jueves, 21 de abril de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (33)


CAPITULO
33

La seria postura que Lolei manifestó la noche del porro me obligó a moverme con mayor certeza y buscar caminos seguros para su futuro.
Él tenía miedo de quedarse solo otra vez, de que fuera abandonado y no pudiera sobrevivir. Y esta vez el temor era auténtico: pasaban los meses, se acercaba el fin de año, se acercaban mis ansiadas vacaciones y yo no podía continuar encadenado a él. Si resultaba problemático salir un sábado por la noche, habría que imaginarse lo que hubiese sido tomarme siquiera una semana entera para pasar las fiestas con mi familia, a trescientos kilómetros de La Plata. Él entendía perfectamente la situación y adivinaba las posibles consecuencias.
A esa altura de los acontecimientos, tampoco yo lo hubiera aceptado. Nunca me interesaron las fiestas navideñas, mucho menos importancia les daría ese año. Con o sin los absurdos festejos de por medio, hacia esa fecha se cumplirían alrededor de siete meses de permanecer en La Plata sin ver a buena parte de mi familia, de mis amigos, de mi ciudad. Y aunque en el fondo no me preocupaba demasiado esta circunstancia, también era cierto que un descanso fuera de ese ámbito no me vendría nada mal.
Había sido un período intenso y agotador. Fueron demasiados sucesos en poco tiempo, más de los que hubiese deseado vivir. Sin dudas la presencia del viejo y la relación que nos fue juntando hizo que cada día pareciera más largo, cada suceso más crecido, cada vida más cargada. A mí me aparentaba estar viviendo dos vidas a la vez, una más problemática que la otra. Y sin dudas, esta era la de Lolei. Por lo pronto, ambos sabíamos que la aventura no podía durar mucho más y la búsqueda de una solución para su porvenir era urgente.
Veníamos arrastrando sinsabores en ese sentido desde que nos habíamos conocido. No fue que nos pusimos a actuar a último momento. El planteo se lo había hecho desde el vamos, cuando ya era evidente que quedaría a su cargo. Y eso ocurrió apenas nos hicimos amigos, en esos días en que yo pasaba por su casa, hablaba con él, compartíamos alguna vianda que yo llevaba, lo ayudaba en cuestiones del quehacer diario, pero sin involucrarme más de la cuenta.
De repente la poca gente que se le acercaba para tenderle una mano, como la tal Marcela de la limpieza o los evangelistas que cada día le acercaban un plato de comida, desaparecieron para siempre. Tiempo después, cuando la situación era irreversible, me confesó que los había ‘despedido’ amablemente. “El pibe del departamento I se va a hacer cargo de mí”, dijo que les dijo. Y no volvieron más.
Después de esa confesión, comprendí que no era yo quien me había enredado con el viejo sino que el viejo me había atrapado a mí. Me metió en su casa y en su vida casi por obligación. Pero a esa altura, cuando me lo contó, no había nada para reprochar.
Las cosas se dieron así y punto. Estábamos los dos jugados y con pocas fichas.


