domingo, 4 de diciembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (51)






CAPITULO
51

-¡Por supuesto que acepto, nene! No sabés cuánto me alegra que me digas eso.
No sé si lo hacía porque su estado de desesperación lo llevaba a aceptar cualquier clase de propuesta o porque sinceramente deseaba trasladarse a mi pueblo. A esa altura ya tenía alguna referencia de la ciudad, más no sean datos someros obtenidos gracias a su tenaz curiosidad. Lo reconocía “de nombre” por ser el lugar de nacimiento de Ernesto Sábato, un escritor que él consideraba “del montón” pero que sin embargo había leído casi en su totalidad.
También conocía a mis padres, a quienes vio en las periódicas visitas que me hicieron durante aquellos meses. Sea como fuere, el viejo aceptó la idea con inesperado beneplácito.
Después de tantas idas y vueltas, finalmente parecía allanarse el camino de su futuro inmediato.
Como nunca fui un comunicador eficaz, aproveché la permanencia de mi tío para explicarle los detalles del proyecto. Había pequeñas cuestiones de papeles que entendería mejor si se lo esclarecía un colega. Lolei y mi tío se daban tratamiento de “doctor”; al viejo le agradaba recibir ese desmedido reconocimiento. Se henchía de falso orgullo.
La situación era compleja: como el departamento aún estaba a nombre de su tía Julia, fallecida hacía siete años, y la herencia hacia Lolei estaba declarada en un testamento hológrafo, es decir, escrito de puño y letra de la mujer pero sin ninguna certificación notarial, era necesario legalizar una sesión de derechos hacía mí, para dar validez al documento. Con este trámite, el viejo se aseguraba ser el titular del inmueble y yo no podría tomar posesión mientras él viviera. Además, se rubricaba una compra simbólica del bien, de manera que los derechos heredados involucraban también a mi padre como parte económicamente solvente. Como parte del acuerdo, junto con mi familia nos haríamos cargo de los costos de alojamiento de Lolei en el hogar de ancianos. La firma del traspaso se realizaría ante un escribano público y el traslado hacia mi pueblo, antes de finalizar el año.
El viejo se mostró conforme y emocionado por la resolución. Pero interpuso una objeción: quería que yo me hiciera cargo del departamento cuanto antes, y me hacía beneficiario de todas las pertenencias de la casa. Con ello se aseguraba de dar un destino adecuado a sus pocos bienes, sobre todo lo que más le importaba: sus libros y sus escritos, productos de una vida entera de trabajo y sacrificios.
-Es la única manera que tengo de pagar tantas atenciones-, dijo.
Esta decisión me favoreció en varios aspectos: podría irme a vivir a su casa al año siguiente, por lo cual debía deshabitar mi actual hogar. Y con el dinero destinado al pago del alquiler, abonaría ahora el importe del asilo. En ese entonces, el valor de la renta era superior a un salario mínimo jubilatorio, lo cual también resultaba provechoso para las autoridades del asilo, ya que la mayoría de los internos abonaban ese canon. Ese ahorro era bienvenido en esos años de crisis. En cierto modo, yo continuaba pagando el alquiler del departamento. Y viviría, como el viejo lo deseaba, en su lugar y con sus cosas.
Recuerdo ese día como un día de gran alivio. Para mí y para Lolei, que asemejó la noticia con un júbilo incontrastable. Tanto es así que esa noche me pidió, “para celebrar”, una cena completa. Esto significaba comer juntos en su casa, con vino y, para el postre, un suculento porro.  Lo he dicho y lo recalco: siempre fui una persona de “sí” fácil para los vicios.
La buena noticia nos sorprendió con los primeros días de diciembre a cuestas. No quedaba mucho tiempo para las distracciones. Gasté mis últimos días y mis energías ya agotadas entre absurdas pero necesarias tramitaciones en oficinas públicas y escribanías, en la preparación de finales para la facultad, alcohólicas reuniones de despedida y el habitual trajinar con Lolei.
El viejo, aunque parecía sosegado, se tornó demandante y persistente. “Como si no tuviera nada que hacer, vos te ponés cada hora más hinchapelotas”, le retruqué en la octava o novena visita realizada una misma tarde en que intentaba estudiar.
A esa altura ya había aprendido que el viejo triplicaba sus reclamos cuando sabía que yo estaba en mi casa. Yo me había obligado a inventar un ardid que muchas veces surtía efecto. Era así: simulaba una partida, me despedía de él y luego de unos minutos, sin encender la luz del pasillo, volvía a hurtadillas hasta mi casa, procurando hacer el menor ruido al pasar frente a su puerta. Entonces me escondía a estudiar en paz. Luego bajaba invirtiendo el procedimiento y me presentaba como si recién llegara desde la calle.
A veces el muy zaino me descubría; al oír pasos comenzaba a gritar y no quedaba más remedio que interrumpir la treta. Pues esa tarde, después del almuerzo, en un acto de infantil desprevención, me sinceré y le dije que me quedaría estudiando. Pese a las reincidentes súplicas de “no molestar”, no se cansó de interrumpirme.
En un par de ocasiones sólo atinó a emitir un tímido “quería saber si estabas”, y yo no respondía sólo para evitar otra pelea. Recién cuando le previne sobre su encrespada actitud (no le caía simpático el apelativo de “hinchapelotas”) confesó tener miedo.
-¿Miedo a qué, a quién?-, pregunté sorprendido.
-No sé, nene, tengo miedo…-, titubeó.
Y quedó mudo, con la mirada perdida. Me acerqué a la cama, acomodé una silla y me senté en posición de espera. Me quedé observándolo sin decir nada, esperando una explicación.
Ante la falta de respuestas, rompí el silencio:
-¿Tenés miedo a irte de acá? ¿Miedo al cambio? ¿Al futuro? ¿A qué le temés?
-No lo sé exactamente… Pero hay algo de eso. Siento miedo a la incertidumbre. A no saber qué será de mí cuando me vaya…
-Tampoco sabés qué será de vos si te quedás…
-Pero si me quedo acá, ¿vos te quedarías conmigo, verdad?
-Lo digo una vez más por las dudas de que no haya sido claro: después de rendir la última materia, dentro de quince días, me voy a mi casa. Si vos no querés salir de acá, te deseo toda la suerte del mundo. Te repito: yo me voy. Nos veremos al regreso de mis vacaciones.
-No seas cruel, nene…
-¿Cruel? ¿Cuánto hace que estoy dando vueltas, tocando puertas, caminando sin sentido, hablando con gente indeseable, con el único de fin de encontrar una solución a tu propia vida? Todo para lograr nada. Ahora surgió esta posibilidad y vos estuviste de acuerdo.  Quedan pocos días para decidir. Y esa decisión será tuya y de nadie más. Yo no puedo obligarte a aceptarlo. Por lo pronto, mi decisión inmediata está tomada: después de rendir la última materia, me voy a mi casa… Vuelvo el año que viene.
-Te entiendo… No es que esté inseguro de irme a tu pueblo. Es más, sé que es lo mejor que encontramos. Me agrada. Pero vos después te volvés acá, y yo me voy a quedar solo, no te voy a ver más. Me vas a abandonar…
-Tratá de no ser tan pelotudo, ¡hombre grande! ¿Quién te abandonará? No vas a estar solo. Mi familia estará a disposición, la gente del hogar estará a disposición. Habrá médicos para que te atiendan, otras personas con quienes compartir, tendrás más y mejor comida que ahora. Y yo estaré siempre; puedo viajar seguido para verte. Estamos a trescientos kilómetros de distancia, no te vas a Rusia. Nadie te va a abandonar, viejo…
-¿Me lo prometés? ¿Prometés que siempre vas a estar conmigo?
-Hasta el último puto minuto de tu vida, Lolei, te lo prometo.
-Andá a estudiar, nene. Gracias por todo…
-Más tarde bajo, a la hora de la cena. Y andá preparándote que mañana te toca el duchazo…



