CAPITULO
48
Alguna
vez Lolei escuchó, o leyó, o adivinó, que una madre te llena de miedos, mientras
que un padre se esmera por hacer que los niegues. En ese juego de tensiones,
gana el que se adapte a tu carácter con mayor eficacia.
Al
viejo le surtió efecto objetivo la traslación de los temores maternos. Sus
propios miedos hubiesen resultado una simple gestación personal, esos hijos de
las sinrazones naturales, de no haber existido la constancia horadadora de
mamá.
“Ahora,
los miedos de mamá también son los míos, y se nota cada vez más, a medida que
sus miedos son más grandes y frecuentes. Y que el más efectivo de los temores
se agazapa a la vuelta de la esquina”, pensó Lolei.
Le
ayudé a traducir el galimatías, sobre todo para tratar de entender la raíz de
sus turbaciones, tan sensibles en esos días de sobresaltos e inseguridades que
estábamos viviendo, entendiendo que nos hallábamos ante una sentencia irrebatible:
lo que da miedo está cerca de la verdad.
-Te
entró un julepe tremendo a la muerte-, le dije sin sutilezas ni tono alarmista.
-Claro,
nene, qué te parece, claro que tengo un cagazo bárbaro. Vos te hacés el guapo
porque sos joven, te quiero ver cuando estés como yo-, me rebatió con la
mandíbula temblequeando, casi jadeando, visiblemente excitado.
-Dejame
adivinar: –objeté sin emocionarme, tratando de mantenerme en estado de
frialdad-, el miedo real, el que molesta, el que paraliza, te llegó cuando
entendiste que tu madre estaba transitando el último tramo de un camino sin
retorno. Y ahora sentís que quien se encamina hacia ese sendero…
-Ni
lo nombres, no seas mal agüero –me interrumpió con un gesto de impaciencia-, no
lo menciones, nene… Hacé el esfuerzo de no ser tan cruel por un rato. ¿Adónde
querés llegar con estas indagaciones? ¿A vos te parece que tengo ganas de hablar
de destinos ahora?
-Estamos
tratando de dar un paso alentador para tu propio destino, viejo –le expliqué,
mientras encendía un cigarrillo para él que, llamativamente, rechazó- Si no
querés hablar de eso, lo evitamos; está bien. Pero no olvidemos que falta cada
vez menos para el fin de año y todavía estamos en veremos.
-El
destino es horrible, sólo hay que tratar de disfrutar el viaje –filosofó repentinamente-. Pero una cosa es
decidir sobre el futuro inmediato y otra muy distinta hablar sobre el futuro
inevitable. ¿O no pretenderás que se unan los destinos ahora, para ahorrarnos
el trabajo de prolongar la fatalidad?
A
veces no decir nada, lo dice todo. Y lo curioso es que el otro, a veces,
entiende. Pues Lolei comprendió, a través de mis ojos centelleantes, de mi
mirada inquisidora y triste y rabiosa, que acababa de pronunciar una frase, por
lo menos, infeliz. Con el dolor de una punzada en las bolas, estuve a punto de
gritarle que tal vez la suya resultara una buena idea para los dos: él se
libraría de una vez por todas de esa existencia parasitaria que cargaba y yo me
liberaría de la carga que representaba la lucha inútil de seguir estirando esa
existencia.
A
esa altura del campeonato, sus habituales manifestaciones de desconfianza me
transferían desazón, bronca, deseos irremediables de abandonar todo, a él más
que a nadie. Como si lo hecho no fuera suficiente. Como si tantos meses de
trajinar contra la corriente y ante todas las adversidades posibles se tratase
de un acto guiado por algún interés ficticio y no por la auténtica apetencia de
dar un rumbo favorable a su propia vida. Como si el viejo de repente quisiera
darse el lujo de bajar los brazos y hacerme responsable de su desgracia. Y, a
la pasada, inyectarme algún sentimiento de culpa ante un eventual fracaso de
nuestras gestiones.
Por
un momento –y no era un sentimiento nuevo- pensé en matarlo. Pero no con un
martillazo en la cabeza, o asfixiándolo con la almohada, o tirándolo por la
escalera, o encerrándolo para siempre en su inmundo cuchitril, o envenenando la
comida; no, nada de eso. Nada de violencia, nada de un acto criminal. Matarlo
con la indiferencia, la mejor manera de matar sin dejar rastros. Lisa y
llanamente, tomar el primer colectivo y mandarme a mudar para siempre.
Desapareciendo de esa casa, de esa ciudad. Desaparecer de su vida. Olvidarlo
por completo. Dejarlo a la deriva, a la buena de dios. Que se las arregle, como
lo hacía cuando no me conocía. Abandonarlo una vez más a su puta suerte.
