Reseña de "Políticas del discurso", de Diego Singer, para la Revista Ideas.
En su número 10, la revista Ideas (revista de filosofía moderna y contemporánea) incluyó una reseña de Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela, el libro de Diego Singer que publicó Nido de Vacas en 2019.
Revista Ideas es una publicación de la Red Argetina de Grupos de Investigación de Filosofía (Ragif), que tiene una frecuencia semestral y se distribuye de manera gratuita.
Compartimos con nuestros lectores el comentario realizado por Mariano Gaudio (Universidad de Buenos Aires) sobre la obra.
Para conocer más sobre esta publicación y sus números anteriores, se puede acceder a través de revistaideas.com.ar
Para acceder al PDF de la reseña: http://revistaideas.com.ar/wp-content/uploads/2019/11/ideas10_rese%C3%B1as_singer.pdf
Para acceder al PDF del número 10: http://ragif.com.ar/revista_ideas/IDEAS10Dobles.pdf
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Palabras vivificantes en la praxis docente
Por MARIANO GAUDIO
(UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES -
ARGENTINA)
Reseña de Singer, Diego,
Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela, Buenos Aires,
Nido de Vacas Ediciones, 2019, 157 pp.
No podría escribir
una sola línea sobre este libro sin antes confesar algunas cosas. En primer
lugar, que conozco a Diego desde nuestros tiempos mozalbetes, cuando comenzamos
la carrera de Filosofía a mediados de los años ’90. Pese a nuestras
diferencias, o gracias a ellas, rápidamente hicimos buenas migas. En segundo
lugar, que compartí con él algunas de las experiencias que constituyen estas
“intervenciones filosóficas”, es decir, trabajamos en el mismo colegio durante
un tiempo. En tercer lugar, que más allá de nuestros re - encuentros
intermitentes y emocionantes, siempre guardo una gran admiración por su
quehacer polifacético, desde el taller de filosofía y las clases en el penal de
Devoto, hasta su paradigmático “filosofía a la gorra” y este mismo libro. Si se
me permite un tramo más de apreciaciones subjetivas, diría que en mi amigo
brillan ciertos rasgos muy marcados y sobresalientes para esta época y para
esta profesión: es, ante todo, un apasionado de la filosofía, lo que lo empuja
y empodera para pensar y escribir, lanzándose siempre más allá de lo
establecido; es, además, una persona prístina, que no teme esconder sus ideas,
ni teme no caer bien, que jamás buscaría la condescendencia del auditorio, y
menos aún esta ría dispuesto a relegar sus posiciones para ser aceptado; en
este sentido, también es irreverente y desfachatado, pero sobre todo honesto,
comprometido con sus convicciones y respaldado en un trabajo filosófico
artesanal, serio y profundo. Todas estas caracterizaciones, con coherencia y a
la vez con complejidades (matices, rupturas y resignificaciones), atraviesan el
periplo que va desde nuestra juventud hasta la actualidad, y están latentes y
se cristalizan en esta gran ópera prima. Dicho lo que tenía que ser dicho (un
cúmulo de apelaciones a la emocionalidad), no queda más remedio que desplegar
el análisis objetivo, frío y despiadado, que mi amigo Diego sabrá comprender.
Políticas
del discurso
está compuesto de tres partes, precedidas de una sustanciosa introducción: un
conjunto de efemérides que recorren ordenadamente las celebraciones cívicas,
una serie de textos dirigidos a los egresados, y un tercer grupo heterogéneo y
caratulado como “otras intervenciones”. Desde una mirada superficial se podría
creer que se trata de un mosaico variopinto de producciones esporádicas y
ocasionales; sin embargo, lejos de ameritar una lectura llana o rápida, el
libro es intenso, articulado en una fecunda densidad conceptual, y
permanentemente desafiante a través de preguntas que punzan la reflexión. Con
inspiraciones y resonancias de Nietzsche, Foucault y Deleuze –entre otras
tantas voces que solapada o explícitamente emergen aquí y allá–, Diego Singer
transforma cada intervención en el puntapié de un pensar en elaboración y que
invita a configurar cuestiones que hasta el momento se daban por obvias. El
acto de tomar la palabra y de enaltecerla con contenido se convierte en una
praxis que moviliza, que sacude los horizontes de sentido y que interpela en el
doble filo de la concepción de mundo gramsciana, es decir, en la teoría y en la
práctica, en la reflexión y en la acción, en la íntima conexión entre filosofía
y política.
