Libros amigables (5)
LOS ESPACIOS
EN EL LUGAR SIN LIMITES, DE JOSE DONOSO
Escenografía de un infierno
Fausto: Primero te interrogaré acerca del infierno.
Dime, ¿dónde queda el lugar que los hombres llaman infierno?
Mefistófeles: Debajo del cielo.
Fausto: Sí, pero ¿en qué lugar?
Mefistófeles: En las entrañas de estos elementos.
Donde somos
torturados y permaneceremos siempre.
El infierno no tiene límites, ni
queda circunscrito a un solo
lugar, porque el infierno es
aquí donde estamos
y aquí donde es el infierno tenemos que permanecer...
MARLOWE, Doctor Fausto
Como señala el
epígrafe de la obra, el infierno es el lugar sin límites, un lugar que no queda en ninguna
parte y queda en todos lados; y en este caso, metafóricamente, queda en el
sórdido y desdibujado burdel de un semifantasmal caserío, Estación El Olivo, un
proyecto de pueblo que nunca llegó a fraguarse realmente, y que así como surgió
plegado al deseo del terrateniente Alejandro Cruz, de contar con una estación de
ferrocarril en sus dominios, está destinado a desaparecer ahora que este ya no
lo necesita. Este espacio señalado por el desencanto, la decrepitud y la
miseria constituye un excelente contexto para que Donoso desplace al ámbito
rural su punzante radiografía de la decadencia que origina la sumisión al
desarrollo de los caprichos y la ambición de los poderosos. José Donoso retrata
la decadencia a que puede llegar el género humano cuando su propia conciencia
es la morada del infierno.
Alejados del mundo,
encerrados en un miserable caserío entre viñedos, los personajes de El lugar
sin límites viven –o sufren- una triste réplica de la vida. En la que no
caben sorpresas, en la que apenas si hay lugar para esperanzas. En la que se
instala, como en todas partes, la sórdida rutina de la injusticia. Y a quien
intenta huir entre recuerdos, le duele la miseria del presente, a quienes
buscan una puerta abierta hacia el futuro, les asusta comprobar que todos los
caminos están cortados. Una desintegración paulatina va devorando todo indicio
de vida en la novela la remite a un tiempo detenido, estático, asfixiante,
donde el desencanto y la nostalgia son los sentimientos que imperan. Hubo en el
pueblo un pasado glorioso que contrasta con el actual derrumbe, que la acción
funesta de un terremoto ha intensificado: hubo un tiempo floreciente, cuando
había escuela y corría el dinero, y había gente y alegría, y la Japonesa Grande
sabía hacer del burdel el alma del pueblo. Los hilos que mueven el Destino
están todos en la misma mano; a los supervivientes sólo les queda renunciar,
también, a la esperanza.
Contornos narrativos
Como punto de
partida para iniciar un tratamiento de la obra en cuestión, no deja de ser de
relativa importancia la función que cumple el espacio en la narrativa de este
tiempo. No deja lugar a demasiadas discusiones que la relación entre el hombre
y la naturaleza ha ido cambiando en la misma medida en que las sociedades
también lo fueron haciendo. Esta referencia ha sido enfocada por diversos
críticos a la hora de establecer un vínculo entre ese fenómeno y su reflejo en
la novela latinoamericana. Si bien no se pretende aquí tratar con profundidad
este tema, podría no ser impropia una aproximación a distintas reflexiones
vertidas en su torno, y que hasta serían de utilidad para trazar un panorama
más completo que ayude a engendrar un esquema algo más solvente. Entre la
numerosa crítica existente sobre esta consideración, se puede aludir aquí a
opiniones como los de Carlos Fuentes, Emir Rodríguez Monegal o Mario Benedetti.
Para Carlos Fuente
“en la novela latinoamericana, de los relatos gauchescos a El mundo es ancho
y ajeno, la naturaleza es sólo la enemiga que traga, destruye voluntades,
rebaja dignidades y conduce al aniquilamiento. Ella es la protagonista, no los
hombres eternamente aplastados por su fuerza (...) Y lo que refuerza
absolutamente este poder protagonista de la naturaleza es que las relaciones
personales que se dan dentro de ella o en sus márgenes son acaso más negativas
y destructoras”, en el marco de una situación social todavía en pugna con las
viejas estructuras coloniales, que provoca una literatura que “se resuelve en
un naturalismo (...) más cercano al documento de protesta que a la verdadera
creación”[1].
Fuentes subraya que la novela tradicional de principios de siglo se esfuerza
por reflejar una realidad inmediata que exige para ser cambiada y que en esta
lucha aporta una gama de héroes y villanos, representados por un explotado, que
por serlo, es bueno, y un explotador, que intrínsecamente se transforma en
villano.
A la luz de un doble fenómeno -singularmente revolucionario y generalmente económico-, la novela tradicional de América Latina aparece como una forma estática dentro de una sociedad estática. Da un testimonio, fabricar un documento sobre la naturaleza o la vida social es casi siempre una manera de denunciar la rigidez de ambas y de exigir un cambio. La novela, de esta manera, se convierte en la contrapartida literaria de la naturaleza inhumana y de las relaciones sociales inhumanas que describe: la novela está capturada por las redes de la realidad inmediata y sólo puede reflejarla. [2]
Para Emir Rodríguez
Monegal, la explicación apunta a diferenciar la actitud de los novelistas de la
primera del siglo XX en reflejar el poder de la naturaleza por sobre la del
hombre, frente a los nuevos narradores que buscan captar un sentido oculto en
los cambios revolucionarios que experimenta una América Latina en busca de su
nuevo rostro, concentrando la mirada en el nuevo hombre que está produciendo el
continente.
