viernes, 25 de noviembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (49)





CAPITULO
49

Una calurosa madrugada de noviembre volví a mi casa muy borracho. Sólo recuerdo haber espiado en el departamento del viejo, apenas abriendo una hendija de la puerta, tratando de hacer el menor ruido posible.
Extrañamente fui silencioso –se sabe lo sutil del engaño perceptivo que provoca la ebriedad, cuando se pretende ser cauto casi siempre se termina haciendo un escándalo-, y Lolei dormía un sueño pesado y profundo.
Raro y feliz escenario. Raro que no me estuviera esperando despierto, como hacía cada vez que salía y volvía a cualquier hora; feliz porque después de tanto batallar, al fin había logrado desprenderse de su miedo a ser abandonado y podía descansar con placidez, aún siendo consciente de que yo no me encontraba en la casa. 
Con una euforia sosegada, cerré la puerta y recorrí tambaleante la escalera hasta mi altillo. Como pude llegué a la cama y me derrumbé.
El mundo se hizo noche y cualquier recuerdo reciente se evaporó en un sueño parecido a la muerte.
Bajé tarde, bastante después del mediodía, con una resaca aplastante, casi sonámbulo. A mitad del trayecto hasta el primer piso, me atajó Dora con un gesto de antipatía y fastidio que no le conocía. Me ordenó –no me invitó ni me lo pidió: me lo ordenó- que pasara a su casa.
-¿No lo escuchaste anoche a tu amiguito?-, inquirió furiosa.
Con una gallarda tranquilidad de recién amanecido, le dije que no, para nada. Había dormido como un oso polar, agregué con inocente alegría. Pregunté por qué me decía eso.
-Se pasó toda la noche llamándote. Ya tu nombre lo tengo grabado en la cabeza. Estuvo gritándolo dos, tres, seis horas. ¿Cómo puede ser que no hayas oído nada?-, gruñó Dora.
El tono de su voz iba mutando y a medida que agregaba palabras a las frases su voz iba incrementando el volumen. Una vez más aseguré no haberlo escuchado.
-¿En serio, por qué, pasó algo?-, pregunté con mínima preocupación.
-¿Vos estás drogado?- me abarajó la vieja, inquisidora.
-Sólo que por ahí algo borracho, creo, bebí un poco de más anoche-, confesé.
-Se te nota en la cara-, dijo.
Volví a preguntar si había pasado algo.
-Desde las siete de la mañana empezó a llamarte, con ese sonsonete inaguantable que ya me tiene hasta acá –Dora se cruzó la frente con la mano, como haciéndose un corte-. No te miento, por lo menos dos horas gritó. Ya me preocupaba. Hasta que empezó a decir “me caí, me caí”. Pedía auxilio. Estuve a punto de ir a tu casa, pero supuse que nos estabas. Si hubieses estado tendrías que haberlo escuchado. ¿En serio no lo oíste? Los gritos retumbaban hasta en la calle.
-Estaba muy dormido-, atiné a agregar con desgarradora obviedad.
Dora siguió: “por suerte apareció una gente que vino a ver el departamento F. Cuando los escuché andar en el pasillo, salí y les comenté lo que ocurría. Eran dos hombres jóvenes. Les dije que golpearan la puerta, debe estar sin llave. Uno de ellos le preguntó si se encontraba bien; Lolei respondió que se había caído. Pidió que entraran. Ellos pasaron y lo levantaron. Después me contaron que estaba cerca del baño y lo dejaron en el sofá. Salieron asustados. No se explicaban cómo alguien podía vivir en semejante chiquero. Ahora está la puerta abierta y no dejó de llamarte. Estoy harta de sus gritos. Esto no da para más. Estos hombres vinieron a ver el F con intenciones de alquilarlo. Ahora, decime una cosa, ¿vos te pensás que van a volver? ¿Pensás que alguien en su sano juicio vendría a vivir a este edificio teniendo semejante espectáculo acá adentro?”.
Estropeado como estaba, era difícil procesar tantas novedades y cuestionamientos. Le expliqué sucintamente los avances y las derrotas que veníamos sorteando. Pero Dora, aún alterada por esa mañana desgraciada que había pasado, se mostró más inflexible que nunca y, como si no le importara nada de lo que yo contara, me aplicó un ultimátum:
-Esta vez va en serio: si antes de fin de año esta situación no se soluciona, este hombre se va del edificio por la fuerza. Lo hablé con los propietarios y con los inquilinos. Ya me asesoré con gente amiga, con abogados y con funcionarios, y están todas las condiciones para llevárselo de la forma que fuere necesario. Que quede claro que no es una amenaza en tu contra, pero vos te hiciste cargo de Lolei y ahora sos el responsable de sacarlo de acá por las buenas. Y si no es por las buenas…
Más claro imposible, me dije. Sin más alternativas, más no sea para calmar el encrespado ánimo de mi vecina, prometí que todo cambiaría para bien, para bien de mi amigo Lolei y de los habitantes del edificio.
-Eso espero-, me despidió, con visible suspicacia.



