martes, 11 de octubre de 2016

Escenografía de un infierno


Libros amigables (5)


LOS ESPACIOS EN EL LUGAR SIN LIMITES, DE JOSE DONOSO


Escenografía de un infierno




Fausto: Primero te interrogaré acerca del infierno. 
Dime, ¿dónde queda el lugar que los hombres llaman infierno? 
Mefistófeles: Debajo del cielo. 
Fausto: Sí, pero ¿en qué lugar? 
Mefistófeles: En las entrañas de estos elementos. Donde somos 
torturados y permaneceremos siempre. El infierno no tiene límites, ni 
queda circunscrito a un solo lugar, porque el infierno es 
aquí donde estamos y aquí donde es el infierno tenemos que permanecer... 

MARLOWE, Doctor Fausto





Como señala el epígrafe de la obra, el infierno es el lugar sin límites, un lugar que no queda en ninguna parte y queda en todos lados; y en este caso, metafóricamente, queda en el sórdido y desdibujado burdel de un semifantasmal caserío, Estación El Olivo, un proyecto de pueblo que nunca llegó a fraguarse realmente, y que así como surgió plegado al deseo del terrateniente Alejandro Cruz, de contar con una estación de ferrocarril en sus dominios, está destinado a desaparecer ahora que este ya no lo necesita. Este espacio señalado por el desencanto, la decrepitud y la miseria constituye un excelente contexto para que Donoso desplace al ámbito rural su punzante radiografía de la decadencia que origina la sumisión al desarrollo de los caprichos y la ambición de los poderosos. José Donoso retrata la decadencia a que puede llegar el género humano cuando su propia conciencia es la morada del infierno.
Alejados del mundo, encerrados en un miserable caserío entre viñedos, los personajes de El lugar sin límites viven –o sufren- una triste réplica de la vida. En la que no caben sorpresas, en la que apenas si hay lugar para esperanzas. En la que se instala, como en todas partes, la sórdida rutina de la injusticia. Y a quien intenta huir entre recuerdos, le duele la miseria del presente, a quienes buscan una puerta abierta hacia el futuro, les asusta comprobar que todos los caminos están cortados. Una desintegración paulatina va devorando todo indicio de vida en la novela la remite a un tiempo detenido, estático, asfixiante, donde el desencanto y la nostalgia son los sentimientos que imperan. Hubo en el pueblo un pasado glorioso que contrasta con el actual derrumbe, que la acción funesta de un terremoto ha intensificado: hubo un tiempo floreciente, cuando había escuela y corría el dinero, y había gente y alegría, y la Japonesa Grande sabía hacer del burdel el alma del pueblo. Los hilos que mueven el Destino están todos en la misma mano; a los supervivientes sólo les queda renunciar, también, a la esperanza.


Contornos narrativos

Como punto de partida para iniciar un tratamiento de la obra en cuestión, no deja de ser de relativa importancia la función que cumple el espacio en la narrativa de este tiempo. No deja lugar a demasiadas discusiones que la relación entre el hombre y la naturaleza ha ido cambiando en la misma medida en que las sociedades también lo fueron haciendo. Esta referencia ha sido enfocada por diversos críticos a la hora de establecer un vínculo entre ese fenómeno y su reflejo en la novela latinoamericana. Si bien no se pretende aquí tratar con profundidad este tema, podría no ser impropia una aproximación a distintas reflexiones vertidas en su torno, y que hasta serían de utilidad para trazar un panorama más completo que ayude a engendrar un esquema algo más solvente. Entre la numerosa crítica existente sobre esta consideración, se puede aludir aquí a opiniones como los de Carlos Fuentes, Emir Rodríguez Monegal o Mario Benedetti.
Para Carlos Fuente “en la novela latinoamericana, de los relatos gauchescos a El mundo es ancho y ajeno, la naturaleza es sólo la enemiga que traga, destruye voluntades, rebaja dignidades y conduce al aniquilamiento. Ella es la protagonista, no los hombres eternamente aplastados por su fuerza (...) Y lo que refuerza absolutamente este poder protagonista de la naturaleza es que las relaciones personales que se dan dentro de ella o en sus márgenes son acaso más negativas y destructoras”, en el marco de una situación social todavía en pugna con las viejas estructuras coloniales, que provoca una literatura que “se resuelve en un naturalismo (...) más cercano al documento de protesta que a la verdadera creación”[1]. Fuentes subraya que la novela tradicional de principios de siglo se esfuerza por reflejar una realidad inmediata que exige para ser cambiada y que en esta lucha aporta una gama de héroes y villanos, representados por un explotado, que por serlo, es bueno, y un explotador, que intrínsecamente se transforma en villano.
A la luz de un doble fenómeno -singularmente revolucionario y generalmente económico-, la novela tradicional de América Latina aparece como una forma estática dentro de una sociedad estática. Da un testimonio, fabricar un documento sobre la naturaleza o la vida social es casi siempre una manera de denunciar la rigidez de ambas y de exigir un cambio. La novela, de esta manera, se convierte en la contrapartida literaria de la naturaleza inhumana y de las relaciones sociales inhumanas que describe: la novela está capturada por las redes de la realidad inmediata y sólo puede reflejarla. [2]

