miércoles, 14 de diciembre de 2016

Adiós a Lolei




Se va yendo este ciclotímico 2016 y nos vamos desprendiendo de lo poco bueno que nos dejó. Como no soy amigo de los balances anuales, les ahorraré, queridos amigos, el trabajo de enterarse de mis conquistas y sinsabores cosechados durante este lapso. A veces soy bueno y misericordioso... 

Pero igual haré unas sencillas apreciaciones a modo de despedida.

Abrí este modestísimo espacio allá a finales de 2015 cuando estaba por ver la luz mi primera novela. Decisión nada fácil esa de emprender una aventura a la cual debía poner de mí mucho más de lo que estaba dispuesto a arriesgar. En sí mismo la decisión de editar mi propia obra acarreaba numerosos desafíos. 
Lolei no fue mi primer libro; existe un relegado volumen de relatos aparecido en 2006, de los cuales quedan unos pocos ejemplares. Fue una experiencia editorial tan olvidable como el propio librito. Lolei fue, sí, un trabajo artesanal de punta a punta, con un largo recorrido y muchas horas de trabajo dedicadas. Quienes conocen las peripecias de la autopublicación sabrán comprender todas las dificultades que deben atravesarse para alcanzar un producto aceptable. Ya no se trata solamente de escribir una obra -una novela, en este caso-, sino además de releerla mil veces, corregirla, editarla, maquetarla y diagramarla desde la portada hasta el último punto de la sinopsis, realizar los trámites legales, pagar tasas e inscripciones, viajar, contactar imprentas, diseñar desde la más ínfima etiqueta decorativa hasta los señaladores, hacerse cargo de la distribución, la cobranza, la promoción. Parece una enumeración de meras acciones, pero créanme que el camino es mucho menos generoso de lo que aparenta. No sólo hay un gran esfuerzo invisible depositado en esta tarea, sino grandes expectativas, excepcionales optimismo y fe en esperar que ese esfuerzo sea rentable, no ya en términos económicos sino en volumen de aceptación.

Este espacio nació y creció en torno a esa obra, y muy lentamente fue sumando lectores y seguidores que desde su distancia virtual acompañaron cada uno de los cincuenta y cinco capítulos de la historia y otras yerbas publicadas al azar. Desconozco si juzgaron aceptable o condenable las alternativas de las publicaciones, pero las más de cinco mil visitas registradas pueden servir de muestra de que, en principio, resultaron más de las esperadas en el inicio de esta aventura.

Puedo elaborar un largo listado de recriminaciones sobre mi accionar en torno a este libro. Sé que pude haber tomado otra clase de decisiones para llegar a más gente, pude haber aceptado amables recomendaciones de gente que me aconsejó en el camino, pude haber intentado construir un aparato de difusión más sólido y efectivo. He fallado en esas y muchas otras cuestiones. Pero no es el motivo de este libelo conjugar excusas para justificar mis penurias. Digo, sí, que de algunas cosas esperaba mucho más; de otras, mucho menos. No es una queja. Es lo que es. Punto.

El optimismo es poderoso pero no imbatible. Con cierta lógica, desde aquel comienzo eufórico fue menguando con el transcurrir de los meses hasta terminar tirado en la honda zanja del más palmario pesimismo, de la cual es muy difícil rescatar. Llega un momento en que se tiene a la certeza de que no hay mucho más por hacer. De que, como casi todo en la vida misma, los ciclos se cierran, indefectibles. 

Hoy le toca el turno a las memorias inconfesables de Lolei. Me queda el grato recuerdo de un trabajo arduo, solitario, hecho a conciencia, con muchas pérdidas a cuestas, con un agradable puñado de apoyos y felicitaciones inesperados y un fructífero aprendizaje para repensarme sobre lo que viene. Me quedo con lo bueno y con los buenos, esos a quienes quisiera tener la entereza moral de agradecerles uno a uno las atenciones y ánimos brindados. De lo malo tomaré aquello que me sirva para no seguir cometiendo tantos errores, y el resto lo arrojaré a la basura, al bote de los recuerdos perecederos.


¿Qué es exactamente lo que viene ahora? 
Enseguida nomás, aquí abajo, un regalito de fin de año. El libro completo en PDF, con más páginas, imágenes y fotografías, para descargar (por tiempo limitado).




También en formato EPUB, por tiempo limitado, Lolei estará disponible para su descarga gratuita a través del programa KDP Select en Amazon.com, solamente del 12 al 16 de diciembre. Luego de esa fecha, el libro sigue en venta en el sitio al precio de U$s 5,99. 
Para descargarlo gratis haz click en el enlace siguiente






Ahora nos espera un descanso. Despedir este 2016 como más me gusta: un viajecito por ahí, para conocer, para relajar, para tratar de reencontrarme, para ir pensando cómo proyectar de manera más efectiva nuestro próximo proyecto editorial.
Algo ya les adelanté hace unos meses. Espero encontrar las fuerzas necesarias para llevar adelante este plan. 
Nos vemos pronto.

Gracias y hasta la próxima.


martes, 13 de diciembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (Apuntes finales)



