sábado, 31 de octubre de 2015

Presentando a Lolei

Breve confesión sobre las memorias inconfesables


Me pasé meses enteros pensando de qué manera contar esta historia.
Si hago un cálculo correcto ese tiempo debería medirse en años, más que en meses. A veces fueron horas, una tras otra, en esos momentos de raras esperanzas que me asaltaban mientras la vida me iba pasando por al lado sin que me animara a detenerla o sin que tuviera ganas de animarme a detenerla, porque creía que no había forma de bajarme del frenesí de estar viviendo sin ninguna meta a la vista. Fueron horas cortas de días largos, y también fueron largas horas de días demasiado cortos, los que dediqué replantearme esa desilusión. Me dejaba vencer rápidamente.
Poco y nada existía más allá de lo inmediato de cada jornada, aún con la tibia resistencia interior de saberme en un lugar impreciso, rodeado de dudas y con el tiempo disparado hacia una sola dirección: hacia adelante y hacia ningún lado.  Tenía la brújula averiada y no me importaba.
A veces lograba detenerme por un rato para analizar la situación, para analizarme, para bajarme por un instante de mi torbellino creado para resistir mis propias inseguridades. Y pensaba que tenía que hacer algo, que tenía una deuda pendiente conmigo mismo, que necesitaba saldarla para sentir que las cosas no habían pasado porque sí y no estaban pasando porque sí. Pero eran tan grandes y potentes las obstrucciones autoimpuestas que no había manera de romper esa burbuja. Y cuando más vueltas le daba al asunto, mayor era el tamaño y la resistencia de mis muros. Muros sin puertas y sin ventanas, construidos durante años. Parecía imposible romper con eso.
No hace mucho leí: “Quien se resigna, está dando los primeros hachazos al nogal de su propio ataúd”. Lo encontré cuando me di cuenta de que ya había vencido a la resignación. En buena hora. Pero descubrí que estuve caminando con el hacha en la mano durante todos esos años, con el riesgo de que si, en ese deambular, encontraba ese nogal, hoy no estaría contando este pasaje anecdótico.
Mi amigo Lolei, con todas sus contradicciones a cuestas, me había señalado los riesgos de la resignación. Su ejemplo puesto en palabras no siempre lo encontré reflejado en sus actos, pero no tiene importancia. Sus muros propios, por lo pronto, tuvieron una coyuntura muy diferente a la mía. Eran muros de miedo, de vacilaciones, de perplejidades, construidos desde la quietud y la pasividad. Mis muros de miedo tenían que ver con el recuerdo. O mejor: con el peso de tener que recordar aquello que necesitaba olvidar. Y en ese intríngulis estaba Lolei. La historia de Lolei, mi historia con Lolei.
Por eso tiendo a creer que todos esos años, esas horas que fueron días, y luego fueron meses, y luego años de movimiento incontrolado, fueron, inconscientemente, perpetrados con premeditación, con la única intención de demorar el regreso a ese pasado que necesitaba contar. Sin darme cuenta, me resistía a regresar a esa parte de mi historia que siempre me había resultado demasiado incómoda y penosa de sobrellevar. Necesitaba escribir ese episodio bisagra en mi vida para seguir caminando con menos lastre.
Sabía que no sería una tarea sencilla. Ya había dejado demasiadas páginas en blanco y no confiaba en mi perseverancia para lograrlo. Nunca tuve gran confianza en mí y me costó aceptar en que podría lograrlo. Pero sin quererlo, o porque las cosas son como tienen que ser, fui encontrando otra dirección. Detrás de los muros había otros mundos posibles. Aún con la brújula averiada puede rumbearme. Descubrí que se puede vivir con menos de todo lo que deseamos, que se puede amar, respetar y admirar a la persona que nos acompaña siempre, que podemos prescindir de mucha gente y abastecernos con el cariño de unos pocos, que todos tenemos una historia que vale la pena ser contada. Y en ese recorrido encontré el tiempo necesario para hacerlo. Me adueñé de mi tiempo para hacerme cargo de mi propia vida.  

