martes, 22 de noviembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (48)




CAPITULO
48

Alguna vez Lolei escuchó, o leyó, o adivinó, que una madre te llena de miedos, mientras que un padre se esmera por hacer que los niegues. En ese juego de tensiones, gana el que se adapte a tu carácter con mayor eficacia.
Al viejo le surtió efecto objetivo la traslación de los temores maternos. Sus propios miedos hubiesen resultado una simple gestación personal, esos hijos de las sinrazones naturales, de no haber existido la constancia horadadora de mamá.
“Ahora, los miedos de mamá también son los míos, y se nota cada vez más, a medida que sus miedos son más grandes y frecuentes. Y que el más efectivo de los temores se agazapa a la vuelta de la esquina”, pensó Lolei.
Le ayudé a traducir el galimatías, sobre todo para tratar de entender la raíz de sus turbaciones, tan sensibles en esos días de sobresaltos e inseguridades que estábamos viviendo, entendiendo que nos hallábamos ante una sentencia irrebatible: lo que da miedo está cerca de la verdad.
-Te entró un julepe tremendo a la muerte-, le dije sin sutilezas ni tono alarmista.
-Claro, nene, qué te parece, claro que tengo un cagazo bárbaro. Vos te hacés el guapo porque sos joven, te quiero ver cuando estés como yo-, me rebatió con la mandíbula temblequeando, casi jadeando, visiblemente excitado.
-Dejame adivinar: –objeté sin emocionarme, tratando de mantenerme en estado de frialdad-, el miedo real, el que molesta, el que paraliza, te llegó cuando entendiste que tu madre estaba transitando el último tramo de un camino sin retorno. Y ahora sentís que quien se encamina hacia ese sendero…
-Ni lo nombres, no seas mal agüero –me interrumpió con un gesto de impaciencia-, no lo menciones, nene… Hacé el esfuerzo de no ser tan cruel por un rato. ¿Adónde querés llegar con estas indagaciones? ¿A vos te parece que tengo ganas de hablar de destinos ahora?
-Estamos tratando de dar un paso alentador para tu propio destino, viejo –le expliqué, mientras encendía un cigarrillo para él que, llamativamente, rechazó- Si no querés hablar de eso, lo evitamos; está bien. Pero no olvidemos que falta cada vez menos para el fin de año y todavía estamos en veremos.
-El destino es horrible, sólo hay que tratar de disfrutar el viaje   –filosofó repentinamente-. Pero una cosa es decidir sobre el futuro inmediato y otra muy distinta hablar sobre el futuro inevitable. ¿O no pretenderás que se unan los destinos ahora, para ahorrarnos el trabajo de prolongar la fatalidad?
A veces no decir nada, lo dice todo. Y lo curioso es que el otro, a veces, entiende. Pues Lolei comprendió, a través de mis ojos centelleantes, de mi mirada inquisidora y triste y rabiosa, que acababa de pronunciar una frase, por lo menos, infeliz. Con el dolor de una punzada en las bolas, estuve a punto de gritarle que tal vez la suya resultara una buena idea para los dos: él se libraría de una vez por todas de esa existencia parasitaria que cargaba y yo me liberaría de la carga que representaba la lucha inútil de seguir estirando esa existencia.
A esa altura del campeonato, sus habituales manifestaciones de desconfianza me transferían desazón, bronca, deseos irremediables de abandonar todo, a él más que a nadie. Como si lo hecho no fuera suficiente. Como si tantos meses de trajinar contra la corriente y ante todas las adversidades posibles se tratase de un acto guiado por algún interés ficticio y no por la auténtica apetencia de dar un rumbo favorable a su propia vida. Como si el viejo de repente quisiera darse el lujo de bajar los brazos y hacerme responsable de su desgracia. Y, a la pasada, inyectarme algún sentimiento de culpa ante un eventual fracaso de nuestras gestiones.
Por un momento –y no era un sentimiento nuevo- pensé en matarlo. Pero no con un martillazo en la cabeza, o asfixiándolo con la almohada, o tirándolo por la escalera, o encerrándolo para siempre en su inmundo cuchitril, o envenenando la comida; no, nada de eso. Nada de violencia, nada de un acto criminal. Matarlo con la indiferencia, la mejor manera de matar sin dejar rastros. Lisa y llanamente, tomar el primer colectivo y mandarme a mudar para siempre. Desapareciendo de esa casa, de esa ciudad. Desaparecer de su vida. Olvidarlo por completo. Dejarlo a la deriva, a la buena de dios. Que se las arregle, como lo hacía cuando no me conocía. Abandonarlo una vez más a su puta suerte.
Eso pensaba en el ímpetu de la indignidad que me provocaban sus chiquilinadas, su celo excesivo, su repulsiva incredulidad. Estuve a punto de llorar, de romper todo, cuando me acordaba de esa frasecita: “¿O no pretenderás que se unan los destinos ahora, para ahorrarnos el trabajo de prolongar la fatalidad?”, que hijo de puta este tipo, que pedazo de imbécil.
A veces, tan compenetrado en el minúsculo mundo que ambos nos habíamos creado, me costaba entender sus temores porque no captaba plenamente la profundidad de sus pensamientos, de su historia, de su devenir, y de las razones que le llevaron a construir esa realidad. A medida que nos conocimos, creí comprenderlo. Después pasaron varios años, y caigo en la cuenta de que aún no lo entiendo ni lo entenderé. Pero eso no importa.
Lo cierto es que en la turbulencia de aquellos días aciagos, la mínima manifestación de duda y desconfianza provocaban sentimientos tan antagónicos como desoladores. Cuanto más esfuerzo hacíamos por salir adelante, mayor dolor me provocaban esas estúpidas rencillas titubeantes con sabor a amenaza y a desprecio.
Más tarde comprobé que la misma metodología la aplicaba con todos sus seres cercanos. Su modo de autodefensa era el ataque, impiadoso, cínico e hiriente. Después de todo, eran expresiones entendibles para espantar los miedos. Y en este caso perdonables, porque se aludía a la muerte, el más poderoso y terrible de los miedos.
Al final, puras elucubraciones mías, pues la respuesta que le tiraba por la cabeza era la mirada feroz y un gesto igual de amenazante que sus palabras. Y el viejo, de inmediato, lo comprendía: había dicho una barbaridad, una pelotudez mayúscula, lo inapropiado en el momento menos apropiado. Y retomaba su postura mansa, como perro que se liga un reto por haber cagado en el living.
Para descomprimir el escenario, Lolei solicitó fumarnos un porro. Le dije que no tenía ni porros ni ganas. Se conformó con un venenoso cigarrillo de tabaco. Agradeció y bajó la vista. Aspiró con ganas, hasta ahogarse. Lo dejé toser, asmático, ruidoso. Yo lo observé un buen rato con amable desprecio. Y no porque lo menospreciara, sino para hacerle sentir en carne propia la falta de tacto de su ataque. Para que sintiera un poco de culpa.
La culpa puede ser el mayor recurso de persuasión. Pero al viejo la culpa siempre le quedaba holgada. Actuaba como si a las culpas las lavara para volver a usarlas al día siguiente. Un as en eso de lavarse las manos y traspasarle los sentimientos al que tenía enfrente, de suerte que el culpable terminaba siempre siendo el otro. Lo peor de todo es que conmigo lo lograba. Y al cabo de un rato, terminábamos haciendo y deshaciendo a su conveniencia.
Después del segundo cigarrillo llegó el vaso de agua, el masaje en la espalda, la caminata hasta el baño, la cena distendida y el “hasta mañana, que descanses” de cada noche, como si nada hubiera pasado.