Para Emir Rodríguez Monegal, la explicación apunta a diferenciar la actitud de los novelistas de la primera del siglo XX en reflejar el poder de la naturaleza por sobre la del hombre, frente a los nuevos narradores que buscan captar un sentido oculto en los cambios revolucionarios que experimenta una América Latina en busca de su nuevo rostro, concentrando la mirada en el nuevo hombre que está produciendo el continente.
En la visión casi despersonalizada de los narradores de comienzo de siglo (...) la naturaleza y el paisaje americanos dominan de tal manera al hombre, lo aplastan y lo someten hasta un punto, que los individuos casi desaparecen, sus conflictos se tornan demasiado generales y hasta abstractos, sus pasiones se anonimizan. (...) El hombre concreto suele ser una cifra (pequeña) en un mundo casi siempre muy ancho y ajeno. La geografía lo es todo; el hombre, nada. (Ahora) los personajes que presentan ya no son abstracciones, cifras que justifiquen un enfoque sociológico o meramente político. Sus personajes son ya seres humanos complejos y ambiguos, y el énfasis de la narración (sea rural o urbana) se ha desplazado hacia el hombre [3].
Esos nuevos novelistas reproducen, escudriñan y registran las cambiantes expresiones de ese múltiple rostro, los describen y lo utilizan para moldear la visión de las nuevas generaciones; por lo que sus novelas son espejos, y también anticipaciones. El cambio de mayor relevancia, para Rodríguez Monegal, radica en el proceso de interiorización “del que no están excluidos la más refinada técnica de análisis psicológico o los procedimientos literarios de la nueva vanguardia”, por el que estos escritores descubrieron nuevas relaciones entre la naturaleza americana y sus hombres.
En vez de tipos, más o menos convencionales, del llanero, del habitante de la selva o la montaña, del hombre explotado en las minas o en la pampa, lo que estos novelistas buscaron y encontraron fue el hombre en todas sus dimensiones. De ahí que su realismo ya no pueda calificarse de documental, sino de mágico. Porque el hombre no sólo vive en las coordenadas sociales y políticas y económicas, sino que también vive en el mundo extratemporal y extraespacial de sus deseos, sus creencias, sus terrores, sus esperanzas [4].
Mario Benedetti, por su parte, indica que el cambio en las relaciones entre el individuo y paisaje se debe a que “el personaje se va cargando, no exactamente de conciencia social, pero sí de sociedad (es decir, a medida que la sociedad ensancha su importancia en la vida individual) su actitud ante la naturaleza ya no es de estupor y sumisión”. Es decir, “el paisaje puede permanecer estático, pero la mirada cambia. Y al cambiar la mirada el paisaje obedece a esa presión poco menos que dialéctica, y también se dinamiza, pero sin avasallar al personaje”[5]. En tal sentido, se produce un decaimiento del paisaje tanto en la poesía y la prosa latinoamericana, que encuentra tal vez su explicación en la entronización del personaje. Esa explicación es, a la vez obvia y profunda:
Obvia porque ahora es el hombre quien domina la literatura, quien dicta su ley a la metáfora; el paisaje se ha puesto a su servicio. Y profunda porque también aquí puede hallarse una connotación política, un símbolo social [6].
A partir de consideraciones como las precedentes [7], no resultaría ilícito precisar que a partir de la segunda mitad del siglo XX el escritor hispanoamericano se embarca en la búsqueda de una forma de expresión original, pretende crear un instrumento literario nuevo, ya no centrándose en un enfoque ambiental, paisajista y sociológico, con predominio de lo telúrico y lo social, sino apartándose de la mayoría de los temas ya tratados para buscar una forma individual, personalizada, de inspiraciones; dejando atrás la obra documental para pasar a la obra de pura creación. Frente a este panorama de renovación, no ha dejado de resultar problemático la contextualización de una obra como El lugar sin límites en el marco de la llamada narrativa criollista. Según hace notar Cornejo Polar, la presencia de una figura típica como la del hacendado, el patrón (un personaje característico de gran parte de la novela chilena e hispanoamericana), junto a la cual se encuentran la del hijo de uno de sus peones, la de un viejo subalterno al senador, la de un dueño de una bomba bencinera, más el espacio donde se desarrollan los acontecimientos (un pueblo cercano a Talca, rodeado de viñedos, con tonelerías, galpones y bodegas) “ha motivado que ciertos críticos hayan visto en la obra tan sólo una reiteración o una especie de rebrote del llamado criollismo (...) que El lugar sin límites muestra ‘un rincón del pueblo chileno’ o que sus personajes son ‘figuras estáticas de estampa campesina’” [8]. Sin embargo, esta aparente contrariedad es resuelta a partir de dos diferencias, para Cornejo Polar, notables:
(En primer lugar) por la estructura narrativa –que casi en nada se asemeja a la narración de tradicional del tipo omnisciente que se detenía en la mostración de los lugares y costumbres peculiares de los habitantes de las zonas rurales- y por el contenido del mundo, que en esta creación se centra en un prostíbulo, presentando como “héroe”, más bien “antihéroe”, a un homosexual, y como figuras centrales a un joven rebelde con ciertas inclinaciones particulares, y a un señor dueño de la tierra con intenciones malsanas que redundan en actos realizados exclusivamente para su propio beneficio.[9]
Resuelta esta cuestión, huelga determinar cómo ese microcosmos de El Olivo que representa una miniatura a una sociedad en crisis permanente, que se debate entre una tradición colonial nunca superada –que consagraba el poder de las familias de abolengo, sustentadas por el poder eclesiástico y económico, y ahora en decadencia- y el progreso vertiginoso que la desestabiliza y al que no logra integrarse plenamente, es de veras caracterizado en plenitud como una morada hija del desencanto y la decrepitud.  Y, luego, de qué modo (si lo hace) en esa madeja de acontecimientos puede adjudicársele a los espacios representados en la obra un papel dominante o, al menos, encontrar su trascendencia.