Muchas veces creí que necesitaba escribir para disciplinar la locura. Otra, para enterarme de lo que pienso. Muchas veces se cree que nuestras palabras son sólidas, permanentes, únicas y que marcan para siempre. Pero no siempre es así. Escribimos en el momento. El riesgo de que los lectores extraños nos lean es que crean que quien representa esas palabras es uno. Y no es cierto. Este texto –y el de la historia que vendrá- no soy yo, aun cuando esté escrito en primera persona. Ese texto son mis manos, mis pensamientos, mi ánimo, mis recuerdos al momento de escribirlo. Por eso mis mayores dudas pasaron por tener que identificarme con el trabajo de escribir. Insisto: no soy yo. Fue un gran momento pasando a través mío. Tan solo el momento en que he estado lo suficientemente despierto como para capturarlo y escribirlo. De sacar las palabras adecuadas para contar la historia necesaria.
Así, la historia de Lolei fue escrita en un par de meses. Muchas horas por día de trabajo, de lecturas, de recuerdos, de abandonos y desatenciones. Cuando entendí que ya me había librado del hacha con que estaba buscando el nogal de la resignación, sólo necesité disciplinar mi tiempo, bucear en mi memoria, amedrentar mis pasiones. Y, sobre todo, entender que debía poner todos los sentidos al servicio de la liberación que significó tomar, de una buena vez, la decisión de escribir esa historia. No todos los días fueron felices, pero una vez que estaba adentro, no podía escapar. Y encontré el lugar que había elegido estar.
“Lolei. Memorias de lo inconfesable” se terminó hace dos años. Fue revisada y corregida incontables veces. Durmió durante meses en una carpeta de mi computadora junto a decenas de borradores y apuntes. Un par de veces viajó por correo electrónico hacia destinos remotos para ser leída por amigos y desconocidos. Llegó a España y a la Antártida. Recibió elogios y críticas. Y fue corregida, con el anhelo de mejorarla, cuantas veces creí necesario. Hoy considero que es momento de compartirla. Debe ser la séptima u octava versión corregida, ya perdí la cuenta. Es lo que quedó. Sé que si persisten las modificaciones, dormirá para siempre en este cascajo.


Cuando me animé a redactar una suerte de prólogo para mi librito de cuentos “Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece”, publicado en el año 2006, también me estaba acordando de Lolei, en ese momento “disfrazado” bajo un seudónimo elegido por él: Isidoro Palacios. Por aquel tiempo decía lo siguiente:

Esta es la tapa del libro de cuentos, del año 2006.
El muchachito de la tapa, es.... adivinaron: mi
amigo Lolei. (PD: el que no lo leyó, perdió, porque
no se consigue más)
“Pocos días antes de morir, Isidoro Palacios tuvo la deferencia de elevar una escrupulosa protesta contra mi cobardía. Me recriminó cierta falta de vanidad y con un elegante y cavernoso sermón, criticó, entre otras debilidades, mi ostensible inseguridad. Palabras más o menos, me recordó algo que ya intuía con temor por el simple hecho de pertenecer a este mundo: el tiempo corre más rápido de lo que parece. La vida es algo liviano que te roza la panza y te hace cosquillas en la nariz; parece molesta pero en realidad es un placer que nos cuesta reconocer y cuando nos damos cuenta, quizá sea demasiado tarde, me dijo. También me recomendó tener paciencia pero apurarse, no ser tan mesurado con la risa y evitar el exceso de explicaciones.
Es cierto: mi amigo Isidoro estaba enfermo y había perdido paulatinamente su lucidez. Y sabía que se estaba pudriendo minuto a minuto mucho antes de lo deseado.
Una noche como tantas, algunos años más tarde, desperté perseguido por ese recuerdo, uno de los últimos que guardo de su agonía. Y lejos de sobresaltarme, tuve un ataque de vanidad. La consecuencia de ese desvelo es este modesto volumen de relatos.
Creo que mi amigo hubiera disfrutado de esta actitud repentina; sé, sin embargo, que ya es demasiado tarde. Por eso, esta obrita va dedicada a la memoria de Isidoro Palacios, a pesar de todo”

