CAPITULO
45
En
noviembre del 78, luego de un par de meses de cuidadoso razonamiento, Lolei
decidió abandonar el país. Lo sostuvo y lo repitió en innumerables ocasiones:
fue la determinación más difícil de su vida.
En
sus últimos años había atravesado una cantidad de crisis que lo sumieron en la
angustia y la incertidumbre. Y a cada paso que ensayaba intentando sortear los
obstáculos, aparecía uno nuevo que lo frenaba, lo bloqueaba en un camino sin
salida. No podía sentir sino un recargado abatimiento. La posibilidad del
exilio se presentó como una forma de renacimiento.
-No
tengo manera de explicarlo, pero dentro de lo incómodo y deplorable de la
decisión, sentía que el exilio no se trataba de algo terrible, sino más bien
como un movimiento natural de supervivencia, un paso que, de alguna manera,
contribuía a abolir el destino. No reparaba en los inconvenientes, en las
rupturas, en los saltos que dificultan cualquier proyecto importante;
pensándolo de manera comprensiva, se trataba de reencaminar una existencia
plagada de contratiempos y evitar consecuencias que se vislumbraban como
trágicas. Ahora pienso que no sé si fue el miedo lo que me condujo al
destierro; creo que fue el mero deseo de rehacerme a mí mismo...
Esa
fue su conclusión, hecha a destiempo, es decir, veinte años después de su
decisión. Confesarle que no creía demasiado en sus supuestos no haría más que
salirme de la línea de su propio relato. Al fin y al cabo, lo importante no era
mi opinión sino la versión que él proyectaba de su propia vida. Sea como fuere,
lo hecho, hecho está.
Lo
indiscutible es que Lolei partió desde Buenos Aires hacia España el 19 de
noviembre de ese año, en un vuelo que llegó al día siguiente a Dakar, Senegal.
Permaneció hasta el 21. Ese día se embarcó hacia Las Palmas, ciudad donde
iniciaría su derrotero por el viejo continente.
El
destino era Madrid, donde lo esperaba su amigo Pablo. En realidad, este tal Pablo
(de quien no dimos con su apellido) era un militante de alguna facción política
que había logrado escapar de la persecución militar hacía dos años, y tras
vagar por varias ciudades de América y de Europa, se había afincado en la
capital española, donde solía recibir a exiliados latinoamericanos. De cómo
Lolei tomó conocimiento de su existencia y logró el contactar a esta persona, aún
sigue siendo un misterio.
Lolei
se asentó en una pensión donde ya estaban una pareja de argentinos y un
estudiante brasileño, y de inmediato conoció a varios sudamericanos que vivían
en otras habitaciones de la casa. Pese a contar con una buena cantidad de
dinero -buena parte de sus ahorros y otro tanto proporcionado por su familia-,
entendía que era menester conseguir con prontitud un trabajo que le permitiera
subsistir. Tenía que generar sus propios ingresos.
Llegó
con referencias de varios institutos de idiomas e incluso una editorial, donde
podía ejercer sus conocimientos como traductor.
A
principios de diciembre, y luego de un breve peregrinaje por un bar –donde
ofició de lavacopas algunos días- ingresó a la Academia de Idiomas Gref, para
ocupar un cargo como profesor de inglés.
Un
viejo amigo diría que poner a Lolei a trabajar en un bar era más peligroso que
un cirujano con hipo, o que ponerle rueditas a las muletas. “Imaginate a Mc
Gyver como empleado de una ferretería… pues a su dueño le iría igual que si pusieran
a Hugo detrás del mostrador de una cantina”, resumió Alan Rogerson, el joven
inglés que compartió los primeros años de Lolei en Madrid, como colega en la
academia y compinche de tabernas. Fue su gran amigo y compañero.
Le
costó poco y nada ganarse la simpatía de sus compañeros de trabajo y de la
pensión que compartía con muchachos de toda clase de procedencia. Porque al
albergue que lo cobijó a su llegada a Madrid se fue sumando gente de varias
nacionalidades, algunos exiliados como él, otros jóvenes estudiantes o simples
viajeros en busca de aventuras.
Lolei
de inmediato hizo buenas migas con Clayton Lehugeur, un brasileño oriundo de
Porto Alegre, médico recién recibido, que había llegado a España hacía unos
meses. Clayton era joven y parrandero. Cuando las clases en la Universidad
Complutense -donde estaba haciendo una especialización-, se lo permitían,
recorría los bares de la ciudad en búsqueda de diversión y de chicas con
quienes ligar. No era de extrañar que el viejo se prendiera enseguida en la
joda. Empezar a conocer Madrid a través de sus bares parecía estar ideado desde
el vamos, como en una guía turística básica de los borrachines.