En la “Introducción”
(pp. 11-25) encontramos una presentación general de las partes del libro y una
justificación fugaz y aparentemente extraña: “me interesa compartir una
experiencia en torno a la producción de discursos institucionales en el ámbito
de una escuela, ya que la enorme mayoría de las reflexiones educativas han
arrojado este tipo de discursos hacia una zona marginal” (p. 13). Precisamente
este descentramiento inicial se revela como el lugar de enunciación idóneo para
interpelar. Por otra parte, esta aclaración está envuelta en un abanico de
consideraciones muy interesantes sobre la discursividad, desde las condiciones
para la escucha (el libro comienza con la incomprensión de la prédica de
Zaratustra y prosigue con la creación del lugar y del auditorio) hasta la
disputa por el sentido de las palabras y el rasgo político de la intervención
discursiva. Para mostrar cómo se involucra la subjetividad en la práctica
docente, Singer apela al concepto –de raíz foucaultiana-clásica– de parrhesía, que en tanto que contrario a
la adulación, aspira a que el interpelado en determinado momento ya no necesite
del discurso de su maestro, y justo por ello éste tiene que asumir el riesgo de
la franqueza, de ofender, enojar o irritar al otro. Esta incomodidad se
cristaliza notablemente en la experiencia de la lectura de la Carta abierta a la Junta Militar de
Rodolfo Walsh: “Me interesaba sacudir, de alguna manera, el modo en que los
alumnos habían aprendido a adaptarse a una forma de discurso aceptable para la
institución” (p. 17). Claro que el sacudón se convierte en un cimbronazo para
la implícita visión oficial de la escuela. En este contexto el ejemplo que
Singer toma de Foucault (el caso de Platón con Dioniso) resulta sugestivo, a la
vez que testimonia el compromiso del pensador con la tarea de desarmar “el
sentido común que impide el aflorar de lo no dicho, pero más que nada, de lo no
dicho de aquello que nombra. Es decir, impide torcer el sentido dominante, la
interpretación hegemónica” (p. 18). Se trata, entonces, no sólo de una disputa
por el sentido de las palabras, sino también de un arduo trabajo de desencubrir
las capas de sentido que encauzan y normalizan la discursividad. Lo incómodo
pulula en todo el proceso, electriza a sujetos e instituciones, revive la
dimensión política.
Así la intervención
se entrelaza con la memoria, la revalorización de la palabra en la era de la
hiper(in)comunicación, e invita a habitar una comunidad de escucha donde jamás
se subestimen a los interlocutores y donde se comprometan las subjetividades.
Así el discurso se encarna en politicidad, en un marco de enseñanza
anti-autoritario y de palabra no-totalizante. Pero sucede que la escuela está
plagada de rituales que regulan los actos conmemorativos y las ceremonias, que
atrincheran el cerco de lo institucionalmente correcto. Y sería comprensible
–razona Singer– que la institución quiera saber (y/o controlar) lo que se dirá
en su nombre. No obstante, lejos de inhibir, esa tensión inherente –el acecho
de lo prohibido– acentúa la exploración: “Me interesa pensar sobre todo cómo
las políticas del discurso están operando, de qué maneras y hasta qué punto
podemos transformarlas” (p. 22). En este sentido, el carácter “filosófico” de
las intervenciones se sustenta, según el autor, no tanto en las referencias a
los filósofos, como sí en la relación con un saber cuya disputa siempre está en
lo discursivo, en la materialidad del lenguaje, donde se juega la potencialidad
de la filosofía. Este aspecto se observa claramente en la intervención con
motivo del “Día de la Independencia”, donde Singer se concentra en el desfasaje
entre 1810 y 1816 y en la necesidad de llevar a la palabra –en este caso, a una
Declaración– lo que se hace (p. 60) y lo que parecía imposible: “Abrir
posibilidades creando un porvenir es una función esencial del discurso; implica
asumir un riesgo, desarticular relaciones de opresión y constituir a la vez
nuevos lazos” (p. 62).
