viernes, 31 de enero de 2020

"Políticas del discurso": Palabras vivificantes en la praxis docente


Reseña de "Políticas del discurso", de Diego Singer, para la Revista Ideas.


En su número 10, la revista Ideas (revista de filosofía moderna y contemporánea) incluyó una reseña de Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela, el libro de Diego Singer que publicó Nido de Vacas en 2019.



Revista Ideas es una publicación de la Red Argetina de Grupos de Investigación de Filosofía (Ragif), que tiene una frecuencia semestral y se distribuye de manera gratuita.

Compartimos con nuestros lectores el comentario realizado por Mariano Gaudio (Universidad de Buenos Aires) sobre la obra.

Para conocer más sobre esta publicación y sus números anteriores, se puede acceder a través de revistaideas.com.ar

Para acceder al PDF de la reseña: http://revistaideas.com.ar/wp-content/uploads/2019/11/ideas10_rese%C3%B1as_singer.pdf

Para acceder al PDF del número 10: http://ragif.com.ar/revista_ideas/IDEAS10Dobles.pdf


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Palabras vivificantes en la praxis docente


Por MARIANO GAUDIO

(UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES - ARGENTINA)


Reseña de Singer, Diego, Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela, Buenos Aires, Nido de Vacas Ediciones, 2019, 157 pp. 







No podría escribir una sola línea sobre este libro sin antes confesar algunas cosas. En primer lugar, que conozco a Diego desde nuestros tiempos mozalbetes, cuando comenzamos la carrera de Filosofía a mediados de los años ’90. Pese a nuestras diferencias, o gracias a ellas, rápidamente hicimos buenas migas. En segundo lugar, que compartí con él algunas de las experiencias que constituyen estas “intervenciones filosóficas”, es decir, trabajamos en el mismo colegio durante un tiempo. En tercer lugar, que más allá de nuestros re - encuentros intermitentes y emocionantes, siempre guardo una gran admiración por su quehacer polifacético, desde el taller de filosofía y las clases en el penal de Devoto, hasta su paradigmático “filosofía a la gorra” y este mismo libro. Si se me permite un tramo más de apreciaciones subjetivas, diría que en mi amigo brillan ciertos rasgos muy marcados y sobresalientes para esta época y para esta profesión: es, ante todo, un apasionado de la filosofía, lo que lo empuja y empodera para pensar y escribir, lanzándose siempre más allá de lo establecido; es, además, una persona prístina, que no teme esconder sus ideas, ni teme no caer bien, que jamás buscaría la condescendencia del auditorio, y menos aún esta ría dispuesto a relegar sus posiciones para ser aceptado; en este sentido, también es irreverente y desfachatado, pero sobre todo honesto, comprometido con sus convicciones y respaldado en un trabajo filosófico artesanal, serio y profundo. Todas estas caracterizaciones, con coherencia y a la vez con complejidades (matices, rupturas y resignificaciones), atraviesan el periplo que va desde nuestra juventud hasta la actualidad, y están latentes y se cristalizan en esta gran ópera prima. Dicho lo que tenía que ser dicho (un cúmulo de apelaciones a la emocionalidad), no queda más remedio que desplegar el análisis objetivo, frío y despiadado, que mi amigo Diego sabrá comprender.
Políticas del discurso está compuesto de tres partes, precedidas de una sustanciosa introducción: un conjunto de efemérides que recorren ordenadamente las celebraciones cívicas, una serie de textos dirigidos a los egresados, y un tercer grupo heterogéneo y caratulado como “otras intervenciones”. Desde una mirada superficial se podría creer que se trata de un mosaico variopinto de producciones esporádicas y ocasionales; sin embargo, lejos de ameritar una lectura llana o rápida, el libro es intenso, articulado en una fecunda densidad conceptual, y permanentemente desafiante a través de preguntas que punzan la reflexión. Con inspiraciones y resonancias de Nietzsche, Foucault y Deleuze –entre otras tantas voces que solapada o explícitamente emergen aquí y allá–, Diego Singer transforma cada intervención en el puntapié de un pensar en elaboración y que invita a configurar cuestiones que hasta el momento se daban por obvias. El acto de tomar la palabra y de enaltecerla con contenido se convierte en una praxis que moviliza, que sacude los horizontes de sentido y que interpela en el doble filo de la concepción de mundo gramsciana, es decir, en la teoría y en la práctica, en la reflexión y en la acción, en la íntima conexión entre filosofía y política.