En la visión casi despersonalizada de los narradores de comienzo de siglo (...) la naturaleza y el paisaje americanos dominan de tal manera al hombre, lo aplastan y lo someten hasta un punto, que los individuos casi desaparecen, sus conflictos se tornan demasiado generales y hasta abstractos, sus pasiones se anonimizan. (...) El hombre concreto suele ser una cifra (pequeña) en un mundo casi siempre muy ancho y ajeno. La geografía lo es todo; el hombre, nada. (Ahora) los personajes que presentan ya no son abstracciones, cifras que justifiquen un enfoque sociológico o meramente político. Sus personajes son ya seres humanos complejos y ambiguos, y el énfasis de la narración (sea rural o urbana) se ha desplazado hacia el hombre [3].
Esos
nuevos novelistas reproducen, escudriñan y registran las cambiantes expresiones
de ese múltiple rostro, los describen y lo utilizan para moldear la visión de
las nuevas generaciones; por lo que sus novelas son espejos, y también
anticipaciones. El cambio de mayor relevancia, para Rodríguez Monegal, radica
en el proceso de interiorización “del que no están excluidos la más refinada
técnica de análisis psicológico o los procedimientos literarios de la nueva
vanguardia”, por el que estos escritores descubrieron nuevas relaciones entre
la naturaleza americana y sus hombres.
En vez de tipos, más o menos convencionales, del llanero, del habitante de la selva o la montaña, del hombre explotado en las minas o en la pampa, lo que estos novelistas buscaron y encontraron fue el hombre en todas sus dimensiones. De ahí que su realismo ya no pueda calificarse de documental, sino de mágico. Porque el hombre no sólo vive en las coordenadas sociales y políticas y económicas, sino que también vive en el mundo extratemporal y extraespacial de sus deseos, sus creencias, sus terrores, sus esperanzas [4].
Mario Benedetti,
por su parte, indica que el cambio en las relaciones entre el individuo y
paisaje se debe a que “el personaje se va cargando, no exactamente de
conciencia social, pero sí de sociedad (es decir, a medida que la
sociedad ensancha su importancia en la vida individual) su actitud ante la
naturaleza ya no es de estupor y sumisión”. Es decir, “el paisaje puede
permanecer estático, pero la mirada cambia. Y al cambiar la mirada el paisaje
obedece a esa presión poco menos que dialéctica, y también se dinamiza, pero
sin avasallar al personaje”[5].
En tal sentido, se produce un decaimiento del paisaje tanto en la poesía y la
prosa latinoamericana, que encuentra tal vez su explicación en la entronización
del personaje. Esa explicación es, a la vez obvia y profunda:
Obvia porque ahora es el hombre quien domina la literatura, quien dicta su ley a la metáfora; el paisaje se ha puesto a su servicio. Y profunda porque también aquí puede hallarse una connotación política, un símbolo social [6].
A
partir de consideraciones como las precedentes [7], no
resultaría ilícito precisar que a partir de la segunda mitad del siglo XX el
escritor hispanoamericano se embarca en la búsqueda de una forma de expresión
original, pretende crear un instrumento literario nuevo, ya no centrándose en
un enfoque ambiental, paisajista y sociológico, con predominio de lo telúrico y
lo social, sino apartándose de la mayoría de los temas ya tratados para buscar
una forma individual, personalizada, de inspiraciones; dejando atrás la obra
documental para pasar a la obra de pura creación. Frente a este panorama de
renovación, no ha dejado de resultar problemático la contextualización de una
obra como El lugar sin límites en el marco de la llamada narrativa
criollista. Según hace notar Cornejo Polar, la presencia de una figura típica
como la del hacendado, el patrón (un personaje característico de gran parte de
la novela chilena e hispanoamericana), junto a la cual se encuentran la del hijo
de uno de sus peones, la de un viejo subalterno al senador, la de un dueño de
una bomba bencinera, más el espacio donde se desarrollan los acontecimientos
(un pueblo cercano a Talca, rodeado de viñedos, con tonelerías, galpones y
bodegas) “ha motivado que ciertos críticos hayan visto en la obra tan sólo una
reiteración o una especie de rebrote del llamado criollismo (...) que El
lugar sin límites muestra ‘un rincón del pueblo chileno’ o que sus
personajes son ‘figuras estáticas de estampa campesina’” [8]. Sin
embargo, esta aparente contrariedad es resuelta a partir de dos diferencias,
para Cornejo Polar, notables:
(En primer lugar) por la estructura narrativa –que casi en nada se asemeja a la narración de tradicional del tipo omnisciente que se detenía en la mostración de los lugares y costumbres peculiares de los habitantes de las zonas rurales- y por el contenido del mundo, que en esta creación se centra en un prostíbulo, presentando como “héroe”, más bien “antihéroe”, a un homosexual, y como figuras centrales a un joven rebelde con ciertas inclinaciones particulares, y a un señor dueño de la tierra con intenciones malsanas que redundan en actos realizados exclusivamente para su propio beneficio.[9]
Resuelta
esta cuestión, huelga determinar cómo ese microcosmos de El Olivo que representa una miniatura
a una sociedad en crisis permanente, que se debate entre una tradición colonial
nunca superada –que consagraba el poder de las familias de abolengo,
sustentadas por el poder eclesiástico y económico, y ahora en decadencia- y el
progreso vertiginoso que la desestabiliza y al que no logra integrarse
plenamente, es de veras caracterizado en plenitud como una morada hija del
desencanto y la decrepitud. Y, luego, de
qué modo (si lo hace) en esa madeja de acontecimientos puede adjudicársele a
los espacios representados en la obra un papel dominante o, al menos, encontrar
su trascendencia.