Como señalamos, la
primera parte se compone de “Efemérides” (pp. 27-85) ordenadas
cronológicamente. Y comienzan con un plato fuerte: el 24 de marzo. Por un lado,
el texto se conecta con lo indicado en la “Introducción” respecto de las
posibilidades transformadoras del discurso y, por otro, remite de inmediato, en
nota al pie, a la “Carta para Nunca más”
incluida en la tercera parte del libro y dirigida a la dirección de la escuela.
La intervención hace hincapié en cada una de las palabras (Memoria, Verdad,
Justicia) que definen la conmemoración, y las encabeza con sugestivos epígrafes
de Saramago, Cicerón y Gandhi. Pero Singer se vale justamente de la primera, la
memoria, para legitimar la suspensión de las actividades cotidianas y la
realización de actos escolares caracterizados como ejercicios políticos de
memoria colectiva; es decir, la memoria abre la necesidad no sólo de
reflexionar, sino también de preguntarse por el cómo de la reflexión: “¿cómo
hacer para que ese recuerdo se mantenga vivo y no se convierta en una pieza de
museo […]?” (p. 29), y en especial cuando ese recuerdo es doloroso, y más aun
cuando ese dolor fue producido por el gobierno sobre la propia población. En
cuanto a la Verdad, argumenta Singer, aunque sobre los hechos históricos haya
distintas versiones, se pueden lograr acuerdos mínimos (“No todas las
«verdades» tienen el mismo valor”, p. 31); acto seguido, parte del Nunca más para establecer una
caracterización de la última dictadura que luego confiesa que parece ser una parte o un lado de la verdad. El
problema reside en cómo se plantea el asunto; porque, así dicho, se da pie para
tener que reponer el otro lado, que además vendría a completar y dar vuelta el
sentido de lo primero. Diego sólo señala este posible camino, pero lo deja sin
explorar (probablemente porque su posición al respecto es muy clara y precisa
en la “Carta para Nunca más” que
analizamos luego), e ingeniosamente asocia la justificación del accionar
represivo con la demanda de seguridad. La Justicia, por último, se erige en una
de las principales marcas de la sociedad argentina posdictatorial, y sorprende
la declaración de Borges, tras presenciar un día en el juicio, subrayando la
paradoja de que los militares que abolieron el Código Civil ahora se acojan a
él, y que incluso haya abogados dispuestos a defenderlos. Al respecto agrega
Singer: “el Estado puede cumplir dos funciones tan diferentes que esencialmente
son opuestas: ser garante de la justicia […] o ser el ejecutor del terror” (p.
34), para concluir en que vale la pena recordar, porque denota vitalidad.
Ahora bien, la
intervención con motivo del 24 de marzo cobra mayor color y fuerza si se la lee
en consonancia con la “Carta para Nunca
más” (pp. 135-141) que Singer envía en febrero de ese mismo año a la
dirección de la escuela. La carta alude a una insistencia por realizar tal
acto: ante todo, concede, reconoce y agradece el poder trabajar el tema dentro del aula; pero a la vez insiste,
insiste en lo que considera una necesidad, concediendo que tal vez sea visto
como una provocación, y que sin embargo tiene que llevarla adelante. Diego
evoca a Saramago (“Mi pregunta es: por qué tengo que callar cuando sucede algo
que merecería un comentario más o menos ácido o más o menos violento”, p. 137)
y a El hombre rebelde de Camus, e
insiste; insiste porque hay una injusticia, una causa por la cual vale la pena
arriesgarse. Además de argumentar su posición, desarma lo que sería el sustento
de la escuela para no hacer el acto: la presunta “neutralidad”. Al igual que la
verdad completa señalada arriba, a nuestro entender esta posición reedita, con
mayor o menor complicidad, la denostable y absolutamente insostenible teoría de
los dos demonios; sin embargo, Diego mantiene la compostura y primero se atiene
a lo formal, la incorporación oficial del feriado al calendario, y luego ataca
la médula del problema: “en el ámbito educativo en el que nos movemos, creo que
no puede ser de ninguna manera pensable la neutralidad” (p. 138). La
disposición de las aulas, el uniforme, el perfil de profesores, etc., muestran
que la institución toma decisiones. Frente a esto, si el problema son los
padres, qué pudieran pensar o decir (un argumento recurrente de los
directivos), los mismos padres que se quejan por cantidad de nimiedades,
entonces –prosigue, con cierta retórica– ¿cuánto le añadiría a sus quejas inertes
un acto escolar valioso por sí, un acto que hasta otorgaría valor a sus quejas?