El viejo me recibió triunfante y crispado. Taladró mi herido cerebro de preguntas. No se privó de agregar algún improperio, que preferí no escuchar para no empeorar el momento. Volvió a contarme lo que había pasado y lo escuché como si resultara una novedad para mí. Ponía mi mejor cara de asombro y de compunción a medida que avanzaba en su relato.
-No me lo hagas más-, me retó Lolei, ofendido.
-¿Hacerte qué, viejo?-, retruqué.
-Eso de venir a cualquier hora y acá dejarme tirado, solo como a un perro, sin atenderme cuando te llamo-, explicó muy suelto de cuerpo, con un énfasis de coronel de película y una mueca bravucona. Como si fuera un vómito, la boca se me llenó de insultos, pero me los tragué y mantuve la calma.
-¿Acaso nunca te emborrachaste hasta perder la noción del tiempo, hasta desmayarte del cansancio y no escuchar que un tren te pasa por al lado? Me imagino que sabés de qué te hablo. Bastantes pedos te has agarrado en tu vida-, justifiqué.
-No seas hijo de puta, pendejo, no me vengas a achacar mi pasado. Hoy me caí y no fuiste capaz de venir a levantarme. Si no fuera por esos muchachos tan generosos todavía estaría tirado en el suelo. Y vos durmiendo la mona, como si nada-,  dijo.
Aguantando como podía, volví a explicarle que estaba dormido, borracho y cansado, y si no bajé fue porque no escuché su llamado. Volví a preguntarle si en verdad nunca le había sucedido algo similar. Pero era como querer dar explicaciones a alguien que no está interesado en recibirlas. No recuerdo el orden de sus palabras, la conformación ni el sentido de la frase; como puñales, oí que dijo “pendejo”, “hijo de puta”, “desalmado de mierda”, “falopero”.
Y el vómito que tenía atragantado de repente salió. Ya venía con el motor medio averiado, con algún tornillo flojo, y se me zafó la cadena. Se acabó la amabilidad y la comprensión. Se acabó la paciencia y la buena disposición. Quien empezó a gritar fui yo. Y mi amigo recibió su escarnio.
El viejo respondió y creo que, de haber podido mantenerse parado en sus dos patas, me hubiese encarado para pegarme. De hecho, cuando en un momento de la agarrada me acerqué hasta su cama, llevado por el envión de la furia y de las puteadas, me tiró un violenta trompada que esquivé de puro milagro. Llevaba buena orientación: directo a la jeta. En el retroceso me puse en guardia.
-¡Vení, pegame si sos tan gallito!- me gritó.
Fuera de sí como estaba, lo apunté. Me di cuenta que no podía pegarle un viejo acostado en una cama, aunque lo mereciera. Me frené. Volvió a enfrentarme: “¡Pendejo cagón, hijo de puta!”, espetó. Manoteé una de las mugrientas zapatillas junto la cama y me puse en posición de ataque. Me frené. Recibí otra afrenta y sin dejarlo terminar lo sacudí.
El golpe le resonó en el antebrazo izquierdo, que había cruzado sobre su cara para protegerse. Buenos reflejos: el zapatillazo le iba derecho al naso, un apéndice difícil de errarle. El segundo azote lo atajó con el otro brazo. Creo que le quedó marcado el logo de la suela. Se supo en desventaja y me rogó que frenara. Aún la súplica llevaba añadido un “hijo de puta”. Me retiré unos metros y le arrojé con fuerza la zapatilla, no para pegarle, sino para que sintiera el rigor. Le rozó la cabeza y se estrelló contra la pared. Siempre manteniendo una mínima distancia de la cama, alcé la segunda zapatilla.
-¡Basta, basta!-, empezó a gritar.
Me quedé firme con el amague. Escuché desde afuera un portazo. Pensé que sería algún vecino, alarmado por el escándalo. Entonces yo cerré la puerta con violencia, como para que supieran que la cosa estaba caldeada. Hice lo mismo con la ventana que daba al patio. Por lo menos en ese ambiente sellado se ahogarían un poco los gritos.
De todas formas, lo peor había pasado. El griterío siguió. Yo estaba ciego de ira y fuera de mis cabales. Por un instante se me cruzó una idea sanguinaria, muy a tono con el impulso que había tomado la pelea. Pero como un rayo de lucidez, como en un sueño flotante en donde se ve la escena completa, en donde yo mismo me veía desde arriba, y veía al viejo arrebujado e indefenso entre la maraña de sábanas, con sus pelos canosos y revueltos, y su boca desdentada, y sus manos huesudas, su aspecto decrépito, lo vi completo. Vi la decadencia, la humillación, la vana lucha de un hombre sin futuro, sumido en la más profunda ignominia, vi al hombre que yo sería dentro de cincuenta años, vi al hombre abandonado a su miserable suerte de subsistir sin esmerarse en dar pelea, vi al amigo que estaba dependiendo de mí para prolongar su triste agonía, y aunque reconociera la injusticia de aquella dantesca escena que veníamos montando desde hacía veinte minutos, vi frente a mí la muerte.
Y me derrumbé. Literalmente, me derrumbé de rodillas contra el piso, con la mente perturbada, con las fuerzas cansinas. Y estallé en un llanto como no recordaba haberlo hecho jamás. Y lloré a lágrima tendida, con la cabeza contra el piso, con los puños apretados, pegándole al mosaico hasta recrudecer el dolor, hasta sentir que los huesos se me rompían. Levanté la cabeza y con los ojos cargados miré a Lolei. Y lo vi rígido, con la cara acalambrada, sin ningún atisbo de remordimiento. Como un simple espectador de una obra de teatro. Mudo. Asombrado. Ajeno.
Permanecí un rato observándolo, tratando de hallar un explicación a algo. Me paré y me acerqué a él, sollozando.
-Después bajo-, le dije y di media vuelta. Fue la primera vez que no me despidió. Fue la primera vez que me fui de su casa con la última palabra.

-¿Qué fue todo ese griterío ahí adentro? ¿Vos estás bien? Nunca te vi así-, dijo Dora cuando me salió al cruce en el pasillo. Se notaba que había estado con la oreja pegada a la puerta, atenta al escándalo proveniente del departamento E.
Al advertir mi salida, me esperó con la puerta de su casa entreabierta, como quien está espiando. Yo no respondí. Creo que se dio cuenta, con sólo mirarme, que no hacía falta decir nada. Me invitó a pasar, me ofreció café. Negué con la cabeza. Seguí viaje y desde la mitad de la escalera, me di vuelta y le dije:
-Quédese tranquila que esto se acaba antes de fin de año.