APUNTES FINALES

En los casi tres años que permaneció en el Hogar de Ancianos, Lolei se ganó el afecto de todos. Pasaba sus largas horas entre la lectura y las charlas con los internos del lugar. No tardó en desplegar su arsenal de anécdotas y de inmediato recibió el tratamiento de “doctor”.
A menudo recibía visitas de familiares y amigos míos. Durante cada una de mis visitas, sólo me pedía renovar sus libros y algunos paquetes de cigarrillos, que repartía entre sus nuevos compañeros. Y nunca olvidaba hacerme dos preguntas puntuales: si había llevado los cuadros a Lolita y si había recibido alguna carta de su viejo amigo Alan. Me dijo más de una vez, no sabía por qué, estaba echando de menos a ese chaval.
Su salud siguió en franca declinación, como venía ocurriendo desde hacía varios años. Su debilidad se hizo cada día más visible. Los escasos tratamientos a los que pudo ser sometido fueron infructuosos. El destino estaba sellado desde hacía rato. Y él lo sabía.
A mediados de junio de 2003, estando yo en La Plata, mi familia me comunicó que Lolei había sido internado, debido a una recaída provocada por su irreversible enfermedad. No dudé en viajar de inmediato. Debí sortear no pocos obstáculos: aquel domingo 15 se celebraba el día del padre y la demanda de pasajes dificultó el traslado directo a Rojas. Conseguí un boleto hasta Junín y tras un extenso viaje de madrugada, llegué al mediodía de ese mismo domingo.
Cuando lo visité en el hospital, Lolei dormía. Tenía conectado suero y un respirador artificial. Me informaron que hacía días que estaba en ese estado, sin conocimiento, sin responder a ningún estímulo. Sudaba copiosamente. Sus rodillas atrofiadas lo habían achicado casi hasta la mitad de su tamaño y su cuerpo abarcaba sólo un pedazo de la cama. Su pecho se inflaba como si tuviera un globo en lugar de pulmones. Me acerqué y le hablé al oído, despacio, mientras le secaba la transpiración de su frente. No respondió.
Debía regresar a La Plata ese lunes, pero decidí postergar el viaje. Antes del mediodía volví hospital. Todo seguía igual. A la noche, ya sobre el límite del horario de visitas, fui a verlo una vez más. Le hablé al oído, modulando las palabras. Lo tomé de la mano. Con la otra le secaba la frente.

De pronto sentí que su mano apretó la mía con fuerza y por un rato no me soltó. Le pregunté si me reconocía, si sabía quién era yo. Apenas movió la cabeza, con un claro gesto de aprobación. Dije que todo saldría bien, que debía seguir luchando. Él seguía sosteniéndome la mano. Hasta que en esa turba de sensaciones inconexas y confusas de quien se sabe frente lo inalterable, en esa andanada de palabras que se dicen sin sentido, sin pensar en consecuencias, pero con el único motivo de levantar el ánimo, largué una mentira categórica, tal vez la peor que he dicho en toda mi vida:
-Estuve con Lolita, le di los cuadros. Y Alan escribió. Tengo acá su carta. Te mandan muchos saludos-, susurré.
Abrió los ojos y me buscó hasta encontrarse con los míos. Y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro empapado y lívido. Esos tres segundos que duró esa mueca fueron, tal vez, los más felices de su vida. No lo sé. Solamente lo considero un deseo que haya sido así. Lentamente me soltó la mano y se fue apagando, hasta quedar en la misma posición de antes.

En la madrugada del martes 17 de junio de 2003, Lolei murió. Tenía 69 años.
“Te estaba esperando a vos”, me dijo uno de los médicos.
Se fue sin saber la verdad: Lola Monteagudo Tejedor había muerto hacía casi tres meses, el 23 de marzo, en La Plata, a los 68 años. Tampoco ella se enteró jamás del destino de su ex esposo.
Y nunca llegó ninguna carta a nombre de Alan Rogerson
Desde su partida de La Plata, ningún familiar o amigo se interesó en el porvenir de Lolei.
Pasados diez años desde su muerte, casi nadie visita su tumba.
Si existe alguna otra persona que haya dedicado al menos un pensamiento en su memoria, sigue siendo un misterio.


FIN

Rojas, octubre-diciembre de 2013

lunes, 12 de diciembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (Epílogo)