Una
idea que podría no ser inapropiada para acercar a un concepto del espacio es la
noción proyectada durante la Edad Media, y especialmente entre los
escolásticos, donde las ideas sobre la naturaleza del espacio se fundaron en
nociones ya dilucidadas en la filosofía antigua. Uno de los principales
problemas planteados fue el de la dependencia o independencia del espacio
respecto a los cuerpos. La opinión que predominó fue la aristotélica: la del
espacio como lugar. Ello no significa que no se distinguiera entre varias
nociones de espacio. Una distinción importante fue la establecida entre espacio
real y espacio imaginario. El espacio real es finito, teniendo los mismos
límites que el universo de las cosas. El espacio imaginario –el que se
“extiende” más allá de las cosas actuales, o mejor dicho, el que se piensa como
conteniendo otras cosas posibles- es potencialmente infinito. El espacio
imaginario es a veces identificado con el vacío puro. El espacio real es el
espacio de los cuerpos. Puede pensarse o como algo “real” o como algo
puramente “mental”, o como una abstracción mental cum fundamento in re.
Por lo pronto, una
de las primeras cuestiones a definir será la de cómo establecer una delimitación entre un espacio
real y particular (donde se mueven los personajes en la novela), y un espacio
imaginario y general (que bien podría buscarse en la relación simbólica que
está sujeta a la idea de infierno); en otro aspecto, un punto a indagar sería
la idea del espacio en relación al tiempo, criterio que de antemano se presenta
como una relación de ambigüedad, teniendo en cuenta por un lado que existe un
tiempo estático, inmutable, constante en el que transcurre el devenir de los
habitantes de esta región y por el otro la relación “tiempo-espacio” en la
novela (el cronotopo artístico bajtiniano, aspecto que no será analizado en
este trabajo, dado que la intención de este opúsculo es trazar un sucinto
recorrido por aquellos lugares que pueblan la obra y ofrecer características y
aspira a dictaminar la importancia de los espacios en el marco de una visión
que ajena a ese criterio).
Si hubiera que
trazar una semejanza, o bien crear una imagen análoga para diversificar los
espacios, no es impropia una comparación similar a la estructura de una caja
chinesca, donde cada uno de los recipientes contiene al otro, cada uno se vale
por sí mismo, y a su vez conforman un juego de relaciones de modo tal que
llegan a conformar una totalidad. La importancia de cada una es, sin embargo,
relativa; todas importan y ninguna es más importante que otra desde una
perspectiva de análisis cualitativa: su interrelación habrá de ser el eje donde
se centra esta observación. De este modo, como en una agónica mise en abìme, el mundo contiene a Chile, Chile contiene
a Estación El Olivo, Estación El Olivo contiene sus lugares (el burdel, el
galpón, las viñas, el fundo, el canal), que a su vez contienen a sus
habitantes, y dentro de ellos, una serie de personajes en cuyo interior no hay
ninguna diferencia entre el Todo y la Nada. En cada espacio se establece una
dependencia y una concordancia que no pueden percibirse sino a través del comportamiento
de sus personajes. Ahora bien, ¿qué significados aportan cada uno de estos
escenarios [10]?.¿Puede
adjudicarse a cada uno de ellos una función preferencial –es decir, si es válido señalar que, por ejemplo, la
casa tiene más importancia que el fundo-? No hay dudas que el burdel acredita
mayor protagonismo que la casa de don Alejo, o que el polivalente galpón; sin
embargo esto no daría ocasión a indicar que los últimos estén ayunos de
significación; todo lo contrario: actúan como soportes para entender la esencia
de los personajes, como escenografía de una estampa mayor que es el poblado,
como caracterización de un escenario que es Estación El Olivo y como espejo de
un mundo dominado por la desolación y la desesperanza.
![]() |
El lugar sin límites fue llevada al cine por el mexicano Arturo Ripstein en 1977. |
Un mundo al revés
Un tópico rige la
estructura de la obra: el tópico del mundo al revés. Al decir de Selena
Millares [11]
“ese espacio es habitado por figuras cuyas evocaciones bíblicas invierten sus
connotaciones originales sistemáticamente”. En tal sentido, don Alejo Cruz “se
nos presenta como una deidad benévola”, y Pancho Vega encarna su contrapunto,
“el ángel rebelde, Luzbel”. Según la autora, El Olivo evoca “el Monte de los
Olivos, donde Cristo reza en vísperas de su muerte” y representa “un símbolo de
la paz, la fecundidad y la pureza”, y el pueblo “cumple los papeles de paraíso
–por su pasado dorado- y de infierno” [12].
Ya desde el comienzo la presencia del infierno, señalada desde el epígrafe, se
establece ese nivel simbólico que conlleva a una inversión central: el pueblo
es un infierno, pero es posesión de un personaje cuyos atributos divinos se
subrayan desde un principio: “Habían comenzado a molestar a la Japonesita
cuando llegó don Alejo, como milagro, como si lo hubieran invocado. Tan bueno
él, si hasta cara de Tatita Dios tenía...”[13].
Más aún, en ese pueblo-infierno de nombre bíblico hace frío y llueve y además,
“el pueblo es una Estación (¿las estaciones del Calvario?) pero los personajes
se condenan a sí mismo a quedarse permanentemente”[14].