Recién varios días después, cuando una conversación nocturna se encarrilaba en otras direcciones, Lolei desenmarañó, en forma desapercibida, aquella trama de miedos y resquemores que arrastraba desde hacía veinte años. O tal vez desde su propio nacimiento, o desde que comprendió que la vida es finita y cruel.
El miedo a la muerte determinó su suerte en España, cuando supo que su madre estaba mal de salud, que la cuerda de la vida se le terminaba. Comenzó a sentir la angustia de quien entiende que lo irremediable está a la vuelta de la esquina. Y en ese tironeo de desconsuelos, cayó en la cuenta de que su retorno al país era inminente y necesario. En sus propias palabras, “se estaba quedando sin nafta”.
Casi a manera de despedida, se trasladó a Salou, donde lo esperaba la muchacha rica y separada que había conocido tiempo antes. Ella cumplió con lo prometido y le gestionó un empleo en las vacaciones de verano.
Ese año, el 83, no viajó a la Argentina y los tres meses que habitualmente destinaba a visitar a sus parientes y amigos, los gastó en un trabajo cómodo y bien remunerado en un pequeño pueblo sobre el Mediterráneo, disfrutando de la playa y las generosidades proporcionadas por la muchacha. Un deleite y a la vez una pena, pues tenía la cabeza más predispuesta a la nostalgia que al placer.
Sin embargo, pasó un par de meses maravillosos, a la manera de los enfermos terminales. Antes de regresar a Madrid, adonde debía reincorporarse en la academia, volvió a dar su palabra de regresar en el verano siguiente, o bien hacerse una escapada cuando el tiempo de descanso se lo permitiera.
Nunca más visitó esa hermosa ciudad ni volvió a ver a esa jovial y sensual mujer.