****************************************


(XLIX)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne
France

28 October 1987
Querido Hugo:
Acabo de enterarme por qué no me has contestado antes: te mandé una carta enseguida, se la di a un chaval y le dije que la hiciera pesar antes de enviarla; no lo hizo, sólo puso un sello y la mandó. Supongo que por esa razón no la recibiste. 
Bueno, ahora espero que vayas bien. Pienso a menudo en ti y en este momento no sé por qué me estoy acordando de la comida que preparaste en la casa de René. Me río mucho de cuando dejaste una gran mierda en el fregadero, vomitaste en los cagaderos y, sobre todo, te comiste mi comida. Me imagino la reacción de René al día siguiente al ver la mierda que habíamos dejado. Debe haber dicho: “¡Anoche se cogieron un terrible pedo, joder. Rosa se enfadará, joder!”
¿Sabes algo? El otro día estaba paseando por la ciudad y topé con un argentino que visitaba Bayona. Charlamos un buen rato, recorrimos la ciudad. Se llama Eduardo y me dio sus señas. Le hablé de ti, claro, y si hubiese tenido tus señas a mano se las habría dado.
Llevo mucho tiempo sin beber, es porque no tengo mucho dinero en este momento. Tal vez escriba a Kate esta semana.
Encontré un diario que tenía en Madrid. Cubre el período de mi última estancia en esa ciudad y en Salou. Hay cosas interesantes: por supuesto, los pedos en The Victoria Pub, el día del parque de diversiones, cuando debieron parar la jaula que se mecía porque estaba borracho; los autos chocadores, el día de tortillas y salchichas en la playa Alison, el Fundador que bebimos ese día, Nacho y su hermana… todo eso me trae bellos recuerdos. ¿Dónde están los buenos tiempos, Hugo?
He escrito a Mme. Chardy, a Pepé, a Julio el de la cafetería. Su mujer, Carmen, te quiere mucho.
Te doy un abrazo muy fuerte. Escríbeme pronto

Alan

martes, 22 de noviembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (48)