En la “Introducción” (pp. 11-25) encontramos una presentación general de las partes del libro y una justificación fugaz y aparentemente extraña: “me interesa compartir una experiencia en torno a la producción de discursos institucionales en el ámbito de una escuela, ya que la enorme mayoría de las reflexiones educativas han arrojado este tipo de discursos hacia una zona marginal” (p. 13). Precisamente este descentramiento inicial se revela como el lugar de enunciación idóneo para interpelar. Por otra parte, esta aclaración está envuelta en un abanico de consideraciones muy interesantes sobre la discursividad, desde las condiciones para la escucha (el libro comienza con la incomprensión de la prédica de Zaratustra y prosigue con la creación del lugar y del auditorio) hasta la disputa por el sentido de las palabras y el rasgo político de la intervención discursiva. Para mostrar cómo se involucra la subjetividad en la práctica docente, Singer apela al concepto –de raíz foucaultiana-clásica– de parrhesía, que en tanto que contrario a la adulación, aspira a que el interpelado en determinado momento ya no necesite del discurso de su maestro, y justo por ello éste tiene que asumir el riesgo de la franqueza, de ofender, enojar o irritar al otro. Esta incomodidad se cristaliza notablemente en la experiencia de la lectura de la Carta abierta a la Junta Militar de Rodolfo Walsh: “Me interesaba sacudir, de alguna manera, el modo en que los alumnos habían aprendido a adaptarse a una forma de discurso aceptable para la institución” (p. 17). Claro que el sacudón se convierte en un cimbronazo para la implícita visión oficial de la escuela. En este contexto el ejemplo que Singer toma de Foucault (el caso de Platón con Dioniso) resulta sugestivo, a la vez que testimonia el compromiso del pensador con la tarea de desarmar “el sentido común que impide el aflorar de lo no dicho, pero más que nada, de lo no dicho de aquello que nombra. Es decir, impide torcer el sentido dominante, la interpretación hegemónica” (p. 18). Se trata, entonces, no sólo de una disputa por el sentido de las palabras, sino también de un arduo trabajo de desencubrir las capas de sentido que encauzan y normalizan la discursividad. Lo incómodo pulula en todo el proceso, electriza a sujetos e instituciones, revive la dimensión política.
Así la intervención se entrelaza con la memoria, la revalorización de la palabra en la era de la hiper(in)comunicación, e invita a habitar una comunidad de escucha donde jamás se subestimen a los interlocutores y donde se comprometan las subjetividades. Así el discurso se encarna en politicidad, en un marco de enseñanza anti-autoritario y de palabra no-totalizante. Pero sucede que la escuela está plagada de rituales que regulan los actos conmemorativos y las ceremonias, que atrincheran el cerco de lo institucionalmente correcto. Y sería comprensible –razona Singer– que la institución quiera saber (y/o controlar) lo que se dirá en su nombre. No obstante, lejos de inhibir, esa tensión inherente –el acecho de lo prohibido– acentúa la exploración: “Me interesa pensar sobre todo cómo las políticas del discurso están operando, de qué maneras y hasta qué punto podemos transformarlas” (p. 22). En este sentido, el carácter “filosófico” de las intervenciones se sustenta, según el autor, no tanto en las referencias a los filósofos, como sí en la relación con un saber cuya disputa siempre está en lo discursivo, en la materialidad del lenguaje, donde se juega la potencialidad de la filosofía. Este aspecto se observa claramente en la intervención con motivo del “Día de la Independencia”, donde Singer se concentra en el desfasaje entre 1810 y 1816 y en la necesidad de llevar a la palabra –en este caso, a una Declaración– lo que se hace (p. 60) y lo que parecía imposible: “Abrir posibilidades creando un porvenir es una función esencial del discurso; implica asumir un riesgo, desarticular relaciones de opresión y constituir a la vez nuevos lazos” (p. 62).