La primera excursión que había ensayado para intentar remediar el deplorable presente de Lolei fue en hospital Rossi. Por pedido del viejo, traté de contactarme con su médico personal, el Dr. Sánchez Pacheco. Este profesional linajudo era quien le había ordenado que se realizase unos estudios neurológicos apenas comenzó a sentir síntomas de debilitamiento y su estado de salud empezaba a decaer. A juzgar por la fecha de los resultados, habían pasado dos años. Fueron los primeros y últimos exámenes realizados. Con ese escaso antecedente entre mis manos fui a visitar al médico al hospital.
Unos días antes había hecho un intento más osado: llamarlo a su teléfono particular, supongo que a un horario incómodo para un trabajador de la salud, y explicarle la situación. “Soy fulano, le hablo de parte de mengano, él me pidió que lo llamara a usted, está atravesando una situación difícil, quería saber si existe la posibilidad de que lo visitase, etc”, pude haberle dicho.
Con un tono seco aunque no descortés, me recomendó que fuera a verlo personalmente al hospital, “atiendo todos los días a partir de las nueve”.
Quise explicarle la dificultad de trasladar al paciente y su respuesta fue tajante: en el hospital Rossi, a partir de las nueve de la mañana. Agradecí su atención y colgué.
Lolei ni se inmutó cuando le comenté las pocas alternativas ofrecidas por el médico. Sabíamos que era imposible movernos hasta el hospital. De inmediato adiviné cómo continuaría el trámite. “Mañana mismo voy a verlo”, comuniqué, redundante, pues no cabía otra opción.
El Hospital Interzonal General de Agudos Prof. “Dr. Rodolfo Rossi” quedaba a unas doce cuadras de nuestra casa. Hacía allí fui caminando una gélida mañana, cuando aún no había despuntado el alba. Conseguir un turno en un hospital público no era sencillo y la atención por orden de llegada implicaba la innoble tarea de madrugar y resignarse a esperar.
Llegué lo más temprano que pude y ya había unas treinta personas aguardando por el mismo cometido. Prevenido, había llevado unos apuntes para repasar. Esa misma mañana tenía un examen y era mi última oportunidad para regularizar esa materia. Finalmente no llegué a tiempo y quedé libre; nunca más pude recursarla. Pero esa es harina de otro costal.
Obtuve mi turno correspondiente y seguí esperando, mientras observaba el entorno de pacientes desparramados en la sala. Madres con sus pequeños en brazos, ancianos tullidos, el ir y venir de enfermeras y mucamas, el bullicio, el aroma aséptico, el tiempo acelerado. Dos horas más tarde –tal vez hayan sido más- entré al consultorio del Dr. Sánchez Pacheco.
Me recibió con seriedad, apenas me tendió la mano y sin ambages, preguntó el motivo de mi consulta. Sinteticé lo que pude, mostrándole el estudio que llevaba dentro del gran sobre marrón, rubricado con su firma y su sello. Lo abordé, equivocadamente, como si en lugar de un simple paciente fuera un viejo amigo de Lolei. El viejo me había vendido esa imagen de su médico. Pero resultó que era uno más de los cientos de enfermos que atendía cada día.
-Ese estudio es muy viejo-, me alertó con sequedad. Repetí casi el mismo discurso de mi presentación y sólo pude agregar una pregunta, quizá la única que se me ocurrió: “¿qué podemos hacer de ahora en adelante?”.
-Traelo para que lo vea-, sentenció.
Intenté explicar lo dificultoso que resultaba. No se dejó impresionar por mi ruego. Porque ya para entonces mi acento era suplicante.
-Apenas si puede caminar unos metros hasta el baño y necesita la ayuda de otro -insistí yo-, no hace nada por sus propios medios, vive en medio de un chiquero, no tiene un solo peso, está cada día más debilitado.
No obtuve más respuesta que una mirada intrascendente. Entonces apelé a mí último recurso: le pedí que se acercara hasta la casa para revisarlo; yo le pagaría la visita.
-No hago visitas a domicilio, si querés que lo vea, traelo a partir de las nueve de la mañana-, respondió categórico, inflexible, inhumano.
-Gracias, muy amable, su gesto me conmueve-, dije levantándome de la silla y tendiéndole la mano para despedirme.
No me devolvió la reverencia, tampoco contestó el saludo. Me demoré unos segundos para meter el sobre en la mochila, como aguardando en ese ademán un signo de arrepentimiento, de lástima hacia Lolei. O un insulto hacía mí. “Tal vez cambie de opinión”, pensaba. Pero cuando alcé la vista ya tenía en su mano la ficha del próximo paciente en espera y se encaminaba hacia la puerta. Pasé a su lado esquivándolo, sin mirarlo, y salí.
Lolei se sorprendió por la frialdad con que fui recibido.
-Es raro, el Dr. Sánchez Pacheco es casi una eminencia, siempre me trató de la mejor manera-, justificó.
-Pues será todo lo que quieras, pero a mí me cortó el rostro –hice una seña cruzándome la cara con un dedo- y me atendió como el culo.
Supuso que había actuado así porque no me conocía. Sugerí que fuéramos hasta el hospital, como el médico lo había solicitado. Respondió con una de sus frases de cabecera: “no voy a poder”.
-Entonces qué hacemos-, pregunté. El viejo no dijo nada-. Si se nos agotan tan rápido las ideas no vamos a llegar a ninguna parte-, reproché.
Debo aclarar a esta altura que Lolei tenía una palmaria tendencia a delegarme responsabilidades, aún aquellas que lo involucraban en cuestiones esenciales. Aposté a una nueva alternativa: que fuera él quien hablara por teléfono con su médico.
-No tengo cómo hacerlo-, se atajó de inmediato, siempre poniendo un pero a cualquier atisbo de solución.
-Pero yo sí tengo-, dije expectante, como si hubiese descubierto la vacuna contra el sida. A veces se nos agotaban las ideas; otras nos pegábamos una formidable siesta mental.
Bajé a la noche con mi teléfono celular, del tamaño aproximado de un estuche para anteojos.
-¿Y eso qué es?-, preguntó sorprendido el viejo. Tuve que explicarle que ahora existían teléfonos sin cable. En esa época no abundaban los móviles y para él resultaba una novedad digna de asombro.
-Hagamos la prueba: no te pongas nervioso pero acudí a la clemencia si hace falta. Sabés cómo hacerlo…-, demandé.
Marqué el número de Sánchez Pacheco y le alcancé el teléfono. Atendió otra persona y al cabo de unos segundos le pasaron con su médico. Como lo notaba inquieto, me alejé hasta la puerta para que hablara relajado, para que no se sintiera intimidado. Por ahí alguna mentira surgía con más naturalidad si estaba solo.
Por lo que alcanzaba a oír, la conversación transcurría por caminos similares a los transitados por mí en el hospital. El viejo decía “me es imposible salir de acá, no puedo ir hasta el hospital, le agradecería que usted viniera a verme, créame que no estoy en buenas condiciones”.
Adiviné que el doctor estaría respondiendo lo mismo que antes. Lolei lo corroboró después de cortar la comunicación.
-No hubo caso, quiere verme en el hospital-, dijo angustiado.
-¿No conocés a otro médico más compasivo?-, cuestioné al rato-. Hace cuarenta años que vivís en esta ciudad, tenés infinidad de amigos, no es posible que no conozcas a otro médico-, dije ya en tono irascible. Que este tipo se vaya a la puta que lo parió. Busquemos otro.
El viejo se quedó mudo, pensativo. Entendí perfectamente: no tenía un solo amigo, un maldito allegado, un tipo cualquiera con intenciones de verlo o ayudarlo. No tenía a nadie a quien recurrir. Peor aún: no tenía a nadie más que a mí. Traté de serenarlo: “ya veremos, tomémoslo con calma, ya veremos”, le dije.
-Me cago soberanamente en mi puta suerte-, me dije a los gritos, en absoluto silencio.



(XXXIII)
Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Chez Bernard Le Guillon
20 Résidence du Port
Andernos-les-Bains
France

15 Mars 1985
Querido Hugo:
Gracias por tu carta, ¿qué tal estás? Me alegra saber que tienes muchas clases. El único problema es que, lo sabemos todos, esta situación no va a durar. La riqueza adquirida por el trabajo no existe. Yo también sigo trabajando, me pagan bien. Pero si no trabajo, no cobro.
Tengo dos semanas de vacaciones dentro de quince días. Tal vez vuelva a Inglaterra. Tendré que ir buscando otra cosa, porque dentro de dos meses ya no habrá más clases, es verano. Iré a Biarritz.
Hoy escribí una carta de Kate. La vi en Navidad, nos cogimos un pedo juntos. Desgraciadamente estaba con sus primos y eran más grandes que yo, por eso decidí no propasar. Si hubiera estado sola le habría preguntado si podía besarla. Tengo bastante experiencia en ese campo. Pienso que te escribirá, pues pidió tus señas. Quiere trabajar de enfermera en Argentina.
¿Has arreglado tu riña con Vinicio? Leímos lo de tu pelea en los periódicos, aún había gente en las calles coreando ‘Hugo, borracho, mil veces más plomo’.
Como ves, ya no vivo donde estaba antes. Me cogí un pedo y puteé a todo el mundo. Le dije malas cosas, no sé por qué… nadie me había hecho nada.
Me gustaría verte antes de que te fueras, pienso mucho en ti. Nuestros viajes a Valencia, a Badajoz, nuestras visitas al cine, tu carta de renuncia, nuestras peleas cuando estábamos borrachos, nuestros bocadillos. Todo eso lo guardo como un buen recuerdo, y te lo debo a ti. Nunca podré ayudarte con dinero, lo haría de buena gana si pudiera como tú me ayudaste a mí. ¿Qué hubiera hecho sin ti, Hugo?
Me despido de ti con un gran abrazo. Escríbeme, querido amigo
Alan