Además, serían unos pocos. Y, de realizarse el acto, él mismo asume el riesgo
de decidir qué decir, consciente de representar la voz pública de la
institución; esto es, asume el riesgo de tomar posición, de no ser neutral, de
intentar ecuanimidad, porque todas estas acciones superan la abstención. La
educación es política, y “no podemos abstenernos de educar” (p. 139). La carta
continúa con otras consideraciones (los pocos alumnos que sabían sobre esta
fecha, el rol de los docentes y de los adultos al eludirlo, la problemática
reconstrucción de la verdad histórica, la mirada crítica sobre el relato del
gobierno) hasta desembocar en una confesión sumamente interesante: “Cuando empecé
a estudiar filosofía no se me cruzaba por la cabeza ser docente […]. La verdad
es que a cinco años de haber empezado este trabajo conservo el entusiasmo del
primer día y lo hago porque todavía tengo la firme, quizás un poco ingenua,
convicción de que tengo algo importante que decir […]. [E]l día en que sienta
que no tengo algo importante para decir va a ser mi último día como docente”
(p. 141). Diego sabe que su palabra se tornó rimbombante, pero la mantiene,
porque es franca, porque responde a la fidelidad con las propias verdades, por
las batallas que valen la pena, porque no se puede ser docente e invitar al
pensamiento crítico y al compromiso social sin encarnar en primera persona esas
premisas, porque al fin y al cabo las instituciones nos forman pero nosotros
también formamos parte de las decisiones de las instituciones. (Nota Bene: en ese 2011 se realizó el
acto por el 24 de marzo con la intervención reseñada arriba, y se sostuvo
mientras –y sólo mientras– Diego trabajó en el colegio).
Como docente uno
tiene ciertas preferencias sobre las efemérides en las cuales intervenir:
además del 24 de marzo, el 1° de mayo, el 25 de mayo y el 12 de octubre
configuran eventos muy jugosos para la reflexión. En el caso del 1° de mayo
(pp. 43-48), Singer se detiene en tres aspectos: en primer lugar, el origen
histórico y la cuestión semántica, pues comenzó llamándose “Día de los
Trabajadores” y pasó a denominarse “Día del Trabajador” o, peor, “Día del
Trabajo”, lo que significa que se olvida la dimensión colectiva o comunitaria
del trabajo. En segundo lugar, el carácter vertebrador del trabajo, dado que
ocupa gran parte de la vida cotidiana, define la identidad y la relación con
los objetos, pero no constituye un destino prefijado y siempre conviene
preguntarse “si creemos en lo que estamos haciendo” (p. 46) y si efectivamente
es lo que queremos hacer. En tercer lugar, la dimensión intersubjetiva –y, por
lo tanto, ética y vinculante– del trabajo, aspecto que nos interpela de
distintas maneras, nos vuelve corresponsables de las condiciones, y hasta se
explicita en la postura frente a las protestas.
En cuanto al 25 de
mayo (pp. 49-54), el autor deja de lado lo histórico y se desplaza a un plano
más conceptual-filosófico. Se propone analizar el término “revolución”, y para
ello parte de Rousseau y de la famosa idea según la cual el hombre nace libre y
en todos lados vive como esclavo. Esa libertad arrebatada, ese encadenamiento a
la servidumbre, o el mismo panorama de las desigualdades sociales, conllevan la
justificación de la revolución, cuyo protagonismo no puede residir en los
dominantes sino en los dominados. Ahora bien, “¿qué es lo que lleva de la
pasividad a la revolución?” (p. 51). Luego trae a colación un texto del joven
Gramsci donde no sólo se manifiesta, bajo la hipócrita intención de civilizar,
el verdadero afán de dominio, sino también el rasgo destructivo, la “máscara
colectiva” (p. 52) con la que se cubre el dominador, es decir, el imperialismo
europeo que arrasa con las culturas de otros continentes, se olvida de su
propia lucha por la liberación y se indigna con las rebeliones de aquellos a
los que acusa de bárbaros y salvajes, los mismos bárbaros y salvajes que
reaparecen con la inmigración. Aquí la pregunta es: “¿por qué la energía puesta
en la liberación puede continuarse en energía puesta al servicio del
sometimiento?” (p. 53). Claro que en este punto sucede que, así como Rousseau
sirvió de inspirador a la Revolución de Mayo, la reflexión de Gramsci sirve de
termómetro sobre el papel del criollismo pos-1810: ¿cómo es que la liberación
se convirtió en sometimiento? Por último, Singer echa mano de Arendt para
caracterizar el hecho revolucionario, que no se colma con el cambio y la
violencia, sino que se define por ser el comienzo de algo completamente nuevo,
y pregunta: “¿Será posible que una forma de organización libre no continúe
algunos de los mecanismos de opresión anteriores? ¿Se puede realizar cabalmente
el deseo de comenzar de nuevo?” (p. 54).