En
una de esas fondas se empleó como lavacopas. Él sabía que sería temporario,
hasta conseguir un trabajo mejor remunerado. Sin embargo, la corta experiencia
le proporcionó numerosas satisfacciones: tareas sencillas, bebidas a gusto y
muchos amigos. Lolei se movía en los bares como los peces en el agua, y gracias
a su carácter resuelto y simpático se granjeó enseguida de nuevas relaciones.
Lo acompañaba con su buena disposición para la bebida, rasgo que compartía con
gran parte de la clientela.
Pronto
fue conocido como el “abuelo”, pues pese a sus 44 años era el más viejo del
grupo de estudiantes que se reunían allí cada tarde.
A Lolei le encantaba transformarse en el centro
de la atención y todos se apasionaban con sus historias. Le gustaba hablar de
su vida y de la odisea que lo había depositado en ese país, de sus desventuras
y de su prosapia. Los más jóvenes lo escuchaban con devoción, como si se
hallaran frente a un faro existencial. Sucedía hasta que el alcohol hacía su
tarea y el viejo trasmutaba en un picado común y corriente.
Tuvo
éxito con las mujeres, y junto a Clayton Lehugeur se anotaron fecundas
conquistas en los pocos meses compartidos. El brasilero siempre recordó a
Concha y Paloma, dos muchachas de buena predisposición que conocieron en el bar
Costa Verde.
Clayton
se volvió a su país a fines de ese año, con la promesa de regresar algún día.
Pero en enero probó suerte en Buenos Aires y consiguió un puesto en el Hospital
de Niños. Quedaron en encontrarse en Argentina o en Brasil, como si Buenos
Aires y Porto Alegre quedaran a diez cuadras de distancia. Sólo se enviaron
algunas postales y cartas, pero jamás volvieron a verse.
Lo
mismo ocurriría más tarde con todos los camaradas que Lolei fue cosechando a lo
largo de su estancia europea. La mayoría de ellos, compañeros de la
Academia y socios de barra en los bares
madrileños.
El
bar de Pepé fue uno de los puntos ineludibles de encuentro para el grupo de
profesores de la Academia Gref, que contaba con muy pocos abstemios. A esas
alturas, la relación de Lolei con el alcohol ya había superado a las peores
etapas vividas en Argentina, donde había sido internado poco más de un año
antes.
No
dudaba en aducir que la distancia, la nostalgia por su tierra y por sus
afectos, la soledad de su espíritu extrañado, lo tornaban vulnerable de las
adicciones. Sea como fuere, Lolei hizo en España muchas actividades; vivió
experiencias únicas, conoció gente protectora y macanuda, recorrió sitios
maravillosos, pero en todos, absolutamente todos, participó su amigo
inseparable: el alcohol.
Algo
es cierto: nunca se quejó de su adicción. Tampoco ensayó poses de remilgado a
la hora de incursionar en cualquier clase de drogas y experiencias carnales;
más bien diríase que formaron parte de su cotidianeidad y de su aprendizaje.
Sólo que, a veces, los excesos le condujeron a tomar decisiones incorrectas, a
pelearse con amigos innecesariamente, a abordar relaciones con brusquedad, a tener
roces con personas equivocadas. Nada del otro mundo. Aunque a menudo se cargaba
de penas transitorias y se sumía en una aflicción culposa. Pero todo era hasta
que la tormenta pasaba; luego, la normalidad.
Su
gran compañero de juergas fue el inglés Alan Rogerson, quien integraba el
cuerpo de profesores en Gref. Alan tenía veinte años y era de Manchester. Llegó
a Madrid movido por la necesidad de mejorar su economía y las ansias de
trasponer nuevas fronteras físicas y mentales. Había tenido una educación
prolífica en cuanto a idiomas: hablaba y escribía perfectamente el francés, se
defendía con lograda maña en el castellano y llegó a interpretar con buena
puntería el portugués y el italiano.
Alan
era pragmático: se esmeraba en estudiar el idioma de aquel país que deseaba
conocer y lo hacía con mayor dedicación en la medida en que nacían las
posibilidades de ver cumplida su meta. Así, cuando supo que su destino no
estaba ceñido a su tierra sino a buscar suerte en otros pueblos cercanos, su
primera preparación, antes que reunir dinero suficiente para la excursión, era
idiomática.
Tenía
una notable capacidad de aprendizaje. Su compañero René supo decir que si le
hubiese dado conocer la China antes que España, hablaría un balbuceante
mandarín antes que su académico pero correcto castellano.