F.R.
Rojas, marzo de 2006

Ahora pienso que esas palabras podrían repetirse para encabezar esta historia, que es más completa y más justa,  y que también comienza a ver la luz como consecuencia de un ataque de vanidad. Espero no arrepentirme como me pasó con ese volumen de cuentos. Esta vez cualquier lamento será en vano. De nuevo. Lo que viene a partir de ahora ya está escrito. Mal o bien, las palabras fueron dichas. Y bien sabemos que de las palabras no se vuelve…

sábado, 24 de octubre de 2015

Lolei y la democracia



Lolei, entre la lucha colectiva y la resignación


En pocas horas hay elecciones en todo el país. Elegiremos un nuevo presidente. No es cualquier cosa. Tenemos por delante un gran desafío. Ir nuevamente a las urnas y ser responsables de poder elegir otra vez a quienes nos representarán para conducir el destino de nuestra patria  es una conquista que debería enorgullecernos como sociedad. Nos costó mucho poder alcanzar y mantener esto. Nos costó persecuciones, muertes, desapariciones, crisis económicas, represiones, desigualdad, especulaciones financieras, vaciamiento patrimonial, sometimiento cultural. Estuvimos de rodillas y hoy estamos en el sano proceso de querer volver a levantarnos.
Hoy, más allá de las diferencias de proyectos políticos y de los intereses individuales de cada uno de nosotros como votantes, estamos frente a la posibilidad de usar, con total libertad, la mejor herramienta a nuestro alcance para sentirnos protagonistas. Está en nuestras manos el derecho y el deber de conducir nuestra propia historia. Y esto es algo que no tendríamos que pasar por alto.
La democracia todavía puede ser perfectible, pero sigue siendo el mejor sistema con el cual podemos proclamar a nuestros gobernantes, asumiendo el compromiso de luchar por la justicia, la libertad y la soberanía de nuestro pueblo.

Desde hace algunos años, cada vez que estamos frente a una elección tan importante vuelvo a acordarme de mi amigo Lolei. No solamente porque con él hablábamos de política y tratábamos de entender las causas y las consecuencias del ejercicio de la política en los actos más básicos de nuestras vidas, sino porque su propia historia estuvo atravesada, en buena medida, por el hecho político, como mecanismo de supervivencia, de lucha y de herencia familiar.
A mí me interesaba la parte familiar. El padre de Lolei fue un apasionado actor de su tiempo. Como militante y luego como dirigente en varios niveles, abrazó una causa y defendió con todas sus convicciones. Mal o bien, luchó por lo que pensaba con la mirada puesta en el prójimo.
Lolei me habló mucho sobre su padre y su militancia. (Más adelante nos ocuparemos con más amplitud de esa historia). Sentía un raro orgullo por él, si bien no compartió sus ideas por completo. La activa participación del padre de Lolei comenzó en Mar del Plata, hacia comienzos de 1940. Dentro de la Unión Cívica Radical, llegó a ocupar varias veces una banca en el concejo deliberante, fue la voz cantante de numerosas discusiones, presidió el partido a nivel local, estableció vínculos con destacados dirigentes del movimiento, profesó un antiperonismo furioso, llegó a obtener un lugar en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires. 