Como señalamos, la primera parte se compone de “Efemérides” (pp. 27-85) ordenadas cronológicamente. Y comienzan con un plato fuerte: el 24 de marzo. Por un lado, el texto se conecta con lo indicado en la “Introducción” respecto de las posibilidades transformadoras del discurso y, por otro, remite de inmediato, en nota al pie, a la “Carta para Nunca más” incluida en la tercera parte del libro y dirigida a la dirección de la escuela. La intervención hace hincapié en cada una de las palabras (Memoria, Verdad, Justicia) que definen la conmemoración, y las encabeza con sugestivos epígrafes de Saramago, Cicerón y Gandhi. Pero Singer se vale justamente de la primera, la memoria, para legitimar la suspensión de las actividades cotidianas y la realización de actos escolares caracterizados como ejercicios políticos de memoria colectiva; es decir, la memoria abre la necesidad no sólo de reflexionar, sino también de preguntarse por el cómo de la reflexión: “¿cómo hacer para que ese recuerdo se mantenga vivo y no se convierta en una pieza de museo […]?” (p. 29), y en especial cuando ese recuerdo es doloroso, y más aun cuando ese dolor fue producido por el gobierno sobre la propia población. En cuanto a la Verdad, argumenta Singer, aunque sobre los hechos históricos haya distintas versiones, se pueden lograr acuerdos mínimos (“No todas las «verdades» tienen el mismo valor”, p. 31); acto seguido, parte del Nunca más para establecer una caracterización de la última dictadura que luego confiesa que parece ser una parte o un lado de la verdad. El problema reside en cómo se plantea el asunto; porque, así dicho, se da pie para tener que reponer el otro lado, que además vendría a completar y dar vuelta el sentido de lo primero. Diego sólo señala este posible camino, pero lo deja sin explorar (probablemente porque su posición al respecto es muy clara y precisa en la “Carta para Nunca más” que analizamos luego), e ingeniosamente asocia la justificación del accionar represivo con la demanda de seguridad. La Justicia, por último, se erige en una de las principales marcas de la sociedad argentina posdictatorial, y sorprende la declaración de Borges, tras presenciar un día en el juicio, subrayando la paradoja de que los militares que abolieron el Código Civil ahora se acojan a él, y que incluso haya abogados dispuestos a defenderlos. Al respecto agrega Singer: “el Estado puede cumplir dos funciones tan diferentes que esencialmente son opuestas: ser garante de la justicia […] o ser el ejecutor del terror” (p. 34), para concluir en que vale la pena recordar, porque denota vitalidad.
Ahora bien, la intervención con motivo del 24 de marzo cobra mayor color y fuerza si se la lee en consonancia con la “Carta para Nunca más” (pp. 135-141) que Singer envía en febrero de ese mismo año a la dirección de la escuela. La carta alude a una insistencia por realizar tal acto: ante todo, concede, reconoce y agradece el poder trabajar el tema dentro del aula; pero a la vez insiste, insiste en lo que considera una necesidad, concediendo que tal vez sea visto como una provocación, y que sin embargo tiene que llevarla adelante. Diego evoca a Saramago (“Mi pregunta es: por qué tengo que callar cuando sucede algo que merecería un comentario más o menos ácido o más o menos violento”, p. 137) y a El hombre rebelde de Camus, e insiste; insiste porque hay una injusticia, una causa por la cual vale la pena arriesgarse. Además de argumentar su posición, desarma lo que sería el sustento de la escuela para no hacer el acto: la presunta “neutralidad”. Al igual que la verdad completa señalada arriba, a nuestro entender esta posición reedita, con mayor o menor complicidad, la denostable y absolutamente insostenible teoría de los dos demonios; sin embargo, Diego mantiene la compostura y primero se atiene a lo formal, la incorporación oficial del feriado al calendario, y luego ataca la médula del problema: “en el ámbito educativo en el que nos movemos, creo que no puede ser de ninguna manera pensable la neutralidad” (p. 138). La disposición de las aulas, el uniforme, el perfil de profesores, etc., muestran que la institución toma decisiones. Frente a esto, si el problema son los padres, qué pudieran pensar o decir (un argumento recurrente de los directivos), los mismos padres que se quejan por cantidad de nimiedades, entonces –prosigue, con cierta retórica– ¿cuánto le añadiría a sus quejas inertes un acto escolar valioso por sí, un acto que hasta otorgaría valor a sus quejas? Además, serían unos pocos. Y, de realizarse el acto, él mismo asume el riesgo de decidir qué decir, consciente de