CAPITULO
48

Alguna vez Lolei escuchó, o leyó, o adivinó, que una madre te llena de miedos, mientras que un padre se esmera por hacer que los niegues. En ese juego de tensiones, gana el que se adapte a tu carácter con mayor eficacia.
Al viejo le surtió efecto objetivo la traslación de los temores maternos. Sus propios miedos hubiesen resultado una simple gestación personal, esos hijos de las sinrazones naturales, de no haber existido la constancia horadadora de mamá.
“Ahora, los miedos de mamá también son los míos, y se nota cada vez más, a medida que sus miedos son más grandes y frecuentes. Y que el más efectivo de los temores se agazapa a la vuelta de la esquina”, pensó Lolei.
Le ayudé a traducir el galimatías, sobre todo para tratar de entender la raíz de sus turbaciones, tan sensibles en esos días de sobresaltos e inseguridades que estábamos viviendo, entendiendo que nos hallábamos ante una sentencia irrebatible: lo que da miedo está cerca de la verdad.
-Te entró un julepe tremendo a la muerte-, le dije sin sutilezas ni tono alarmista.
-Claro, nene, qué te parece, claro que tengo un cagazo bárbaro. Vos te hacés el guapo porque sos joven, te quiero ver cuando estés como yo-, me rebatió con la mandíbula temblequeando, casi jadeando, visiblemente excitado.
-Dejame adivinar: –objeté sin emocionarme, tratando de mantenerme en estado de frialdad-, el miedo real, el que molesta, el que paraliza, te llegó cuando entendiste que tu madre estaba transitando el último tramo de un camino sin retorno. Y ahora sentís que quien se encamina hacia ese sendero…
-Ni lo nombres, no seas mal agüero –me interrumpió con un gesto de impaciencia-, no lo menciones, nene… Hacé el esfuerzo de no ser tan cruel por un rato. ¿Adónde querés llegar con estas indagaciones? ¿A vos te parece que tengo ganas de hablar de destinos ahora?
-Estamos tratando de dar un paso alentador para tu propio destino, viejo –le expliqué, mientras encendía un cigarrillo para él que, llamativamente, rechazó- Si no querés hablar de eso, lo evitamos; está bien. Pero no olvidemos que falta cada vez menos para el fin de año y todavía estamos en veremos.
-El destino es horrible, sólo hay que tratar de disfrutar el viaje   –filosofó repentinamente-. Pero una cosa es decidir sobre el futuro inmediato y otra muy distinta hablar sobre el futuro inevitable. ¿O no pretenderás que se unan los destinos ahora, para ahorrarnos el trabajo de prolongar la fatalidad?
A veces no decir nada, lo dice todo. Y lo curioso es que el otro, a veces, entiende. Pues Lolei comprendió, a través de mis ojos centelleantes, de mi mirada inquisidora y triste y rabiosa, que acababa de pronunciar una frase, por lo menos, infeliz. Con el dolor de una punzada en las bolas, estuve a punto de gritarle que tal vez la suya resultara una buena idea para los dos: él se libraría de una vez por todas de esa existencia parasitaria que cargaba y yo me liberaría de la carga que representaba la lucha inútil de seguir estirando esa existencia.
A esa altura del campeonato, sus habituales manifestaciones de desconfianza me transferían desazón, bronca, deseos irremediables de abandonar todo, a él más que a nadie. Como si lo hecho no fuera suficiente. Como si tantos meses de trajinar contra la corriente y ante todas las adversidades posibles se tratase de un acto guiado por algún interés ficticio y no por la auténtica apetencia de dar un rumbo favorable a su propia vida. Como si el viejo de repente quisiera darse el lujo de bajar los brazos y hacerme responsable de su desgracia. Y, a la pasada, inyectarme algún sentimiento de culpa ante un eventual fracaso de nuestras gestiones.
Por un momento –y no era un sentimiento nuevo- pensé en matarlo. Pero no con un martillazo en la cabeza, o asfixiándolo con la almohada, o tirándolo por la escalera, o encerrándolo para siempre en su inmundo cuchitril, o envenenando la comida; no, nada de eso. Nada de violencia, nada de un acto criminal. Matarlo con la indiferencia, la mejor manera de matar sin dejar rastros. Lisa y llanamente, tomar el primer colectivo y mandarme a mudar para siempre. Desapareciendo de esa casa, de esa ciudad. Desaparecer de su vida. Olvidarlo por completo. Dejarlo a la deriva, a la buena de dios. Que se las arregle, como lo hacía cuando no me conocía. Abandonarlo una vez más a su puta suerte.
Eso pensaba en el ímpetu de la indignidad que me provocaban sus chiquilinadas, su celo excesivo, su repulsiva incredulidad. Estuve a punto de llorar, de romper todo, cuando me acordaba de esa frasecita: “¿O no pretenderás que se unan los destinos ahora, para ahorrarnos el trabajo de prolongar la fatalidad?”, que hijo de puta este tipo, que pedazo de imbécil.
A veces, tan compenetrado en el minúsculo mundo que ambos nos habíamos creado, me costaba entender sus temores porque no captaba plenamente la profundidad de sus pensamientos, de su historia, de su devenir, y de las razones que le llevaron a construir esa realidad. A medida que nos conocimos, creí comprenderlo. Después pasaron varios años, y caigo en la cuenta de que aún no lo entiendo ni lo entenderé. Pero eso no importa.
Lo cierto es que en la turbulencia de aquellos días aciagos, la mínima manifestación de duda y desconfianza provocaban sentimientos tan antagónicos como desoladores. Cuanto más esfuerzo hacíamos por salir adelante, mayor dolor me provocaban esas estúpidas rencillas titubeantes con sabor a amenaza y a desprecio.
Más tarde comprobé que la misma metodología la aplicaba con todos sus seres cercanos. Su modo de autodefensa era el ataque, impiadoso, cínico e hiriente. Después de todo, eran expresiones entendibles para espantar los miedos. Y en este caso perdonables, porque se aludía a la muerte, el más poderoso y terrible de los miedos.
Al final, puras elucubraciones mías, pues la respuesta que le tiraba por la cabeza era la mirada feroz y un gesto igual de amenazante que sus palabras. Y el viejo, de inmediato, lo comprendía: había dicho una barbaridad, una pelotudez mayúscula, lo inapropiado en el momento menos apropiado. Y retomaba su postura mansa, como perro que se liga un reto por haber cagado en el living.
Para descomprimir el escenario, Lolei solicitó fumarnos un porro. Le dije que no tenía ni porros ni ganas. Se conformó con un venenoso cigarrillo de tabaco. Agradeció y bajó la vista. Aspiró con ganas, hasta ahogarse. Lo dejé toser, asmático, ruidoso. Yo lo observé un buen rato con amable desprecio. Y no porque lo menospreciara, sino para hacerle sentir en carne propia la falta de tacto de su ataque. Para que sintiera un poco de culpa.
La culpa puede ser el mayor recurso de persuasión. Pero al viejo la culpa siempre le quedaba holgada. Actuaba como si a las culpas las lavara para volver a usarlas al día siguiente. Un as en eso de lavarse las manos y traspasarle los sentimientos al que tenía enfrente, de suerte que el culpable terminaba siempre siendo el otro. Lo peor de todo es que conmigo lo lograba. Y al cabo de un rato, terminábamos haciendo y deshaciendo a su conveniencia.
Después del segundo cigarrillo llegó el vaso de agua, el masaje en la espalda, la caminata hasta el baño, la cena distendida y el “hasta mañana, que descanses” de cada noche, como si nada hubiera pasado.

Recién varios días después, cuando una conversación nocturna se encarrilaba en otras direcciones, Lolei desenmarañó, en forma desapercibida, aquella trama de miedos y resquemores que arrastraba desde hacía veinte años. O tal vez desde su propio nacimiento, o desde que comprendió que la vida es finita y cruel.
El miedo a la muerte determinó su suerte en España, cuando supo que su madre estaba mal de salud, que la cuerda de la vida se le terminaba. Comenzó a sentir la angustia de quien entiende que lo irremediable está a la vuelta de la esquina. Y en ese tironeo de desconsuelos, cayó en la cuenta de que su retorno al país era inminente y necesario. En sus propias palabras, “se estaba quedando sin nafta”.
Casi a manera de despedida, se trasladó a Salou, donde lo esperaba la muchacha rica y separada que había conocido tiempo antes. Ella cumplió con lo prometido y le gestionó un empleo en las vacaciones de verano.
Ese año, el 83, no viajó a la Argentina y los tres meses que habitualmente destinaba a visitar a sus parientes y amigos, los gastó en un trabajo cómodo y bien remunerado en un pequeño pueblo sobre el Mediterráneo, disfrutando de la playa y las generosidades proporcionadas por la muchacha. Un deleite y a la vez una pena, pues tenía la cabeza más predispuesta a la nostalgia que al placer.
Sin embargo, pasó un par de meses maravillosos, a la manera de los enfermos terminales. Antes de regresar a Madrid, adonde debía reincorporarse en la academia, volvió a dar su palabra de regresar en el verano siguiente, o bien hacerse una escapada cuando el tiempo de descanso se lo permitiera.
Nunca más visitó esa hermosa ciudad ni volvió a ver a esa jovial y sensual mujer.