En relación con el 12
de octubre (pp. 75- 80), Singer plantea una pregunta de fondo: “¿Qué
posibilidades tenemos de escuchar aquello que está oculto entre nosotros?” (p.
75), y la analiza desde tres cuestiones: la identidad, la diversidad y el
racismo. A propósito de la identidad, señala que el “Día del Respeto a la
Diversidad Cultural” es la única conmemoración que trasciende al país y hace
referencia al continente, lo cual por otra parte y al mismo tiempo muestra que
la identidad nunca es algo prístino y localizable, sino una suerte de
“rompecabezas vivo” (p. 76) en permanente transformación. La diversidad
representa un avance respecto de la denominación anterior (“Día de la raza”),
pero contiene el peligro de invisibilizar un dato importantísimo, a saber, que
las distintas culturas no estuvieron y no están en condiciones de igualdad, con
lo que el respeto podría encubrir el antagonismo entre dominantes y dominados.
En esta trilogía conceptual el racismo funciona como el momento más concreto:
Singer juega con la expresión “blanco sobre negro” (p. 78) para enlazar, por un
lado, la clarificación de un estado de cosas –las configuraciones sobre la
identidad y la diversidad desembocan, en la práctica, en posiciones racistas–,
con el mito de la pulcritud que tan bien expone Kusch frente al hediento estar
americano y, por otro lado, con el orden mundial imperialista que se ha
repartido el mundo y ante el cual Sartre exhorta en el prólogo del clásico Los condenados de la tierra de Fanon:
“Al principio ustedes ignoraban, quiero creerlo, luego dudaron y ahora saben,
pero siguen callados” (p. 80). Así, una vez que sabemos esto, la ignorancia
–concluye Diego– se convierte en una decisión política, y entonces esta fecha
se resignifica en una invitación a explorar lo americano, la mixtura de
diversidad en la identidad, el mestizaje que simplemente está en nosotros.
La dificultad de la
ecuación entre identidad y territorio –un ademán foucaultiano– aparece también
en el discurso sobre el “Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de
Malvinas” (pp. 38-39), donde la cuestión del nacionalismo, el significado de la
soberanía y la amenaza de una potencia extranjera, se conjuntan con el desafío
de comprender el heroísmo. Desde luego, este tema se entrelaza con el “Día de
la Soberanía Nacional” (pp. 81-85), quizás el único discurso en el que Singer
abunda un poco más en los hechos históricos, partiendo de una carta de San
Martín donde festeja “que los argentinos no son empanadas que se comen sin más
trabajo que abrir la boca” (p. 81), preguntándose hasta dónde se puede sostener
una posición soberana, y vinculando la metáfora inicial con el pensamiento
masticado según Schopenhauer (p. 84), es decir, con la naturalización de la
visión de un grupo determinado que se pretende dominante, que se instala como
sentido común y trata de soslayar la disputa por el sentido. Pero justamente
con motivo del Aniversario de San Martín (pp. 63-68) el autor propone un
abordaje distinto: no ya con la intención de desmitificar al “Padre de la
Patria”, sino con la idea de conectar mediante la admiración; y encuentra en un
hecho, el que San Martín se haya hecho mudar transoceánicamente una biblioteca
de setecientos libros, no sólo una complicidad personal, sino fundamentalmente
un significado profundo de la liberación, que incluye tanto la superación de la
servidumbre como la creación de un pensamiento propio (p. 66).