Eso
pensaba en el ímpetu de la indignidad que me provocaban sus chiquilinadas, su
celo excesivo, su repulsiva incredulidad. Estuve a punto de llorar, de romper
todo, cuando me acordaba de esa frasecita: “¿O no pretenderás que se unan los
destinos ahora, para ahorrarnos el trabajo de prolongar la fatalidad?”, que
hijo de puta este tipo, que pedazo de imbécil.
A
veces, tan compenetrado en el minúsculo mundo que ambos nos habíamos creado, me
costaba entender sus temores porque no captaba plenamente la profundidad de sus
pensamientos, de su historia, de su devenir, y de las razones que le llevaron a
construir esa realidad. A medida que nos conocimos, creí comprenderlo. Después
pasaron varios años, y caigo en la cuenta de que aún no lo entiendo ni lo
entenderé. Pero eso no importa.
Lo
cierto es que en la turbulencia de aquellos días aciagos, la mínima
manifestación de duda y desconfianza provocaban sentimientos tan antagónicos
como desoladores. Cuanto más esfuerzo hacíamos por salir adelante, mayor dolor
me provocaban esas estúpidas rencillas titubeantes con sabor a amenaza y a desprecio.
Más
tarde comprobé que la misma metodología la aplicaba con todos sus seres
cercanos. Su modo de autodefensa era el ataque, impiadoso, cínico e hiriente.
Después de todo, eran expresiones entendibles para espantar los miedos. Y en
este caso perdonables, porque se aludía a la muerte, el más poderoso y terrible
de los miedos.
Al
final, puras elucubraciones mías, pues la respuesta que le tiraba por la cabeza
era la mirada feroz y un gesto igual de amenazante que sus palabras. Y el
viejo, de inmediato, lo comprendía: había dicho una barbaridad, una pelotudez
mayúscula, lo inapropiado en el momento menos apropiado. Y retomaba su postura
mansa, como perro que se liga un reto por haber cagado en el living.
Para
descomprimir el escenario, Lolei solicitó fumarnos un porro. Le dije que no
tenía ni porros ni ganas. Se conformó con un venenoso cigarrillo de tabaco.
Agradeció y bajó la vista. Aspiró con ganas, hasta ahogarse. Lo dejé toser,
asmático, ruidoso. Yo lo observé un buen rato con amable desprecio. Y no porque
lo menospreciara, sino para hacerle sentir en carne propia la falta de tacto de
su ataque. Para que sintiera un poco de culpa.
La
culpa puede ser el mayor recurso de persuasión. Pero al viejo la culpa siempre
le quedaba holgada. Actuaba como si a las culpas las lavara para volver a
usarlas al día siguiente. Un as en eso de lavarse las manos y traspasarle los
sentimientos al que tenía enfrente, de suerte que el culpable terminaba siempre
siendo el otro. Lo peor de todo es que conmigo lo lograba. Y al cabo de un
rato, terminábamos haciendo y deshaciendo a su conveniencia.
Después
del segundo cigarrillo llegó el vaso de agua, el masaje en la espalda, la
caminata hasta el baño, la cena distendida y el “hasta mañana, que descanses”
de cada noche, como si nada hubiera pasado.
Recién
varios días después, cuando una conversación nocturna se encarrilaba en otras
direcciones, Lolei desenmarañó, en forma desapercibida, aquella trama de miedos
y resquemores que arrastraba desde hacía veinte años. O tal vez desde su propio
nacimiento, o desde que comprendió que la vida es finita y cruel.
El
miedo a la muerte determinó su suerte en España, cuando supo que su madre
estaba mal de salud, que la cuerda de la vida se le terminaba. Comenzó a sentir
la angustia de quien entiende que lo irremediable está a la vuelta de la
esquina. Y en ese tironeo de desconsuelos, cayó en la cuenta de que su retorno
al país era inminente y necesario. En sus propias palabras, “se estaba quedando
sin nafta”.
Casi
a manera de despedida, se trasladó a Salou, donde lo esperaba la muchacha rica
y separada que había conocido tiempo antes. Ella cumplió con lo prometido y le
gestionó un empleo en las vacaciones de verano.
Ese
año, el 83, no viajó a la Argentina y los tres meses que habitualmente
destinaba a visitar a sus parientes y amigos, los gastó en un trabajo cómodo y
bien remunerado en un pequeño pueblo sobre el Mediterráneo, disfrutando de la
playa y las generosidades proporcionadas por la muchacha. Un deleite y a la vez
una pena, pues tenía la cabeza más predispuesta a la nostalgia que al placer.