PS: Estoy en un bar. ¿Te acuerdas cuando íbamos al bar con música enfrente del otro? Tú ponías ‘Qual idea’, de un conjunto italiano. Pues ahora estoy escuchando la misma canción.


lunes, 11 de abril de 2016

Afiches

Mi amigo con  aires de publicista me acercó algunos afiches para promocionar el libro de la historia de Lolei
Lo quiero mucho a mi amigo, como a un hermano. Tanto lo quiero que muchas veces, por ese carácter de mierda que tengo, no me animo a refutarle con firmeza algunas ideas que considero inadecuadas. 
¿Viste cuando tu vieja se zafa con una palabrota en el medio de una cena con invitados que no conoce, o desliza un comentario medio racista, bastante a destiempo, o bien pelotudo, haciéndote quedar como el culo adelante de todos, pero no querés decirle nada para no contrariarla, simplemente porque quien está diciendo esa barbaridad digna de hacerte esconder seis metros bajo tierra es tu vieja? ¿Viste cuando no podés/sabés decir "no"? 
Bueno, algo así pinta la cosa. Con mi amigo es parecido. El tipo viene un día, derrochando buenas intenciones, y te ofrece una mano desinteresada (como corresponde a un amigo) para que "puedas vender ese libro que escribiste con tanto esfuerzo"
"Tenés que promocionarlo", te dice tu amigo, "en la Internet está la clave para darlo a conocer", te agrega, revelador. 
Estamos de acuerdo. Y yo acepto, con mi habitual capacidad de no poder negarme a tamaño gesto de solidaridad. 
Si a casi nada me niego, imagínense a un ofrecimiento semejante. 
"Te puedo hacer unos afiches", se lanza como si fuera una eminencia en la materia del marketing y la publicidad, esas cosas que uno no maneja con destreza porque, cómo decirlo sin ponerse colorado, al fin y al cabo uno está para escribir historias más o menos pasables, y de ese tema de la publicidad no conoce mucho, no se mete, no entiende. De pedo puedo escribir un relato, de pedo puedo animarme a publicarlo. ¿Promoción, publicidad, anuncio, divulgación? Uff, qué pesado es eso, no me da la cara... 
"¿Pero vos sos pelotudo? ¿Con esa actitud pensás vender tu libro?" 
No tengo respuesta, porque mi amigo tiene razón. Lo descubre en mis palabras y en mi cara de desconcierto. "Despreocupate querido, yo te ayudo". Me tira un salvavidas. 
"Uy, qué bueno...", respiro, 
Si algo me viene bien en este momento de estancamiento, de modorra, de retraimiento, de ganas de esconderme, todo eso junto, es el timbrazo de ese amigo con aires de publicista que me devuelva un céntimo de confianza.
"Unos afiches que sean divertidos", te aclara el tipo, "hay que sacarse un rato el corset de lo establecido, hay que jugar un poco, hay que romper los esquemas, romper un poco las bolas, hay que buscar lo lúdico en la reacción del otro..."
"Hay que... qué sé yo lo que hay que...", pienso y lo miro serio. "De eso entendés vos, no me expliques nada. Te doy vía libre, hacé lo que quieras, confío en tu capacidad de todo eso que me decís...", lo despido con la sensación de que aceptaré de buena gana cualquier cosa. En el fondo no me importa. Antes que nada, cualquier porquería es buena. 
"Ya vas a ver, te van a gustar", me dice y "chau, después te los mando..."

***********

Dos días después recibí el primer correo electrónico de mi amigo con aires de publicista. Un archivo adjunto, un mensaje breve: "Decime qué te parece. Te mando uno, si te gusta, tengo otros del mismo estilo. ¡¡Son un garco de risa!!". Fin del comunicado. Abro el adjunto y veo esto: 


"No está nada mal. No es muy original que digamos, pero tiene onda", pensé. El hecho de ver a Mirtha Legrand promocionando a "mi" Lolei me provocó una mezcla de asombro y asquito. Impensado por donde se lo mire. Pero no me molestó. Al fin y al cabo, presentar a esa mujer en situación de ridículo, jugando con palabras muy propias de su léxico mohoso, tenía cierta gracia. Entendí la explicación de mi amigo cuando pregonaba eso de "romper un poco las bolas". Por lo demás, su elección fue acertada: él siempre supo que, desde que tengo uso de razón (de esto hace ya muchos años), consideré a la Legrand como un vejestorio lleno de prejuicios, además de ególatra, ignorante, miliquera, arpía, culo con rosca, ególatra, malintencionada, soberbia, petulante, zaina, mala leche, y ególatra. Entre otros. Sabe, mi amigo con aires de publicista, que está dentro de los personajes públicos que me generan poco y nada de simpatía. 
Punto a favor para su iniciativa.

Dudé un momento antes de responderle: a mí no me molestó presentar en semejante situación a esa mujer, pero ¿qué pasará con quienes sí la aceptan y no tienen el sentido del humor adiestrado para notar que en ese juego de palabras no entran mis impresiones personales sino, simplemente, una paráfrasis de su propia personalidad, utilizada con fines publicitarios? ¿Se sentirán heridos, y de tal modo se desinteresarán por el libro? Entonces, ¿todo esto resultará productivo?
De inmediato comprendí que es imposible satisfacer a todo el mundo. Que a mí no me caiga bien Mirtha Legrand (del mismo modo que ocurre con una larga lista de presentadores "famosos" del mundo de la farándula, idolatrados por muchos pero ignorados por mí) no debería generar mayores desencuentros. 
"No resuelvo nada con censurar los criterios humorísticos de mi amigo con aires de publicista", pensé. 
Y terminé aceptando el resto de sus ocurrencias.
Fue enviándomelas una a una...