Un acercamiento hacia el concepto de espacio


Una idea que podría no ser inapropiada para acercar a un concepto del espacio es la noción proyectada durante la Edad Media, y especialmente entre los escolásticos, donde las ideas sobre la naturaleza del espacio se fundaron en nociones ya dilucidadas en la filosofía antigua. Uno de los principales problemas planteados fue el de la dependencia o independencia del espacio respecto a los cuerpos. La opinión que predominó fue la aristotélica: la del espacio como lugar. Ello no significa que no se distinguiera entre varias nociones de espacio. Una distinción importante fue la establecida entre espacio real y espacio imaginario. El espacio real es finito, teniendo los mismos límites que el universo de las cosas. El espacio imaginario –el que se “extiende” más allá de las cosas actuales, o mejor dicho, el que se piensa como conteniendo otras cosas posibles- es potencialmente infinito. El espacio imaginario es a veces identificado con el vacío puro. El espacio real es el espacio de los cuerpos. Puede pensarse o como algo “real” o como algo puramente “mental”, o como una abstracción mental cum fundamento in re.
Por lo pronto, una de las primeras cuestiones a definir será la de cómo establecer una delimitación entre un espacio real y particular (donde se mueven los personajes en la novela), y un espacio imaginario y general (que bien podría buscarse en la relación simbólica que está sujeta a la idea de infierno); en otro aspecto, un punto a indagar sería la idea del espacio en relación al tiempo, criterio que de antemano se presenta como una relación de ambigüedad, teniendo en cuenta por un lado que existe un tiempo estático, inmutable, constante en el que transcurre el devenir de los habitantes de esta región y por el otro la relación “tiempo-espacio” en la novela (el cronotopo artístico bajtiniano, aspecto que no será analizado en este trabajo, dado que la intención de este opúsculo es trazar un sucinto recorrido por aquellos lugares que pueblan la obra y ofrecer características y aspira a dictaminar la importancia de los espacios en el marco de una visión que ajena a ese criterio). 
Si hubiera que trazar una semejanza, o bien crear una imagen análoga para diversificar los espacios, no es impropia una comparación similar a la estructura de una caja chinesca, donde cada uno de los recipientes contiene al otro, cada uno se vale por sí mismo, y a su vez conforman un juego de relaciones de modo tal que llegan a conformar una totalidad. La importancia de cada una es, sin embargo, relativa; todas importan y ninguna es más importante que otra desde una perspectiva de análisis cualitativa: su interrelación habrá de ser el eje donde se centra esta observación. De este modo, como en una agónica mise en abìme, el mundo contiene a Chile, Chile contiene a Estación El Olivo, Estación El Olivo contiene sus lugares (el burdel, el galpón, las viñas, el fundo, el canal), que a su vez contienen a sus habitantes, y dentro de ellos, una serie de personajes en cuyo interior no hay ninguna diferencia entre el Todo y la Nada. En cada espacio se establece una dependencia y una concordancia que no pueden percibirse sino a través del comportamiento de sus personajes. Ahora bien, ¿qué significados aportan cada uno de estos escenarios [10]?.¿Puede adjudicarse a cada uno de ellos una función preferencial –es decir,  si es válido señalar que, por ejemplo, la casa tiene más importancia que el fundo-? No hay dudas que el burdel acredita mayor protagonismo que la casa de don Alejo, o que el polivalente galpón; sin embargo esto no daría ocasión a indicar que los últimos estén ayunos de significación; todo lo contrario: actúan como soportes para entender la esencia de los personajes, como escenografía de una estampa mayor que es el poblado, como caracterización de un escenario que es Estación El Olivo y como espejo de un mundo dominado por la desolación y la desesperanza.


El lugar sin límites fue llevada al cine por el mexicano Arturo Ripstein  en 1977.