Con
Lolei compartía además su afición a la lectura y a la escritura, aunque Alan
utilizaba un estilo más callejero y un temario menos pretencioso. Pero lo que
los unió, sin dudas, fue la casi devota eficacia por combatir a los abstemios.
Así lo proclamaban ellos como en un acto de fe: “muerte a los abstemios”.
Tanto
les gustaba beber hasta emborracharse que veían en el prójimo indiferente al
alcohol como una amenaza a sus placeres disipados.
Alan
lo recordó en varias ocasiones: se cogían unos pedos tan grandes que eran
dignos de recordarse. Y protagonizaron, como en una película de humor,
antológicos episodios que incluyeron caídas ampulosas, peleas callejeras en
donde debía intervenir la policía, grescas en tabernas y discusiones airadas
que más de una vez culminó a los golpes.
Gran
parte de los altercados provenían por desavenencias políticas o mujeriles. Los
grandes momentos vividos lo hicieron estando borrachos. Dentro y fuera del
trabajo, se embriagaban y armaban unos escándalos quijotescos.
Alguna
vez Lolei terminó en pelotas en el medio del bar, con los calzoncillos puestos
como sombrero y exhibiendo sus vergüenzas al grito de “vengan a por estos
cojones bien argentinos, hijos de la madre patria que los parió”.
Alguna
vez Lolei, pasado de drogas y alcohol, arremetió sin piedad contra la directora
de la academia, la respetada Mme. Chardy, con intenciones abiertamente
amatorias, lo cual le valió una dura reprimenda y lo dejó al borde de la
expulsión. (Luego, con métodos menos obscenos, logró materializar su propósito
poseyéndola de arriba abajo, como dios manda).
Alguna
vez, Lolei y Alan fueron expulsados de Portugal por encabezar un desorden de bochornosa
magnitud.
Excepto
en sus grandes peleas beodas, que se solucionaban cuando el efecto de la caña y
la resaca los tornaba a su estado de sobriedad, y pese a los veinticinco años
de diferencia, Lolei y Alan consumaron una amistad inquebrantable, tan
inquebrantable como la que ambos sujetaron por la bebida.
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(XLV)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Calle
3 N° 492 1°E
1900
La Plata
Argentina
De: Alan Rogerson
Madrid
- España
21
Mayo 1987
Queridísimo
amigo Hugo:
Estoy
en Madrid haciendo una tesis sobre la emigración española en Francia. Ni bien
llegué fui a la cafetería y comí con María Carmen. Hablamos de ti; te quiere
mucho. Vi a Julio, a Pepé, a Esther. Sin jactarme, todos se pusieron contento de
verme. Julio me invitó a dormir a su casa, pero yo no quise. Vi a Mme. Chardy,
se alegró al verme. Josefina y Mary fueron hasta el bar de Pepé y bebimos. No
estaba pedo pero faltó poco. Pepé me dijo que Conchita tiene un cáncer; le
compré unas flores. Fui a ver a Carlos y le corrompí; terminó medio pedo en el
bar enfrente de su casa. Nos encontraremos esta tarde.
Milagros
ha aprobado sus exámenes y ahora está en la facultad. Hablamos de sus lápices,
que lanzada por el aire, ¿te acuerdas? Fui a la casa donde viví, me tomé unos
tragos con Javier, el hijo de la patrona. Después fui a su bar, La Flor, que queda
al lado de Akela. Felicitas trabaja allí. La patrona me invitó dos cañas y
tortilla. También estuve con Pilar; la visité en la zapatería. Quedamos en cenar
pero llegué con pedo gordo y no quiso ir.
Voy
a menudo a Akela, ya no están cabreados conmigo. Al principio me dijeron que tú
y yo hicimos grandes mierdas en su bar.
Anoche
fui a Malasaña. Hubo una redada y la policía detuvo a mucha gente. Aporrearon a
todo el mundo. Antes de ayer, en la calle, un joven quiso venderme pasto. Como
no quise comprar sacó una de esas navajas de mierda y pretendió robarme. Me
tiró el pasaporte al carajo. Cuando vio que se juntaba gente, se escapó.
No
puedo empezar a consultar los archivos en el Ministerio hasta el lunes, así que
paso mi tiempo bebiendo. No he visto a Rob; fui a su casa y no atendió nadie.
Tengo la impresión de que sigue cabreado conmigo. ¡Ojo, Hugo, la ley ha
cambiado aquí y los argentinos ya no tienen los mismos derechos de antes! Lo
advierto por si deseas volver.
Te
envía recuerdos tu novia, la vieja del bar de Pepé. Mi novia está cabreada
conmigo. Hace poco peleamos, me mordió los dedos y tuve que ir al hospital. Me
gustaría que me escribieras. Te mando un gran abrazo
Alan
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