Hacia octubre de ese año, en su patria añorada, caía por fin la dictadura y el pueblo se abalanzaba hacia las urnas. Se volvía a respirar libertad. El domingo 30, el candidato radical Raúl Alfonsín, viejo correligionario de su padre en los años de resistencia democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la Nación.

"El candidato radical Raúl Alfonsín, viejo camarada de su padre en los años de resistencia
democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la Nación..."

Por primera vez en el lustro que llevaba en su travesía europea, recibió una llamada telefónica de don Domingo, eufórico por la victoria de su partido. Le habló de la recuperación inmediata de la república y de las garantías constitucionales, del final de un ciclo nefasto y el comienzo de una nueva era para el pueblo argentino. Imbuido por un fervoroso optimismo, el longevo dirigente radical invitaba a su hijo a sumarse a la dura pero gratificante tarea de participar desde adentro en la restauración del país. En ningún momento hizo mención al estado de salud de doña Florentina.
Como siempre, el bienestar de la patria estaba por encima de su familia.
Lolei, contrariado, desdeñó la oferta, aún cuando en su interior se ajustaba desde hacía años la idea del regreso, pero por razones más profundas, más afectivas y más sanguíneas que las sugeridas por su padre. Con casi cincuenta años a cuestas, evocaba con mayor pesadumbre la inminente partida de su madre antes que el nuevo nacimiento de su patria.
Estuvo a punto de adelantar su viaje hacia Argentina en diciembre, pero a último momento decidió postergarlo.
En enero del 84, sufrió un duro percance: extremadamente borracho tras mezclar ginebra y marihuana, se cayó en la calle y se partió la cabeza contra un árbol. También se fracturó una mano.
Con algunos puntos de sutura y una escayola salió del hospital, donde lo tuvieron internado durante tres días. Los compañeros que lo llevaron quisieron engañar a los médicos aludiendo un accidente de tránsito, pero el olor a alcohol y a marihuana son muy delatores.
Le recomendaron asistir a alguna terapia para combatir sus adicciones. El viejo aceptó la propuesta, aunque no se considerara un adicto. Ni bien pudo salir de su casa, se embarcó en una caravana por los bares amigos.
Salió gateando de Malasaña y pasó la noche en el banco de la plaza 2 de Mayo.
La cosa empeoró. Su relación con Mme. Chardy se tornó inestable en lo laboral y apenas si superaba el apelativo de fogoso en lo pasional.
El simple hecho de echarse un polvo de tanto en tanto no rebajaba las tensiones internas dentro de la academia, donde Lolei evidenciaba día a día un desgano y una falta de interés llamativos. Las quejas de los alumnos por el flojo nivel de las clases impartidas por el profe argentino le ponían de muy mal talante a la directora. Las citas en la dirección a menudo culminaban con gritos escandalosos. Mademoiselle mostraba los dientes, lo reprendía con antipatía e indocilidad. El viejo, cada vez más irritable por sus desavenencias espirituales y sus preocupaciones personales, no se quedaba en el molde. Ya a esa altura era un avezado puteador políglota y le arrojaba un sustancioso rosario de insultos en español, en francés, en inglés y en un correctísimo argentino. La directora culminaba siempre las broncas con una consabida amenaza de expulsión.
Hacía años que Lolei escuchaba la misma perorata, pero comenzó a intuir que la amenaza podía materializarse y bien pronto. Las condiciones estaban dadas. Y máxime porque al viejo ya no le importaba quedarse sin trabajo, no le molestaba tener que irse de España. Algún día tendría que hacerlo. Y ese día, en su mente, estaba cerca.
Una noche, después de un polvo frío y maquinal, arrebujado en el sofá de la casa de la directora, Lolei franqueó su situación. Por primera vez ante ella abrió su corazón. Le habló como si estuviera frente a un amigo.
Mademoiselle escuchó comprensiva.
Cuando estaba de buenas, no compartía la decisión de que el viejo tomara distancia de la academia. Intentó contenerlo. Pero en su rigidez interior, prefirió mostrar su costado más rudo, el costado desinteresado de quien tiene el poder. Y lo alentó a seguir el camino que le dictara su corazón.
La relación personal conquistada fuera del instituto no le importaba. Lolei era sólo un juguete sexual para la directora, no lo extrañaría, se buscaría otro. Pero en lo laboral, pese a las constantes peleas, lo echaría de menos. La academia no contaba con un plantel numeroso de profesores; mayormente, por el pésimo trato propinado por la directora y por la mísera paga.
El profe argentino ya se había acostumbrado a ambas estrecheces y sería difícil hallar un reemplazo parecido. Que podría incorporar algún profesor de mejor nivel, no tenía dudas. También sería capaz de conseguirse una verga más jugosa con la cual satisfacerse, eso nunca le costaba. Tampoco era cuestión de obligarlo a quedarse. En su desapegada comprensión, no se esmeró más que en escucharlo.
El viejo se fue más aliviado, con un lastre menor en su alma aturdida. Y con la firme convicción, esta vez sí, de que sus días en España estaban contados.