representar la voz pública de la institución; esto es, asume el riesgo de tomar posición, de no ser neutral, de intentar ecuanimidad, porque todas estas acciones superan la abstención. La educación es política, y “no podemos abstenernos de educar” (p. 139). La carta continúa con otras consideraciones (los pocos alumnos que sabían sobre esta fecha, el rol de los docentes y de los adultos al eludirlo, la problemática reconstrucción de la verdad histórica, la mirada crítica sobre el relato del gobierno) hasta desembocar en una confesión sumamente interesante: “Cuando empecé a estudiar filosofía no se me cruzaba por la cabeza ser docente […]. La verdad es que a cinco años de haber empezado este trabajo conservo el entusiasmo del primer día y lo hago porque todavía tengo la firme, quizás un poco ingenua, convicción de que tengo algo importante que decir […]. [E]l día en que sienta que no tengo algo importante para decir va a ser mi último día como docente” (p. 141). Diego sabe que su palabra se tornó rimbombante, pero la mantiene, porque es franca, porque responde a la fidelidad con las propias verdades, por las batallas que valen la pena, porque no se puede ser docente e invitar al pensamiento crítico y al compromiso social sin encarnar en primera persona esas premisas, porque al fin y al cabo las instituciones nos forman pero nosotros también formamos parte de las decisiones de las instituciones. (Nota Bene: en ese 2011 se realizó el acto por el 24 de marzo con la intervención reseñada arriba, y se sostuvo mientras –y sólo mientras– Diego trabajó en el colegio).
Como docente uno tiene ciertas preferencias sobre las efemérides en las cuales intervenir: además del 24 de marzo, el 1° de mayo, el 25 de mayo y el 12 de octubre configuran eventos muy jugosos para la reflexión. En el caso del 1° de mayo (pp. 43-48), Singer se detiene en tres aspectos: en primer lugar, el origen histórico y la cuestión semántica, pues comenzó llamándose “Día de los Trabajadores” y pasó a denominarse “Día del Trabajador” o, peor, “Día del Trabajo”, lo que significa que se olvida la dimensión colectiva o comunitaria del trabajo. En segundo lugar, el carácter vertebrador del trabajo, dado que ocupa gran parte de la vida cotidiana, define la identidad y la relación con los objetos, pero no constituye un destino prefijado y siempre conviene preguntarse “si creemos en lo que estamos haciendo” (p. 46) y si efectivamente es lo que queremos hacer. En tercer lugar, la dimensión intersubjetiva –y, por lo tanto, ética y vinculante– del trabajo, aspecto que nos interpela de distintas maneras, nos vuelve corresponsables de las condiciones, y hasta se explicita en la postura frente a las protestas.
En cuanto al 25 de mayo (pp. 49-54), el autor deja de lado lo histórico y se desplaza a un plano más conceptual-filosófico. Se propone analizar el término “revolución”, y para ello parte de Rousseau y de la famosa idea según la cual el hombre nace libre y en todos lados vive como esclavo. Esa libertad arrebatada, ese encadenamiento a la servidumbre, o el mismo panorama de las desigualdades sociales, conllevan la justificación de la revolución, cuyo protagonismo no puede residir en los dominantes sino en los dominados. Ahora bien, “¿qué es lo que lleva de la pasividad a la revolución?” (p. 51). Luego trae a colación un texto del joven Gramsci donde no sólo se manifiesta, bajo la hipócrita intención de civilizar, el verdadero afán de dominio, sino también el rasgo destructivo, la “máscara colectiva” (p. 52) con la que se cubre el dominador, es decir, el imperialismo europeo que arrasa con las culturas de otros continentes, se olvida de su propia lucha por la liberación y se indigna con las rebeliones de aquellos a los que acusa de bárbaros y salvajes, los mismos bárbaros y salvajes que reaparecen con la inmigración. Aquí la pregunta es: “¿por qué la energía puesta en la liberación puede continuarse en energía puesta al servicio del sometimiento?” (p. 53). Claro que en este punto sucede que, así como Rousseau sirvió de inspirador a la Revolución de Mayo, la reflexión de Gramsci sirve de termómetro sobre el papel del criollismo pos-1810: ¿cómo es que la liberación se convirtió en sometimiento? Por último, Singer echa mano de Arendt para caracterizar el hecho revolucionario, que no se colma con el cambio y la violencia, sino que se define por ser el comienzo de algo completamente nuevo, y pregunta: “¿Será posible que una forma de organización libre no continúe algunos de los mecanismos de opresión anteriores? ¿Se puede realizar cabalmente el deseo de comenzar de nuevo?” (p. 54).