Sin
embargo, pasó un par de meses maravillosos, a la manera de los enfermos
terminales. Antes de regresar a Madrid, adonde debía reincorporarse en la
academia, volvió a dar su palabra de regresar en el verano siguiente, o bien
hacerse una escapada cuando el tiempo de descanso se lo permitiera.
Nunca
más visitó esa hermosa ciudad ni volvió a ver a esa jovial y sensual mujer.
Hacia
octubre de ese año, en su patria añorada, caía por fin la dictadura y el pueblo
se abalanzaba hacia las urnas. Se volvía a respirar libertad. El domingo 30, el
candidato radical Raúl Alfonsín, viejo correligionario de su padre en los años de resistencia
democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la
Nación.
"El candidato radical Raúl Alfonsín, viejo camarada de su padre en los años de resistencia democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la Nación..." |
Por
primera vez en el lustro que llevaba en su travesía europea, recibió una
llamada telefónica de don Domingo, eufórico por la victoria de su partido. Le
habló de la recuperación inmediata de la república y de las garantías
constitucionales, del final de un ciclo nefasto y el comienzo de una nueva era
para el pueblo argentino. Imbuido por un fervoroso optimismo, el longevo
dirigente radical invitaba a su hijo a sumarse a la dura pero gratificante
tarea de participar desde adentro en la restauración del país. En ningún
momento hizo mención al estado de salud de doña Florentina.
Como
siempre, el bienestar de la patria estaba por encima de su familia.
Lolei,
contrariado, desdeñó la oferta, aún cuando en su interior se ajustaba desde
hacía años la idea del regreso, pero por razones más profundas, más afectivas y
más sanguíneas que las sugeridas por su padre. Con casi cincuenta años a
cuestas, evocaba con mayor pesadumbre la inminente partida de su madre antes
que el nuevo nacimiento de su patria.
Estuvo
a punto de adelantar su viaje hacia Argentina en diciembre, pero a último
momento decidió postergarlo.
En
enero del 84, sufrió un duro percance: extremadamente borracho tras mezclar
ginebra y marihuana, se cayó en la calle y se partió la cabeza contra un árbol.
También se fracturó una mano.
Con
algunos puntos de sutura y una escayola salió del hospital, donde lo tuvieron
internado durante tres días. Los compañeros que lo llevaron quisieron engañar a
los médicos aludiendo un accidente de tránsito, pero el olor a alcohol y a marihuana son muy delatores.
Le
recomendaron asistir a alguna terapia para combatir sus adicciones. El viejo
aceptó la propuesta, aunque no se considerara un adicto. Ni bien pudo salir de
su casa, se embarcó en una caravana por los bares amigos.
Salió
gateando de Malasaña y pasó la noche en el banco de la plaza 2 de Mayo.
La
cosa empeoró. Su relación con Mme. Chardy se tornó inestable en lo laboral y
apenas si superaba el apelativo de fogoso en lo pasional.
El
simple hecho de echarse un polvo de tanto en tanto no rebajaba las tensiones
internas dentro de la academia, donde Lolei evidenciaba día a día un desgano y
una falta de interés llamativos. Las quejas de los alumnos por el flojo nivel
de las clases impartidas por el profe argentino le ponían de muy mal talante a
la directora. Las citas en la dirección a menudo culminaban con gritos escandalosos.
Mademoiselle mostraba los dientes, lo reprendía con antipatía e indocilidad. El
viejo, cada vez más irritable por sus desavenencias espirituales y sus
preocupaciones personales, no se quedaba en el molde. Ya a esa altura era un
avezado puteador políglota y le arrojaba un sustancioso rosario de insultos en
español, en francés, en inglés y en un correctísimo argentino. La directora
culminaba siempre las broncas con una consabida amenaza de expulsión.
Hacía
años que Lolei escuchaba la misma perorata, pero comenzó a intuir que la
amenaza podía materializarse y bien pronto. Las condiciones estaban dadas. Y
máxime porque al viejo ya no le importaba quedarse sin trabajo, no le molestaba
tener que irse de España. Algún día tendría que hacerlo. Y ese día, en su
mente, estaba cerca.
Una
noche, después de un polvo frío y maquinal, arrebujado en el sofá de la casa de
la directora, Lolei franqueó su situación. Por primera vez ante ella abrió su
corazón. Le habló como si estuviera frente a un amigo.
Mademoiselle
escuchó comprensiva.
Cuando
estaba de buenas, no compartía la decisión de que el viejo tomara distancia de
la academia. Intentó contenerlo. Pero en su rigidez interior, prefirió mostrar
su costado más rudo, el costado desinteresado de quien tiene el poder. Y lo
alentó a seguir el camino que le dictara su corazón.
La
relación personal conquistada fuera del instituto no le importaba. Lolei era
sólo un juguete sexual para la directora, no lo extrañaría, se buscaría otro.