Un mundo al revés

Un tópico rige la estructura de la obra: el tópico del mundo al revés. Al decir de Selena Millares [11] “ese espacio es habitado por figuras cuyas evocaciones bíblicas invierten sus connotaciones originales sistemáticamente”. En tal sentido, don Alejo Cruz “se nos presenta como una deidad benévola”, y Pancho Vega encarna su contrapunto, “el ángel rebelde, Luzbel”. Según la autora, El Olivo evoca “el Monte de los Olivos, donde Cristo reza en vísperas de su muerte” y representa “un símbolo de la paz, la fecundidad y la pureza”, y el pueblo “cumple los papeles de paraíso –por su pasado dorado- y de infierno” [12]. Ya desde el comienzo la presencia del infierno, señalada desde el epígrafe, se establece ese nivel simbólico que conlleva a una inversión central: el pueblo es un infierno, pero es posesión de un personaje cuyos atributos divinos se subrayan desde un principio: “Habían comenzado a molestar a la Japonesita cuando llegó don Alejo, como milagro, como si lo hubieran invocado. Tan bueno él, si hasta cara de Tatita Dios tenía...”[13]. Más aún, en ese pueblo-infierno de nombre bíblico hace frío y llueve y además, “el pueblo es una Estación (¿las estaciones del Calvario?) pero los personajes se condenan a sí mismo a quedarse permanentemente”[14].
Un nuevo aspecto de abordar el tema de la inversión la aporta Antonio Cornejo Polar cuando señala que “son tres los niveles significativos posibles de incluir como integradores de la sustancia poética de la obra: un primer nivel de referencia nos pone frente a una historia rural (...); un segundo nivel nos lleva a la consideración del personaje central: la Manuela (...) y un tercer nivel nos sitúa frente a una nueva versión de la historia bíblica en la que se enfrentan Dios y Luzbel, encarnados por Alejandro Cruz y Pancho Vega”. Y agrega:
La inversión funciona en cada uno de estos tres niveles en forma particular y enmarca en su totalidad la estructura de la obra, mediante una perspectiva que entrega una noción del mundo al revés, por cuanto el infierno es ilimitado y porque en este mundo trastornado los actos y los personajes no son tan sólo lo que aparentan ser, sino también mucho más [15]
Anteriormente Sarduy había planteado la función de la inversión en el discurso, afirmando que “el significado de la novela más que el travestismo, es decir, la apariencia de inversión sexual, es la inversión en sí: una cadena metonímica de ‘vuelcos’, de desenlaces contrapuestos, domina la progresión narrativa”, con lo que LSL se convierte en una ilustración de un espacio o ente universal; ya que tampoco referirá a un modo de entender o concebir un mundo. Y agregaba:
El lugar sin límites es ese espacio de conversiones, de transformaciones y disfrazamientos: el espacio del lenguaje” [16]
La inversión, ya planteada como “significado de la novela” (Sarduy), ya como “marcando en su totalidad la estructura de la obra” (Cornejo Polar) ha presentado luego la propuesta que hace el enunciado de un “mundo al revés”. Mundo al revés que supone diálogo con un mundo al derecho, o realidad. Este diálogo con la realidad podría establecerse en aquel nivel en que los espacios y los personajes mantienen todavía sus formas convencionales, en aquellos casos en que ciertos sentidos de la organización social y la conciencia de los personajes no están sometidos al incesante juego especular que propone el texto [17].


