CAPITULO
51
-¡Por
supuesto que acepto, nene! No sabés cuánto me alegra que me digas eso.
No
sé si lo hacía porque su estado de desesperación lo llevaba a aceptar cualquier
clase de propuesta o porque sinceramente deseaba trasladarse a mi pueblo. A esa
altura ya tenía alguna referencia de la ciudad, más no sean datos someros
obtenidos gracias a su tenaz curiosidad. Lo reconocía “de nombre” por ser el
lugar de nacimiento de Ernesto Sábato, un escritor que él consideraba “del
montón” pero que sin embargo había leído casi en su totalidad.
También
conocía a mis padres, a quienes vio en las periódicas visitas que me hicieron
durante aquellos meses. Sea como fuere, el viejo aceptó la idea con inesperado
beneplácito.
Después
de tantas idas y vueltas, finalmente parecía allanarse el camino de su futuro
inmediato.
Como
nunca fui un comunicador eficaz, aproveché la permanencia de mi tío para
explicarle los detalles del proyecto. Había pequeñas cuestiones de papeles que
entendería mejor si se lo esclarecía un colega. Lolei y mi tío se daban
tratamiento de “doctor”; al viejo le agradaba recibir ese desmedido
reconocimiento. Se henchía de falso orgullo.
La
situación era compleja: como el departamento aún estaba a nombre de su tía
Julia, fallecida hacía siete años, y la herencia hacia Lolei estaba declarada
en un testamento hológrafo, es decir, escrito de puño y letra de la mujer pero
sin ninguna certificación notarial, era necesario legalizar una sesión de
derechos hacía mí, para dar validez al documento. Con este trámite, el viejo se
aseguraba ser el titular del inmueble y yo no podría tomar posesión mientras él
viviera. Además, se rubricaba una compra simbólica del bien, de manera que los
derechos heredados involucraban también a mi padre como parte económicamente
solvente. Como parte del acuerdo, junto con mi familia nos haríamos cargo de
los costos de alojamiento de Lolei en el hogar de ancianos. La firma del
traspaso se realizaría ante un escribano público y el traslado hacia mi pueblo,
antes de finalizar el año.
El
viejo se mostró conforme y emocionado por la resolución. Pero interpuso una
objeción: quería que yo me hiciera cargo del departamento cuanto antes, y me
hacía beneficiario de todas las pertenencias de la casa. Con ello se aseguraba
de dar un destino adecuado a sus pocos bienes, sobre todo lo que más le
importaba: sus libros y sus escritos, productos de una vida entera de trabajo y
sacrificios.
-Es
la única manera que tengo de pagar tantas atenciones-, dijo.
Esta
decisión me favoreció en varios aspectos: podría irme a vivir a su casa al año
siguiente, por lo cual debía deshabitar mi actual hogar. Y con el dinero
destinado al pago del alquiler, abonaría ahora el importe del asilo. En ese
entonces, el valor de la renta era superior a un salario mínimo jubilatorio, lo
cual también resultaba provechoso para las autoridades del asilo, ya que la
mayoría de los internos abonaban ese canon. Ese ahorro era bienvenido en esos
años de crisis. En cierto modo, yo continuaba pagando el alquiler del
departamento. Y viviría, como el viejo lo deseaba, en su lugar y con sus cosas.
Recuerdo
ese día como un día de gran alivio. Para mí y para Lolei, que asemejó la noticia
con un júbilo incontrastable. Tanto es así que esa noche me pidió, “para
celebrar”, una cena completa. Esto significaba comer juntos en su casa, con
vino y, para el postre, un suculento porro. Lo he dicho y lo recalco: siempre fui una
persona de “sí” fácil para los vicios.
La
buena noticia nos sorprendió con los primeros días de diciembre a cuestas. No
quedaba mucho tiempo para las distracciones. Gasté mis últimos días y mis
energías ya agotadas entre absurdas pero necesarias tramitaciones en oficinas
públicas y escribanías, en la preparación de finales para la facultad,
alcohólicas reuniones de despedida y el habitual trajinar con Lolei.
El
viejo, aunque parecía sosegado, se tornó demandante y persistente. “Como si no
tuviera nada que hacer, vos te ponés cada hora más hinchapelotas”, le retruqué
en la octava o novena visita realizada una misma tarde en que intentaba
estudiar.
A
esa altura ya había aprendido que el viejo triplicaba sus reclamos cuando sabía
que yo estaba en mi casa. Yo me había obligado a inventar un ardid que muchas
veces surtía efecto. Era así: simulaba una partida, me despedía de él y luego
de unos minutos, sin encender la luz del pasillo, volvía a hurtadillas hasta mi
casa, procurando hacer el menor ruido al pasar frente a su puerta. Entonces me
escondía a estudiar en paz. Luego bajaba invirtiendo el procedimiento y me
presentaba como si recién llegara desde la calle.
A
veces el muy zaino me descubría; al oír pasos comenzaba a gritar y no quedaba
más remedio que interrumpir la treta. Pues esa tarde, después del almuerzo, en
un acto de infantil desprevención, me sinceré y le dije que me quedaría
estudiando. Pese a las reincidentes súplicas de “no molestar”, no se cansó de
interrumpirme.
En
un par de ocasiones sólo atinó a emitir un tímido “quería saber si estabas”, y
yo no respondía sólo para evitar otra pelea. Recién cuando le previne sobre su
encrespada actitud (no le caía simpático el apelativo de “hinchapelotas”)
confesó tener miedo.