Un nuevo aspecto de
abordar el tema de la inversión la aporta Antonio Cornejo Polar cuando señala
que “son tres los niveles significativos posibles de incluir como integradores
de la sustancia poética de la obra: un primer nivel de referencia nos pone
frente a una historia rural (...); un segundo nivel nos lleva a la
consideración del personaje central: la Manuela (...) y un tercer nivel nos
sitúa frente a una nueva versión de la historia bíblica en la que se enfrentan
Dios y Luzbel, encarnados por Alejandro Cruz y Pancho Vega”. Y agrega:
La inversión funciona en cada uno de estos tres niveles en forma particular y enmarca en su totalidad la estructura de la obra, mediante una perspectiva que entrega una noción del mundo al revés, por cuanto el infierno es ilimitado y porque en este mundo trastornado los actos y los personajes no son tan sólo lo que aparentan ser, sino también mucho más [15]”
Anteriormente
Sarduy había planteado la función de la inversión en el discurso, afirmando que
“el significado de la novela más que el travestismo, es decir, la apariencia de
inversión sexual, es la inversión en sí: una cadena metonímica de ‘vuelcos’, de
desenlaces contrapuestos, domina la progresión narrativa”, con lo que LSL
se convierte en una ilustración de un espacio o ente universal; ya que tampoco
referirá a un modo de entender o concebir un mundo. Y agregaba:
“El lugar sin límites es ese espacio de conversiones, de transformaciones y disfrazamientos: el espacio del lenguaje” [16]
La inversión, ya
planteada como “significado de la novela” (Sarduy), ya como “marcando en su
totalidad la estructura de la obra” (Cornejo Polar) ha presentado luego la
propuesta que hace el enunciado de un “mundo al revés”. Mundo al revés que
supone diálogo con un mundo al derecho, o realidad. Este diálogo con la
realidad podría establecerse en aquel nivel en que los espacios y los
personajes mantienen todavía sus formas convencionales, en aquellos casos en
que ciertos sentidos de la organización social y la conciencia de los
personajes no están sometidos al incesante juego especular que propone el texto [17].
La dialéctica de los espacios
Al iniciar la
novela nos topamos con un primer panorama acerca de lo que es El lugar sin
límites. El epígrafe que remite al diálogo entre Fausto y Mefistófeles nos
ubica de inmediato en un contexto por demás significativo de cómo puede estar
constituido ese lugar, un pueblo moribundo que “no es más que un desorden de
casas ruinosas sitiado por la geometría de las viñas que parece que van a
tragárselo” (p. 59), harto afectado por un terremoto, que tiene la
significativa carencia de un cementerio, cuyo epicentro es un tenebroso burdel,
rodeado de calles desoladas, una ruinosa estación de ferrocarril antaño
fecunda, aquí casas indecentes o abandonadas, más allá despojos de un proyecto
de pueblo, un galpón de madera encanecida que oficiaba de iglesia y comité, y
más allá “más zarzas y un canal que separaban el pueblo de las viñas de don
Alejandro. (...) Viñas y viñas y más viñas por todos lados hasta donde
alcanzaba la vista, hasta la cordillera” (p. 24) Por tanto, una concisa
recorrida panorámica –no exenta de imágenes expresionistas- nos pone ubica ante
una descripción general del poblado:
“Sólo una cuadra para llegar a la estación donde terminaba el pueblo por ese lado y a la casa de la Ludo a la vuelta de la esquina (...) Se apuró para dejar atrás las casas de ese rumbo, que eran las peores: Quedaban pocas habitadas porque hacía mucho tiempo que todos los toneleros trasladaron sus negocios a Talca: ahora, con los caminos buenos, se llegaba en un abrir y cerrar de ojos desde los fundos. No es que del otro lado del pueblo, del lado de la capilla y del correo, fueran mejores las casas ni más abundantes los pobladores, pero en fin, era el centro. Claro que en épocas mejores el centro fue esto, la estación. Ahora no era más que un potrero cruzado por una línea, un semáforo inválido, un andén de concreto resquebrajado y tumbada entre los hinojos debajo del par de eucaliptos estrafalarios, una máquina trilladora antediluviana entre cuyos fierros anaranjados por el orín jugaban los niños como con un saurio domesticado.” (p. 23)
Pero de inmediato,
la posibilidad de una descripción simétrica, ordenada, progresiva, completa de
los espacios que conforman este infierno, se transforma en una tarea asaz
complicada en tanto la estructura general de las áreas se ve invadida en forma
permanente por el complejo influir que le imprimen sus habitantes. En el
devenir de las acciones, cada espacio cobra una visión más o menos
trascendental, más o menos decisiva, y también el alcance de sus descripciones
van acompañadas por esa presencia cuya eficacia logra un punto elemental en la
presencia del personaje. No deja de tener un alcance destacado, sin embargo, la
delineación per se de esos espacios, que acaban por determinar sus
ingerencias en el seno de la historia.
Existe, con todo,
una dialéctica entre los espacios cerrados y abierto que siempre late en la
narrativa donosiana y tiene una formulación paradigmática: la casa, que se está
tragando el barro, refugia y encarcela, mientras el espacio exterior habla
tanto de libertad como de peligro; allí ladran los perros y acecha la muerte
entre las zarzamoras y las alambradas. Por otra parte, es muy sintomática la
polaridad de las casas que protagonizan la novela; el contrapunto del prostíbulo
es la mansión de don Alejo, donde allí sí hay luz eléctrica, esa que se niega a
los miserables de la Estación y los condena a su infierno de oscuridad. La
mansión y su parque son el reverso del burdel y su barrial, una sociedad
polarizada entre una alta burguesía poderosa y la estrechez que lo hace
posible.