EPILOGO


La mañana de mi cumpleaños número veintitrés, visité al escribano en su oficina de calle 48 y, tras abonar el último de los cánones administrativos del trámite de sucesión notarial iniciado semanas antes, quedamos en encontrarnos en el departamento de Lolei aquella misma tarde para proceder a la rúbrica del documento.
Recuerdo haber acudido a esa cita minutos después de rendir el último de los finales preparados para esa instancia de exámenes. Había aprobado sin demasiada holgura pero igual me sentía aliviado. Mientras esperaba la entrevista, me regocijé por última vez con la despampanante figura de su secretaria, una morocha voluptuosa con rostro felino y culo de vedette. No estaba nada mal para ir desandando la jornada. Quedamos en encontrarnos a las cinco de la tarde.
Con la sensación de haberme sacado una mochila del peso de un transatlántico, volví a mi casa para comunicar la novedad al viejo. Una vez más me recibió ansioso, sabedor de que el final de la odisea se acercaba. Pero prefirió no tocar el tema. Sólo me felicitó por mi éxito en la facultad y pidió algo para comer.
Cociné milanesas y almorzamos juntos. Hablamos de menudencias. Me preguntó sobre el examen y le conté sobre los temas desarrollados, sobre mis nervios, mis titubeos y la buena predisposición del profesor que me salvó de un fracaso horrible. Trató de reanimarme recordando sus propias experiencias en las pruebas orales y de varias frustraciones cosechadas a causa del nerviosismo.
-Ya verás que con el tiempo irás superando esos estados angustiantes-, auguró.
Se equivocó y mucho.
Quiso dormir la siesta y me pidió que me fuera. Le dije que yo haría lo mismo; estaba exhausto luego de una larga noche de estudio a contrarreloj. Llegué con el cansancio de meses a cuestas y sentía que a partir de ese momento comenzaban las vacaciones. “Estoy para apoliyar dos días seguidos”, sugerí.
Pero le recordé que a las cinco vendría el escribano para firmar los papeles de la sucesión y sería conveniente para ambos estar presentables y despabilados. Le pedí que me llamara en caso de no bajar un rato antes de esa hora.
Por primera vez después de un duro batallar de meses, no me iba molestar despertarme con sus trituradores gritos destemplados.
No hubo manera de que conciliara el sueño y minutos después de las cuatro ya estaba nuevamente sentado al lado de su cama. Él estaba tan dormido que no escuchó cuando entré. Lo observé descansar un buen rato, como quien contempla a un moribundo en la sala de un hospital.
Mientras lo miraba me asaltaron innumerables imágenes y voces de los días vividos bajo aquel techo. No recuerdo exactamente qué reviví, sé que fue una película carente de pensamientos. Sólo percepciones fluctuantes, vagas, como de otras vidas. Como ese famoso túnel que, dicen, lograron recorren quienes tuvieron una pata más allá.
Nos sacó del sopor el sonido del timbre.
Eran mi papá y mi tío, que llegaban puntuales a la cita. Ambos eran parte esenciales del proceso a cumplir frente al escribano y habían viajado exclusivamente desde la capital, sacrificando preciadas horas de sus respectivos trabajos. Lolei los recibió con el júbilo de siempre.
Sugerí una ronda de mates mientras aguardábamos al escribano. Pero cuando me estaba yendo a prepararlo, el viejo pidió ir al baño. Eso significaba que los visitantes debían retirarse. A mi amigo le daba pudor que personas desconocidas participaran de un rito que nos pertenecía  sólo a nosotros. Aún en su visible decadencia, trataba de ser escrupuloso con su compostura.
Mientras los otros se retiraban hasta mi casa, Lolei y yo enfilamos para el baño a paso lento y decidido. Propuse un somero aseo a su desaliñada figura, para no quedar como un zaparrastroso delante de los visitantes. Accedió sin quejarse y luego de una furibunda defección     -que debí simular con abundante desodorante de ambiente- le lavé celosamente la cara y las manos. Lo peiné con una ridícula raya al costado. Al regresar al camastro, le acomodé la camisa y el pantalón. No quedó como un dandy pero ya no se parecía tanto a un pordiosero.
Nos demoramos un par de horas en una encendida charla dirigida por Lolei. Nos cargó de preguntas a los tres y emprendió repetidas anécdotas de su pasado glorioso y linajudo. En su afán de mostrar conocimientos, citó títulos de libros y de películas sin demasiado criterio.
No tardó, en medio de su vorágine discursiva, en hallarnos parecidos a gente famosa o estrellas de cine. Buscar similitudes entre las personas era uno de sus pasatiempos favoritos. Así, mi tío pasó a llamarse Julio Iglesias, mi papá William Holden y yo, Martín Hewitt. Tiempo después, en tren de corroborar sus apreciaciones, descubrí que las similitudes ensayadas por el viejo eran prácticamente inexistentes, o cuanto menos descabelladas.
Nos salvó la llegada del escribano, pasadas las siete de la tarde.
El trámite fue rápido. Se leyeron las actas del acuerdo y sus puntos relevantes. Se rubricaron las copias. Lolei garabateó su firma con la mano temblorosa. Poco y nada quedaban de su esmerado estilo de caligráfico de mujercita adolescente que había descubierto en sus interminables manuscritos. Pidió perdón por su desprolijidad y atribuyó al avance desproporcionado de su enfermedad, que entorpecía hasta el más simple de sus movimientos. Pero con el consentimiento público bastaba para suscribir el documento y el percance aludido quedó en un segundo plano.
La charla se extendió brevemente, pese a la insistencia del viejo. Cumplido el oficio, todos los presentes se apuraron a retirarse. Le expliqué que sus tiempos eran muy distintos al suyo, y lo entendió. Saludó efusivamente a los tres, con reiteradas palabras de agradecimiento.
En la puerta del edificio, convinimos con mi padre el día del traslado del viejo. Sería el veinticuatro, víspera de la navidad. Lolei encontró en esa fecha una señal de renacimiento y lo celebró.
Ya solos, cenamos sin grandes pompas y me retiré a descansar.
Había finalizado un día –y un año- extenuante. También lo fue para él. Con la sensación de que todo estaba resuelto, sólo nos quedaba un día para liquidar los últimos aprestos antes de la partida.
-Hoy sí nos merecemos un descanso sin interrupciones-, le dije mientras acomodaba todas las vituallas en torno a su camastro.
Prometió dejarme dormir a destajo. Y cumplió.

El día siguiente se esfumó en preparativos para el viaje. Una valija desvencijada bastó para acomodar lo aprovechable que quedaba de su ropa. Apenas algunas remeras gastadas, camisas harapientas, pantalones decolorados por los años y un par de camperas y sacos antiguos pero decentes poblaron de inmediato la maleta. Descartamos cargar sábanas, toallas y frazadas, que él insistía en trasladar. Pero logré convencerlo de su inutilidad aduciendo, con razón, que recibiría unas en mejor estado.
De hecho, se trataban de trapos y fue lo primero en tirar a la basura cuando regresé a la casa un mes más tarde. Para completar el equipaje guardamos una docena de libros, cuadernos sin usar, lápices y una gruesa carpeta con sus remotos escritos, casi a manera de amuleto. El resto de todo lo que quedaba en el departamento era su legado hacia mí.
Sólo hizo una excepción, que solicitó encarecidamente como si fuera un último deseo: llevarle personalmente algo a Lolita. Se trataba de una cantidad de vetustos retratos pertenecientes a la familia de su ex esposa, que formaban parte del conjunto de materiales conseguidos en sus años de investigaciones genealógicas. Me pidió -y me lo recordaría varias veces en los meses siguientes- que no me olvidara del encargo.
Nunca cumplí.