Hacia octubre de ese año, en su patria añorada, caía por fin la dictadura y el pueblo se abalanzaba hacia las urnas. Se volvía a respirar libertad. El domingo 30, el candidato radical Raúl Alfonsín, viejo correligionario de su padre en los años de resistencia democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la Nación.

"El candidato radical Raúl Alfonsín, viejo camarada de su padre en los años de resistencia
democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la Nación..."

Por primera vez en el lustro que llevaba en su travesía europea, recibió una llamada telefónica de don Domingo, eufórico por la victoria de su partido. Le habló de la recuperación inmediata de la república y de las garantías constitucionales, del final de un ciclo nefasto y el comienzo de una nueva era para el pueblo argentino. Imbuido por un fervoroso optimismo, el longevo dirigente radical invitaba a su hijo a sumarse a la dura pero gratificante tarea de participar desde adentro en la restauración del país. En ningún momento hizo mención al estado de salud de doña Florentina.
Como siempre, el bienestar de la patria estaba por encima de su familia.
Lolei, contrariado, desdeñó la oferta, aún cuando en su interior se ajustaba desde hacía años la idea del regreso, pero por razones más profundas, más afectivas y más sanguíneas que las sugeridas por su padre. Con casi cincuenta años a cuestas, evocaba con mayor pesadumbre la inminente partida de su madre antes que el nuevo nacimiento de su patria.
Estuvo a punto de adelantar su viaje hacia Argentina en diciembre, pero a último momento decidió postergarlo.
En enero del 84, sufrió un duro percance: extremadamente borracho tras mezclar ginebra y marihuana, se cayó en la calle y se partió la cabeza contra un árbol. También se fracturó una mano.
Con algunos puntos de sutura y una escayola salió del hospital, donde lo tuvieron internado durante tres días. Los compañeros que lo llevaron quisieron engañar a los médicos aludiendo un accidente de tránsito, pero el olor a alcohol y a marihuana son muy delatores.
Le recomendaron asistir a alguna terapia para combatir sus adicciones. El viejo aceptó la propuesta, aunque no se considerara un adicto. Ni bien pudo salir de su casa, se embarcó en una caravana por los bares amigos.
Salió gateando de Malasaña y pasó la noche en el banco de la plaza 2 de Mayo.
La cosa empeoró. Su relación con Mme. Chardy se tornó inestable en lo laboral y apenas si superaba el apelativo de fogoso en lo pasional.
El simple hecho de echarse un polvo de tanto en tanto no rebajaba las tensiones internas dentro de la academia, donde Lolei evidenciaba día a día un desgano y una falta de interés llamativos. Las quejas de los alumnos por el flojo nivel de las clases impartidas por el profe argentino le ponían de muy mal talante a la directora. Las citas en la dirección a menudo culminaban con gritos escandalosos. Mademoiselle mostraba los dientes, lo reprendía con antipatía e indocilidad. El viejo, cada vez más irritable por sus desavenencias espirituales y sus preocupaciones personales, no se quedaba en el molde. Ya a esa altura era un avezado puteador políglota y le arrojaba un sustancioso rosario de insultos en español, en francés, en inglés y en un correctísimo argentino. La directora culminaba siempre las broncas con una consabida amenaza de expulsión.
Hacía años que Lolei escuchaba la misma perorata, pero comenzó a intuir que la amenaza podía materializarse y bien pronto. Las condiciones estaban dadas. Y máxime porque al viejo ya no le importaba quedarse sin trabajo, no le molestaba tener que irse de España. Algún día tendría que hacerlo. Y ese día, en su mente, estaba cerca.
Una noche, después de un polvo frío y maquinal, arrebujado en el sofá de la casa de la directora, Lolei franqueó su situación. Por primera vez ante ella abrió su corazón. Le habló como si estuviera frente a un amigo.
Mademoiselle escuchó comprensiva.
Cuando estaba de buenas, no compartía la decisión de que el viejo tomara distancia de la academia. Intentó contenerlo. Pero en su rigidez interior, prefirió mostrar su costado más rudo, el costado desinteresado de quien tiene el poder. Y lo alentó a seguir el camino que le dictara su corazón.
La relación personal conquistada fuera del instituto no le importaba. Lolei era sólo un juguete sexual para la directora, no lo extrañaría, se buscaría otro. Pero en lo laboral, pese a las constantes peleas, lo echaría de menos. La academia no contaba con un plantel numeroso de profesores; mayormente, por el pésimo trato propinado por la directora y por la mísera paga.
El profe argentino ya se había acostumbrado a ambas estrecheces y sería difícil hallar un reemplazo parecido. Que podría incorporar algún profesor de mejor nivel, no tenía dudas. También sería capaz de conseguirse una verga más jugosa con la cual satisfacerse, eso nunca le costaba. Tampoco era cuestión de obligarlo a quedarse. En su desapegada comprensión, no se esmeró más que en escucharlo.
El viejo se fue más aliviado, con un lastre menor en su alma aturdida. Y con la firme convicción, esta vez sí, de que sus días en España estaban contados.



