En
movimiento. Una vida
(Oliver Sacks)
Anagrama - 456 págs.
La autobiografía del reconocido neurólogo, fallecido en
2015, estalla con una evocación intensa de su pasión literaria, su
homosexualidad castigada, su vocación científica y su imperativo vital. Un
libro agradable de principio a fin.
La primera tentación al tomar este libro es mirar las
fotografías. Parece un “pecado” dejarse llevar por esa curiosidad cuando nos
encontramos frente a un volumen de casi quinientas páginas, pero ver esas
imágenes también es un ejercicio que nos ayudará a comenzar a comprender lo que
luego corroborarán sus palabras. Entonces veremos a Sacks rodeado de libros en
Oxford, de estadistas en Jerusalén, de camioneros en Alabama. Lo veremos con el
torso desnudo levantando pesas en Los Ángeles, practicando buceo en Australia.
Tocando el piano en su casita de Topanga Canyon. Luciendo su figura atlética y campera
de cuero sobre la imponente BMW R60 que le llevó por media América con una
insaciable sed de vida y conocimiento. Remangándose la bata blanca para atender
a sus pacientes neurológicos del Bronx neoyorquino. Tomando el pelo al actor Robin
Williams en el plató de la película Despetares.
Con sus hermanos, con sus padres, con sus amigos y colegas. Pero sobre todo, veremos
a Oliver Sacks escribiendo. Escribiendo en todas partes, a todas horas. Escribiendo
en el tren y al salir de la estación, sobre el techo del coche y en el albergue
de montaña, en la orilla del mar y en Machu Picchu. A Oliver Sacks se lo ve escribiendo
sin parar como si no hubiera un mañana.
Y entonces comenzamos a descubrir que además de científico,
de neurólogo, de apasionado divulgador de los misterios de la mente, Oliver
Sacks era un gran escritor. Fue un
hombre que con un estilo brillante, profundo y transparente pasó a ser considerado
un clásico de la escritura científica del siglo XX, entre una lista muy corta
de autores que han trascendido la frontera entre las letras y las ciencias que
pugna desde hace siglos por convertirnos a todos en unos ignorantes
funcionales. Un hombre que con las palabras puso sentido a sus investigaciones.
Y con esta autobiografía, En movimiento.
Una vida, termina de confirmar sus cualidades literarias.
Oliver Wolf Sacks (Londres, 1933-Nueva York, 2015) fue conocido
como neurólogo y como divulgador de los misterios de la mente, a los que dedicó
libros devorados por científicos y legos como Despertares o El hombre que
confundió a su mujer con un sombrero, basados en casos de pacientes
neurológicos a los que había tratado, pero transformados de algún modo en
historias, en una narrativa para uso de buenos lectores.
Sacks creció en el Londres de los años 50 en el que a los
homosexuales -bien lo supo Alan Turing-, les aplicaban la castración química.
Hijo de una pareja de médicos de cabecera de origen judío, cuando la madre de
Sacks se enteró de que a Oliver le gustaban más los chicos que las chicas le
espetó un “ojalá no hubieras nacido”. Quizá por eso y, por alejarse de un
hermano esquizofrénico, pero también para explorar a su manera esa enfermedad y
“los trastornos afines del cerebro”, decidió marcharse a Estados Unidos tras
haber estudiado medicina en Oxford.
Es en su malograda carrera sentimental cuando el autor nos
enfrenta a su costado más íntimo, más doloroso, pero a la vez más fresco, hasta
irónico con su homosexualidad. Empezó con un enamoramiento frustrado a los 20.
“Yo no soy así pero aprecio tu amor”, le espetó él y se fue con una mujer. Y
otro una década más tarde con un compañero culturista en el Gimnasio de Muscle
Beach en Los Ángeles en el que Sack practicaba la halterofilia y se había
ganado el apodo de Míster Sentadilla –solía levantar 270 kilos sobre su cabeza-
con idéntico final. Entre uno y otro se inició por fin en el sexo cuando en
Amsterdam despertó en la cama de un desconocido, sin memoria de lo ocurrido
tras una borrachera descomunal. Tras una fugaz relación con un director de
teatro alemán, el médico decidió –no revelas las razones-, cumplidos los 40,
abonarse al celibato.