**********

Mal hubiese hecho en buscar una correspondencia ecuménica. Muy mal. Es imposible agradar a todo el mundo. Es la vida misma, qué joder. Y ejercer la censura ante mi amigo, no dando a conocer el fruto de su trabajo solamente por no querer disgustar a algunos, no me lo hubiese perdonado. 
Él mismo me lo aclaró: "El que se quiera enojar, que se enoje. Y si no que se jodan. Yo detesto las propagandas de Cola-Cola, que son una oda a la búsqueda de la falsa felicidad. Igual que las de cerveza Quilmes o las de Movistar, o de Personal, todas esas garchas, que lo único que te muestran son jóvenes lindos de físico perfecto bailando en las playas, queriendo generar la idea de que la diversión y la felicidad son la misma cosa, y si tomás esa birra o usás no sé que plan de teléfono sos más poronga que cualquiera y tenés más chances de garcharte a la mejor mina, que es tan piola como el tipo porque chupa la misma cerveza y usa el mismo celular, y si vos no hacés eso sos un boludo bárbaro, que si la pasás mal es porque querés, porque estás afuera del sistema de felicidad que esos productos te proponen. Al final son todos una manga de forros. Pero por más que yo lo vea así, medio mundo toma Quilmes, habla por Movistar, destapa felicidad con una Coca Cola, caga divino porque se limpia el culo con papel higiénico Elite o es más fuerte y exitoso porque come el yogurt de Carlitos Tevez. Aunque seas un gordo lleno de granos o una mina más fulera que mi tía, te tomás una Sprite y pasás a ser como un rey. Bueno, querido, yo detesto a esos publicistas y sin embargo sus idioteces les surten efecto. El que quiera enojarse con mis afiches, que se enoje y listo...".

No creo que su explicación deba ser opacada por mis consideraciones. Si estoy o no estoy de acuerdo con su postura no tiene la menor relevancia. Lo cierto, lo inequívoco, es que fui abriendo uno a uno los modelos publicitarios para que eligiera el que más me gustara. A suerte y verdad, sin medir consecuencias.
Llegó este


y pensé: ¿quién podría enojarse? Seguramente los hinchas de Boca. Pues bien, qué mala suerte.
Entonces abrí este


que tal vez no caería simpático a quienes suponen que Fantino es un buen entrevistador. ¡Pero qué pena!
Y seguí con este


que seguramente fastidiará a los macristas y también a los antikirchneristas, que son unos cuantos, y muchos bastante cortos de cincha para las humoradas, sobre todo después de la cuestión de la grieta y esas cosas. 
Lo mismo con este,


con este,


y con este.



Y por último me llegó el menos problemático, porque este personaje de Capusotto no molesta a nadie, siempre siguiendo la tesitura ideológica de mi amigo con aires de publicista.


**********

No me he puesto a analizar qué clase de efectos provocarán estos afiches. Tampoco me detendré a pensarlo. A esta altura, la gauchada de mi amigo con aires de publicista es más valorable que cualquier hipotética reacción negativa. Allá ellos y sus esquemas de interpretación. Los que lo acepten y los que lo aborrezcan.
Sí trato de conjeturar qué suerte tendrá "Lolei" después de esta arenga publicitaria.
"Te lo van a sacar de las manos. Andá preparando una segunda edición del libro", intenta tranquilizarme mi amigo en su último mensaje por correo electrónico, exultante de optimismo. Yo no me quedo tan tranquilo...
Eso de la publicidad no es lo mío, queda bien claro. Pero prefiero rendirme a las buenas intenciones de la amistad. Me resulta más confiable. Que sea lo que tenga que ser. 
De hecho, creo que seguiré contando con sus habilidades para las próximas campañas de ventas de este libro. No sé, mi amigo tiene algo de contagioso con ese asunto de la confianza y el optimismo...

sábado, 9 de abril de 2016

Libros amigables (3)

En movimiento. Una vida

(Oliver Sacks)
Anagrama - 456 págs.


La autobiografía del reconocido neurólogo, fallecido en 2015, estalla con una evocación intensa de su pasión literaria, su homosexualidad castigada, su vocación científica y su imperativo vital. Un libro agradable de principio a fin.