 *********************************


(XLVIII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne - France

21 October 1987
Hugo:
Gracias por tu carta, que recibí esta tarde cuando regresé de Pau. Tenía clase de portugués. Ahora contestaré a tus preguntas: si echo de menos a Anne, pues no lo sé. La quería mucho, pero me hizo mucho daño. Claro que tenía sus defectos como yo, pero no los veía. Si hubiera querido podría haber vivido con ella otra vez; y no quise. ¿Sabes algo? Si me echas una vez, matas algo en mi corazón. Aunque perdone, no puedo olvidar. Esto ocurrió con Anne. Hasta cierto punto no la he perdonado, no por el mal que me hizo sino por las mentiras. Ella pasó a ser la víctima y yo un jodido cabrón, cuando en realidad fue al revés. Basta con ella: eligió su libertad, pues que sea libre. Aún la quiero, pero…
¿Por qué vine para Bayona? Otra respuesta. Pues porque antes salía con una chica de aquí que conocí durante las fiestas de Navidad, así que ya conocía la ciudad. Además queda muy cerca de la frontera española, que es muy importante para mí. Y porque aquí hay unas fiestas cojonudas que duran cinco días. En algo llevas razón: si Bayona estaría en otro lugar no hubiese venido. No me gustan las ciudades pequeñas, me siento más a gusto en las grandes. Ocurre que cuando Anne me echó tenía posibilidades de trasladarme a dos: Toulouse, con 300.000 habitantes, o Marsella, con 1 millón. Pero Anne había vivido en ambas ciudades y preferí romper todo contacto con ella, cualquier posibilidad de vínculo con ella y con su vida. Nada más. Pasemos a otro tema, este asunto comienza a encabronarme.
Hablemos de tu vida sexual, que ha conocido unas mejoras inesperadas. Cuidado, Hugo, si se meten más personas en la garita de señales, los ferrocarriles argentinos corren el riesgo de serios accidentes. Ya imagino los titulares en los periódicos: “Accidente ferroviario: Follones en la garita son detenidos con copas en la mano y bombachitas en el suelo”.
En este momento estoy estudiando en la Universidad de Pau. Por la tarde tengo clase de portugués. Voy seis horas a la semana. Ayer fui a dedo y tardé cinco horas en recorrer 100 kilómetros.
No suelo controlar en tus cartas si hay errores, ya que tu inglés es casi perfecto. Ayer leí detenidamente y lo comprobé. Has hecho unos avances fenomenales. Por más que se hable muy bien un idioma, se cometen errores. Yo mismo tengo errores cuando escribo en inglés. Tú casi no los cometes, así que te felicito. También llevas razón en que el castellano es más difícil y a mí se me nota, sobre todo por la falta de práctica. No me pasa eso con el francés, que lo hablo y lo escribo casi a la perfección; al menos es lo que la gente me dice. Pero ocurre algo: cuando pienso, lo hago en francés y cuando sueño, también lo hago en francés, excepto si el contexto del sueño está en inglés. Te pediré un favor: márcame los errores de mi última carta, trataré de corregirlos. No suelo leer mis cartas después de escribirlas.
Te doy un abrazo muy fuerte. Escríbeme pronto
Alan

PS: Sí, voy a seguir viviendo en Francia porque es un país que me gusta. Los franceses me gustan. No sé si me quedaré en Bayona, pero seguro permaneceré en este país. Tengo un  problema: cobro el subsidio de paro y terminarán de pagarme en enero, porque aquí se paga sólo un año. En dos meses no tendré más el derecho del subsidio y podría tener una crisis fenomenal en mi vida a partir del año próximo…

PS1: ¡A los folloneros de la garita, salud!

domingo, 20 de noviembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (47)












CAPITULO
47

En su segundo regreso a la Argentina, Lolei se parecía más a un turista europeo que a un argentino de regreso a su tierra. Su gente le remarcó que ya hablaba “como un gallego más”. De pronto el coño, el carro, el autostop, el echar de menos o el coger pedos se habían incorporado a su léxico con la misma naturalidad de un inglés que aprende el castellano en una academia. Hablaba casi como si fuese Alan.
Parecía un rasgo pintoresco e insignificante, pero en el fondo denotaba una suerte de mimetización acartonada y fría. Era de esperarse: “si hablas como un argentino, te entenderían la mitad de las frases”, se justificaba Lolei. Su rápida adaptación se vislumbraba también en su aspecto saludable: había engordado algunos kilos porque “morfaba y chupaba como un condenado”.
Estuvo unos dos meses en Mar del Plata, donde se reencontró con amigos de la juventud. Recordaron viejas épocas de andanzas. Notó que la vida había hecho estragos con algunos de ellos. Todos estaban cambiados: esposa, hijos, trabajo, es decir, una vida familiar, ordenada y bien burguesa. Muchos habían progresado en lo económico; otros se habían afianzado socialmente. Casi todos eran profesionales. Notó, entonces, que vivían de la forma en que él había planeado para sí mismo su existencia cuando aún era joven y aún vivía en Argentina. Notó, finalmente, que él estaba viviendo una segunda juventud, una nueva adolescencia desbordada, como en aquellos días en que las responsabilidades del ciudadano correcto no estaban al tope de las prioridades.
Se sintió satisfecho.
Luego pasó unos días en La Plata, donde visitó a su tía Julia y a sus camaradas de bares y burdeles. Tuvo intenciones de saludar a Lola, pero ella no estaba en la ciudad.
En septiembre, ya de regreso en Madrid, se reincorporó a la academia con engrandecida energía. Volvió a encontrarse con sus compañeros. Realizó algunos viajes por el interior de España antes del inicio de las clases.
Su relación con Mme. Chardy fue amistosa y profesional. Al parecer, en su ausencia, la directora había encontrado un nuevo galán que la favorecía adecuadamente y con quien ella se sentía muy a gusto.
“Era de esperarse -pensó el viejo-, y era lo que necesitaba: mademoiselle es joven –apenas unos cinco años menos que yo-, y aunque no de mi total agrado físico, es elegante, exitosa e inteligente. Me alegra la noticia. Además, el muchacho es ajeno a la academia, lo cual significa que nosotros no lo conocemos. De ese modo, cuando tenga la oportunidad de tirármela, lo haré sin la culpa de saber a quién estaré engañando”.
De hecho, cada vez que pudo frecuentar a la directora –es decir, cuando ella lo pretendía y lo deseaba-, lo hizo sin ningún tipo de sobresalto moral, fiel a su estilo.