Ese infierno puede
ofrecer innumerables variantes: “útero y celda, refugio y prisión, cristaliza a
menudo en la figura de la casa que encierra todo el imaginario donosiano y que
se repite, tal como un juego de espejos, para dar escenario a cada una de sus
novelas. ‘Una de mis obsesiones es, en mi obra, la concepción de la familia y
el concepto de casa (...) La casa representa siempre un mundo que he conocido
en mi historia personal de pertenecer a la alta burguesía’. Está en el burdel
de El lugar sin límites, o en la consagración de los espacios
claustrofóbicos de El obsceno pájaro de la noche”[18].
El burdel es, sin
duda, el espacio de mayor interés dentro de la novela. Su importancia radica no
sólo en ser el espacio donde transcurren los hechos centrales en el desarrollo
de la historia; es, además, el ámbito donde la decrepitud y la desesperanza de
los personajes juegan su papel más revelador. El burdel es, también, un mundo
aparte, un cosmos dentro del cosmos, donde los personajes se mueven en
sincronía con el ambiente que los rodea. Su estampa es corrompida, con sus
paredes de adobe “de vigas mordidas por los ratones” (p. 145), con su
arquitectura endeble, al punto en que se está sumiendo poco a poco:
“La casa se estaba sumiendo. Un día se dieron cuenta de que la tierra de la vereda ya no estaba en el mismo nivel que el piso del salón, sino que más alto, y la contuvieron con una tabla de canto contenida por dos cuñas. Pero no dio resultado. Con los años, quién sabe cómo y casi imperceptiblemente, la acera siguió subiendo de nivel mientras el piso del salón, tal vez de tanto rociarlo y apisonarlo para que sirviera de baile, siguió bajando. La tabla que pusieron jamás formó grada regular. Los tacos de los huasos que entraban dando trastabillones molían la tierra dejando un hueco sucio limitado por la tabla que se iba gastando, una hendidura que acumulaba fósforos quemados, envoltorios de menta, trocitos de hojas, astillas, hilachas, botones. Alrededor de las cuñas a veces brotaba pasto”. (p. 21)
“(...) con las ventoleras que entraban en el salón por las ranuras de las calaminas mal atornilladas, donde las tejas se corrieron con el terremoto” (p. 19)
Su
interior es un refugio frío y tenebroso, con su piso fangoso y su moblaje
exiguo, no presenta demasiadas diferencias con el mundo exterior.
“Quedaba un poco de luz afuera. Pero desganada, sin fuerza para vencer a las tinieblas de la cocina, La Japonesita extendió una mano para tocar una hornalla: un poco de calor. Con la electricidad todo esto iba a cambiar. Esta intemperie. El agua invadía la cocina a través de las chilcas formando un barro que se pegaba a todo. Tal vez entonces la agresividad del frío que se adueñaba de su cuerpo con los primeros vientos, encogiéndolo y agarrotándolo, no resultara tan imbatible” (p. 55)
Lúgubre
y gélido, el ambiente de la casa transmite su agotamiento a los cuerpos (y las
almas) de sus ocupantes. Y así es como la Manuela, frente a la cobarde y
temerosa presencia de Pancho Vega en la sala del burdel, se refugia en el
gallinero, “debajo de la mediagua junto a la escalerilla blanqueada por la caca
de gallinas” (p.141) y se mete la mano “debajo de la camisa para calentársela:
cada uno de los pliegues de su piel añeja era como de cartón escarchado” y
piensa que lo mejor era escabullirse por el sitio de al lado para ir a pasar la
noche donde la Ludovinia, caliente siempre en su dormitorio (p. 140). O:
“La Japonesita permaneció en la cocina después del almuerzo, cuando cada puta fue a refugiarse en su covacha (...) En vez de avivar con otro leño el rescoldo que quedaba en el vientre de la cocina se fue acercando más y más al fuego que palidecía (...) tengo los huesos azules de frío” (p. 55)
Y
el reflejo externo otorga una magnificencia a los sitios parcos de los
alrededores de la casa que lo sacan momentáneamente de esa excelsa vulgaridad:
“Afuera, las nubes se perseguían por el cielo inmenso que comenzaba a despejarse, y en el patio, la artesa, el gallinero, el retrete, todos los objetos hasta el más insignificante, adquirieron volúmenes, lanzando sombras precisas sobre el agua que ya se consumía bajo el cielo overo”. (p. 68)
Y
entonces, la atmósfera exterior y el clima se transforman en expresiones de una
intrínseca hermandad con el paisaje que dominan. El viento acecha y desuela los
caminos, la lluvia denuncia la fragilidad del poblado.
“Si el viento arreciaba el pueblo entero quedaría invadido por las hojas amarillas durante una semana por lo menos y las mujeres se pasarían el día barriéndolas de todas partes, de los caminos, los corredores, las puertas y hasta debajo de las camas, para juntarlas a montones y quemarlas... el humo azul prendiéndose en un claro cariado, arrastrándose como un gato pegado a los muros de adobe, enrollándose en los muñones de paredes derruidas y cubiertas de pasto, y la zarzamora devorándola y devorando las habitaciones, el humo azul en los ojos que pican y lagrimen con el último calor de la calle” (pp. 22-23)
La
estación, el burdel, las casas, aquí el galpón y más allá el canal que separa y
a la vez enlaza al poblado del fundo; límite fronterizo que divide el poder
social de la estrechez que lo hace posible, del señor con sus vasallos, la luz
de las tinieblas, el orden del caos: el feudo del señor del barrial de sus
fieles. El canal, en el que arrojan a la Manuela cuando realiza su presentación
en la fiesta del Senador y en el que, presumiblemente, perece tras la paliza de
Pancho Vega y Octavio, es el conducto que
intenta atravesar para lograr su salvación. “Tenía que correr hacia
allá, hacia la Estación, hacia el fundo El Olivo porque más allá del límite lo
esperaba don Alejo, que era el único que podía salvarlo. (...) al fin y al cabo
usted es el señor y lo puede todo” (p.
