.
Me atendieron amablemente. Bueno sería que no lo hicieran. Me recibió una señora mayor en la oficina de entradas de la mansión. Por enésima vez conté la historia del viejo decrépito en estado de abandono y miseria, de sus carencias y de su enfermedad. Me salió un discurso compasivo, acorde al lugar. Escuchó mi historia, que pareció conmoverla. Cuando llegué al punto de los correspondientes emolumentos, su semblante varió levemente. Saqué mi siete de oros. Escudriñó la escritura, de un lado y del otro.
-Es el original -me dijo.
-Es lo único que tenemos-, indiqué.
-No se puede hacer mucho con esto-, agregó.
-Es lo único que tenemos-, repetí.
Al no obtener respuestas, largué una dramatizada súplica: “Por el amor de dios, estamos desahuciados, este pobre hombre no da más, su futuro es una total y absoluta incertidumbre”, rogué, mientras ella no levantaba la vista del papel.
-Entiendo por lo que están pasando –suavizó-, pero lamentablemente no tenemos lugares disponibles en este momento.
-La verdad es que no entiende nada de nada, señora- respondí.
Ella se mantuvo en silencio.
-¿Cuántos abuelos viven en este hogar?-, inquirí.
-Más de cien-, informó, con los ojos brillosos, creo que de orgullo.
-¿Más de cien? ¿Y no hay lugar para uno más? Solamente uno más…- cuestioné simulando quebrarme, forzando un puchero.
-Lo siento mucho, querido, de verdad lo siento mucho-, cerró la conversación extendiéndome la escritura.
Agradecí, di media vuelta y me fui, observando de reojo la magnitud del templo caritativo.
-Otra vez nada, viejo: no te quieren ni en la iglesia-, le dije cuando regresé a su casa-. Y eso que son los campeones mundiales de la caridad…



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(XXXIV)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Bar du Moulin
294 Av d’ Arès
Merignac
France

24 Mai 1985
Querido Hugo:
¿Me puedes perdonar? He tardado muchísimo en escribirte, lo siento mucho. Como ves, he cambiado de casa, tardé bastante tiempo en encontrar alojamiento. Además estuve muy muy ocupado con mis clases. Mis alumnos tienen examen de inglés dentro de dos semanas. No he tenido tiempo de escribirte. Si te consuela, quiero que sepas que no he escrito a nadie a causa del trabajo y el problema del alojamiento.
Espero que vayas bien, que sigas con muchas clases. ¿Sabes, Hugo? No quise marcharme, si hubiera podido me habría quedado contigo en Madrid. Lloré cuando te fuiste. Me iba a volver para verte por última vez, pero no pude. ¡Tanta tristeza me causan las despedidas!
Intenté hacer autostop pero nadie paró. Estuve esperando 24 horas, nadie me cogió en coche. Así que me colé en el tren, el Talgo. El revisor me bajó en la Sierra. Estaba con dos árabes. Ellos se escondieron en los servicios y yo intenté explicar al policía que había perdido mi billete y que pagaría al llegar a Burdeos. No quiso saber nada el tío. Los árabes me pidieron que golpeara tres veces en la puerta cuando se fuera. Pero el revisor no se fue. Se paró frente a la puerta de servicio y golpeó tres veces. Los árabes salieron creyendo que era yo. Total que nos bajaron a los tres. Hicimos autostop hasta la frontera. Llegué a Burdeos con dos días de retraso.
No me dijeron nada en la escuela, por suerte. La próxima vez pagaré ida y vuelta. Sigo trabajando en la escuela. Termino mis clases dentro de dos semanas, después trataré de encontrar algo en la costa.
He abierto una cuenta bancaria de alojamiento y he ahorrado 20.000 pesetas. No salgo como antes, no he bebido nada desde que estoy en Burdeos. Llevo casi dos meses sin beber. Prefiero ahorrar, comprar ropa, libros que nunca leo. Compré otro diccionario francés-español y otro libro de gramática portuguesa.
No creo que vuelva a Madrid hasta que estés de vuelta. Y si por casualidad no vuelves, tampoco yo volveré. No me apetecería volver a Madrid si no estás tú. Vuelve a Madrid, te estaré esperando. Sigo pensando en ti.
Tengo la intención de quedarme en Burdeos. En septiembre alquilaré un piso y podrás venir a verme. Si tú estás en Madrid y yo en Burdeos no estaremos muy lejos el uno del otro.
Tengo el juicio el 11 de junio. Espero cobrar bastante dinero, no lo voy a derrochar. Te mandaré algo. Bueno, me despido, escríbeme pronto. No seas tan enfadón conmigo. Cuando mandes tus señas, envía también tu número de teléfono en Argentina… uno nunca sabe.
Alan