No obstante, en otras
intervenciones Singer no se ve tentado de asociar la conmemoración a una figura
emblemática. Así, por ejemplo, en el “Día de la Bandera” (pp. 55-57) reflexiona
sobre el compromiso comunitario que implica la jura a la bandera. Este discurso
es particularmente significativo, porque fue pronunciado ante el ritual del
juramento de lxs alumnxs de primaria y con la presencia de padres y
autoridades, y porque ciertos pasajes fueron considerados “poco apropiados” y
desde entonces no se le permitió volver a pronunciar discursos ante toda la
comunidad educativa (p. 55 nota). Quizás el aspecto conflictivo sea el
señalamiento de que la jura no conlleva un compromiso a ciegas: “Puede suceder
que el sentimiento genuino de comunión sea utilizado para ir contra algún
grupo” (p. 57); y pone como casos el mundial de 1978 y la recuperación de
Malvinas. De cualquier manera, constituye otro motivo –junto con la “Carta”
reseñada arriba– de indagación e interpelación sobre el posicionamiento docente
en contextos de presión institucional. Un segundo ejemplo es el “Día del
Maestro” (pp. 69-73): en vez de dedicarlo a Sarmiento, Diego ensaya con lxs
estudiantes un debate –no incluido en el libro– sobre las características
positivas y negativas de lxs docentes. Algunos aspectos del docente ideal: que
tenga el deseo encendido, que valore el espacio, que problematice, que sea
coherente entre la teoría y la práctica, autocrítico, que conciba la autoridad
como construcción, y que genere pequeñas rupturas y apertura a lo nuevo. A
nuestro entender, este discurso, al igual que el anteriormente reseñado,
merecerían un excursus más detallado.
La segunda parte de Políticas del discurso se titula
“Egresados” (pp. 87-122) y se compone de intervenciones de despedida de lxs
estudiantes, salvo la última, que es una despedida del profesor mismo. Los
textos naturalmente están cargados de oralidades y de emocionalidad, muy en
consonancia con una visión político-pedagógica que tiene por base los afectos y
con un discurso que interpela en función de la transformación individual y
comunitaria. En el primero, “Tomar la palabra” (pp. 89-92), Diego echa mano de
recursos retóricos y de su gracia para justificar precisamente que él quería
hacer ese discurso y que podría decir muchas cosas que no va a decir, y que sin
embargo las dice. Y queriendo/no-queriendo, se suscita la paradoja: “¡sean
capaces de morir y abracen un caballo!” (p. 91) –afirma, inspirado en
Nietzsche, e incitando a la continua metamorfosis del sí-mismo. Luego recula y
se pliega en el gesto valiente y responsable de tomar la palabra. De todos
modos, en “Misterio y porvenir” (pp. 93-95) encuentra una manera –a nuestro
entender más diplomática– de decir lo (no)dicho en el discurso anterior: con
Sartre, exhorta a una existencia no condenada por ningún ser fijo, sino a
hacerse permanentemente en devenir. Se trata de la condena de la libertad para
morir, para ser-otro, para desatar cualquier esencia que se pretenda dada y consumada.
Y en “Profesión imposible” (pp. 101-103) se observa la contracara necesaria
–ahora para el docente– de la misma exhortación a la libertad: valiéndose de
Freud –que sostiene que analizar, educar y gobernar son actividades
imposibles–, Singer contrasta justamente los procedimientos
técnico-instrumentales de aquellas profesiones que denotan resultados seguros y
controlables, con lo que no se ajusta a la lógica, a la medición, a las
soluciones, a lo calculable, etc. Lo imposible forma parte del deseo, es
incolmable, “es siempre un exceso respecto a los objetivos pautados y siempre
lo vamos a ver ocupando los márgenes: como resistencia, como silencio, como
producción extraña, como un puente que no sabemos bien hacia dónde conduce” (p.
102). Lo imposible constituye la acción de educar y el desafío siempre por
delante.