176-77) La Manuela huye de los golpes de los huasos, y
“cruza el alambrado cubierto de zarzamora sin ver que las púas destrozan su vestido. Y se agazapó al otro lado, junto al canal. Más allá está la viña: la corriente sucia lo separa de la ordenación de las viñas. Tiene que cruzar. Don Alejo lo espera. Las casas de El Olivo rodeadas de encinas con un pino alto como un campanario allá donde convergen las viñas, esperándolo, don Alejo, esperándolo con sus ojos celestes (...) si sólo pudiera cruzar ese río (...) hasta que ellos se escabullen a través de la mora, y queda ella sola junto al río que la separa de las viñas donde don Alejo espera benevolente” (p. 177-79)
Al
igual que el canal, el camino que separa El Olivo de Talca es un trayecto hacia
la salvación. Como El Olivo es un
pueblo donde “no se podía ser exigente” (p.13), cuyo destino era,
irremediablemente, desaparecer, la ciudad de Talca se convierte en el punto de
referencia dónde depositar las esperanzas perdidas en El Olivo. Antaño, cuando
la promesa de electrificar el pueblo cobraba firmeza, la concreción de un
camino pavimentado que pasaría por allí mismo, transformaría a El Olivo en un
pueblo de importancia. Pero el camino longitudinal fue trazado a dos
kilómetros, y el pueblo quedó virtualmente aislado. “La carretera longitudinal es
plateada, recta como un cuchillo: de un tajo le cortó la vida a la Estación El
Olivo, anidado en un amable meandro del camino antiguo” (p. 58) El camino y el
río imponen límites; cruzarlos suponen una esperanza, sentimiento que se
ausenta paulatinamente de los habitantes de El Olivo. Una esperanza que aparece reflejada
también en la futilidad de algunos esmeros de las mujeres de la casa, que
almacenan objetos improductivos en sus mazmorras y que ninguna –excepto la
Manuela- se consolará en utilizar. Así, mientras una de las hetairas guardan
“(...) allá en el fondo, debajo del catre, estaba su maleta. De cartón, con la
pintura pelada y blanquizca en los bordes, amarrada con un cordel: contenía
todas sus cosas”[19],
la Manuela se esfuerza por mantener a través de esos objetos nimios una
ilusión: “No, uno de estos días tomo mis cachivaches y me largo a un pueblo
grande como Talca” (p. 66)
Otro
de los espacios de relevancia dentro de El Olivo es el galpón, cuya figura
representa también una estampa de la decadencia.
“El interior del galpón en cuyo extremo funcionaba el correo estaba vacío, salvo por don Céspedes sentado en uno de los fardos de trébol formando escala al otro extremo. (...) Al frente, unas cuantas personas rondaban el otro galpón, el que servía de capilla los domingos y de lugar de reunión del Partido durante la semana. Era más chico que el galpón del correo y también pertenecía a don Alejo, pero nunca llegaron a permutar sus funciones: el espacio de la capilla actual era suficiente para los feligreses, sobre todo después de la vendimia, cuando ya no quedaban ni afuerinos ni las familias de los dueños de los fundos” (p. 38)
Antes
una escuela (institución que, por lo pronto, ya no existe), sirve luego para la
realización de actividades tan disímiles como la misa o la reunión del Partido.
Estas, sin embargo, no resultarían empresas incompatibles si se tiene en cuenta
la magnitud de la figura de don Alejo. Así,
“(...) la Secretaría funcionaba en el galpón del correo, y noche a noche se reunían allí los ciudadanos de la Estación El Olivo para avivar su fe en don Alejo y concertar citas y excursiones por los campos y pueblos cercanos para propagar esa fe”. (p. 87)
Y por último, el
fundo, como se señaló, el punto opuesto del poblado, o la parte en apariencia
más celestial del infierno. Su dilatada geografía plena de riquezas y
comodidades, supone la morada del bienhechor; su dueño es el dueño de todas las
vidas; una opulenta mansión (que sí goza de los servicios de electricidad), con
su jardín de aspecto edénico, y la aglomeración de herrerías, toneleras,
lecherías, bodegas y galpones y su extenso y cuantioso viñedo no parecen oponer
tal figuración. Sin embargo, este personaje que “tenía los hilos de todo el
mundo en sus dedos” es un hombre enfermo y débil que, al borde de la muerte,
parece querer destruir todo en una venganza final contra la vida. Y que tiene a
su servicio a esos cuatro feroces perros negros que le obedecen con prolijidad;
su danza macabra en torno de la figura de don Alejo y un porte de bestialidad en esos parajes agudizan la
sensación de protección y peligro en todos los espacios donde se mueven. Los
perros “negros como la sombra de los lobos” subyugan a los compadres cuando
estos visitan al terrateniente, y determinan el crescendo de violencia a
lo largo de la novela; con aullidos interminables, “como si hablaran” (p. 181)
sueltos entre las viñas, aportan indicios de muerte en el final de la novela.