Domingo Cavalcanti (padre de Lolei)  en un acto
realizado en la plaza San Martín de Mar del Plata.
(Diario "La Mañana", 10 de mayo de 1958)
Se consideraba un auténtico defensor de la democracia, aunque supo aclamar y ovacionar el golpe de Estado de 1955 que derrocó a Perón. No se guardó ningún elogio para la autoproclamada “Revolución Libertadora” que destituyó a un presidente elegido por el pueblo para asumir el poder de facto. En criterios como esos radicaban las diferencias con Lolei. Cuando se es “anti –algo” se es capaz de defender lo indefendible con tal de no ceder un milímetro a evidentes postulados de la realidad.
Mi amigo Lolei se decía radical por herencia paterna, pero a veces pensaba más como peronista por sus propias convicciones. En esa disyuntiva pasó buena parte de su vida. Cuando su padre debió dejar la banca de Diputados en 1966, por el golpe de Juan Carlos Onganía, Lolei ya estaba trabajando en el ministerio de Economía. Luego pasó a la cartera de Educación. Aprendió a callarse sus ideas por conveniencia. El horno no estaba para bollos y el silencio significaba no solo salud sino trabajo. Lolei sí creía en la democracia. Y no le agradaba ver al peronismo proscripto. Si había que vencer al peronismo, debía ser a través de las urnas, pensaba Lolei. No por eso había dejado de votar a Arturo Illia en 1962, justamente con el partido Justicialista sin la posibilidad de participar en la contienda. Pero ya se sabe que las convicciones, a veces, también tienen sus límites intelectuales.
Diez años después del golpe de Onganía, que había dejado a su padre en el inicio de su ocaso como dirigente político, Lolei vio desde adentro cómo el denominado Proceso de Reorganización Nacional encabezado por Videla y sus secuaces detentaban la presidencia para poner en marcha una maquinaria de destrucción nunca antes vista. Desde su rutinario puesto de trabajo en Educación, se arriesgó a reclamar por el regreso de un sistema democrático y a denostar la presencia en el poder de los dictadores. Se le dio por alzar la voz en el momento menos indicado. Tuvo que ser aleccionado con un par de sesiones de masajes corporales: unos golpecitos, algunos días de encierro, un poco de picana. Se salvó de la muerte o la desaparición, pero las heridas internas nunca le sanaron. Lo dejaron “libre”: primero sin empleo, luego sin futuro. No eran días positivos en su vida personal y decidió marcharse. Esperó desde España.
En 1983 celebró a la distancia el triunfo de Raúl Alfonsín, un hombre a quien su padre conocía desde sus primeros pasos en la arena política, allá por mediados de los años 60. Se ilusionó por su presente y se entusiasmó por el futuro de su país. Se lamentó por no haber estado aquí para sentir de cerca el fervor popular por un nuevo regreso de la democracia. Pensó que la luz estaba encendida otra vez y no quería volver a perderse en la oscuridad. Pero Lolei ya no era el mismo. Él creía que, en ese momento, era necesario participar. “La democracia se consolida con la participación de todos nosotros”, me decía que se decía en aquellos días. Participación y compromiso, esas eran palabras necesarias para que la historia no volviera a repetirse.
Pero cuando había decidido regresar, su salud ya estaba resentida. No tenía fuerzas y su espíritu había flaqueado bastante. Sintió que era demasiado tarde. Cuando realmente estaba en condiciones óptimas de asumir el compromiso de la lucha, las limitaciones estructurales eran tan grandes que debía optar por cuidar su propia vida antes que arriesgarse a morir por una causa. Mucha gente murió por defender una causa justa y Lolei, en silencio, los admiraba, y se lamentaba no haber tenido encendido el espíritu de defender con el cuerpo lo que le dictaba su alma. Cada uno es un hombre de su tiempo y él no tuvo las agallas necesarias para enfrentarse a ese tiempo. Los poderes fácticos subsisten, en gran medida, en base al temor del pueblo. Eran días de miedo y Lolei lo sintió. Cuando creyó que el miedo a la lucha había desaparecido, lo que se había engendrado en su interior era otro miedo, más profundo, más paralizante y más elemental. Su presente y su futuro eran un enigma. Estaba enfermo y con pocos medios de subsistencia. La preocupación pasó a ser individual. La causa democrática debe ser colectiva, y Lolei ya no estaba para responsabilidades comunes. "Para mí, el tiempo de la lucha colectiva ya pasó”, me dijo.
En parte llevaba razón y en parte se equivocaba. Lo que se había evaporado era su propio tiempo para la discusión colectiva, eso era cierto. Él creía que el poder del pueblo se construye desde la democracia, desde la participación individual con conciencia colectiva. Cuando quiso ejercer ese deber, no había condiciones de seguridad que se lo permitieran. No era fácil expresarse sin arriesgar nada. Luego se le hizo tarde. La  democracia se fue rehaciendo a los tumbos, pero así y todo fue alcanzando una próspera consolidación, con diferencias y discusiones, con proyectos no del todo convenientes para muchos, con una mayoría postergada por decisiones mezquinas que favorecían a pocos. Pero seguía en pie. Para quienes vivieron épocas de terror como él, existían condimentos dignos de ser celebrados. Lo que sí le preocupaba era una creciente pérdida de interés por la verdadera participación, esa que debemos ejercer como ciudadanos activos para querer modificar la realidad. El rol del sujeto democrático debía exceder el simple acto de poner un sobre con la boleta más conveniente dentro de una urna y esperar otros dos años para repetir el procedimiento. Había algo que estaba fallando.