La dialéctica de los espacios

Al iniciar la novela nos topamos con un primer panorama acerca de lo que es El lugar sin límites. El epígrafe que remite al diálogo entre Fausto y Mefistófeles nos ubica de inmediato en un contexto por demás significativo de cómo puede estar constituido ese lugar, un pueblo moribundo que “no es más que un desorden de casas ruinosas sitiado por la geometría de las viñas que parece que van a tragárselo” (p. 59), harto afectado por un terremoto, que tiene la significativa carencia de un cementerio, cuyo epicentro es un tenebroso burdel, rodeado de calles desoladas, una ruinosa estación de ferrocarril antaño fecunda, aquí casas indecentes o abandonadas, más allá despojos de un proyecto de pueblo, un galpón de madera encanecida que oficiaba de iglesia y comité, y más allá “más zarzas y un canal que separaban el pueblo de las viñas de don Alejandro. (...) Viñas y viñas y más viñas por todos lados hasta donde alcanzaba la vista, hasta la cordillera” (p. 24) Por tanto, una concisa recorrida panorámica –no exenta de imágenes expresionistas- nos pone ubica ante una descripción general del poblado:
“Sólo una cuadra para llegar a la estación donde terminaba el pueblo por ese lado y a la casa de la Ludo a la vuelta de la esquina (...) Se apuró para dejar atrás las casas de ese rumbo, que eran las peores: Quedaban pocas habitadas porque hacía mucho tiempo que todos los toneleros trasladaron sus negocios a Talca: ahora, con los caminos buenos, se llegaba en un abrir y cerrar de ojos desde los fundos. No es que del otro lado del pueblo, del lado de la capilla y del correo, fueran mejores las casas ni más abundantes los pobladores, pero en fin, era el centro. Claro que en épocas mejores el centro fue esto, la estación. Ahora no era más que un potrero cruzado por una línea, un semáforo inválido, un andén de concreto resquebrajado y tumbada entre los hinojos debajo del par de eucaliptos estrafalarios, una máquina trilladora antediluviana entre cuyos fierros anaranjados por el orín jugaban los niños como con un saurio domesticado.” (p. 23)
Pero de inmediato, la posibilidad de una descripción simétrica, ordenada, progresiva, completa de los espacios que conforman este infierno, se transforma en una tarea asaz complicada en tanto la estructura general de las áreas se ve invadida en forma permanente por el complejo influir que le imprimen sus habitantes. En el devenir de las acciones, cada espacio cobra una visión más o menos trascendental, más o menos decisiva, y también el alcance de sus descripciones van acompañadas por esa presencia cuya eficacia logra un punto elemental en la presencia del personaje. No deja de tener un alcance destacado, sin embargo, la delineación per se de esos espacios, que acaban por determinar sus ingerencias en el seno de la historia.
Existe, con todo, una dialéctica entre los espacios cerrados y abierto que siempre late en la narrativa donosiana y tiene una formulación paradigmática: la casa, que se está tragando el barro, refugia y encarcela, mientras el espacio exterior habla tanto de libertad como de peligro; allí ladran los perros y acecha la muerte entre las zarzamoras y las alambradas. Por otra parte, es muy sintomática la polaridad de las casas que protagonizan la novela; el contrapunto del prostíbulo es la mansión de don Alejo, donde allí sí hay luz eléctrica, esa que se niega a los miserables de la Estación y los condena a su infierno de oscuridad. La mansión y su parque son el reverso del burdel y su barrial, una sociedad polarizada entre una alta burguesía poderosa y la estrechez que lo hace posible.
Ese infierno puede ofrecer innumerables variantes: “útero y celda, refugio y prisión, cristaliza a menudo en la figura de la casa que encierra todo el imaginario donosiano y que se repite, tal como un juego de espejos, para dar escenario a cada una de sus novelas. ‘Una de mis obsesiones es, en mi obra, la concepción de la familia y el concepto de casa (...) La casa representa siempre un mundo que he conocido en mi historia personal de pertenecer a la alta burguesía’. Está en el burdel de El lugar sin límites, o en la consagración de los espacios claustrofóbicos de El obsceno pájaro de la noche”[18].
El burdel es, sin duda, el espacio de mayor interés dentro de la novela. Su importancia radica no sólo en ser el espacio donde transcurren los hechos centrales en el desarrollo de la historia; es, además, el ámbito donde la decrepitud y la desesperanza de los personajes juegan su papel más revelador. El burdel es, también, un mundo aparte, un cosmos dentro del cosmos, donde los personajes se mueven en sincronía con el ambiente que los rodea. Su estampa es corrompida, con sus paredes de adobe “de vigas mordidas por los ratones” (p. 145), con su arquitectura endeble, al punto en que se está sumiendo poco a poco:
“La casa se estaba sumiendo. Un día se dieron cuenta de que la tierra de la vereda ya no estaba en el mismo nivel que el piso del salón, sino que más alto, y la contuvieron con una tabla de canto contenida por dos cuñas. Pero no dio resultado. Con los años, quién sabe cómo y casi imperceptiblemente, la acera siguió subiendo de nivel mientras el piso del salón, tal vez de tanto rociarlo y apisonarlo para que sirviera de baile, siguió bajando. La tabla que pusieron jamás formó grada regular. Los tacos de los huasos que entraban dando trastabillones molían la tierra dejando un hueco sucio limitado por la tabla que se iba gastando, una hendidura que acumulaba fósforos quemados, envoltorios de menta, trocitos de hojas, astillas, hilachas, botones. Alrededor de las cuñas a veces brotaba pasto”. (p. 21)
“(...) con las ventoleras que entraban en el salón por las ranuras de las calaminas mal atornilladas, donde las tejas se corrieron con el terremoto” (p. 19)
Su interior es un refugio frío y tenebroso, con su piso fangoso y su moblaje exiguo, no presenta demasiadas diferencias con el mundo exterior.
“Quedaba un poco de luz afuera. Pero desganada, sin fuerza para vencer a las tinieblas de la cocina, La Japonesita extendió una mano para tocar una hornalla: un poco de calor. Con la electricidad todo esto iba a cambiar. Esta intemperie. El agua invadía la cocina a través de las chilcas formando un barro que se pegaba a todo. Tal vez entonces la agresividad del frío que se adueñaba de su cuerpo con los primeros vientos, encogiéndolo y agarrotándolo, no resultara tan imbatible” (p. 55)
Lúgubre y gélido, el ambiente de la casa transmite su agotamiento a los cuerpos (y las almas) de sus ocupantes. Y así es como la Manuela, frente a la cobarde y temerosa presencia de Pancho Vega en la sala del burdel, se refugia en el gallinero, “debajo de la mediagua junto a la escalerilla blanqueada por la caca de gallinas” (p.141) y se mete la mano “debajo de la camisa para calentársela: cada uno de los pliegues de su piel añeja era como de cartón escarchado” y piensa que lo mejor era escabullirse por el sitio de al lado para ir a pasar la noche donde la Ludovinia, caliente siempre en su dormitorio (p. 140). O:
“La Japonesita permaneció en la cocina después del almuerzo, cuando cada puta fue a refugiarse en su covacha (...) En vez de avivar con otro leño el rescoldo que quedaba en el vientre de la cocina se fue acercando más y más al fuego que palidecía (...) tengo los huesos azules de frío” (p. 55)
Y el reflejo externo otorga una magnificencia a los sitios parcos de los alrededores de la casa que lo sacan momentáneamente de esa excelsa vulgaridad:
 “Afuera, las nubes se perseguían por el cielo inmenso que comenzaba a despejarse, y en el patio, la artesa, el gallinero, el retrete, todos los objetos hasta el más insignificante, adquirieron volúmenes, lanzando sombras precisas sobre el agua que ya se consumía bajo el cielo overo”. (p. 68)