En relación con el 12 de octubre (pp. 75- 80), Singer plantea una pregunta de fondo: “¿Qué posibilidades tenemos de escuchar aquello que está oculto entre nosotros?” (p. 75), y la analiza desde tres cuestiones: la identidad, la diversidad y el racismo. A propósito de la identidad, señala que el “Día del Respeto a la Diversidad Cultural” es la única conmemoración que trasciende al país y hace referencia al continente, lo cual por otra parte y al mismo tiempo muestra que la identidad nunca es algo prístino y localizable, sino una suerte de “rompecabezas vivo” (p. 76) en permanente transformación. La diversidad representa un avance respecto de la denominación anterior (“Día de la raza”), pero contiene el peligro de invisibilizar un dato importantísimo, a saber, que las distintas culturas no estuvieron y no están en condiciones de igualdad, con lo que el respeto podría encubrir el antagonismo entre dominantes y dominados. En esta trilogía conceptual el racismo funciona como el momento más concreto: Singer juega con la expresión “blanco sobre negro” (p. 78) para enlazar, por un lado, la clarificación de un estado de cosas –las configuraciones sobre la identidad y la diversidad desembocan, en la práctica, en posiciones racistas–, con el mito de la pulcritud que tan bien expone Kusch frente al hediento estar americano y, por otro lado, con el orden mundial imperialista que se ha repartido el mundo y ante el cual Sartre exhorta en el prólogo del clásico Los condenados de la tierra de Fanon: “Al principio ustedes ignoraban, quiero creerlo, luego dudaron y ahora saben, pero siguen callados” (p. 80). Así, una vez que sabemos esto, la ignorancia –concluye Diego– se convierte en una decisión política, y entonces esta fecha se resignifica en una invitación a explorar lo americano, la mixtura de diversidad en la identidad, el mestizaje que simplemente está en nosotros.
La dificultad de la ecuación entre identidad y territorio –un ademán foucaultiano– aparece también en el discurso sobre el “Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas” (pp. 38-39), donde la cuestión del nacionalismo, el significado de la soberanía y la amenaza de una potencia extranjera, se conjuntan con el desafío de comprender el heroísmo. Desde luego, este tema se entrelaza con el “Día de la Soberanía Nacional” (pp. 81-85), quizás el único discurso en el que Singer abunda un poco más en los hechos históricos, partiendo de una carta de San Martín donde festeja “que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca” (p. 81), preguntándose hasta dónde se puede sostener una posición soberana, y vinculando la metáfora inicial con el pensamiento masticado según Schopenhauer (p. 84), es decir, con la naturalización de la visión de un grupo determinado que se pretende dominante, que se instala como sentido común y trata de soslayar la disputa por el sentido. Pero justamente con motivo del Aniversario de San Martín (pp. 63-68) el autor propone un abordaje distinto: no ya con la intención de desmitificar al “Padre de la Patria”, sino con la idea de conectar mediante la admiración; y encuentra en un hecho, el que San Martín se haya hecho mudar transoceánicamente una biblioteca de setecientos libros, no sólo una complicidad personal, sino fundamentalmente un significado profundo de la liberación, que incluye tanto la superación de la servidumbre como la creación de un pensamiento propio (p. 66).