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(XLVIII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne - France

21 October 1987
Hugo:
Gracias por tu carta, que recibí esta tarde cuando regresé de Pau. Tenía clase de portugués. Ahora contestaré a tus preguntas: si echo de menos a Anne, pues no lo sé. La quería mucho, pero me hizo mucho daño. Claro que tenía sus defectos como yo, pero no los veía. Si hubiera querido podría haber vivido con ella otra vez; y no quise. ¿Sabes algo? Si me echas una vez, matas algo en mi corazón. Aunque perdone, no puedo olvidar. Esto ocurrió con Anne. Hasta cierto punto no la he perdonado, no por el mal que me hizo sino por las mentiras. Ella pasó a ser la víctima y yo un jodido cabrón, cuando en realidad fue al revés. Basta con ella: eligió su libertad, pues que sea libre. Aún la quiero, pero…
¿Por qué vine para Bayona? Otra respuesta. Pues porque antes salía con una chica de aquí que conocí durante las fiestas de Navidad, así que ya conocía la ciudad. Además queda muy cerca de la frontera española, que es muy importante para mí. Y porque aquí hay unas fiestas cojonudas que duran cinco días. En algo llevas razón: si Bayona estaría en otro lugar no hubiese venido. No me gustan las ciudades pequeñas, me siento más a gusto en las grandes. Ocurre que cuando Anne me echó tenía posibilidades de trasladarme a dos: Toulouse, con 300.000 habitantes, o Marsella, con 1 millón. Pero Anne había vivido en ambas ciudades y preferí romper todo contacto con ella, cualquier posibilidad de vínculo con ella y con su vida. Nada más. Pasemos a otro tema, este asunto comienza a encabronarme.
Hablemos de tu vida sexual, que ha conocido unas mejoras inesperadas. Cuidado, Hugo, si se meten más personas en la garita de señales, los ferrocarriles argentinos corren el riesgo de serios accidentes. Ya imagino los titulares en los periódicos: “Accidente ferroviario: Follones en la garita son detenidos con copas en la mano y bombachitas en el suelo”.
En este momento estoy estudiando en la Universidad de Pau. Por la tarde tengo clase de portugués. Voy seis horas a la semana. Ayer fui a dedo y tardé cinco horas en recorrer 100 kilómetros.
No suelo controlar en tus cartas si hay errores, ya que tu inglés es casi perfecto. Ayer leí detenidamente y lo comprobé. Has hecho unos avances fenomenales. Por más que se hable muy bien un idioma, se cometen errores. Yo mismo tengo errores cuando escribo en inglés. Tú casi no los cometes, así que te felicito. También llevas razón en que el castellano es más difícil y a mí se me nota, sobre todo por la falta de práctica. No me pasa eso con el francés, que lo hablo y lo escribo casi a la perfección; al menos es lo que la gente me dice. Pero ocurre algo: cuando pienso, lo hago en francés y cuando sueño, también lo hago en francés, excepto si el contexto del sueño está en inglés. Te pediré un favor: márcame los errores de mi última carta, trataré de corregirlos. No suelo leer mis cartas después de escribirlas.
Te doy un abrazo muy fuerte. Escríbeme pronto
Alan

PS: Sí, voy a seguir viviendo en Francia porque es un país que me gusta. Los franceses me gustan. No sé si me quedaré en Bayona, pero seguro permaneceré en este país. Tengo un  problema: cobro el subsidio de paro y terminarán de pagarme en enero, porque aquí se paga sólo un año. En dos meses no tendré más el derecho del subsidio y podría tener una crisis fenomenal en mi vida a partir del año próximo…

PS1: ¡A los folloneros de la garita, salud!

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