Y entonces, la atmósfera exterior y el clima se transforman en expresiones de una intrínseca hermandad con el paisaje que dominan. El viento acecha y desuela los caminos, la lluvia denuncia la fragilidad del poblado.
“Si el viento arreciaba el pueblo entero quedaría invadido por las hojas amarillas durante una semana por lo menos y las mujeres se pasarían el día barriéndolas de todas partes, de los caminos, los corredores, las puertas y hasta debajo de las camas, para juntarlas a montones y quemarlas... el humo azul prendiéndose en un claro cariado, arrastrándose como un gato pegado a los muros de adobe, enrollándose en los muñones de paredes derruidas y cubiertas de pasto, y la zarzamora devorándola y devorando las habitaciones, el humo azul en los ojos que pican y lagrimen con el último calor de la calle” (pp. 22-23) 
La estación, el burdel, las casas, aquí el galpón y más allá el canal que separa y a la vez enlaza al poblado del fundo; límite fronterizo que divide el poder social de la estrechez que lo hace posible, del señor con sus vasallos, la luz de las tinieblas, el orden del caos: el feudo del señor del barrial de sus fieles. El canal, en el que arrojan a la Manuela cuando realiza su presentación en la fiesta del Senador y en el que, presumiblemente, perece tras la paliza de Pancho Vega y Octavio, es el conducto que  intenta atravesar para lograr su salvación. “Tenía que correr hacia allá, hacia la Estación, hacia el fundo El Olivo porque más allá del límite lo esperaba don Alejo, que era el único que podía salvarlo. (...) al fin y al cabo usted es el señor y lo puede todo”  (p. 176-77) La Manuela huye de los golpes de los huasos, y
“cruza el alambrado cubierto de zarzamora sin ver que las púas destrozan su vestido. Y se agazapó al otro lado, junto al canal. Más allá está la viña: la corriente sucia lo separa de la ordenación de las viñas. Tiene que cruzar. Don Alejo lo espera. Las casas de El Olivo rodeadas de encinas con un pino alto como un campanario allá donde convergen las viñas, esperándolo, don Alejo, esperándolo con sus ojos celestes (...) si sólo pudiera cruzar ese río (...) hasta que ellos se escabullen a través de la mora, y queda ella sola junto al río que la separa de las viñas donde don Alejo espera benevolente” (p. 177-79)
Al igual que el canal, el camino que separa El Olivo de Talca es un trayecto hacia la salvación. Como El Olivo es un pueblo donde “no se podía ser exigente” (p.13), cuyo destino era, irremediablemente, desaparecer, la ciudad de Talca se convierte en el punto de referencia dónde depositar las esperanzas perdidas en El Olivo. Antaño, cuando la promesa de electrificar el pueblo cobraba firmeza, la concreción de un camino pavimentado que pasaría por allí mismo, transformaría a El Olivo en un pueblo de importancia. Pero el camino longitudinal fue trazado a dos kilómetros, y el pueblo quedó virtualmente aislado. “La carretera longitudinal es plateada, recta como un cuchillo: de un tajo le cortó la vida a la Estación El Olivo, anidado en un amable meandro del camino antiguo” (p. 58) El camino y el río imponen límites; cruzarlos suponen una esperanza, sentimiento que se ausenta paulatinamente de los habitantes de El Olivo. Una esperanza que aparece reflejada también en la futilidad de algunos esmeros de las mujeres de la casa, que almacenan objetos improductivos en sus mazmorras y que ninguna –excepto la Manuela- se consolará en utilizar. Así, mientras una de las hetairas guardan “(...) allá en el fondo, debajo del catre, estaba su maleta. De cartón, con la pintura pelada y blanquizca en los bordes, amarrada con un cordel: contenía todas sus cosas”[19], la Manuela se esfuerza por mantener a través de esos objetos nimios una ilusión: “No, uno de estos días tomo mis cachivaches y me largo a un pueblo grande como Talca” (p. 66)
Otro de los espacios de relevancia dentro de El Olivo es el galpón, cuya figura representa también una estampa de la decadencia.
“El interior del galpón en cuyo extremo funcionaba el correo estaba vacío, salvo por don Céspedes sentado en uno de los fardos de trébol formando escala al otro extremo. (...) Al frente, unas cuantas personas rondaban el otro galpón, el que servía de capilla los domingos y de lugar de reunión del Partido durante la semana. Era más chico que el galpón del correo y también pertenecía a don Alejo, pero nunca llegaron a permutar sus funciones: el espacio de la capilla actual era suficiente para los feligreses, sobre todo después de la vendimia, cuando ya no quedaban ni afuerinos ni las familias de los dueños de los fundos” (p. 38)
Antes una escuela (institución que, por lo pronto, ya no existe), sirve luego para la realización de actividades tan disímiles como la misa o la reunión del Partido. Estas, sin embargo, no resultarían empresas incompatibles si se tiene en cuenta la magnitud de la figura de don Alejo. Así,
“(...) la Secretaría funcionaba en el galpón del correo, y noche a noche se reunían allí los ciudadanos de la Estación El Olivo para avivar su fe en don Alejo y concertar citas y excursiones por los campos y pueblos cercanos para propagar esa fe”. (p. 87)
Y por último, el fundo, como se señaló, el punto opuesto del poblado, o la parte en apariencia más celestial del infierno. Su dilatada geografía plena de riquezas y comodidades, supone la morada del bienhechor; su dueño es el dueño de todas las vidas; una opulenta mansión (que sí goza de los servicios de electricidad), con su jardín de aspecto edénico, y la aglomeración de herrerías, toneleras, lecherías, bodegas y galpones y su extenso y cuantioso viñedo no parecen oponer tal figuración. Sin embargo, este personaje que “tenía los hilos de todo el mundo en sus dedos” es un hombre enfermo y débil que, al borde de la muerte, parece querer destruir todo en una venganza final contra la vida. Y que tiene a su servicio a esos cuatro feroces perros negros que le obedecen con prolijidad; su danza macabra en torno de la figura de don Alejo y un porte  de bestialidad en esos parajes agudizan la sensación de protección y peligro en todos los espacios donde se mueven. Los perros “negros como la sombra de los lobos” subyugan a los compadres cuando estos visitan al terrateniente, y determinan el crescendo de violencia a lo largo de la novela; con aullidos interminables, “como si hablaran” (p. 181) sueltos entre las viñas, aportan indicios de muerte en el final de la novela. El fundo no deja de ser clase de prisión; la inmensidad de los espacios abiertos se modifica en la noche ante una presencia indeseable: así, mientras Pancho Vega y Octavio atraviesan los caminos que lo llevan hasta la casa de don Alejo, sorteando acequias y hoyos, yendo a través de una avenida de palmeras, rodeado de “galpones cerrados y oscuros” (p.125), y cuando ya los perros hostigaban a los compadres, “surgió todo el paisaje de la oscuridad, y la encina negra y las frondas de las palmas y el espesor de los muros y las tejas de los aleros se dibujaron contra el cielo repentinamente hondo y vacío” (p. 127). Y mientras tanto, Pancho, en el trayecto, veía aquel parque tan caro para su memoria, el recuerdo de un pasado afectado dentro de esos dominios:
“Las hortensias descomunales allá en el fondo de la sombra, junto a la acequia de ladrillos aterciopelados de musgo, (...) junto a la tapia en que brillan las astillas de botellas quebradas; él papá y ella (la Moniquita) mamá (...) yo arrullando a la muñeca en mis brazos (...) y los chiquillos se ríen –marica, marica, jugando a las muñecas como las mujeres-“ (p.130-131)
Y entonces el parque que estaba callado, pero vivo, hizo que el silencio que dejaron sus voces fuera recamando de ruidos casi imperceptibles.