La mañana del veinticuatro de diciembre, un sábado caluroso y prístino, amanecimos más temprano de lo habitual. El viejo me esperó despierto y con una serena impaciencia. Como cada día, escuchaba su audición radial a un volumen elevado, que retumbaba impiadoso en el hondo silencio del edificio. Nos aguardaba el último lavado.
Ventilé la casa mientras él desayunaba. Subí en busca del armamento sanitario y al regresar lo encontré semidormido. Me aclaró que tenía los ojos cerrados porque le molestaba el excesivo fulgor de la resolana que se colaba por las diminutas ventanas de la casa. Se había desacostumbrado a semejante brillo.
Enfilamos para el baño. El viaje se nos hizo más costoso que de costumbre. Le dolían demasiado las piernas y se frenaba ante cada paso avanzado. Después noté que lanzaba tibios quejidos a medida que lo desvestía, ante cada movimiento de sus extremidades. Sin hacer caso a sus lamentos, lo fregué con ahínco y lo enjuagué en exceso. Se dejó afeitar sentado en el mismo banquito, envuelto en su toallón para moderar el frío. Luego le recorté los pelos de la nariz y de las orejas, y le esquilé una maraña de canas de su cabeza. Tiritando, me pidió volver a la cama.
Comencé a vestirlo. Se sorprendió hasta el agradecimiento cuando me vio sacar de la caja un calzoncillo nuevo que le había comprado especialmente para la ocasión.
“Hacía años que no estrenaba un slip”, acotó.
Lo elogió como si se tratase de un smoking. Aunque se ajustaba bien en su ancha cintura, noté que le quedaba un tanto holgado. Para justificar mi pésimo ojo a la hora de calcular los talles, le dije que le estaba faltando culo y pelotas para rellenarlo. Se rió.
Le puse su jean preferido, recién lavado, con un nuevo regalo: un cinturón blanco, de cuero, ahora amarillento, al que debí improvisar un agujero para que se ajustara correctamente. La tercera sorpresa, que recibió ya sin tanto asombro, fue una chomba azul que alguna vez me había ponderado. Esa sí le calzaba a la perfección.
Antes de regresar al comedor, lo desvié un metro hacia el otro lado de la habitación, donde se hallaba un gran espejo empotrado en la pared.
-Mirate, parecés Rodolfo Valentino-, le dije.
Lolei se observaba a sí mismo de arriba abajo, con cierta extrañeza.
-No estoy tan mal-, atinó a presumir, con su ancha sonrisa desdentada, sosteniéndose con firmeza sobre mi hombro. Invitó a desandar el camino hasta su camastro.
Al llegar, envalentonado por tanto acicalamiento, pidió cortarse las uñas. Entonces acometí con denuedo sobre sus pies. Y continué con sus manos. Lo bañé en desodorante y colonia para el cuerpo. Cansado por tanto zarandeo, quiso dormir al menos hasta el mediodía.
Mi padre llegó antes de las dos de la tarde. Yo también lo esperaba durmiendo. Mi pequeña mudanza vacacional estaba lista desde la noche anterior. Ultimamos detalles. Él, cansado por tantos viajes, prefirió descansar un par de horas. Cedí mi cama y me fui a pasear por la ciudad.
Me demoré en una librería sin comprar nada y fumé varios cigarrillos en un banco de plaza Italia, mirando a la gente pasar. Con la mente en blanco y una rara sensación de tristeza.
Tal como habíamos convenido con papá, a las cuatro de la tarde me volví. El viejo estaba despierto. Le comuniqué que partiríamos en cuestión de minutos. Llamé a mi padre y le ofrecí mate. Decidimos tomarlos en el camino. Comenzamos a bajar mis trastos. Luego volvimos por Lolei.
Llevé sus valijas hasta el vehículo mientras papá armaba la silla de ruedas que había llevado especialmente para trasladar al viejo escaleras abajo. Fue una sabia solución. Lo cargamos entre ambos y nos costó poco trabajo bajarlo. Lo acomodamos en el asiento trasero de la camioneta, donde el viejo se sintió muy a gusto.
Regresé a cerrar con llave las puertas de ambos departamentos. Contemplé durante algunos segundos el camastro de Lolei y no pude evitar que la garganta se me hiciera un nudo y mis ojos se llenaran de lágrimas. Sabía que ese lugar vacío jamás sería llenado.
Me interrumpió el ruido de la puerta del departamento de Dora. Me llamó para saludarme. Me dijo “gracias por todo” y me dio un beso ruidoso. Sin poder responderle, di media vuelta y me fui.

Llegamos a Rojas cerca de las ocho de la noche. El hogar estaba colmado de gente. Nos recibieron con efusividad.
“Los estábamos esperando”, nos dijeron.
Como cada víspera de navidad, el coro de la ciudad ofrecía un concierto para los internos y sus familiares. Los rostros animados de los abuelos contagiaban esperanza.
Colocamos a Lolei en medio de la multitud y disfrutamos del espectáculo. Sonriente y feliz, el viejo no me dejó despegarme de él. Repartieron pan dulce y siguieron los villancicos. Al rato comenzó el desbande.
Junto a un par de enfermeras, lo acompañamos a su nueva habitación. Llegó el momento de despedirnos.
En silencio, me dio un fuerte abrazo, como nunca antes lo había hecho.

Ambos sabíamos que no había nada más para decir.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (53)