Su pasión se trasladó al estudio, a las investigaciones, a
ocuparse con total entrega a los casos más extraños del comportamiento
cerebral. Los resultados de sus trabajos se vieron plasmados en sus obras
escritas. Los relatos de esas fascinantes y raras enfermedades, la encefalitis
catatónica, los síndrome de Tourette y de Asperger, sinestesias y autismos le
dieron prestigio en la comunidad científica, aunque no pocos -especialmente
otros colegas- lo han criticado al neurólogo por convertir en espectáculo el
padecimiento. En su autobiografía, Sacks no esconde esas críticas. Tampoco se
defiende. Sencillamente muestra en estas memorias cómo de potente es la
conexión directa con sus enfermos, a los que considera personas antes que
portadores de síntomas.
Sacks se interesaba tanto por el efecto que los trastornos
neurológicos de sus pacientes tienen en sus vidas interiores y en sus rutinas
cotidianas como por las manifestaciones fisiológicas de sus enfermedades. Sus
escritos sobre sus luchas dan testimonio de la resistencia humana, de la
capacidad de la gente para adaptarse a sus infortunios y hasta de encontrar en
ellos un estímulo para crear y lograr cosas.
También encontramos al Sacks consumidor de drogas,
anfetaminas y el LSD, con el que experimentó sin freno durante los 60, marca un
punto de inflexión de su vida, aspecto que ya era conocido por sus lectores porque
él mismo se puso como objeto paciente en su libro Alucinaciones. Las luces rojas se encendieron para él cuando
comprobó los efectos esquizoides de una nueva droga, el polvo de ángel, que provocó en él un “hasta aquí hemos llegado” y
un pase directo al psicoanálisis. Estas experiencias Sacks las cuenta con ligereza,
sinceridad y una notable erudición.
En En movimiento
se resume una vida, una mezcla de los innumerables diarios de viaje que
escribió desde joven, las cartas seleccionadas entre las que enviaba a sus
padres y a sus amigos y las rememoraciones escritas en los últimos años, poco
antes de su muerte. Y nos revela a un Oliver Sacks en su plenitud vital y
literaria.
Y nos deja, sin dudas, un testamento y una piedra preciosa,
una lectura placentera y necesaria.
ASI ESCRIBE
(fragmento del Capítulo “En Movimiento”)
“Cuando tenía doce años, un perspicaz maestro de escuela
escribió en su informe: «Sacks llegará lejos, si no va demasiado lejos», y así
ha ocurrido muchas veces. De niño, a menudo fui demasiado lejos con mis
experimentos de química y llené la casa de gases tóxicos; por suerte, nunca
llegué a quemarla.
Me gustaba esquiar, y a los dieciséis años fui a Austria con
un grupo de la escuela para practicar esquí alpino. Al año siguiente viaje solo
para practicar el esquí de fondo en Telemark. El esquí fue bien, y antes de
tomar el ferry para volver a Inglaterra, me compré dos litros de aquavit en el
duty-free y luego me dirigí al control de fronteras noruego.
A los oficiales de aduanas noruegos les daba igual el número
de botellas que me llevara, pero me informaron de que sólo podría entrar una
botella en Inglaterra, y que los agentes de aduanas británicos confiscarían las
demás.
Subí a bordo con las dos botellas y me encaminé a la
cubierta superior. Era un día luminoso y despejado, muy frío, pero como llevaba
puestas las cálidas prendas de esquiar, eso no me pareció ningún problema; todo
el mundo se quedó dentro, y tuve toda la cubierta superior para mí solo.
Tenía mi libro –estaba leyendo Ulises, muy lentamente– y mi
botella de aquavit. No hay nada como el alcohol para calentarte por dentro.
Arrullado por el movimiento suave e hipnótico del barco, y dando un sorbito de
aquavit de vez en cuando, me quedé en cubierta, absorto en el libro.
En cierto momento me sorprendió descubrir que me había
bebido, a sorbitos cada vez más largos, casi la mitad de la botella. No noté
ningún efecto, por lo que continué leyendo y bebiendo, inclinando la botella
cada vez más ahora que estaba medio vacía. Me sorprendió bastante comprobar que
estábamos atracando; tan absorto había estado en la lectura del Ulises que el
tiempo me había pasado volando. Ahora la botella estaba vacía. Seguía sin notar
ningún efecto; el licor debía de ser más suave de lo que decían, me dije, aun
cuando la etiqueta afirmaba que tenía «50 grados». No aprecié ningún problema,
hasta que me puse en pie y enseguida me caí de bruces. Aquello me sorprendió
enormemente: ¿acaso el barco de pronto había dado un bandazo? Así que me
levanté y de inmediato me volví a caer”.
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