No obstante, en otras intervenciones Singer no se ve tentado de asociar la conmemoración a una figura emblemática. Así, por ejemplo, en el “Día de la Bandera” (pp. 55-57) reflexiona sobre el compromiso comunitario que implica la jura a la bandera. Este discurso es particularmente significativo, porque fue pronunciado ante el ritual del juramento de lxs alumnxs de primaria y con la presencia de padres y autoridades, y porque ciertos pasajes fueron considerados “poco apropiados” y desde entonces no se le permitió volver a pronunciar discursos ante toda la comunidad educativa (p. 55 nota). Quizás el aspecto conflictivo sea el señalamiento de que la jura no conlleva un compromiso a ciegas: “Puede suceder que el sentimiento genuino de comunión sea utilizado para ir contra algún grupo” (p. 57); y pone como casos el mundial de 1978 y la recuperación de Malvinas. De cualquier manera, constituye otro motivo –junto con la “Carta” reseñada arriba– de indagación e interpelación sobre el posicionamiento docente en contextos de presión institucional. Un segundo ejemplo es el “Día del Maestro” (pp. 69-73): en vez de dedicarlo a Sarmiento, Diego ensaya con lxs estudiantes un debate –no incluido en el libro– sobre las características positivas y negativas de lxs docentes. Algunos aspectos del docente ideal: que tenga el deseo encendido, que valore el espacio, que problematice, que sea coherente entre la teoría y la práctica, autocrítico, que conciba la autoridad como construcción, y que genere pequeñas rupturas y apertura a lo nuevo. A nuestro entender, este discurso, al igual que el anteriormente reseñado, merecerían un excursus más detallado.
La segunda parte de Políticas del discurso se titula “Egresados” (pp. 87-122) y se compone de intervenciones de despedida de lxs estudiantes, salvo la última, que es una despedida del profesor mismo. Los textos naturalmente están cargados de oralidades y de emocionalidad, muy en consonancia con una visión político-pedagógica que tiene por base los afectos y con un discurso que interpela en función de la transformación individual y comunitaria. En el primero, “Tomar la palabra” (pp. 89-92), Diego echa mano de recursos retóricos y de su gracia para justificar precisamente que él quería hacer ese discurso y que podría decir muchas cosas que no va a decir, y que sin embargo las dice. Y queriendo/no-queriendo, se suscita la paradoja: “¡sean capaces de morir y abracen un caballo!” (p. 91) –afirma, inspirado en Nietzsche, e incitando a la continua metamorfosis del sí-mismo. Luego recula y se pliega en el gesto valiente y responsable de tomar la palabra. De todos modos, en “Misterio y porvenir” (pp. 93-95) encuentra una manera –a nuestro entender más diplomática– de decir lo (no)dicho en el discurso anterior: con Sartre, exhorta a una existencia no condenada por ningún ser fijo, sino a hacerse permanentemente en devenir. Se trata de la condena de la libertad para morir, para ser-otro, para desatar cualquier esencia que se pretenda dada y consumada. Y en “Profesión imposible” (pp. 101-103) se observa la contracara necesaria –ahora para el docente– de la misma exhortación a la libertad: valiéndose de Freud –que sostiene que analizar, educar y gobernar son actividades imposibles–, Singer contrasta justamente los procedimientos técnico-instrumentales de aquellas profesiones que denotan resultados seguros y controlables, con lo que no se ajusta a la lógica, a la medición, a las soluciones, a lo calculable, etc. Lo imposible forma parte del deseo, es incolmable, “es siempre un exceso respecto a los objetivos pautados y siempre lo vamos a ver ocupando los márgenes: como resistencia, como silencio, como producción extraña, como un puente que no sabemos bien hacia dónde conduce” (p. 102). Lo imposible constituye la acción de educar y el desafío siempre por delante.