-¿Miedo
a qué, a quién?-, pregunté sorprendido.
-No
sé, nene, tengo miedo…-, titubeó.
Y
quedó mudo, con la mirada perdida. Me acerqué a la cama, acomodé una silla y me
senté en posición de espera. Me quedé observándolo sin decir nada, esperando
una explicación.
Ante
la falta de respuestas, rompí el silencio:
-¿Tenés
miedo a irte de acá? ¿Miedo al cambio? ¿Al futuro? ¿A qué le temés?
-No
lo sé exactamente… Pero hay algo de eso. Siento miedo a la incertidumbre. A no
saber qué será de mí cuando me vaya…
-Tampoco
sabés qué será de vos si te quedás…
-Pero
si me quedo acá, ¿vos te quedarías conmigo, verdad?
-Lo
digo una vez más por las dudas de que no haya sido claro: después de rendir la
última materia, dentro de quince días, me voy a mi casa. Si vos no querés salir
de acá, te deseo toda la suerte del mundo. Te repito: yo me voy. Nos veremos al
regreso de mis vacaciones.
-No
seas cruel, nene…
-¿Cruel?
¿Cuánto hace que estoy dando vueltas, tocando puertas, caminando sin sentido,
hablando con gente indeseable, con el único de fin de encontrar una solución a
tu propia vida? Todo para lograr nada. Ahora surgió esta posibilidad y vos
estuviste de acuerdo. Quedan pocos días
para decidir. Y esa decisión será tuya y de nadie más. Yo no puedo obligarte a
aceptarlo. Por lo pronto, mi decisión inmediata está tomada: después de rendir
la última materia, me voy a mi casa… Vuelvo el año que viene.
-Te
entiendo… No es que esté inseguro de irme a tu pueblo. Es más, sé que es lo
mejor que encontramos. Me agrada. Pero vos después te volvés acá, y yo me voy a
quedar solo, no te voy a ver más. Me vas a abandonar…
-Tratá
de no ser tan pelotudo, ¡hombre grande! ¿Quién te abandonará? No vas a estar
solo. Mi familia estará a disposición, la gente del hogar estará a disposición.
Habrá médicos para que te atiendan, otras personas con quienes compartir,
tendrás más y mejor comida que ahora. Y yo estaré siempre; puedo viajar seguido
para verte. Estamos a trescientos kilómetros de distancia, no te vas a Rusia.
Nadie te va a abandonar, viejo…
-¿Me
lo prometés? ¿Prometés que siempre vas a estar conmigo?
-Hasta
el último puto minuto de tu vida, Lolei, te lo prometo.
-Andá
a estudiar, nene. Gracias por todo…
-Más
tarde bajo, a la hora de la cena. Y andá preparándote que mañana te toca el
duchazo…
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(LI)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Jujuy
1261
7600
Mar del Plata
Argentina
De: Alan Rogerson
2 Rue
du Pimpin
33100
Lormont
France
28
Juillet 1989
Querido Hugo:
Acabo
de recibir tu carta, después de tanto tiempo, y te contestaré enseguida para no
aplazar el envío. Me alegra mucho que vayas bien o bastante bien. Yo también
voy bien.
Las
clases se han acabado y estoy buscando trabajo para pasar dos meses difíciles;
sabes cómo es ser profesor en verano. Mi prima se casa dentro de una semana
pero no iré a Inglaterra ya que, como siempre, estoy a dos velas.
Me
preguntas si tengo intención de quedarme aquí. Pues sí, hasta que vuelvas a
Madrid. De momento me quedaré aquí. Estoy pintando y empapelando mi piso porque
me aburro bastante, supongo que por eso bebo mucho los fines de semana. Durante
la semana leo libros, periódicos españoles, franceses, portugueses o veo
televisión cuando hallo una buena película.
No
he escrito a Danny; debería hacerlo. Llevo bastante tiempo sin escribirle. Su
hermana me llamó por teléfono hace dos días, pienso que tiene un bajón en este
momento.
En
cuanto a Anne, la vi hace un mes y le dije que ya no le quería ver. Me engañó
varias veces y me harté de sus mentiras y mis perdones. Ya veremos.
Sabes
Hugo que me acuerdo mucho en ti, y mientras pensaba en Madrid se me cruzó por
la cabeza Rob y Jan, y luego recibí tu carta y tú hablabas de ellos.
Coincidencia, ¿no?
Me
dijiste que no hace calor en Argentina, pues aquí hace uno que ni veas, tío.
30, 35 grados, no se puede dormir. Veo la televisión hasta cualquier hora
porque no puedo pegar un ojo. Ahora llevo gafas que me van muy lindo, como las
que llevan las estrellas de la gran pantalla.
No
salgo con nadie y no me apetece. Sirven muy bien las manos.
Pásame
tu número de teléfono. No te prometo nada, pero, quién sabe, podría
sorprenderte. Tal vez te llame si es que están buscando al peor profe de todos
los tiempos. ¿Te acuerdas, Hugo, estábamos en la Academia, yo te esperaba, tú
saliste de la clase, casi llorando, y dijiste a Mme. Chardy “¡estoy harto de
que los alumnos bostecen y duerman!”, y cuando tú te fuiste cabreado, Mme. C me
dijo “ahora comprendo por qué lo llaman Bombachitas Palacios”?
Procura
escribir más a menudo. Tus noticias me hacen falta. Te doy un fuerte abrazo
Alan
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