martes, 8 de noviembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (45)


CAPITULO
45

En noviembre del 78, luego de un par de meses de cuidadoso razonamiento, Lolei decidió abandonar el país. Lo sostuvo y lo repitió en innumerables ocasiones: fue la determinación más difícil de su vida.
En sus últimos años había atravesado una cantidad de crisis que lo sumieron en la angustia y la incertidumbre. Y a cada paso que ensayaba intentando sortear los obstáculos, aparecía uno nuevo que lo frenaba, lo bloqueaba en un camino sin salida. No podía sentir sino un recargado abatimiento. La posibilidad del exilio se presentó como una forma de renacimiento.
-No tengo manera de explicarlo, pero dentro de lo incómodo y deplorable de la decisión, sentía que el exilio no se trataba de algo terrible, sino más bien como un movimiento natural de supervivencia, un paso que, de alguna manera, contribuía a abolir el destino. No reparaba en los inconvenientes, en las rupturas, en los saltos que dificultan cualquier proyecto importante; pensándolo de manera comprensiva, se trataba de reencaminar una existencia plagada de contratiempos y evitar consecuencias que se vislumbraban como trágicas. Ahora pienso que no sé si fue el miedo lo que me condujo al destierro; creo que fue el mero deseo de rehacerme a mí mismo...
Esa fue su conclusión, hecha a destiempo, es decir, veinte años después de su decisión. Confesarle que no creía demasiado en sus supuestos no haría más que salirme de la línea de su propio relato. Al fin y al cabo, lo importante no era mi opinión sino la versión que él proyectaba de su propia vida. Sea como fuere, lo hecho, hecho está.