CAPITULO
53

Estuvo silencioso y huraño toda la mañana. Y no fue por el mero hecho de bañarse. Mientras estuvo conmigo, siempre se mostró reacio al agua, al jabón y al orden. La pulcritud había dejado de ser materia obligatoria para él desde hacía mucho tiempo.
Aquella calurosa mañana de diciembre me esperó despierto y con un sesgo de malhumor que sin embargo intentó simular con una actitud condescendiente y aplicada. Acusó cansancio. No había pegado un ojo en toda la noche. Su actitud taciturna, su mirada sombría, su silencio de tristeza evidenciaban malestar.
Nunca, por más renuente que fuera su naturaleza desprolija, se había comportado de esa forma en el rito lavatorio. No era normal que fuera yo quien llevara el estandarte de la charla y el entretenimiento en el trajinar de esa proeza. Lo normal era que yo fuera jefe y obrero del trabajo de limpieza, mientras él se dejaba hacer a medida que hablaba, preguntaba, cumplía órdenes sin poner peros.
Lolei recibía cada esponjazo, cada jarra de agua en su cuerpo como si se tratase de un bautismo. Y pese a eso se sentía reconfortado, lozano, optimista, satisfecho. Su problema radicaba en la iniciativa del deber higiénico, no en la higiene propiamente dicha. Y lo que en principio le parecía un supremo sacrificio terminaba resultando una reparadora sesión de ablución.
Pero esa mañana no tuvo disfrute ni alegría. Ni siquiera a la hora del desayuno, su gran debilidad.
No lo atoré con preguntas incómodas. No es mi estilo atosigar con cuestionamientos a personas que no tienen ganas de hablar. Siempre es preferible esperar: que hable cuando tenga voluntad de hacerlo y tenga algo para decir. Mientras tanto, su silencio es salud.
No podía dejar de barruntar, sin embargo, las posibles razones de su llamativa discreción. Era dable sospechar que, una vez más, el sigiloso y omnipresente fantasma de los miedos lo hubiera abordado esa noche.
Como en tantas otras noches.
Y por eso casi no había dormido.
Era entendible: la cuenta regresiva para su partida estaba marcha. Cada día transcurrido era en realidad uno menos. Como ocurre con la vida misma. No se vive un día más, sino que se vive uno menos. Porque aunque no sepamos la exactitud de nuestro desenlace, sí tenemos la certeza de que habrá un final. Y las horas, los días, los años transcurren como en una cuenta regresiva a la inversa que no se mide ni se espera, pero existe.
En la forma de ver del viejo, este rasgo particular se asemejaba a un salto al vacío implícito en el carácter absurdo de la vida, una de cuyas salidas inmediatas era el suicidio. Para él, una de las formas de interrumpir voluntariamente la cuenta. Sin embargo, no coincidía en tomar este camino.
Lolei prefería el devenir azaroso de la espera.
Para mi sorpresa, el melancólico aspecto de mi amigo no guardaba ninguna relación con mis supuestos. En esa cuenta regresiva para su partida abrigaba su última esperanza concreta de la perduración. Y no era motivo para estar triste.
-Entonces, ¿por qué esa cara de culo, viejo?–, me animé a retrucarle cuando ya estaba acomodado en su catre, limpio y vestido, aguardando la hora del almuerzo, y sin que desaparezca de su rostro esa mueca con mezcla de desprecio y angustia.
Se demoró en responder y estuve a punto de repetir la pregunta, pero al fin abrió su bocaza:
-Por lo que hablamos anoche, nene, no pude pegar un ojo. Dormí mal, entrecortado. Soñé. Sudé. Me desvelé. Estuve a punto de llamarte, pero no me animé…
Cuando pregunté si existían motivos específicos para explicar su malestar, me respondió con monosílabos. Poco a poco las palabras brotaron más elocuentes y claras. Y comenzó a pedirme explicaciones a mí. Hasta que lanzó la pregunta que menos esperaba y, tras digerirla brevemente, no pude contener la carcajada.
Reí hasta las lágrimas, ante la mirada maciza de Lolei. No podía creerlo. No imaginaba que, a esa altura de nuestras vidas, y sobre todo de la suya, el viejo no distinguiera en mi entrecejo la diferencia entre una ironía y un sarcasmo, que no dominara el sutil contraste entre una broma y una verdad.
La cuestión, sencillamente, fue que se creyó a pies juntillas mi inverosímil fábula sobre la cancelación de la deuda de expensas que le había contado la noche anterior. Y entre la mayúscula preocupación por tener que agasajar a María Luisa o, en su defecto, ser invadido carnalmente por un individuo cualunque, en esos pensamientos desaprensivos, inquietantes y deshonestos divagó toda la madrugada, en vilo, asustado y afligido.
El solo hecho de pensar en esa escena es aterrador. Es violento imaginar a Lolei montando a su vecina o siendo penetrado por algún zocotroco de magníficas dimensiones. Y es violento imaginar a Lolei imaginando cualquiera de esas experiencias. Violento hasta la risa.
Me costó poco y nada lograr que comprendiera mi insolencia. Bastó con soportar con estoicismo, una vez más, su rosario de puteadas. Esta vez lo merecía.
De haber sabido que creería semejante dislate hubiera optado por una burla menos cruel. O menos sexual. Y hasta hubiera ratificado mi ironía esa misma noche. Pero me fui de la casa con la convicción de que el viejo había comprendido la chanza. Lamenté mi negligencia y conseguí su perdón recién cuando dupliqué su ración de comida ese mediodía.
Esta burda ligereza dejó en evidencia que mi amigo ya no estaba para grandes aventuras. Mucho menos las lujuriosas. La sola posibilidad de mantener una relación  sexual lo espantaba. Y le quitaba preciadas horas de descanso.
Ya poco y nada quedaba de aquel Lolei hurgando entrepiernas, lamiendo conchas, asaltando jugosas bocas con su pija. La pulsión básica del sexo se le había apagado. Y su único móvil, su distintiva ilusión se reducía a sobrevivir. A como diera lugar. Con lo que le quedaba y con lo que le dieran.
-Mi anhelo inmediato es irme de acá-, resumió al cabo de una breve charla que mantuvimos esa tarde, antes de anunciar mi partida de la casa rumbo al placer de la siesta.
Como quiera que fuera, el viejo planteaba como única e inmediata meta una salida armoniosa de su casa. Armoniosa y ligera. Y segura.
Los meses de convivencia con la más completa incertidumbre sobre su destino tenían las horas contadas. Transcurría la mitad del mes de diciembre y sólo restaba culminar una serie de trámites: de los suyos, de los míos y de los comunes.
La vorágine cotidiana nos impidió ensayar un balance de lo vivido ese año. Cada jornada, cada noche, cada charla se diluía en tramas superfluas, en cometidos veloces, en la resolución de lo urgente.
Como si no hubiera tiempo para otras cuestiones, todo se reducía a lo de siempre: la comida, el baño, la ceremonia de despedida para dormir, cerrar la puerta, dejar la luz encendida, volver a la mañana siguiente para reiniciar la rutina.
Sin embargo, en esa cuenta regresiva interminable, no pasó un solo día sin que le preguntara al viejo si estaba seguro de lo que estábamos por hacer. Porque en el constante alivio por sentir el final cercano de la encrucijada, la ansiedad se había apoderado de mí. Y también las dudas. Contrariamente a lo sospechado, el recelo me asaltó a mí antes que a él.
Llegó un momento en que me planteé seriamente lo que estaba a punto de concluir. En realidad, lo que estaba a punto de comenzar. Se estaba frente al tramo final de una resolución elaborada y luchada durante varios meses agotadores, dominados en gran medida por el escepticismo. Y ahora, cuando el momento crucial se acercaba, la desconfianza se hacía presente con la potencia de un cross a la mandíbula. Sólo su certeza y su inalterable decisión me alejaban por momentos de ese estado.
Llegué a reprocharme la actitud de luchar por esa causa ajena y hasta barrunté una vez más la vieja idea de escaparme para siempre y dejar librado al azar el destino de mi amigo. Me cuestioné infinidad de veces el impulso que me movió a prestar atención, ayuda y compañía a un viejo desconocido que había decidido entregar el poco tiempo que le quedaba de vida al primer incauto que se le cruzara en el camino.
Me pregunté por qué razón debía seguir adelante con esa farsa.
De repente, el hecho de creerse, saberse o simplemente ser, sin quererlo, dueño y guía del destino de un ser humano libre pero agobiado por su propia fatalidad, me ubicaba en una posición incómoda y confusa. En vez de sentirme complacido por ser protagonista de una historia valorada de manera positiva por propios y ajenos, me abrumaba la idea de juzgarme como un advenedizo intercediendo y modificando un destino indiferente.
Mientras duró el idilio, puse de mí hasta lo impensado, lo que creía inaccesible, sacando fuerzas, coraje y corazón allí donde nunca había osado investigar. Y logré extraer conductas recónditas, de las buenas, de las malas y de las otras. Propias y ajenas. Que me hicieron crecer de golpe y que me desnudaron sin desearlo. Y mientras me detenía en un revoltijo de cuestionamientos, ahí estaba Lolei, en la misma posición de siempre, con su habitual y desesperanzada espera, mostrando miedos infantiles, ansioso por un cambio, cualquier cambio que lo mantuviera decentemente un tiempo más en este mundo. Jugados como estábamos, no valía la pena ponerse a pensar.
Después de todos los obstáculos superados, lo más aconsejable para ambos era dejarnos llevar por lo que nos había tocado.
Ya no importaba quién saldría beneficiado o perjudicado. Como casi siempre, las cosas continuarían el rumbo elegido por él.
Al fin y al cabo, era su vida.