A manera de conclusión

El lugar sin límites arriesga la existencia de un infierno cuya ubicación es indistinta, su extensión y duración son infinitas: que está en todos lados, en cada espacio y cada alma. Su convivencia parece inevitable y el encuentro de estos entes se produce en medio de una ambigüedad. Donoso adhería al pensamiento que en una polaridad social, ajena a maniqueísmos, señores y criados “son dos caras de la misma cosa. El bien y el mal, juntos; el rehusar mío absoluto a creer que el bien y el mal son cosas distintas, que la belleza y la fealdad son cosas distintas, que la santidad y el crimen son cosas distintas, que el servidor y el ser servido son cosas distintas, que el explotador y el explotado son distintos”[20]. Esta sentencia trasladada a diversos planos que muestra la obra podría constituirse en un argumento no desechable. Detrás de la complejidad de los personajes y sus máscaras y sus variantes y sus conductas que no permiten juicios limitados, sino más bien confusos y relativos, y su consumación dentro de espacios que reflejan en general estrechez y miseria, tal vez se condense una noción algo más completa de lo que podría ser un infierno.
Como ya se apuntara, cada espacio dentro de la obra establece una dependencia y una concordancia que no pueden percibirse sino a través del comportamiento de sus personajes. En el devenir de las acciones, cada espacio cobra una visión más o menos trascendental, más o menos decisiva, y también el alcance de sus descripciones van acompañadas por esa presencia cuya eficacia logra un punto elemental en la presencia del personaje. Valga la reiteración: los espacios sirven por lo general de soportes para entender la esencia de los personajes, pero a su vez mediante una interacción entre ambos permite establecer de qué manera esos escenarios funcionan como espejos y representación uno de otros: al fin de cuentas, la desolación y la desesperanza habitan en este mundo y estos hombres.








NOTAS

[1] Carlos Fuentes, La nueva novela latinoamericana, México, Joaquín Mortiz, 1969: 10

[2] Ibid. P. 14

[3] Emir Rodríguez Monegal, “La nueva novela latinoamericana” [1965], citado en Loveluck, Juan, La novela hispanoamericana, Santiago, Edit. Universitaria, 1969: 299-300

[4] Ibid. p. 311

[5] Mario Benedetti, El escritor latinoamericano y la revolución posible, Edit. Alfa Argentina, 1974:39

[6] Ibid. p. 41

[7] Otras obras consultadas: Mario Benedetti, Letras del continente mestizo, Edit. Arca, Montevideo, 1967; Luis Harss, Los nuestros, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1966, 5ta. Edición;    André Jansen, La novela hispanoamericana actual y sus antecedentes, Edit. Labor, Barcelona, 1973; además, los siguientes artículos recopilados en Juan Loveluck, Op. cit. (1969): Enrique Anderson Imbert, “Discusión sobre la novela en América”, Estudios sobre escritores en América, Raigal, Buenos Aires, 1954:20-25; Pedro Grases, “De la novela en América”, Dos estudios, Caracas, 1945:21-31; Arturo Torres Rioseco, “De la novela en América”, Ensayos sobre literatura latinoamericana, Tezontle, FCE, México, 1953:108-112. Para un panorama sobre la narrativa hispanoamericana del siglo XX: AA.VV. “Nueva novela latinoamericana I”, Buenos Aires, Piados, 1969 (compilación y prólogo de Jorge Lafforgue)

[8] Antonio Cornejo Polar, Donoso: La destrucción de un mundo, Buenos Aires, García Camboro, 1975:77. “La idea, al parecer, resulta acertada si consideramos que el criollismo pretendía la mostración y valoración de las costumbres rurales, de sus tradiciones y leyendas, mediante la captación y la expresión de la tipicidad del ambiente campesino, con sus hombres y paisajes característicos, así como también por la confrontación del individuo con la naturaleza y con las vicisitudes y problemas que traen consigo su oficio y su modo de vida”. Esta idea será dejada en un plano inferior cuando demuestre que la obra trasciende por el dominio de otros niveles de intelección estética.