Lo indiscutible es que Lolei partió desde Buenos Aires hacia España el 19 de noviembre de ese año, en un vuelo que llegó al día siguiente a Dakar, Senegal. Permaneció hasta el 21. Ese día se embarcó hacia Las Palmas, ciudad donde iniciaría su derrotero por el viejo continente.
El destino era Madrid, donde lo esperaba su amigo Pablo. En realidad, este tal Pablo (de quien no dimos con su apellido) era un militante de alguna facción política que había logrado escapar de la persecución militar hacía dos años, y tras vagar por varias ciudades de América y de Europa, se había afincado en la capital española, donde solía recibir a exiliados latinoamericanos. De cómo Lolei tomó conocimiento de su existencia y logró el contactar a esta persona, aún sigue siendo un misterio.
Lolei se asentó en una pensión donde ya estaban una pareja de argentinos y un estudiante brasileño, y de inmediato conoció a varios sudamericanos que vivían en otras habitaciones de la casa. Pese a contar con una buena cantidad de dinero -buena parte de sus ahorros y otro tanto proporcionado por su familia-, entendía que era menester conseguir con prontitud un trabajo que le permitiera subsistir. Tenía que generar sus propios ingresos.
Llegó con referencias de varios institutos de idiomas e incluso una editorial, donde podía ejercer sus conocimientos como traductor.
A principios de diciembre, y luego de un breve peregrinaje por un bar –donde ofició de lavacopas algunos días- ingresó a la Academia de Idiomas Gref, para ocupar un cargo como profesor de inglés.
Un viejo amigo diría que poner a Lolei a trabajar en un bar era más peligroso que un cirujano con hipo, o que ponerle rueditas a las muletas. “Imaginate a Mc Gyver como empleado de una ferretería… pues a su dueño le iría igual que si pusieran a Hugo detrás del mostrador de una cantina”, resumió Alan Rogerson, el joven inglés que compartió los primeros años de Lolei en Madrid, como colega en la academia y compinche de tabernas. Fue su gran amigo y compañero.
Le costó poco y nada ganarse la simpatía de sus compañeros de trabajo y de la pensión que compartía con muchachos de toda clase de procedencia. Porque al albergue que lo cobijó a su llegada a Madrid se fue sumando gente de varias nacionalidades, algunos exiliados como él, otros jóvenes estudiantes o simples viajeros en busca de aventuras.
Lolei de inmediato hizo buenas migas con Clayton Lehugeur, un brasileño oriundo de Porto Alegre, médico recién recibido, que había llegado a España hacía unos meses. Clayton era joven y parrandero. Cuando las clases en la Universidad Complutense -donde estaba haciendo una especialización-, se lo permitían, recorría los bares de la ciudad en búsqueda de diversión y de chicas con quienes ligar. No era de extrañar que el viejo se prendiera enseguida en la joda. Empezar a conocer Madrid a través de sus bares parecía estar ideado desde el vamos, como en una guía turística básica de los borrachines.
En una de esas fondas se empleó como lavacopas. Él sabía que sería temporario, hasta conseguir un trabajo mejor remunerado. Sin embargo, la corta experiencia le proporcionó numerosas satisfacciones: tareas sencillas, bebidas a gusto y muchos amigos. Lolei se movía en los bares como los peces en el agua, y gracias a su carácter resuelto y simpático se granjeó enseguida de nuevas relaciones. Lo acompañaba con su buena disposición para la bebida, rasgo que compartía con gran parte de la clientela.
Pronto fue conocido como el “abuelo”, pues pese a sus 44 años era el más viejo del grupo de estudiantes que se reunían allí cada tarde.
A  Lolei le encantaba transformarse en el centro de la atención y todos se apasionaban con sus historias. Le gustaba hablar de su vida y de la odisea que lo había depositado en ese país, de sus desventuras y de su prosapia. Los más jóvenes lo escuchaban con devoción, como si se hallaran frente a un faro existencial. Sucedía hasta que el alcohol hacía su tarea y el viejo trasmutaba en un picado común y corriente.
Tuvo éxito con las mujeres, y junto a Clayton Lehugeur se anotaron fecundas conquistas en los pocos meses compartidos. El brasilero siempre recordó a Concha y Paloma, dos muchachas de buena predisposición que conocieron en el bar Costa Verde.
Clayton se volvió a su país a fines de ese año, con la promesa de regresar algún día. Pero en enero probó suerte en Buenos Aires y consiguió un puesto en el Hospital de Niños. Quedaron en encontrarse en Argentina o en Brasil, como si Buenos Aires y Porto Alegre quedaran a diez cuadras de distancia. Sólo se enviaron algunas postales y cartas, pero jamás volvieron a verse.
Lo mismo ocurriría más tarde con todos los camaradas que Lolei fue cosechando a lo largo de su estancia europea. La mayoría de ellos, compañeros de la Academia  y socios de barra en los bares madrileños.
El bar de Pepé fue uno de los puntos ineludibles de encuentro para el grupo de profesores de la Academia Gref, que contaba con muy pocos abstemios. A esas alturas, la relación de Lolei con el alcohol ya había superado a las peores etapas vividas en Argentina, donde había sido internado poco más de un año antes.
No dudaba en aducir que la distancia, la nostalgia por su tierra y por sus afectos, la soledad de su espíritu extrañado, lo tornaban vulnerable de las adicciones. Sea como fuere, Lolei hizo en España muchas actividades; vivió experiencias únicas, conoció gente protectora y macanuda, recorrió sitios maravillosos, pero en todos, absolutamente todos, participó su amigo inseparable: el alcohol.
Algo es cierto: nunca se quejó de su adicción. Tampoco ensayó poses de remilgado a la hora de incursionar en cualquier clase de drogas y experiencias carnales; más bien diríase que formaron parte de su cotidianeidad y de su aprendizaje. Sólo que, a veces, los excesos le condujeron a tomar decisiones incorrectas, a pelearse con amigos innecesariamente, a abordar relaciones con brusquedad, a tener roces con personas equivocadas. Nada del otro mundo. Aunque a menudo se cargaba de penas transitorias y se sumía en una aflicción culposa. Pero todo era hasta que la tormenta pasaba; luego, la normalidad.
Su gran compañero de juergas fue el inglés Alan Rogerson, quien integraba el cuerpo de profesores en Gref. Alan tenía veinte años y era de Manchester. Llegó a Madrid movido por la necesidad de mejorar su economía y las ansias de trasponer nuevas fronteras físicas y mentales. Había tenido una educación prolífica en cuanto a idiomas: hablaba y escribía perfectamente el francés, se defendía con lograda maña en el castellano y llegó a interpretar con buena puntería el portugués y el italiano.
Alan era pragmático: se esmeraba en estudiar el idioma de aquel país que deseaba conocer y lo hacía con mayor dedicación en la medida en que nacían las posibilidades de ver cumplida su meta. Así, cuando supo que su destino no estaba ceñido a su tierra sino a buscar suerte en otros pueblos cercanos, su primera preparación, antes que reunir dinero suficiente para la excursión, era idiomática.
Tenía una notable capacidad de aprendizaje. Su compañero René supo decir que si le hubiese dado conocer la China antes que España, hablaría un balbuceante mandarín antes que su académico pero correcto castellano.
Con Lolei compartía además su afición a la lectura y a la escritura, aunque Alan utilizaba un estilo más callejero y un temario menos pretencioso. Pero lo que los unió, sin dudas, fue la casi devota eficacia por combatir a los abstemios. Así lo proclamaban ellos como en un acto de fe: “muerte a los abstemios”.
Tanto les gustaba beber hasta emborracharse que veían en el prójimo indiferente al alcohol como una amenaza a sus placeres disipados.
Alan lo recordó en varias ocasiones: se cogían unos pedos tan grandes que eran dignos de recordarse. Y protagonizaron, como en una película de humor, antológicos episodios que incluyeron caídas ampulosas, peleas callejeras en donde debía intervenir la policía, grescas en tabernas y discusiones airadas que más de una vez culminó a los golpes.
Gran parte de los altercados provenían por desavenencias políticas o mujeriles. Los grandes momentos vividos lo hicieron estando borrachos. Dentro y fuera del trabajo, se embriagaban y armaban unos escándalos quijotescos.
Alguna vez Lolei terminó en pelotas en el medio del bar, con los calzoncillos puestos como sombrero y exhibiendo sus vergüenzas al grito de “vengan a por estos cojones bien argentinos, hijos de la madre patria que los parió”.
Alguna vez Lolei, pasado de drogas y alcohol, arremetió sin piedad contra la directora de la academia, la respetada Mme. Chardy, con intenciones abiertamente amatorias, lo cual le valió una dura reprimenda y lo dejó al borde de la expulsión. (Luego, con métodos menos obscenos, logró materializar su propósito poseyéndola de arriba abajo, como dios manda).
Alguna vez, Lolei y Alan fueron expulsados de Portugal por encabezar un desorden de bochornosa magnitud.
Excepto en sus grandes peleas beodas, que se solucionaban cuando el efecto de la caña y la resaca los tornaba a su estado de sobriedad, y pese a los veinticinco años de diferencia, Lolei y Alan consumaron una amistad inquebrantable, tan inquebrantable como la que ambos sujetaron por la bebida.