La primera tentación al tomar este libro es mirar las fotografías. Parece un “pecado” dejarse llevar por esa curiosidad cuando nos encontramos frente a un volumen de casi quinientas páginas, pero ver esas imágenes también es un ejercicio que nos ayudará a comenzar a comprender lo que luego corroborarán sus palabras. Entonces veremos a Sacks rodeado de libros en Oxford, de estadistas en Jerusalén, de camioneros en Alabama. Lo veremos con el torso desnudo levantando pesas en Los Ángeles, practicando buceo en Australia. Tocando el piano en su casita de Topanga Canyon. Luciendo su figura atlética y campera de cuero sobre la imponente BMW R60 que le llevó por media América con una insaciable sed de vida y conocimiento. Remangándose la bata blanca para atender a sus pacientes neurológicos del Bronx neoyorquino. Tomando el pelo al actor Robin Williams en el plató de la película Despetares. Con sus hermanos, con sus padres, con sus amigos y colegas. Pero sobre todo, veremos a Oliver Sacks escribiendo. Escribiendo en todas partes, a todas horas. Escribiendo en el tren y al salir de la estación, sobre el techo del coche y en el albergue de montaña, en la orilla del mar y en Machu Picchu. A Oliver Sacks se lo ve escribiendo sin parar como si no hubiera un mañana.
Y entonces comenzamos a descubrir que además de científico, de neurólogo, de apasionado divulgador de los misterios de la mente, Oliver Sacks era un gran escritor.  Fue un hombre que con un estilo brillante, profundo y transparente pasó a ser considerado un clásico de la escritura científica del siglo XX, entre una lista muy corta de autores que han trascendido la frontera entre las letras y las ciencias que pugna desde hace siglos por convertirnos a todos en unos ignorantes funcionales. Un hombre que con las palabras puso sentido a sus investigaciones. Y con esta autobiografía, En movimiento. Una vida, termina de confirmar sus cualidades literarias.
Oliver Wolf Sacks (Londres, 1933-Nueva York, 2015) fue conocido como neurólogo y como divulgador de los misterios de la mente, a los que dedicó libros devorados por científicos y legos como Despertares o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, basados en casos de pacientes neurológicos a los que había tratado, pero transformados de algún modo en historias, en una narrativa para uso de buenos lectores.
Sacks creció en el Londres de los años 50 en el que a los homosexuales -bien lo supo Alan Turing-, les aplicaban la castración química. Hijo de una pareja de médicos de cabecera de origen judío, cuando la madre de Sacks se enteró de que a Oliver le gustaban más los chicos que las chicas le espetó un “ojalá no hubieras nacido”. Quizá por eso y, por alejarse de un hermano esquizofrénico, pero también para explorar a su manera esa enfermedad y “los trastornos afines del cerebro”, decidió marcharse a Estados Unidos tras haber estudiado medicina en Oxford.
Es en su malograda carrera sentimental cuando el autor nos enfrenta a su costado más íntimo, más doloroso, pero a la vez más fresco, hasta irónico con su homosexualidad. Empezó con un enamoramiento frustrado a los 20. “Yo no soy así pero aprecio tu amor”, le espetó él y se fue con una mujer. Y otro una década más tarde con un compañero culturista en el Gimnasio de Muscle Beach en Los Ángeles en el que Sack practicaba la halterofilia y se había ganado el apodo de Míster Sentadilla –solía levantar 270 kilos sobre su cabeza- con idéntico final. Entre uno y otro se inició por fin en el sexo cuando en Amsterdam despertó en la cama de un desconocido, sin memoria de lo ocurrido tras una borrachera descomunal. Tras una fugaz relación con un director de teatro alemán, el médico decidió –no revelas las razones-, cumplidos los 40, abonarse al celibato.
Su pasión se trasladó al estudio, a las investigaciones, a ocuparse con total entrega a los casos más extraños del comportamiento cerebral. Los resultados de sus trabajos se vieron plasmados en sus obras escritas. Los relatos de esas fascinantes y raras enfermedades, la encefalitis catatónica, los síndrome de Tourette y de Asperger, sinestesias y autismos le dieron prestigio en la comunidad científica, aunque no pocos -especialmente otros colegas- lo han criticado al neurólogo por convertir en espectáculo el padecimiento. En su autobiografía, Sacks no esconde esas críticas. Tampoco se defiende. Sencillamente muestra en estas memorias cómo de potente es la conexión directa con sus enfermos, a los que considera personas antes que portadores de síntomas.
Sacks se interesaba tanto por el efecto que los trastornos neurológicos de sus pacientes tienen en sus vidas interiores y en sus rutinas cotidianas como por las manifestaciones fisiológicas de sus enfermedades. Sus escritos sobre sus luchas dan testimonio de la resistencia humana, de la capacidad de la gente para adaptarse a sus infortunios y hasta de encontrar en ellos un estímulo para crear y lograr cosas.
También encontramos al Sacks consumidor de drogas, anfetaminas y el LSD, con el que experimentó sin freno durante los 60, marca un punto de inflexión de su vida, aspecto que ya era conocido por sus lectores porque él mismo se puso como objeto paciente en su libro Alucinaciones. Las luces rojas se encendieron para él cuando comprobó los efectos esquizoides de una nueva droga, el polvo de ángel, que provocó en él un “hasta aquí hemos llegado” y un pase directo al psicoanálisis. Estas experiencias Sacks las cuenta con ligereza, sinceridad y una notable erudición.

En En movimiento se resume una vida, una mezcla de los innumerables diarios de viaje que escribió desde joven, las cartas seleccionadas entre las que enviaba a sus padres y a sus amigos y las rememoraciones escritas en los últimos años, poco antes de su muerte. Y nos revela a un Oliver Sacks en su plenitud vital y literaria.
Y nos deja, sin dudas, un testamento y una piedra preciosa, una lectura placentera y necesaria.



ASI ESCRIBE
(fragmento del Capítulo “En Movimiento”)

“Cuando tenía doce años, un perspicaz maestro de escuela escribió en su informe: «Sacks llegará lejos, si no va demasiado lejos», y así ha ocurrido muchas veces. De niño, a menudo fui demasiado lejos con mis experimentos de química y llené la casa de gases tóxicos; por suerte, nunca llegué a quemarla.
Me gustaba esquiar, y a los dieciséis años fui a Austria con un grupo de la escuela para practicar esquí alpino. Al año siguiente viaje solo para practicar el esquí de fondo en Telemark. El esquí fue bien, y antes de tomar el ferry para volver a Inglaterra, me compré dos litros de aquavit en el duty-free y luego me dirigí al control de fronteras noruego.
A los oficiales de aduanas noruegos les daba igual el número de botellas que me llevara, pero me informaron de que sólo podría entrar una botella en Inglaterra, y que los agentes de aduanas británicos confiscarían las demás.
Subí a bordo con las dos botellas y me encaminé a la cubierta superior. Era un día luminoso y despejado, muy frío, pero como llevaba puestas las cálidas prendas de esquiar, eso no me pareció ningún problema; todo el mundo se quedó dentro, y tuve toda la cubierta superior para mí solo.
Tenía mi libro –estaba leyendo Ulises, muy lentamente– y mi botella de aquavit. No hay nada como el alcohol para calentarte por dentro. Arrullado por el movimiento suave e hipnótico del barco, y dando un sorbito de aquavit de vez en cuando, me quedé en cubierta, absorto en el libro.

En cierto momento me sorprendió descubrir que me había bebido, a sorbitos cada vez más largos, casi la mitad de la botella. No noté ningún efecto, por lo que continué leyendo y bebiendo, inclinando la botella cada vez más ahora que estaba medio vacía. Me sorprendió bastante comprobar que estábamos atracando; tan absorto había estado en la lectura del Ulises que el tiempo me había pasado volando. Ahora la botella estaba vacía. Seguía sin notar ningún efecto; el licor debía de ser más suave de lo que decían, me dije, aun cuando la etiqueta afirmaba que tenía «50 grados». No aprecié ningún problema, hasta que me puse en pie y enseguida me caí de bruces. Aquello me sorprendió enormemente: ¿acaso el barco de pronto había dado un bandazo? Así que me levanté y de inmediato me volví a caer”.

sábado, 2 de abril de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (32)




CAPITULO
32




El viernes 25 de mayo de 1973, el diario platense El Día publicó un nuevo artículo de Lolei, otro esmerado trabajo surgido de las investigaciones sobre los antepasados de su familia política. El texto indagaba aspectos menos conocidos de Aristóbulo del Valle y sus vínculos familiares, que tenían entonces escasa relevancia en los trabajos biográficos del político.
Lolei me comentó que se valió de los beneficiosos aportes de Marta del Valle, sobrina de don Aristóbulo y prima de Lola, con quien mantuvo una estrecha relación, más allá del parentesco. Marta, también muy interesada en su historia parental, lo dotó de material de primera mano o libros que relataban la trayectoria de su tío, a los que ella aprobaba o criticaba con extensas y precisas anotaciones en los márgenes de las páginas.
El artículo se tituló “Una histórica partida de nacimiento: Aristóbulo del Valle y Julia Tejedor” y está acompañado de un retrato a una columna del político.
Relata lo siguiente:




“De los trabajos biográficos escritos sobre el Dr. Aristóbulo del Valle, ninguno menciona el nombre de su esposa, ni siquiera que el ilustre tribuno fuera casado. Su matrimonio, realizado en Buenos Aires, reviste la curiosa coincidencia de convertirlo en sobrino de quien habría de ser, con el correr del tiempo, su irreconciliable opositor político.
“En el libro 5 de Matrimonios, folio 128, de la Iglesia de Monserrat, se registra la siguiente partida:
“En 19 de octubre del año del Señor de 1865, habiendo el Sr. Provisor y Vic° Gral. Dispensado las tres conciliares menciones sobre el matrimonio que libremente (como consta del boleto N° 955 que se registra en este archivo), intentaba contraer D. ARISTOBULO DEL VALLE, de 20 años de edad, natural de Buenos Aires, hijo legítimo de D. Narciso del Valle, natural de Buenos Aires, y de Da. Isabel Valdivieso, natural de Buenos Aires, con Da. JULIA TEJEDOR, de estado soltera, de edad 25 años, hija legítima de D. Martín Tejedor y Da. Jerónima Monterroso, natural de Buenos Aires, no habiendo resultado impedimento alguno canónico, y estando hábiles en la doctrina cristiana y dispuestos a la Confesión y Comunión Sacramental, enterado en su libre y espontáneo consentimiento el Pbro. D. Cayetano Misente, Teniente Cura de esta Iglesia, lo desposó por palabra de presente in facie Ecclesiae, según la forma ritual, siendo testigos don Carlos Tejedor, de 48 años de edad, domiciliado en la calle San Martín y Da. Isabel Valdivieso, de 40 años de edad, natural de Buenos Aires, domiciliada en la calle Venezuela n° 461. Y en señal de verdad lo firmamos. El cura de la Parroquia: Manuel Velarde”.
“La novia, bautizada en la misma iglesia el 24 de enero de 1845 (libro 7 de Bautismos, folio 287), había nacido el 29 de noviembre de 1844, de manera que al casarse contaba también con 20 años y no 25, como por error se asienta en el acta transcripta. Muertos los padres en 1859, Julia y su hermana menor, Dolores, fueron criadas y educadas como hijas por el tío paterno, Dr. Carlos Tejedor, y su esposa Da. Etelvina Ocampo y de la Lastra.

Federales y Unitarios
“¿Habrá sido del agrado del Dr. Carlos Tejedor la elección de su sobrina? Muy lejos estaba el novio de ser un buen partido para una joven como Julia, criada con todos los halagos y comodidades que la posición y económica y social que su tío podía brindarle. Aristóbulo del Valle ocupaba en ese entonces el modesto empleo público de Escribiente 1° en las oficinas de la Contaduría General de la Nación, con cuyo sueldo costeaba sus estudios de abogacía, que finalizó recién en 1869.
“Pero además Aristóbulo era hijo del Coronel Narciso del Valle, Edecán del Gobernador Juan Manuel de Rosas, de quien era ferviente partidario.
“Al producirse la revolución de 1839 para derrocar al Restaurador (siendo uno de los conspiradores Carlos Tejedor), el Coronel del Valle y su ayudante, el joven Capitán Juan Florencio Monteagudo y Echeverría, organizaron las milicias que sofocaron el levantamiento en Dolores. En Buenos Aires, frustrado también el movimiento, Tejedor fue a parar a la cárcel, hasta que, indultado por Rosas, se exilió del país y no regresó hasta después de Caseros.
“¿Cuáles serían los sentimientos del enérgico y voluntarioso Dr. Carlos Tejedor hacia su sobrino político? Más aún, muerto el Coronel del Valle el 6 de agosto de 1849, la madre de Aristóbulo casó el 5 de junio de 1850 con el capitán Monteagudo y Echeverría, cuyo hermano Eleuterio había contraído matrimonio en 1837 con Da. Balbina Josefa Elordi y Maza, nieta del Dr. Manuel Vicente de Maza, distinguido miembro del partido federal y a la sazón presidente de la Legislatura. Del primer hijo varón de este matrimonio fueron padrinos D. Juan Bautista Ortiz de Rozas (primogénito del Gobernador) y su esposa Da. Mercedes Fuente y Argibel (prima hermana de Da. Encarnación Ezcurra de Rosas)
“No es extraño suponer que el joven Aristóbulo –con demasiada tradición federal en la familia- haya despertado poca simpatía en el unitario Dr. Tejedor, a cuyas convicciones políticas sumaba el recuerdo de sus tíos Dionisio y Nicolás. El Mayor Dionisio Tejedor, Ayudante de Campo del General Paz, fue alevosamente asesinado  desde una azotea el 23 de junio de 1829 al entrar a Córdoba, mientras llevaba en la mano una bandera parlamentaria para intimar la rendición de las fuerzas de Facundo Quiroga, que había ocupado la ciudad. Por su parte, Nicolás Tejedor fue “uno de los jóvenes más entusiastas por la causa de la libertad, abandonó al azar de una causa sin suerte su vida, intereses y porvenir. Partió para el ejército y luego le tocó morir entre los soldados de Lavalle, por las mismas causas que su hermano había caído al lado del General Paz”, según cuenta Ángel Carranza en su “Bosquejo histórico acerca del Dr. Carlos Tejedor y la Conjuración de 1839.
“Enemigo de Rosas fue también el Dr. Pastor Obligado y Tejedor, primer gobernador constitucional de la provincia de Buenos Aires.