Fue a través de una serie de postales enviadas a su familia desde Portugal, en una de sus frecuentes salidas legales con amigos, cuando el viejo dejó entrever que la estancia española no se trataba de un idilio completo sino más bien una tentativa de huida hacia adelante.
Las sospechas comenzaron recién en su siguiente visita al país, cuando su familia comenzó a atar cabos sueltos y a cotejar con documentación oficial el relato construido por Lolei a través de las cartas y la narración de su “maravillosa experiencia”. Lo que contaba se contradecía en varios puntos con lo que hacía.
De pronto comprendieron que Lolei escondía mucho más de lo que exhibía.
En una postal enviada a sus padres desde Portugal, adonde viajaba frecuentemente con la sola misión de acreditar salidas y entradas de España, Lolei contó que había ido a pasar una semana de vacaciones con amigos y amigas, que viajaron en dos coches y era tal la cantidad de turistas que se encontraban en ese momento que no hallaron sitio adónde dormir, “ni en Coimbra, ni en Estoril, ni en Lisboa”. Es más, una noche no encontraron habitaciones ni en el Sheraton de la capital lusitana. Según su versión, poco importaban las eventualidades, pues a esa altura ya se “recagaban de risa de todo” y “aunque tuvieran que dormir en el piso, ni locos regresarían a Madrid”.
La duda surgió cuando al revisar el pasaporte, sólo por curiosidad, doña Florentina descubrió que su hijo ingresó a territorio portugués vía Badajoz, un día 4 de abril, y siguió rumbo a Lisboa. Desde allí envió la postal, el día 5. Y la salida de Portugal fue sellada el día 6, en la carretera que conduce a Villanueva del Fresno, al sur de Badajoz. La primera deducción fue que el grupo de amigos permaneció dos días en Portugal, y no siete como anunciaba en la postal.
El siguiente indicio fue cuando mencionó que en Coimbra no habían conseguido alojamiento, y le llamó la atención que desde Lisboa se hayan trasladado a más de doscientos kilómetros para tratar de alojarse. No le sorprendió que visitaran Estoril, a menos de treinta kilómetros de la capital. Pero irse de Lisboa hasta Coimbra, una ciudad situada hacia el norte, a más de dos horas de viaje, sólo para buscar adónde dormir, habiendo tantas ciudades y poblados cercanos adónde acudir, eso sí le llamó la atención.
La madre de Lolei olfateó un tufillo a engaño.
De repente localizó en las hojas del pasaporte una importante cantidad de sellados con ingresos a Portugal, y salidas realizadas en el mismo día. La mayoría era por Badajoz, alguna vez por Fuentes de Oroño o Valverde del Fresno.
“Tu madre será maestra y jubilada, pero no es tonta”, dijo Lolei que le dijo doña Florentina al darse cuenta de estas pequeñas irregularidades halladas y los secretos escondidos detrás de la evidencia. “Déjelo que ya es un muchacho grande, debe saber lo que hace”, dijo Lolei que le dijo doña Florentina que dijo don Domingo al momento de trasladarle la inquietud.
-Lo más curioso del caso –reconoció Lolei- es que mamá me advirtió de estos descubrimientos unos años después, cuando yo ya había regresado definitivamente al país. Y contó que no me lo dijo antes porque temió que su sospecha fuera verdad. Y no hubiese soportado saber que su hijo la estaba pasando de pesadillas en España. A papá, como siempre, le importó un carajo. A él se lo reveló enseguida, y el tipo se lavó las manos, ni se calentó. Por eso decidieron mantenerlo oculto, para no hacerse aumentar su preocupación. Pero en definitiva ellos también mintieron: se mintieron a sí mismo. Y sobre todo mamá, que se hizo una malasangre terrible. Ni siquiera en las cartas que me escribía mencionaba el tema. Y yo a la distancia me daba cuenta de que no estaba bien. Cuando respondía y mostraba mi intranquilidad, en la siguiente carta ella apenas hacía referencia a lo que yo cuestionaba. Yo empleaba el mismo procedimiento y contestaba con evasivas. Jamás le mencioné ningún incidente; la impresión que le trasladaba era de una buenaventura que no se ve ni en las películas, y pensaba que ella se lo creía todo. Nunca le mencioné de mis borracheras, de mis peleas, de mis altercados laborales, de cómo los extrañaba verdaderamente. Claro que le decía que los echaba de menos, pero a la manera que se añora cuando se está lejos de alguien, no con la real profundidad del sentimiento. Eso no se lo contaba a mi madre. Verás, una noche me cogí un pedo tan descomunal que terminé en el hospital con la cabeza rota y una muñeca fracturada. Me caí en la calle, eso es todo; perdí el equilibro y me estrolé en la vereda. No me acuerdo de nada, sólo lo que me contaron Josefina y Alex, que iban conmigo y me llevaron al hospital. La cuestión es que me dieron cuatro puntos en la frente y estuve con la mano escayolada unos cuarenta días. La versión que entregué a mis padres, por supuesto fue groseramente inventada: “un accidente de tránsito, me atropelló una moto”, dije. Me pareció inoportuno confesarles que había sido producto de una borrachera, porque supuestamente había dejado de beber después de mi internación en el Melchor Romero. Imaginate a mi madre si hubiese sabido la verdad… Por eso inventamos esa red de mentiras, donde cada uno contaba lo que le convenía y el otro creía también lo que convenía, excepto la verdad. Cuando mamá encuentra ese detalle en el pasaporte, descubre que mis permanentes salidas de España no eran sólo por placer, sino que entrañaban otros propósitos, inasibles para ella. Pero en vez de manifestarme su preocupación se lo tragó sola, se inventó varias hipótesis con el solo fin de convencerse de que mi versión de los hechos era verdadera. Ella me dijo alguna vez que quien no es madre no puede entender jamás lo que es el sufrimiento de una madre. Tal vez llevaba razón. Y lo cierto en este intríngulis de interpretaciones es que ambos decidimos fingir, acordamos tácitamente en que el artificio era más veraz que la mera verdad. Por eso tampoco adiviné que detrás de sus palabras escritas con aparente prolijidad había un sentimiento de angustia irrefrenable. Lo descubrí recién al año siguiente, en otro viaje a Mar del Plata, cuando vi que mi madre, que ya no era joven pero se mantenía enérgica y briosa, se había avejentado a pasos agigantados. Y estaba notablemente desmejorada de aspecto y  de salud. Sin que ella me lo pidiera, supe había llegado el momento de regresar.
Al poco tiempo de un nuevo regreso a Madrid, Alan fue echado a la academia y decidió volver a Inglaterra. Hacía bastante tiempo que sumaba reñidas discusiones con la directora, como corresponde a dos personas de carácter fuerte e inflexible.
Alan era un gran profesor y se llevaba de maravillas con los alumnos. Sin embargo, los continuos desbarajustes en que incurría por la ingesta excesiva de alcohol y otras hierbas, fueron modificando su carácter en el seno del instituto. El inglés llevaba una vida más disipada que la de Lolei, cuando no estaban juntos. Solía amanecerse en las calles, o en bancos de algún parque, tras alguna borrachera que lo dejara inconsciente. A veces, en ese estado, concurría al trabajo. Y allí se trenzaban de lo lindo con mademoiselle.
Ella era una persona severa a la hora de las reglas y solía imponer pautas irrestrictas; una de ellas, la concurrencia a clases en perfectas condiciones de higiene y presencia. Se enojaba cuando algún profesor se aparecía con el traje desaliñado, el pelo revuelto o un aliento de perro descompuesto. Hay que ver cómo se ponía cuando algún profesor aparecía con evidentes signos de borrachera y olor a marihuana en la ropa. Lolei sufrió sus buenos escarmientos por situaciones como esas. Pero luego mademoiselle se calmaba; bastaba llenarle un rato la boca con una polla y todos contentos.
Alan no era de agachar la cabeza y dejarse atropellar, por más que la directora tuviese razón en regañarlo. Él abrigaba un rencor indiscutible: Mme. Chardy pagaba unos salarios casi de miseria y era una persona muy tacaña y ventajera. Y eso a Alan no le gustaba nada. Y para trabajar a disgusto y por un dinero que apenas alcanzaba para vivir de prestado, era mejor buscar otros rumbos. Este planteo, realizado desde el lugar del patrón, es más concreto y efectivo: “si no os gusta este curro, pues búscate otro”. Y Alan, agotado, decidió marcharse.
Lolei sintió profundamente la partida del inglés. Se habían tomado un gran cariño mutuo. Alan solía decirle, en tren de confesiones de borracho, que era como el padre que nunca tuvo. Del mismo modo, el viejo replicaba que era como el hijo que siempre deseó.
Eran grandes confidentes, también sin una copa de por medio.
Por eso, el viejo sintió que un pedazo de sí mismo se desprendía con la partida de Alan. Poco a poco fue comprendiendo que sus días en España tenían cada vez menos sentido.
La idea del regreso se agigantaba como la luna.