 ***********************************

(LIII)

Para: Alan Rogerson
I Bradgate Street
Ashton –II-Lyne
Tameside - Manchester

De: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

2 Junio 2000
Querido amigo Alan:
Llevo muchos años sin tener noticias sobre ti. No quiero pensar en que te haya ocurrido algo malo, pero tampoco sería capaz de descartarlo. Es probable que te hayas olvidado de mí, como lo has hecho durante mucho tiempo. Tu manera irresponsable de comportarte ante la vida te llevó a cometer innumerables actos de desprecio y de distracción, y no es la primera vez que te tomas una eternidad para responder a mis cartas.
¿Sabes algo? Siempre sostuve que eras un muchacho muy majo y simpático, pero a la vez lo suficientemente egoísta como para desentenderte de tus afectos. Siempre dijiste que me recordabas, que me querías, que me considerabas tu mejor amigo; pues permíteme recordarte que hace tiempo no te comportas como tal.
Esta vez te escribo en castellano porque no quiero tener tantos errores como cuando redactaba las cartas en inglés. Tendría que esforzarme demasiado para escribir en tu idioma, debido a que he perdido lucidez últimamente. Sigo leyéndolo con frecuencia, en textos breves o en el periódico, lo hablo poco (pues no tengo con quién hacerlo) y lo escribo poco y nada, así que imagínate la cantidad de errores que llevaría.
Te diré algo Alan: últimamente estoy muy solo, casi no tengo con quién hablar. Tendría que ser muy extenso para contar todo lo que me pasó en los últimos años, y no hay tiempo para eso. Además, ni siquiera estoy seguro de que llegues a leer estas líneas, así que, ¿para qué esforzarse?
Después de la muerte de mis padres el mundo se me vino abajo. Me afectó sobre todo la de mi madre, que siempre fue mi guía y mi sostén. Los enterré en Mar del Plata y ya casi no volví a esa ciudad. ¿Mis hermanos? Bien, gracias. Allá ellos con sus vidas. Tuvimos alguna discusión por la herencia.
¿Sabes qué?, no nos dejaron tanto dinero como supones. Sólo la casa y la inmobiliaria de mi padre, no mucho más. Reñimos bastante al momento de realizar la separación de bienes. Debíamos dividir entre los tres la herencia, pero ellos no querían poner en venta la casa. Mi hermano era quien más se oponía, pues quería quedarse a vivir allí. Al final, después de una dura batalla, logramos venderla. Luego con ellos perdí contacto. Incluso el resto de la familia me dio la espalda. Hace mucho que no los veo ni sé nada de ellos. También he perdido contacto con Lolita; hace un par de años que no nos vemos. Ella no guarda un buen recuerdo de mí, y la entiendo. Pero no te imaginas cuánto la extraño, lo que daría por tenerla cerca, aunque sea para hacerme un poco de compañía.
Con el dinero que me tocó de la venta me vine a vivir a La Plata, al piso de mi tía Julia. Yo aquí tenía encaminada mi vida: trabajo, amigos, bares, amantes (pocas, casi nada, pero algo es algo). Deposité la pasta en una cuenta e iba retirando a medida que lo necesitaba. Era una buena cantidad, que bien administrada, debía durarme unos cuantos años. Pero tú sabes que siempre fui generoso y poco avaro con el dinero, y además un mal administrador. Así y todo, tuve un pasar holgado, cómodo y desprendido.
Al poco tiempo de la muerte de mis padres, mi tía enfermó y luego murió. De eso hace ya unos siete años. El departamento que compartíamos lo dejó a mi nombre. Ella era soltera y no tenía hijos. Tenía, sí, muchos sobrinos. Pero me eligió a mí porque fui quien siempre la acompañó y estuvo a su lado. La decisión de tía Julia enojó también a muchos de mis primos, quienes se consideraban con derecho a la propiedad. Pero su voluntad fue dejármelo a mí. Es un lindo piso, pequeño pero confortable, en una zona apreciada de La Plata. Aquí es donde estoy viviendo, por ahora.
Y te digo por ahora porque no sé qué me deparará el futuro. Te diré algo: estoy algo enfermo y con pocos recursos económicos. Hace unos cuatro años comencé a realizar los trámites para mi retiro, que aquí en Argentina es a partir de los 65 años de edad. Pero yo a partir de los 60 empecé con los inconvenientes de salud. Día a día voy perdiendo fuerzas y apenas si puedo caminar. Y además con esta edad es muy difícil conseguir trabajo en este país. Y mucho menos en el estado en que me hallo. Así que inicié las tramitaciones de todos modos. Yo trabajé muchos años en el ministerio y tengo más de veinte de aportes jubilatorios. Luego me echaron y tuve que irme a España. Al regresar no me reincorporaron. Y en los siguientes trabajos (que fueron algunas chapuzas en escuelas e institutos de idiomas) no me computaron aportes. Total que no llego a los 30 años que requiere la ley y no me reconocen el exilio forzado al que fui sometido para indemnizarme con lo que me corresponde. Ahora el caso lo lleva un amigo que es abogado y confiamos en que pronto la situación se solucionará.
Ese dinero lo necesitaré como el agua, pues me queda muy poco en el banco del dinero de la herencia. Apenas si llego a pagar el servicio de electricidad, la comida y algún pequeño lujo que me doy, como el diario, alguna copa, una muchacha que me ayuda a limpiar la casa y a cocinar. 
Como verás, ya hace un buen tiempo que he dejado de beber y casi no voy a los bares. En parte es porque vivo en un primer piso y a gatas si puedo bajar las escaleras. A veces envío a la muchacha para que compre alguna botella de whisky, de vino, de ginebra, y puedo darme un gran chapuzón alcohólico. Pero hay días en que la borrachera me pega tan mal que ni veas. Un día se me dio por romper cosas y mis vecinos se enfadaron mucho por el escándalo. Otra vez, con un amigo, cogimos un gran pedo y terminamos a los cachetazos dentro del departamento, y rompimos varias copas y platos. Cuando me desperté al día siguiente, con una resaca de la hostia, me acordé de ti. Me acordé de nuestras peleas en la calle por nimiedades, sólo porque estábamos ambos muy puestos.