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(XLV)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Madrid - España

21 Mayo 1987
Queridísimo amigo Hugo:
Estoy en Madrid haciendo una tesis sobre la emigración española en Francia. Ni bien llegué fui a la cafetería y comí con María Carmen. Hablamos de ti; te quiere mucho. Vi a Julio, a Pepé, a Esther. Sin jactarme, todos se pusieron contento de verme. Julio me invitó a dormir a su casa, pero yo no quise. Vi a Mme. Chardy, se alegró al verme. Josefina y Mary fueron hasta el bar de Pepé y bebimos. No estaba pedo pero faltó poco. Pepé me dijo que Conchita tiene un cáncer; le compré unas flores. Fui a ver a Carlos y le corrompí; terminó medio pedo en el bar enfrente de su casa. Nos encontraremos esta tarde.
Milagros ha aprobado sus exámenes y ahora está en la facultad. Hablamos de sus lápices, que lanzada por el aire, ¿te acuerdas? Fui a la casa donde viví, me tomé unos tragos con Javier, el hijo de la patrona. Después fui a su bar, La Flor, que queda al lado de Akela. Felicitas trabaja allí. La patrona me invitó dos cañas y tortilla. También estuve con Pilar; la visité en la zapatería. Quedamos en cenar pero llegué con pedo gordo y no quiso ir.
Voy a menudo a Akela, ya no están cabreados conmigo. Al principio me dijeron que tú y yo hicimos grandes mierdas en su bar.
Anoche fui a Malasaña. Hubo una redada y la policía detuvo a mucha gente. Aporrearon a todo el mundo. Antes de ayer, en la calle, un joven quiso venderme pasto. Como no quise comprar sacó una de esas navajas de mierda y pretendió robarme. Me tiró el pasaporte al carajo. Cuando vio que se juntaba gente, se escapó.
No puedo empezar a consultar los archivos en el Ministerio hasta el lunes, así que paso mi tiempo bebiendo. No he visto a Rob; fui a su casa y no atendió nadie. Tengo la impresión de que sigue cabreado conmigo. ¡Ojo, Hugo, la ley ha cambiado aquí y los argentinos ya no tienen los mismos derechos de antes! Lo advierto por si deseas volver.
Te envía recuerdos tu novia, la vieja del bar de Pepé. Mi novia está cabreada conmigo. Hace poco peleamos, me mordió los dedos y tuve que ir al hospital. Me gustaría que me escribieras. Te mando un gran abrazo
Alan


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