En otras intervenciones, en vez de tomar una idea y explorarla en diferentes aristas, el autor elige condensar y ordenar –quizás hasta aforísticamente– un conjunto de reflexiones. Tal es el caso de “Paraskeue” (pp. 97-100), “Siete lecciones sobre el desaprendizaje” (pp. 105-108) y “Tres cosas que aprendí de mis padres” (pp. 115-118). Más allá de que irónicamente parecen una suerte de compilado de consejos prácticos y simples, lo interesante reside en el posicionamiento que suponen: por una parte, las ideas en efecto sirven en algún sentido para la vida, poseen un sustento filosófico y brotan de lo trabajado durante el año en las clases de Filosofía; pero, por otra parte, todas esas reflexiones requieren una reapropiación y, por lo tanto, un desandar el camino para abrir paso a la vida misma, a las intensidades, al otro que siempre está junto con nosotros, a la creación, al mirar (pp. 98-99), a la aventura, a la posibilidad, a la incerteza, a lo extraño (pp. 105-108). La tensión se ubica justo entre el aspecto necesariamente personal de autorrealización y separación de los padres, y el hecho de que lo individual a la vez siempre remite y se entrelaza con lo social y con “la red que amorosamente otros tejieron alrededor nuestro” (p. 118), para producir nuevas formas de comunidad.
Un párrafo aparte merece el apartado “Un circo en común” (pp. 109-113), un discurso compuesto monstruosamente (“todo lo intenso es monstruoso […,] una combinación rara, inesperada, de elementos que jamás hubiéramos soñado que podían convivir”, p. 98) de pasajes de escritos de lxs estudiantes. De alguna manera, se trata de un discurso esperado, porque un docente liberador no puede formarse sin afinar la capacidad de escucha, sin amalgamar su discurso en un semblante polifónico. Las reflexiones de lxs estudiantes atraviesan la presión social-familiar-apariencial sobre lo que se espera de ellxs, la articulación de lo individual con la sociedad, la cuestión de la responsabilidad, el modo de ver e interpretar la realidad, la asfixia y encarcelamiento de las instituciones, el disciplinamiento, la des-privatización de los problemas, y la apertura hacia nuevas posibilidades. Singer enfatiza esto último con la metáfora de la llegada del circo a un pueblo, que conlleva no sólo una especie de pequeña revolución local, sino también un legado: alguien se va con el circo “para explorar la propia potencia” (p. 113).
Coherentemente, la “Carta de un profesor que no sabe lo que hace” (pp. 119-122) representa la despedida del espacio de trabajo en que surgieron estas intervenciones, con un motivo expuesto de inmediato: la tristeza de la rutina, el ahogo de la potencia, la sujeción de la institución. Hay un adaptarse que en su declinación costumbrista imposibilita el quehacer inadaptado. El molde petrifica el contenido. Según Diego, muchas cosas tendrían que cambiar para que en una comunidad de enseñanza-aprendizaje se mantenga encendido el deseo: las formalidades, la pasividad, las quejas, el utilitarismo, el miedo y la resistencia a lo nuevo; ahora bien, todos los actores (institución, directivos, profesores, alumnos) coinciden en un punto: “no meterse en problemas” (p. 120). Cabe aclarar que la carta está dirigida a lxs estudiantes y fechada el 6 de marzo de 2017, es decir, a comienzos de año, y que en lo sustancial replica para sí lo que en otras ocasiones exhortaba para con sus estudiantes. Y cierra (o empieza a cerrar) el periplo con otra frase de Zaratustra: “es preciso tener todavía caos dentro de sí para poder dar a luz a una estrella danzarina” (p. 122).
No obstante, el libro posee una tercera parte, “Otras intervenciones” (pp. 123-157), de una composición bastante heterogénea. Además de la ya reseñada “Carta para Nunca más”, hay dos textos breves (“Estrategias” y “Un vidrio”, pp. 143-148) y producidos como materiales para la reflexión en las clases de Sociología, a partir de situaciones cotidianas y de interpelación donde el Otro irrumpe, ya sea como un chico que pide monedas y primero saluda, ya sea como un tal Luis que limpia los vidrios de los autos atascados por el tránsito. En ambos casos la irrupción del Otro sacude la condición de persona, del que interpela y del interpelado. Y también hay dos textos que se vinculan directamente con las problemáticas del libro: uno escrito para una jornada de capacitación docente, y otro como reconstrucción de la experiencia del autor en la cárcel de Devoto.