El fundo no deja de ser clase de prisión; la inmensidad de los espacios
abiertos se modifica en la noche ante una presencia indeseable: así, mientras
Pancho Vega y Octavio atraviesan los caminos que lo llevan hasta la casa de don
Alejo, sorteando acequias y hoyos, yendo a través de una avenida de palmeras,
rodeado de “galpones cerrados y oscuros” (p.125), y cuando ya los perros
hostigaban a los compadres, “surgió todo el paisaje de la oscuridad, y la
encina negra y las frondas de las palmas y el espesor de los muros y las tejas
de los aleros se dibujaron contra el cielo repentinamente hondo y vacío” (p.
127). Y mientras tanto, Pancho, en el trayecto, veía aquel parque tan caro para
su memoria, el recuerdo de un pasado afectado dentro de esos dominios:
“Las hortensias descomunales allá en el fondo de la sombra, junto a la acequia de ladrillos aterciopelados de musgo, (...) junto a la tapia en que brillan las astillas de botellas quebradas; él papá y ella (la Moniquita) mamá (...) yo arrullando a la muñeca en mis brazos (...) y los chiquillos se ríen –marica, marica, jugando a las muñecas como las mujeres-“ (p.130-131)
Y
entonces el parque que estaba callado, pero vivo, hizo que el silencio que
dejaron sus voces fuera recamando de ruidos casi imperceptibles.
A manera de conclusión
El
lugar sin límites arriesga
la existencia de un infierno cuya ubicación es indistinta, su extensión y
duración son infinitas: que está en todos lados, en cada espacio y cada alma.
Su convivencia parece inevitable y el encuentro de estos entes se produce en
medio de una ambigüedad. Donoso adhería al pensamiento que en una polaridad
social, ajena a maniqueísmos, señores y criados “son dos caras de la misma
cosa. El bien y el mal, juntos; el rehusar mío absoluto a creer que el bien y
el mal son cosas distintas, que la belleza y la fealdad son cosas distintas,
que la santidad y el crimen son cosas distintas, que el servidor y el ser
servido son cosas distintas, que el explotador y el explotado son distintos”[20].
Esta sentencia trasladada a diversos planos que muestra la obra podría
constituirse en un argumento no desechable. Detrás de la complejidad de los
personajes y sus máscaras y sus variantes y sus conductas que no permiten
juicios limitados, sino más bien confusos y relativos, y su consumación dentro
de espacios que reflejan en general estrechez y miseria, tal vez se condense
una noción algo más completa de lo que podría ser un infierno.
Como
ya se apuntara, cada espacio dentro de la obra establece una dependencia y una
concordancia que no pueden percibirse sino a través del comportamiento de sus
personajes. En el devenir de las acciones, cada espacio cobra una visión más o
menos trascendental, más o menos decisiva, y también el alcance de sus
descripciones van acompañadas por esa presencia cuya eficacia logra un punto
elemental en la presencia del personaje. Valga la reiteración: los espacios
sirven por lo general de soportes para entender la esencia de los personajes,
pero a su vez mediante una interacción entre ambos permite establecer de qué
manera esos escenarios funcionan como espejos y representación uno de otros: al
fin de cuentas, la desolación y la desesperanza habitan en este mundo y estos
hombres.
[2] Ibid. P. 14
[3] Emir Rodríguez Monegal, “La nueva novela latinoamericana” [1965], citado en
Loveluck, Juan, La novela hispanoamericana, Santiago, Edit.
Universitaria, 1969: 299-300
[4] Ibid. p. 311
[5] Mario Benedetti, El escritor
latinoamericano y la revolución posible, Edit. Alfa Argentina, 1974:39
[6] Ibid. p. 41
[7] Otras obras consultadas: Mario Benedetti, Letras del
continente mestizo, Edit. Arca, Montevideo, 1967; Luis Harss, Los
nuestros, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1966, 5ta. Edición; André Jansen, La novela hispanoamericana
actual y sus antecedentes, Edit. Labor, Barcelona, 1973; además, los
siguientes artículos recopilados en Juan Loveluck, Op. cit. (1969): Enrique
Anderson Imbert, “Discusión sobre la novela en América”, Estudios sobre
escritores en América, Raigal, Buenos Aires, 1954:20-25; Pedro Grases, “De
la novela en América”, Dos estudios, Caracas, 1945:21-31; Arturo Torres
Rioseco, “De la novela en América”, Ensayos sobre literatura latinoamericana,
Tezontle, FCE, México, 1953:108-112. Para un panorama sobre la narrativa hispanoamericana
del siglo XX: AA.VV. “Nueva novela latinoamericana I”, Buenos Aires, Piados,
1969 (compilación y prólogo de Jorge Lafforgue)
[8] Antonio Cornejo Polar, Donoso: La destrucción de un mundo,
Buenos Aires, García Camboro, 1975:77. “La idea, al parecer, resulta acertada
si consideramos que el criollismo pretendía la mostración y valoración de las
costumbres rurales, de sus tradiciones y leyendas, mediante la captación y la
expresión de la tipicidad del ambiente campesino, con sus hombres y paisajes
característicos, así como también por la confrontación del individuo con la
naturaleza y con las vicisitudes y problemas que traen consigo su oficio y su
modo de vida”. Esta idea será dejada en un plano inferior cuando demuestre que
la obra trasciende por el dominio de otros niveles de intelección estética.
[9] Ibid. p. 83
[10] En un análisis del discurso narrativo de El lugar sin límites,
Ricardo Rodríguez Mouat propone un diseño teatral y una transformación
carnavalizadora en torno al espacio de la casa, de las relaciones familiares y
los roles convencionales de los personajes: “(...) La historia se desarrolla en
un espacio teatral que puede ser tanto una plaza pública del carnaval como el
espacio convencional del juego (donde el título de la novela alude al problema
de los límites de este espacio: ¿dónde termina el escenario? ¿Dónde acaba el
juego y se reimponen los significados oficiales: el machismo, la paternidad?