[9] Ibid. p. 83

[10] En un análisis del discurso narrativo de El lugar sin límites, Ricardo Rodríguez Mouat propone un diseño teatral y una transformación carnavalizadora en torno al espacio de la casa, de las relaciones familiares y los roles convencionales de los personajes: “(...) La historia se desarrolla en un espacio teatral que puede ser tanto una plaza pública del carnaval como el espacio convencional del juego (donde el título de la novela alude al problema de los límites de este espacio: ¿dónde termina el escenario? ¿Dónde acaba el juego y se reimponen los significados oficiales: el machismo, la paternidad? ¿Es posible jugar también fuera del prostíbulo, en el pueblo de don Alejo? ¿Constituye el canal que separa al pueblo del fundo –en las orillas del cual se rasga definitivamente el disfraz de la Manuela- un límite no ambiguo? Esta ambigüedad constituye un campo móvil sobre el que se va fundando la escritura), y en ambos se legitimiza el despliegue del disfraz que libera al sujeto de las convenciones sociales y culturales”. (RicardoGutiérrez Mouat, José Donoso: impostura e impostación. La modelización lúdica y carnavalesca de una producción literaria, Gaithersburg, Hispamérica, 1983: 119 y nota 1)

[11] Selena Millares, “El lugar sin límites: los círculos del infierno”, en Introducción a El lugar sin límites, Cátedra, 1996: 59-60

[12] En este sentido, la autora observa que “El Olivo pertenece a la misma estirpe de ciudades infernales y mítica que Comala –en Pedro Páramo, de Juan Rulfo-, que desde la muerte añora su paraíso perdido”. (Millares, Op. cit. p.60) Ya Carlos Fuentes había señalado la importancia de esa obra de Rulfo, de 1953, que procedió “a la mitificación de las situaciones, los tipos y el lenguaje del campo mexicano, cerrando para siempre –y con llave de oro- la temática documental de la revolución”, con la cual logra “la máxima expresión de la novela mexicana” y a partir de donde se puede encontrar “el hilo que nos conduce a la nueva novela latinoamericana y a su relación con los problemas que plantea la llamada crisis internacional de la novela” (Carlos Fuentes, Op.cit., pp.15-17)

[13] José Donoso, El lugar sin límites, Barcelona, Edit. Bruguera, 1977:12. Todas las citas de la novela pertenecen a esta edición.

[14] R. Gutiérrez Mouat, Op. cit. p.131 y nota 17

[15] Cornejo Polar, Op. cit, p. 78

[16] Severo Sarduy, “Escritura/Travestismo” en Escrito sobre un cuerpo, Buenos Aires, Sudamericana, 1969:44). También Rodríguez Mouat (1983:123) destaca el tópico del mundo al revés en su concepto de inversión y transformación carnavalizadora (ver nota 1)

[17] Para una lectura sobre la organización del ámbito social o el espacio imaginario a partir de la realidad, ver: Hugo Achugar, Ideología y estructuras narrativas en José Donoso, Caracas, CELARG, 1979:161 y ss. Acerca del concepto de un doble juego de espejos en LSL, Gutiérrez Mouat observa que “Donoso quiere proponer un lugar (texto) sin límites, o más exactamente, se propone un texto cuya dialéctica estructural consista en un simultáneo marcar y borrar límites. El acto de inscripción es un gesto de asentimiento cultural que remite al segundo nivel de verosimilitud señalado por Jonathan Culler (Structuralist poetics, pp.141-45) y en ese sentido es un acto mimético, un ‘espejo’ del mundo tal como este se construye en la novela realista y en su variante regionalista. Así, don Alejo se comporta paternal y despóticamente porque esa conducta es ‘típica’ del patrón rural latinoamericano. Pero esta escritura realista se debe borrar parcialmente para instalar sobre ella otro discurso: el de la ficción asumida como tal y que proyecta una imagen verdaderamente especular (una imagen invertida) del concepto cultural ‘realidad’. El lugar sin límites, entonces, se puede conceptuar como un doble juego de espejos: por un lado, se reflejan en uno las convenciones del realismo, y por el otro, un segundo espejo las invierte. El pasaje entre uno y otro para situarse en el territorio de la ficción se efectúa mediante el borrar de límites, mediante su transgresión”  (Gutiérrez Mouat, Op. cit., p.130) 

[18] José Saramago, acerca de ello, observa que: “(en El Obsceno pájaro de la noche) los pasillos tortuosos, los patios viscosos, las puertas falsas, las ventanas abiertas al vacío, las escaleras suspendidas, los sonámbulos dormitorios de la Casa de los Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba, no fueron puestos allí como un modelo en escala del sistema planetario humano, son su mismo y propia suma (...) donde la casa encapsula y representa a toda una sociedad y la historia que la sustenta (...) porque una casa también es un cuerpo, donde encarna un principio femenino”. José Saramago, “Donoso y el inventario del mundo”, Diario 16 (Culturas), 3 de diciembre de 1994:2, citado en Selena Millares, Op. Cit., p.73.

[19] En OPN, las viejas que habitan en la Casa de los Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba se ocupan de guardar objetos inservibles, amuletos, mugres, cachivaches, vejestorios, cosas abyectas, inmundas, “que recogemos de aquí y de allá cualquier desperdicio con que disfrazarnos para tener la sensación que somos alguien, ser alguien (...) cambiando de color, cómo alterarlos y perderse dentro de sus existencias fluidas, la libertad de no ser nunca lo mismo porque los harapos no son fijos, todo improvisándose, fluctuante, hoy yo y mañana no me encuentra nadie ni yo mismo me encuentro porque uno es lo que es mientras dura el disfraz” (José Donoso, El obsceno pájaro de la noche, Barcelona, Seix Barral, 1970:155)

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