La personalidad de Julia Tejedor
“Lo cierto es que Julia Tejedor aceptó enamorada al joven estudiante de Derecho que sólo contaba con un modesto empleo público, y mantuvo inalterable el afecto de la unía a sus tíos –y padres de crianza-, a quienes visitaba con asiduidad. Los avatares políticos que enfrentaron a estos dos grandes hombres públicos –del Valle y Tejedor- no influyeron en sus sentimientos.
“Cuando con motivo de su muerte –el 11 de abril de 1918- las crónicas sociales del periodismo pusieron de relieve su personalidad, su distinción y su prosapia patricia, un solo diario destacó un aspecto de Da. Julia Tejedor que vale la pena tener en cuenta: “…compartió con del Valle los duros comienzos de una vida que no fue holgada ni menos cómoda para el ilustre hombre político que conquistó su posición y fijó su porvenir con el esfuerzo perseverante de su trabajo. Fue ella la compañera consoladora y enérgica de las horas difíciles y angustiantes de la incertidumbre juvenil, y en muchas ocasiones fue ella quien tuvo en sus manos el libro en el que del Valle aprendía y a la vez le animaba con su palabra y su fe en el porvenir (…) Sería difícil poder decir de aquellos tiempos, cuanto debía del Valle en el comienzo de su vida, a su propio esfuerzo o a la energía de su compañera…” (El Diario, 12 de abril de 1918)
“La vida mundana de Julia Tejedor comenzó años después de su casamiento, cuando su marido consolida una posición económica holgada y se convierte en un político expectable. Fue entonces ella una persona culta y refinada que compartió todos los gustos y las inquietudes de Aristóbulo: el interés por la política, su afición artística y los viajes a Europa. E hizo el papel de exquisita anfitriona en un hogar visitado continuamente por personalidades del mundo político y social.

del Valle y Tejedor
“Unidos por un parentesco cercano –nunca mencionado- estos dos hombres notables aparecieron siempre en terrenos políticos opuestos. Así, en 1876, con motivo de las elecciones para gobernador y vicegobernador de la provincia de Buenos Aires, dos fórmulas opositoras se presentan en pugna por la primera magistratura bonaerense: Carlos Tejedor-José M. Moreno y Aristóbulo del Valle-Leandro N. Alem. Triunfó la primera.
“La revolución de 1880 los enfrenta nuevamente. Tejedor, gobernador de Buenos Aires y candidato a la presidencia de la Nación, se levanta en armas contra el presidente Nicolás Avellaneda, que prohijaba la candidatura del general Julio Argentino Roca. Del Valle, presidente del Senado, apoya al gobierno nacional en contra de Tejedor, a quien esta vez le tocó perder, renunciando a su cargo de gobernador y retirando su candidatura a la presidencia.
“En esa revolución de 1880, que dejó en Buenos Aires un saldo de más de 5 mil muertos, también combatió a favor del gobierno nacional el Tte. Cnel. Florencio Monteagudo –hermanastro de Aristóbulo del Valle- como 2° Jefe del Regimiento 12 de Caballería. Un año después, en 1881, este militar contrajo matrimonio con Dolores Tejedor, hermana de Julia y la sobrina menor del Dr. Tejedor.
“Cuando el 29 de enero de 1896 falleció repentinamente el Dr. Aristóbulo del Valle, su esposa abandonó definitivamente la vida social, imponiéndose un voluntario  retiro en su hogar. Da. Julia Tejedor de del Valle falleció en Buenos Aires a los 73 años de edad, Al sepelio de sus restos, realizado en el cementerio de la Recoleta, asistieron el presidente de la República, el vicepresidente, ministros y numerosos actores del mundo político y social porteño.
“(En La Plata residen dos sobrinas carnales del Dr. Aristóbulo del Valle: Dolores Monteagudo Tejedor de Marziali, a la vez sobrina carnal de Julia Tejedor, y Da. Noemí Bermejo Monteagudo de Hirschi, viuda del Dr. Jorge Hirschi, distinguido profesional platense, y sobrina del Dr. Antonio Bermejo, destacado jurisconsulto, político, legislador, ministro nacional y presidente de la Corte Suprema de Justicia desde 1905 hasta 1929, y quien durante la Revolución de 1880 combatió en las filas que apoyaron al Dr. Carlos Tejedor.)”



Por aquellos días, Lolei había reencaminado con éxito su carrera de Derecho. Desde hacía dos o tres años rendía alguna materia en condición de alumno libre, con logros dispares. Sus prioridades estaban centradas en su trabajo en el Ministerio y en su matrimonio, que no atravesaba su mejor momento.
Alguna noche se animó a confesarlo: “mi matrimonio nunca tuvo una etapa de plenitud; era una lucha casi diaria mantenerlo vivo. Había días fantásticos, semanas serenas, tardes tensas, noches lujuriosas, mañanas armónicas, meses insostenibles. Peleábamos mucho, siempre peleamos mucho. Yo cada tanto escapaba. Pero las evasiones con el tiempo perdieron efecto y cada vez tenían menos sentido. Tomar la decisión de terminar la carrera de abogacía fue una resolución que involucraba varias necesidades: una personal, relacionada con la obtención de un logro satisfactorio en una empresa iniciada hacía más de quince años, y otro que apuntaba a conformar aspiraciones familiares, las de la mía propia que ansiaba contar en sus filas con un hijo universitario, y las de mi esposa, que insistía en las posibilidades de nuevas alternativas laborales y económicas. A mí en el fondo ya no me interesaba ejercer como abogado, pero la sola ostentación del título podía abrirme nuevas puertas. Mientras tanto, el estudio me permitía tomar distancia de mi hogar y servir de excusa para aislarme cuando quisiera”.
A mediados del 68, un mes después del homenaje a Florencio Monteagudo en La Providencia, Lolei aprobó sin mucho brillo Historia Constitucional. Volvería a las aulas recién al año siguiente para rendir Derecho Civil III y IV, ambas con buen resultado.
En el 70 obtuvo un distinguido en Derecho Agrario y superó a duras penas Derecho Constitucional. “El tiempo me alcanzaba para rendir dos materias cada año, una a mediados y otra hacia el final. A ese ritmo, al cabo de dos o tres años estaría recibido”, calculó Lolei.
Pero en el 71 fue aplazado en Derecho Social en la mesa de julio, y debió rendir nuevamente en septiembre, donde sí aprobó. No se presentó en la instancia de diciembre. Y tampoco lo hizo durante todo el 72. Los fantasmas del abandono definitivo volvieron a rondar por su cabeza.
-Aquel año -recordó-, preparé un par de materias pero no me presenté. Había vuelto a beber con intensidad y estaba desganado. El tiempo libre lo ocupaba en la lectura o en las biografías. En esa época avancé mucho en la historia de don Aristóbulo-, se justificó.
En el 73 tomó impulso nuevamente y sobre el final de ese año hizo un buen examen para aprobar Derecho Civil V. Quedaban unas pocas asignaturas pendientes, y en un agitado año 74 rindió con éxito Filosofía del Derecho y dos días más tarde, Derecho Internacional Privado.
-Eso fue en julio -comentó el viejo-. Recibí inusuales felicitaciones de mi familia, como si de pronto se hubiera reavivado su interés por mi carrera. Después entendí que en realidad estaban contentos por lo que había pasado a comienzos de ese mes. No te imaginás cómo estaba de exultante mi papá.
No hacía falta ningún adivino para entender ese comentario: el 1 de julio de 1974 moría el presidente de la Nación, Juan Domingo Perón.
En diciembre aprobó Sociología y Derecho Administrativo I. Fue el mejor año en la facultad, después de dos décadas de inconstante voluntad. En agosto del 75, con una calificación sobresaliente en Derecho Constitucional II, Lolei ratificó que el esfuerzo no había sido en vano y como broche al primer paso de su carrera, recibió el título de Procurador.
Desde entonces, el prestigioso diploma otorgado por la Universidad Nacional de La Plata, hermosamente enmarcado detrás de un vidrio, descansó dentro del enorme ropero de la casa de su tía Julia.