¿Es posible jugar también fuera del prostíbulo, en el pueblo de don Alejo?
¿Constituye el canal que separa al pueblo del fundo –en las orillas del cual se
rasga definitivamente el disfraz de la Manuela- un límite no ambiguo? Esta
ambigüedad constituye un campo móvil sobre el que se va fundando la escritura),
y en ambos se legitimiza el despliegue del disfraz que libera al sujeto de las
convenciones sociales y culturales”. (RicardoGutiérrez Mouat, José Donoso:
impostura e impostación. La modelización lúdica y carnavalesca de una
producción literaria, Gaithersburg, Hispamérica, 1983: 119 y nota 1)
[11] Selena Millares, “El lugar sin
límites: los círculos del infierno”, en Introducción a El lugar sin
límites, Cátedra, 1996: 59-60
[12] En este sentido, la autora observa que “El Olivo pertenece a la
misma estirpe de ciudades infernales y mítica que Comala –en Pedro Páramo,
de Juan Rulfo-, que desde la muerte añora su paraíso perdido”. (Millares, Op.
cit. p.60) Ya Carlos Fuentes había señalado la importancia de esa obra de
Rulfo, de 1953, que procedió “a la mitificación de las situaciones, los tipos y
el lenguaje del campo mexicano, cerrando para siempre –y con llave de oro- la
temática documental de la revolución”, con la cual logra “la máxima expresión
de la novela mexicana” y a partir de donde se puede encontrar “el hilo que nos
conduce a la nueva novela latinoamericana y a su relación con los problemas que
plantea la llamada crisis internacional de la novela” (Carlos Fuentes, Op.cit.,
pp.15-17)
[13] José Donoso, El lugar sin límites, Barcelona, Edit.
Bruguera, 1977:12. Todas las citas de la novela pertenecen a esta edición.
[14] R. Gutiérrez Mouat, Op. cit. p.131 y nota 17
[15] Cornejo Polar, Op. cit, p. 78
[16] Severo Sarduy, “Escritura/Travestismo” en Escrito sobre un
cuerpo, Buenos Aires, Sudamericana, 1969:44). También Rodríguez Mouat
(1983:123) destaca el tópico del mundo al revés en su concepto de inversión y
transformación carnavalizadora (ver nota 1)
[17] Para una lectura sobre la organización del ámbito social o el
espacio imaginario a partir de la realidad, ver: Hugo Achugar, Ideología y
estructuras narrativas en José Donoso, Caracas, CELARG, 1979:161 y ss.
Acerca del concepto de un doble juego de espejos en LSL, Gutiérrez Mouat
observa que “Donoso quiere proponer un lugar (texto) sin límites, o más
exactamente, se propone un texto cuya dialéctica estructural consista en un
simultáneo marcar y borrar límites. El acto de inscripción es un gesto de
asentimiento cultural que remite al segundo nivel de verosimilitud señalado por
Jonathan Culler (Structuralist poetics, pp.141-45) y en ese sentido es
un acto mimético, un ‘espejo’ del mundo tal como este se construye en la novela
realista y en su variante regionalista. Así, don Alejo se comporta paternal y
despóticamente porque esa conducta es ‘típica’ del patrón rural
latinoamericano. Pero esta escritura realista se debe borrar parcialmente para
instalar sobre ella otro discurso: el de la ficción asumida como tal y que
proyecta una imagen verdaderamente especular (una imagen invertida) del
concepto cultural ‘realidad’. El lugar sin límites, entonces, se puede
conceptuar como un doble juego de espejos: por un lado, se reflejan en uno las
convenciones del realismo, y por el otro, un segundo espejo las invierte. El
pasaje entre uno y otro para situarse en el territorio de la ficción se efectúa
mediante el borrar de límites, mediante su transgresión” (Gutiérrez Mouat, Op. cit.,
p.130)
[18] José Saramago, acerca de ello, observa que: “(en El Obsceno
pájaro de la noche) los pasillos tortuosos, los patios viscosos, las
puertas falsas, las ventanas abiertas al vacío, las escaleras suspendidas, los
sonámbulos dormitorios de la Casa de los Ejercicios Espirituales de la
Encarnación de la Chimba, no fueron puestos allí como un modelo en escala del
sistema planetario humano, son su mismo y propia suma (...) donde la
casa encapsula y representa a toda una sociedad y la historia que la sustenta
(...) porque una casa también es un cuerpo, donde encarna un principio
femenino”. José Saramago, “Donoso y el inventario del mundo”, Diario 16 (Culturas),
3 de diciembre de 1994:2, citado en Selena Millares, Op. Cit., p.73.
[19] En OPN,
las viejas que habitan en la Casa de los Ejercicios Espirituales de la
Encarnación de la Chimba se ocupan de guardar objetos inservibles, amuletos,
mugres, cachivaches, vejestorios, cosas abyectas, inmundas, “que recogemos de
aquí y de allá cualquier desperdicio con que disfrazarnos para tener la
sensación que somos alguien, ser alguien (...) cambiando de color, cómo
alterarlos y perderse dentro de sus existencias fluidas, la libertad de no ser
nunca lo mismo porque los harapos no son fijos, todo improvisándose,
fluctuante, hoy yo y mañana no me encuentra nadie ni yo mismo me encuentro
porque uno es lo que es mientras dura el disfraz” (José Donoso, El obsceno
pájaro de la noche, Barcelona, Seix Barral, 1970:155)
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