 *****************************************


(LI)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
2 Rue du Pimpin
33100 Lormont
France

28 Juillet 1989
Querido Hugo:
Acabo de recibir tu carta, después de tanto tiempo, y te contestaré enseguida para no aplazar el envío. Me alegra mucho que vayas bien o bastante bien. Yo también voy bien.
Las clases se han acabado y estoy buscando trabajo para pasar dos meses difíciles; sabes cómo es ser profesor en verano. Mi prima se casa dentro de una semana pero no iré a Inglaterra ya que, como siempre, estoy a dos velas.
Me preguntas si tengo intención de quedarme aquí. Pues sí, hasta que vuelvas a Madrid. De momento me quedaré aquí. Estoy pintando y empapelando mi piso porque me aburro bastante, supongo que por eso bebo mucho los fines de semana. Durante la semana leo libros, periódicos españoles, franceses, portugueses o veo televisión cuando hallo una buena película.
No he escrito a Danny; debería hacerlo. Llevo bastante tiempo sin escribirle. Su hermana me llamó por teléfono hace dos días, pienso que tiene un bajón en este momento.
En cuanto a Anne, la vi hace un mes y le dije que ya no le quería ver. Me engañó varias veces y me harté de sus mentiras y mis perdones. Ya veremos.
Sabes Hugo que me acuerdo mucho en ti, y mientras pensaba en Madrid se me cruzó por la cabeza Rob y Jan, y luego recibí tu carta y tú hablabas de ellos. Coincidencia, ¿no?
Me dijiste que no hace calor en Argentina, pues aquí hace uno que ni veas, tío. 30, 35 grados, no se puede dormir. Veo la televisión hasta cualquier hora porque no puedo pegar un ojo. Ahora llevo gafas que me van muy lindo, como las que llevan las estrellas de la gran pantalla.
No salgo con nadie y no me apetece. Sirven muy bien las manos.
Pásame tu número de teléfono. No te prometo nada, pero, quién sabe, podría sorprenderte. Tal vez te llame si es que están buscando al peor profe de todos los tiempos. ¿Te acuerdas, Hugo, estábamos en la Academia, yo te esperaba, tú saliste de la clase, casi llorando, y dijiste a Mme. Chardy “¡estoy harto de que los alumnos bostecen y duerman!”, y cuando tú te fuiste cabreado, Mme. C me dijo “ahora comprendo por qué lo llaman Bombachitas Palacios”?
Procura escribir más a menudo. Tus noticias me hacen falta. Te doy un fuerte abrazo

Alan

No hay comentarios.:

Publicar un comentario