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(XXXII)
Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Chez Pazinette
Cidex 307/1
33950 – Lège-Cap Ferret
France

11 Février 1985
Querido Hugo:
Perdóname por no haberte escrito desde hace mucho tiempo, pero no sabía dónde te encontrabas, si en Madrid o en Argentina. Por eso llamé a Mme. Chardy. Espero que vayas bien. Siento que no hayas podido volver a tu país, ¿qué ocurrió?
Mi hermana me dijo que había recibido tu carta, pero todavía no me la ha mandado. Pasé las fiestas en Manchester. Llevé a un chico francés. La pasamos muy bien, cogiéndonos pedos todos los días. Así derroché todo el dinero que tenía y nos volvimos a dos velas. Después fui a buscar trabajo en el País Vasco, San Sebastián, etc, pero no había nada. Aproveché mi estancia para cogerme mis buenos pedos. Me gasté todo el dinero que tenía. Intenté encontrar en Burdeos y nada. Estaba en casa de un amigo. Di una vuelta por todas las academias y no salió nada. Estaba chungo y a punto de volverme a Inglaterra.
Entonces me llamó el jefe de una escuela y me contrató. Trabajo dos días por semana y saco 5.000 francos por mes, que serían unas 50.000 pesetas. Doy clases a unos niños que no quieren aprender el idioma y eso no me gusta. Prefiero dar clases a adultos, son más formales. Tendré que aguantar.
Ahora busco alojamiento en Burdeos. Ya no estudio castellano. Tengo pereza. Mis estudios de portugués tampoco avanzan: cojo un libro, lo ojeo y lo tiro. Paso más tiempo pensando en lo que haré. Me quedaré unos meses en Burdeos y después no sé. Si sigo trabajando tendré vacaciones en abril y me gustaría volver a verte. Te echo de menos, mi mejor amigo. Tal vez tenga otros amigos, pero dondequiera que esté estaré pensando en ti.
Te doy un abrazo muy muy fuerte. Escríbeme pronto, tu amigo
Alan

PS: Te regalo un cuentito, espero que te guste. Se intitula

“Gran pelea entre dos plomos”

Un día recibí una llamada. La persona se llamaba Vinicio, alias ‘Cojones Redondos’. Me dijo que Hugo Cavalcanti había amañado las elecciones de la Academia  y que él era aún más plomo que Hugo. No le creía, y entonces fui a averiguar. En la calle Santa Engracia la gente hablaba de calumnias y que Hugo ‘Chupasostenes’ iba a partir la cara a ‘Cojones Redondos’.
Vi un cartel que decía ‘La batalla de los plomos’. Me acerqué al recinto donde iba a tener lugar la pelea. Había muchísima gente. Vi a los hinchas de Hugo, unas dos mil personas, todas borrachas, gritando ‘Pedo, Borracho, Hugo es más plomo’. Luego vi la hinchada de Vinicio, todos estaban muy tranquilos, leyendo libros para niños. Había silencio.
Entró Hugo, casi en pelotas, un sostén en la cabeza, unas bombachitas rojas, medias amarillas y una capa donde se leía ‘Yo me cojo muchos pedos’ en letras azules. Llevaba una botella en la mano y daba traspiés. Los hinchas se pusieron de pie y comenzaron a cantar el himno, levantando una botella. Cantaron dos veces ‘Vivan las buenas borracheras’.
Luego entró Vinicio, también en pelotas, con una braga en la cabeza, medias rojas, una capa blanca con las palabras ‘Yo escribo libros para niños’. Vinicio cogió el micrófono y dijo: ‘Soy el más plomo, y Hugo es abstemio’. Al escuchar este agravio, Hugo le dio una patada en los cojones, y con gesto victorioso, bebió un trago. Dijo a todos: ‘Hago bostezar a mis alumnos’. Vinicio se levantó y se puso a sofocar a Hugo con el sostén que este llevaba en la cabeza. Le quitó la botella y la colocó en su polla. Hugo gritó: ‘me cago en mis bombachitas’. Le quitó la botella a Vinicio y se la introdujo en el culo. Vinicio se tiró un pedo y la botella salió como una bala; le pegó en la cabeza a Hugo. Se cayó, se levantó, cogió la botella y echó un trago. Volvió a metérsela en el culo a Vinicio. Luego se quitó el sostén, lo chupó dos veces y empezó a sofocar a Vinicio. Este decía ‘¡basta, basta, tú has ganado!’
Hugo estaba extenuado, tirado en el suelo. Se levantó y la hinchada festejó. ‘Hugo es el vencedor’, ‘Patoso, paleto, plomo, cógete otro pedo’, gritaban. Pregunté a un hincha si Hugo se había desmayado. ‘En absoluto –me contestó- tiene un pedo bien gordo’. Vinicio, llorando, dijo que no daba más clases, que iba a seguir escribiendo libros para niños: ‘¡Lo admito: Hugo es el profesor más plomo y aburrido de la Academia, pero yo soy el segundo!’

Fin