Con impronta butleriana, “Estamos en problemas” (pp. 125-133) constituye una pieza excepcional: se trata de un texto pensado para los colegas docentes y en función de definir el proyecto educativo institucional en torno de los valores, pero que se destaca por cuanto hace de una expresión espontánea, la experiencia concreta de no saber qué decir sobre el tema, el disparador o la disposición inicial para reflexionar sobre la cuestión ética. La primera evidencia es que “no hay posibilidad de no posicionarse éticamente cuando educamos” (p. 127). Sin embargo, esta evidencia no permite ir demasiado lejos, en tanto y en cuanto no se extiende prístinamente a un conjunto de valores, sino como mucho a la propia libertad. Por ende, sin un fundamento último, o sin valoraciones eternas, estamos desamparados y el peso de toda la responsabilidad recae sobre la decisión. Vía Sartre y vía Nietzsche, Singer no suscribe un nihilismo total, sino la necesidad de redefinir todo: “La crisis de los valores no implica su desaparición, sino su disolución en un mar de pequeños valores donde ninguno sobresale” (p. 128). Aunque los valores no desaparecen, sí sucumben los mecanismos de legitimación que otrora sustentaban los emisores de tales valores, las autoridades y las instituciones; y entonces los docentes, al igual que los políticos, los padres, los sacerdotes o los jueces, encuentran completamente erosionada su posición. Por otra parte, la recuperación de Kant, del legado de la Ilustración y de los ideales que ésta pregonaba, en nada permiten re-posicionar a la naufragada subjetividad contemporánea, no sólo por la falta de fuerza y vigencia, sino principalmente por el carácter instrumental, normalizador y homogeneizante. “La escuela valora el esfuerzo, la progresión y la responsabilidad. […] ¿Qué tipo de sujeto está a la base de esa formación? Un sujeto predecible” (p. 131). Y aquí acontece la crisis: además de que la escuela no logra fabricar tales sujetos predecibles, tampoco tiene la más mínima certeza de que ésa sea –o cuál deba ser– su tarea. Aquí la razón se devora a sí misma, se desfonda y disuelve sobre sus propios cimientos. Ante semejante panorama, el autor propone atenuar los ánimos: ni recaer en valores absolutos, ni el escepticismo radical. Que nada tenga valor por sí mismo significa “un nuevo llamado” a la “irrenunciable capacidad de crear y proporcionar valor en el mundo” (p. 132); es decir, en medio de un maremoto de fragilidades se reabre el desafío de construir vínculos y prácticas valiosas.
El último texto, “Filosofar en Devoto. La detención de los cuerpos” (pp. 149-157) muestra una experiencia pedagógica que se separa de todo lo anterior. El contexto de encierro, la violencia institucional, la reconfiguración del tiempo, convergen de pronto en un grupo muy peculiar en el Taller de Filosofía. Además de recoger algunas voces ciertamente significativas, Singer se pregunta por qué, por qué tenía la sensación de estar frente a un grupo extraordinario, o también, qué tipo de disposición surgiría en este contexto determinado que la haría tan afín con la filosofía. Y sostiene que, en contraste con la vida vertiginosa del afuera, la situación de encierro permite un grado de detenimiento, una velocidad e intensidad tan particulares, una suerte de retiro de lo cotidiano, etc., condiciones todas –como la enfermedad o el dolor (Nietzsche), como el infierno del presente (Camus)– que propician el pensamiento filosófico. Y si en algo coinciden la enseñanza y la filosofía, concluye, es ante todo en la perspectiva de “ponernos continuamente en crisis, no importa cuánto hayamos avanzado en su práctica” (p. 157).
Así habló Singer. Pletórico de energía, de márgenes, de posibilidades, de caos para una estrella danzarina. Forjando una comunidad de escucha. Sacudiendo el corsé de lo institucionalmente establecido. Punzando con preguntas y ofreciendo generosamente instancias de sentido, frágiles y discutibles, pero con elaboración y franqueza. Muriendo en su ensimismamiento, para abrazar un caballo (que sin dudas querremos conocer). Es una bocanada de aire fresco, tanto para oxigenar el acartonado discurso sobre la enseñanza de la filosofía y sobre la petrificada praxis docente, como para el perimido desdén hacia los heterogéneos modos vivos, y fundamentalmente vivificantes, de repensar la filosofía con un público amplio.