En otras
intervenciones, en vez de tomar una idea y explorarla en diferentes aristas, el
autor elige condensar y ordenar –quizás hasta aforísticamente– un conjunto de
reflexiones. Tal es el caso de “Paraskeue”
(pp. 97-100), “Siete lecciones sobre el desaprendizaje” (pp. 105-108) y “Tres
cosas que aprendí de mis padres” (pp. 115-118). Más allá de que irónicamente
parecen una suerte de compilado de consejos prácticos y simples, lo interesante
reside en el posicionamiento que suponen: por una parte, las ideas en efecto
sirven en algún sentido para la vida, poseen un sustento filosófico y brotan de
lo trabajado durante el año en las clases de Filosofía; pero, por otra parte,
todas esas reflexiones requieren una reapropiación y, por lo tanto, un desandar
el camino para abrir paso a la vida misma, a las intensidades, al otro que
siempre está junto con nosotros, a la creación, al mirar (pp. 98-99), a la
aventura, a la posibilidad, a la incerteza, a lo extraño (pp. 105-108). La
tensión se ubica justo entre el aspecto necesariamente personal de
autorrealización y separación de los padres, y el hecho de que lo individual a
la vez siempre remite y se entrelaza con lo social y con “la red que
amorosamente otros tejieron alrededor nuestro” (p. 118), para producir nuevas
formas de comunidad.
Un párrafo aparte
merece el apartado “Un circo en común” (pp. 109-113), un discurso compuesto
monstruosamente (“todo lo intenso es monstruoso […,] una combinación rara,
inesperada, de elementos que jamás hubiéramos soñado que podían convivir”, p.
98) de pasajes de escritos de lxs estudiantes. De alguna manera, se trata de un
discurso esperado, porque un docente liberador no puede formarse sin afinar la
capacidad de escucha, sin amalgamar su discurso en un semblante polifónico. Las
reflexiones de lxs estudiantes atraviesan la presión
social-familiar-apariencial sobre lo que se espera de ellxs, la articulación de
lo individual con la sociedad, la cuestión de la responsabilidad, el modo de
ver e interpretar la realidad, la asfixia y encarcelamiento de las
instituciones, el disciplinamiento, la des-privatización de los problemas, y la
apertura hacia nuevas posibilidades. Singer enfatiza esto último con la
metáfora de la llegada del circo a un pueblo, que conlleva no sólo una especie
de pequeña revolución local, sino también un legado: alguien se va con el circo
“para explorar la propia potencia” (p. 113).
Coherentemente, la
“Carta de un profesor que no sabe lo que hace” (pp. 119-122) representa la
despedida del espacio de trabajo en que surgieron estas intervenciones, con un
motivo expuesto de inmediato: la tristeza de la rutina, el ahogo de la
potencia, la sujeción de la institución. Hay un adaptarse que en su declinación
costumbrista imposibilita el quehacer inadaptado. El molde petrifica el
contenido. Según Diego, muchas cosas tendrían que cambiar para que en una
comunidad de enseñanza-aprendizaje se mantenga encendido el deseo: las
formalidades, la pasividad, las quejas, el utilitarismo, el miedo y la
resistencia a lo nuevo; ahora bien, todos los actores (institución, directivos,
profesores, alumnos) coinciden en un punto: “no meterse en problemas” (p. 120).
Cabe aclarar que la carta está dirigida a lxs estudiantes y fechada el 6 de
marzo de 2017, es decir, a comienzos de año, y que en lo sustancial replica
para sí lo que en otras ocasiones exhortaba para con sus estudiantes. Y cierra
(o empieza a cerrar) el periplo con otra frase de Zaratustra: “es preciso tener
todavía caos dentro de sí para poder dar a luz a una estrella danzarina” (p.
122).
No obstante, el libro
posee una tercera parte, “Otras intervenciones” (pp. 123-157), de una
composición bastante heterogénea. Además de la ya reseñada “Carta para Nunca más”, hay dos textos breves
(“Estrategias” y “Un vidrio”, pp. 143-148) y producidos como materiales para la
reflexión en las clases de Sociología, a partir de situaciones cotidianas y de
interpelación donde el Otro irrumpe, ya sea como un chico que pide monedas y
primero saluda, ya sea como un tal Luis que limpia los vidrios de los autos
atascados por el tránsito. En ambos casos la irrupción del Otro sacude la
condición de persona, del que interpela y del interpelado. Y también hay dos
textos que se vinculan directamente con las problemáticas del libro: uno
escrito para una jornada de capacitación docente, y otro como reconstrucción de
la experiencia del autor en la cárcel de Devoto.