Pero un efecto que me provocan las merluzas gordas, y antes no las sufría, es el temor a morirme. Un inmenso miedo a desaparecer, a quedarme solo para siempre, a no despertarme nunca más. Muchas veces sufrí escalofríos, un pánico agónico, y me dieron ganas de gritar. Es como estar en un sueño eterno, un desvelo inconsciente que te hace temblar el cuerpo, te hace hervir la sangre, te hace sentir en medio de una sombra gigantesca que te envuelve bajo la negrura de desilusión. Y eso me provoca pavor.
Me acuerdo de mis seres queridos, pero más que nadie de mi madre. A veces siento que la tengo a mi lado, o que quisiera que vuelva junto a mí. Y el solo hecho de darme cuenta que eso no sucederá, aumenta hasta el infinito mi desazón. Lo raro es que esas sensaciones nacieron con las borracheras y luego se transformaron en presencias casi diarias. Más bien te diría que nocturnas. Verás, la oscuridad me traslada a ese tipo de pensamientos. Y con el paso del tiempo ya no soporté la noche completa; ahora no logro dormir plácidamente si no tengo la luz encendida. La oscuridad y la soledad son, hoy, mis peores enemigos.
Sabes, Alan, el transcurrir de los años a menudo nos vuelve más precavidos, menos aventureros. Yo sospecho que se debe a la cercanía de la muerte. Tengo 65 años y podría quedarme bastante vida por delante, pero no estoy seguro que dure demasiado en este estado. Miro hacia el pasado con añoranza, con una nostalgia triunfal y hasta alegre. Antes todo era verde, aún los peores momentos eran verdes. Ahora que la vida se tornó gris y se oscurece poco a poco, no puedo hallar sino la negrura, las penas.
La angustia por lo que no regresará y la incertidumbre ante lo inevitable, el sinsentido del futuro que termina en la muerte, en la nada. A menudo me atrevo en creer en algo. Me esfuerzo por creer en la existencia de un dios, de un ser infinito y sabio que nos salve, pero no lo logro. De nada me sirve. Me enfrenta al dilema de permanecer y luchar sin saber exactamente para qué luchar. ¿Acaso dar batalla me dará más años de vida? Tal vez, tal vez. Pero debo pagar un precio muy alto, y a estas alturas no tengo con qué pagar. Hoy siento que sólo me consuela un motivo: estirar esta agonía de una manera más decorosa, sin embrutecerme con grandes esfuerzos.
Por eso algo cambiará un poco si logro que el Estado me otorgue la jubilación. Con ese dinero viviré modestamente hasta que me aguante el cuerpo. Sé que no pagarán una mierda, pero servirá para apañarme apenas.
Ahora creo que logro entender algunas de nuestras viejas discusiones políticas. Tú siempre creíste que los gobiernos no hacen nada por los pobres y los ricos quieren conservar sus privilegios. Yo siempre creí que pobres habrá siempre. Ahora veo que ambos teníamos razón, aunque llegáramos a esa conclusión por caminos paralelos. Este país se está yendo a la puta madre que lo parió. Y eso que está gobernado por el partido de mi padre. No cambia nada: el partido que siempre defendió mi papá está hasta los garrones de ladrones, ineptos y corruptos, y están llevando al país hacia un abismo sin retorno. Eso se ve llegar. Y ahora que estoy en la mala me doy cuenta de que los pobres les importan una puta mierda, igual que a todos los que tienen poder. Ya no es problema de derechas y de izquierdas, de liberales o progresistas, de poderosos y oprimidos, mi querido Alan: todo ser humano con un poco de poder se transforma en un irremediable hijo de puta que se caga a torrentes en el prójimo. Y es cierto que por lo general ese otro es pobre. Y si no lo es, terminará siéndolo por la voluntad hijoputezca del poderoso. Fíjate que los jubilados cobran un salario de miseria que apenas alcanza para sobrevivir. Imagínate entonces cómo nos irá a quienes ni siquiera tenemos derecho a ese salario.
A medida que pasan las líneas y me brotan las palabras de la cabeza presiento que estoy escribiendo mi despedida. ¿Sabes qué? Que tal vez lo sea. Creo que tengo muchas razones para intuirlo. De modo absoluto es un deseo, ni creas. Pero la realidad que me está golpeando la puerta no viene con una bolsa cargada de esperanzas.
Además, pensando en ti, y viendo la cantidad de años que llevamos sin vernos, sin escribirnos, sin tener noticias uno de otro, esa sospecha se agiganta. En todo momento mantuve la ilusión de reencontrarme con tus cartas, de saber sobre tu vida. Pero ni eso ocurrió. Aún así aguardaré novedades sobre ti. Sin embargo hay algo que ya lo tomo como una certeza: el hecho de que nunca más volveremos a vernos. Y eso me entristece mucho, de verdad.
Alan, tú fuiste uno de mis mejores amigos en un pasaje difícil y a la vez espléndido de mi vida y eso no lo olvidaré jamás. Es cierto que cuando nos encontramos nuestras realidades, nuestras metas y nuestro pasado eran muy distintos. Yo llegué a Europa por motivos forzados. Mi realidad y la que me rodeaba me obligaron a moverme a miles de kilómetros de mi hogar, de mis afectos, de mi historia; me obligaron a rebuscármelas en trabajos mal pagados, a vivir en sitios de una calamidad inhumana, a aniquilar mis penas con vicios destructivos para sobrevivir, a moverme fuera de la ley para que no me echaran a patadas en el culo. Y tuve que hacerlo con más de 40 años a cuestas, luego de fracasar en un matrimonio, luego de resistir persecución y torturas. Es cierto, tuve suerte de contar con una educación sustentable y cierto apoyo económico de mis padres, pero no fue suficiente. Sabes muy bien (y te has mofado largamente de ello) que enseñar no es lo mío, ser profesor no es lo que mejor me sale. Y sin embargo debí desenvolverme en ese ámbito para subsistir en un mundo ajeno y adverso.