 ***************************************

(XLVII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne
France

4 October 1987
Querido amigo Hugo:
Te escribo otra carta. Espero que hayas recibido la anterior, que escribí en cinco minutos. Te deseo que vayas bien, también tus familiares. ¿Sabes algo? Desde hace un mes tengo un diario, que pongo al corriente cada tarde. Esta vez hay dos cosas que han cambiado: primero, escribo en francés, porque me resulta más fácil el idioma; segundo, en vez de escribir a Harry (un personaje que tú destruiste) ahora lo hago a mi mejor amigo Hugo.
Ya sabes que me gusta escribir. Además, no pretendo vivir una eternidad. Y cuando me vaya a la gran bodega celestial me gustaría dejar algo, si no, si desaparezco sin dejar nada detrás, será como si no hubiera vivido nada. Creo que he visto y vivido un montón de cosas que merecen ser mencionadas.
Por lo pronto sigo parado. De vez en cuando hago algunas chapuzas que me permiten sobrevivir, no muy bien, pero… Dentro de tres meses ya no tendré el derecho a cobrar el subsidio de paro. Ahí sí estaré jodido, sin ingresos. No sé que voy a hacer. Llevo tres semanas sin beber por falta de tiempo y de dinero. Esta semana he escrito a Pepé y a Julito. La semana pasada fui a St. Jean de Luz y a Biarritz con un amigo. La pasé genial. Ahora estoy en Pau, en casa de un amigo.
Acabo de matricularme en la Facultad. Haré otra tesina, ya que cuando Anne me echó dejé todo. Espero lograrlo esta vez. La tesina la haré en castellano.
¿Tú no tienes idea de cuándo volverás? Cuando fui a Madrid vi a la dueña de la casa donde estaba Felicitas. Vi a su marido. Hablamos juntos un ratito y la culpa de todas las borracheras y todos los pedos gordos fue tuya. ¡Te echaron la culpa de todo!
Te doy un abrazo fuerte. Tu amigo que no te olvida
Alan