Con impronta
butleriana, “Estamos en problemas” (pp. 125-133) constituye una pieza
excepcional: se trata de un texto pensado para los colegas docentes y en
función de definir el proyecto educativo institucional en torno de los valores,
pero que se destaca por cuanto hace de una expresión espontánea, la experiencia
concreta de no saber qué decir sobre el tema, el disparador o la disposición
inicial para reflexionar sobre la cuestión ética. La primera evidencia es que
“no hay posibilidad de no posicionarse éticamente cuando educamos” (p. 127).
Sin embargo, esta evidencia no permite ir demasiado lejos, en tanto y en cuanto
no se extiende prístinamente a un conjunto de valores, sino como mucho a la
propia libertad. Por ende, sin un fundamento último, o sin valoraciones
eternas, estamos desamparados y el peso de toda la responsabilidad recae sobre
la decisión. Vía Sartre y vía Nietzsche, Singer no suscribe un nihilismo total,
sino la necesidad de redefinir todo: “La crisis de los valores no implica su
desaparición, sino su disolución en un mar de pequeños valores donde ninguno
sobresale” (p. 128). Aunque los valores no desaparecen, sí sucumben los
mecanismos de legitimación que otrora sustentaban los emisores de tales
valores, las autoridades y las instituciones; y entonces los docentes, al igual
que los políticos, los padres, los sacerdotes o los jueces, encuentran
completamente erosionada su posición. Por otra parte, la recuperación de Kant,
del legado de la Ilustración y de los ideales que ésta pregonaba, en nada
permiten re-posicionar a la naufragada subjetividad contemporánea, no sólo por
la falta de fuerza y vigencia, sino principalmente por el carácter
instrumental, normalizador y homogeneizante. “La escuela valora el esfuerzo, la
progresión y la responsabilidad. […] ¿Qué tipo de sujeto está a la base de esa
formación? Un sujeto predecible” (p. 131). Y aquí acontece la crisis: además de
que la escuela no logra fabricar tales sujetos predecibles, tampoco tiene la
más mínima certeza de que ésa sea –o cuál deba ser– su tarea. Aquí la razón se
devora a sí misma, se desfonda y disuelve sobre sus propios cimientos. Ante
semejante panorama, el autor propone atenuar los ánimos: ni recaer en valores
absolutos, ni el escepticismo radical. Que nada tenga valor por sí mismo
significa “un nuevo llamado” a la “irrenunciable capacidad de crear y
proporcionar valor en el mundo” (p. 132); es decir, en medio de un maremoto de
fragilidades se reabre el desafío de construir vínculos y prácticas valiosas.
El último texto,
“Filosofar en Devoto. La detención de los cuerpos” (pp. 149-157) muestra una
experiencia pedagógica que se separa de todo lo anterior. El contexto de
encierro, la violencia institucional, la reconfiguración del tiempo, convergen
de pronto en un grupo muy peculiar en el Taller de Filosofía. Además de recoger
algunas voces ciertamente significativas, Singer se pregunta por qué, por qué
tenía la sensación de estar frente a un grupo extraordinario, o también, qué
tipo de disposición surgiría en este contexto determinado que la haría tan afín
con la filosofía. Y sostiene que, en contraste con la vida vertiginosa del afuera,
la situación de encierro permite un grado de detenimiento, una velocidad e
intensidad tan particulares, una suerte de retiro de lo cotidiano, etc.,
condiciones todas –como la enfermedad o el dolor (Nietzsche), como el infierno
del presente (Camus)– que propician el pensamiento filosófico. Y si en algo
coinciden la enseñanza y la filosofía, concluye, es ante todo en la perspectiva
de “ponernos continuamente en crisis, no importa cuánto hayamos avanzado en su
práctica” (p. 157).
Así
habló Singer.
Pletórico de energía, de márgenes, de posibilidades, de caos para una estrella
danzarina. Forjando una comunidad de escucha. Sacudiendo el corsé de lo
institucionalmente establecido. Punzando con preguntas y ofreciendo
generosamente instancias de sentido, frágiles y discutibles, pero con
elaboración y franqueza. Muriendo en su ensimismamiento, para abrazar un
caballo (que sin dudas querremos conocer). Es una bocanada de aire fresco,
tanto para oxigenar el acartonado discurso sobre la enseñanza de la filosofía y
sobre la petrificada praxis docente, como para el perimido desdén hacia los
heterogéneos modos vivos, y fundamentalmente vivificantes, de repensar la
filosofía con un público amplio.