Tú, en cambio, te moviste a España porque tenías 20 años, espíritu inquieto y a tus espaldas también un país sumergido en la mierda que no te proponía ningún futuro. Pero eras joven; aún eres joven y cuentas con la posibilidad de reencaminarte.
Debo decirlo: si algo valió la pena de mi odisea europea fue vuestra amistad. La tuya y la de Pepé, la de Josefina, la de Julito, la de Sandra, la de René, la de Alex y tantos otros tíos que se portaron de maravillas. Fuera de ellos y algunas vivencias inolvidables, el resto fue una garrafal cagada. Me congratulo de vuestra amistad.
Pero lo pienso en este preciso instante y me pregunto si sirvió de algo, pues me encuentro solo como un perro, muriéndome en el mayor de los desamparos. Es grato mirar hacia atrás y encontrar un sinfín de notables recuerdos; al mismo tiempo es descorazonador mirar hacia adelante y no vislumbrar siquiera un céntimo de las cosas que tuve.
Te diré algo: llevo semanas escribiendo esta carta, para que tomes dimensión de la situación en que me encuentro. Pensé en abandonarla y arrojarla a la basura. Pero escribirla me sirve para entretenerme, para matar los días que son cada vez más largos. Por eso no te sorprendas si encuentras incoherencias o novedades a medida que la lees.
He empeorado poco a poco desde que comencé a redactar hasta ahora. Mi salud desmejoró y mi situación en general cambió.
¿Sabes? Hace unos meses está viniendo gente de una iglesia evangélica que queda a la vuelta de mi casa a traerme un plato de comida cada día. ¡Imagínate, evangelistas dentro de mi casa, hablándome de la bondad de dios y la mar en coche! Sin embargo, debo reconocer dos cosas: es buena gente, amable y hospitalaria, que me ayuda a contar con un poco de comida por lo menos. Y ese viene siendo mi único alimento en los últimos días, pues ya casi no tengo nada de dinero. Lo agradezco que ni veas.
Por otro lado, esta misma gente tiene fama de ser interesada. Te dan los favores y luego se quedan con todo lo tuyo. Una vecina me lo advirtió y sé que es así, porque el pastor, hace unos días, estuvo haciéndome preguntas al respecto. Yo no quiero ser descortés, pues reconozco que si no fuera por ellos hoy no tendría nada para llevarme al estómago. Pero cuando intenten propasarse o hacerse los vivillos los echaré por culo, lo juro. Que sean todo lo caritativos que quieran, pero no dejaré nada a ninguna iglesia ni secta ni nadie que venga a darme consuelo en nombre de alguna puta religión, ¿de acuerdo?
Te diré más: estoy dispuesto a ofrecerles lo poco tengo a cambio de ser atendido y ayudado, pero lo haré sólo por mi propia voluntad, pues aún estoy en mis cabales para tomar decisiones. No acepto imposiciones ni chantajes.
Ya conjeturé sobre la posibilidad de buscar alguna casa de retiro, un asilo para ancianos para alojarme. Allí te atienden y te dan comida, lo más que puedo esperar. Y puedes hablar con otra gente. Pero recién podré hacerlo cuando cuente con la jubilación. Confío en que será pronto. En ese caso, podría rentar el departamento y tener un ingreso extra. O bien venderlo, y con ese dinero, alojarme en un sitio más repipi y vivir a tope lo último que me queda. Qué más da; de qué sirven los bienes si no tienes a quién dárselos. Un problema que surge es cómo buscarlo, pues yo no puedo salir y tampoco tengo teléfono; me lo cortaron hace un año por falta de pago. Tendré que recurrir a la buena voluntad de algún vecino o los mismos evangelistas.
Alan, ya he gastado muchas hojas y varios días en escribir. Es hora de poner un fin a esta carta.
Esperaré una respuesta, pues me gustaría saber de ti y por qué no has respondido a las cartas que te he enviado en estos años. Ya ves, es un deseo que tal vez no se me cumplirá. En caso de que leas esta, te pediré un favor: comunícate con Pepé, con Josefina, con Julito y los demás para contarles sobre mí. Yo he perdido sus señas y hace mucho que tampoco tengo novedades de ellos. Ten en cuenta que quizás sea esta la última vez que te escriba.
Te mando un abrazo inmenso y siempre te recordaré, hasta el final de mis días
Lolei


PD: Agrego estas líneas varios días después, para contarte algunas novedades. Hace poco me di golpe que ni veas. Quise coger la comida de los evangelistas que estaba sobre la mesa y me fui al piso con mesa y todo. No podía levantarme, pues cada día tengo menos fuerza en las piernas. Comencé a llamar a los gritos y llegó una vecina. Intentó alzarme pero no pudo, hasta que apareció un chaval que vive en el piso de arriba y me ayudó. Es un tío simpático, es estudiante. Me trajo para comer. Al día siguiente volvió y charlamos un buen rato. Ahora viene todos los días, me lleva hasta el baño, me ofrece alimento. Y todas las noches se acerca para hablar y hacerme compañía. ¿Sabes qué? Me hace acordar mucho a ti. Además, tiene más o menos la misma edad que tenías tú cuando nos conocimos. Y siento que puede ser la persona indicada para que me ayude a sobrellevar mejor esta miseria. Creo que lo voy a adoptar, me lo quedaré para mí. Presiento que ese chaval será quien se encargará de estirar mi agonía. A él lo enviaré a la oficina de correos para que despache esta carta…