Pero en lo laboral, pese a las constantes peleas, lo echaría de menos. La
academia no contaba con un plantel numeroso de profesores; mayormente, por el
pésimo trato propinado por la directora y por la mísera paga.
El
profe argentino ya se había acostumbrado a ambas estrecheces y sería difícil
hallar un reemplazo parecido. Que podría incorporar algún profesor de mejor
nivel, no tenía dudas. También sería capaz de conseguirse una verga más jugosa
con la cual satisfacerse, eso nunca le costaba. Tampoco era cuestión de
obligarlo a quedarse. En su desapegada comprensión, no se esmeró más que en
escucharlo.
El
viejo se fue más aliviado, con un lastre menor en su alma aturdida. Y con la
firme convicción, esta vez sí, de que sus días en España estaban contados.
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(XLVIII)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Calle
3 N° 492 1°E
1900
La Plata
Argentina
De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne - France
21
October 1987
Hugo:
Gracias
por tu carta, que recibí esta tarde cuando regresé de Pau. Tenía clase de
portugués. Ahora contestaré a tus preguntas: si echo de menos a Anne, pues no
lo sé. La quería mucho, pero me hizo mucho daño. Claro que tenía sus defectos
como yo, pero no los veía. Si hubiera querido podría haber vivido con ella otra
vez; y no quise. ¿Sabes algo? Si me echas una vez, matas algo en mi corazón.
Aunque perdone, no puedo olvidar. Esto ocurrió con Anne. Hasta cierto punto no
la he perdonado, no por el mal que me hizo sino por las mentiras. Ella pasó a
ser la víctima y yo un jodido cabrón, cuando en realidad fue al revés. Basta
con ella: eligió su libertad, pues que sea libre. Aún la quiero, pero…
¿Por
qué vine para Bayona? Otra respuesta. Pues porque antes salía con una chica de
aquí que conocí durante las fiestas de Navidad, así que ya conocía la ciudad.
Además queda muy cerca de la frontera española, que es muy importante para mí.
Y porque aquí hay unas fiestas cojonudas que duran cinco días. En algo llevas
razón: si Bayona estaría en otro lugar no hubiese venido. No me gustan las
ciudades pequeñas, me siento más a gusto en las grandes. Ocurre que cuando Anne
me echó tenía posibilidades de trasladarme a dos: Toulouse, con 300.000
habitantes, o Marsella, con 1 millón. Pero Anne había vivido en ambas ciudades
y preferí romper todo contacto con ella, cualquier posibilidad de vínculo con
ella y con su vida. Nada más. Pasemos a otro tema, este asunto comienza a
encabronarme.
Hablemos
de tu vida sexual, que ha conocido unas mejoras inesperadas. Cuidado, Hugo, si
se meten más personas en la garita de señales, los ferrocarriles argentinos
corren el riesgo de serios accidentes. Ya imagino los titulares en los
periódicos: “Accidente ferroviario: Follones en la garita son detenidos con
copas en la mano y bombachitas en el suelo”.
En
este momento estoy estudiando en la Universidad de Pau. Por la tarde tengo
clase de portugués. Voy seis horas a la semana. Ayer fui a dedo y tardé cinco
horas en recorrer 100 kilómetros.
No
suelo controlar en tus cartas si hay errores, ya que tu inglés es casi
perfecto. Ayer leí detenidamente y lo comprobé. Has hecho unos avances
fenomenales. Por más que se hable muy bien un idioma, se cometen errores. Yo
mismo tengo errores cuando escribo en inglés. Tú casi no los cometes, así que
te felicito. También llevas razón en que el castellano es más difícil y a mí se
me nota, sobre todo por la falta de práctica. No me pasa eso con el francés,
que lo hablo y lo escribo casi a la perfección; al menos es lo que la gente me
dice. Pero ocurre algo: cuando pienso, lo hago en francés y cuando sueño,
también lo hago en francés, excepto si el contexto del sueño está en inglés. Te
pediré un favor: márcame los errores de mi última carta, trataré de
corregirlos. No suelo leer mis cartas después de escribirlas.
Te doy
un abrazo muy fuerte. Escríbeme pronto
Alan
PS:
Sí, voy a seguir viviendo en Francia porque es un país que me gusta. Los
franceses me gustan. No sé si me quedaré en Bayona, pero seguro permaneceré en
este país. Tengo un problema: cobro el
subsidio de paro y terminarán de pagarme en enero, porque aquí se paga sólo un
año. En dos meses no tendré más el derecho del subsidio y podría tener una
crisis fenomenal en mi vida a partir del año próximo…
PS1:
¡A los folloneros de la garita, salud!
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