Cuando hablaba de esto con Lolei, yo era un muchacho de vientipocos años que había sido adolescente durante los 90. Formaba parte de una generación nacida en los años del miedo, del terror silenciado, que interpretaba el hecho político como un acto de mera aspiración personal, en el que los políticos se enriquecían a costa del esfuerzo de la mayoría. No estaba en nuestra agenda de jóvenes ni el interés por entender nuestro pasado ni la conformación de un futuro por fuera de lo personal. El individualismo primaba en nuestras decisiones, de suerte que si me iba bien en la vida yo era el único artífice de mi éxito, pero si nos iba mal era por culpa de una clase de dirigentes políticos que tomaban malas decisiones y se robaban todo lo que debería ser para el pueblo. No existía el entorno ni la coyuntura. Las cosas sucedían porque sí. Éramos como sujetos inanimados, sin conciencia social, sin más esperanza que la de salvarse uno mismo a cualquier precio. Votábamos porque una ley así nos lo exigía; del resto se encargarían los políticos. Nosotros estábamos para llenar nuestras modestas vidas de acuerdo a las directrices de una autosatisfacción regida por las leyes del mercado de consumo. Si alguien tenía el tupé de tratar de inquietarnos con una propuesta medianamente ligada a “lo político”, huíamos despavoridos a refugiarnos bajo las faldas de la moral y las buenas costumbres mal aprendidas del ciudadano de bien que no se mete en cuestiones oscuras. Nosotros éramos buenos y los políticos eran malos. Y si el país se iba a la mierda por malas decisiones de los políticos, nosotros nos quedábamos cruzados de brazos, esperando un milagro que llegara desde el puto cielo para revertir la cagada. “No fuimos nosotros, fueron ellos”, decíamos señalando con el dedo acusador a los “verdaderos” responsables, como si con eso nos bastara para exculparnos. Éramos la herencia viviente de gobernantes nefastos, y nada podíamos hacer para modificar esa realidad.
Lolei no entendía esa parte del pasado reciente de jóvenes como yo, mayormente desinteresados en la construcción de una realidad colectiva y, además, educados con todas las limitaciones posibles sobre el conocimiento de nuestra historia. No podía entender la resignación, la falta de esperanza de nosotros los jóvenes. “Yo –me decía- soy quien debo estar resignado. No tengo tiempo de pensar más que en mí mismo porque tampoco tendré tiempo de vivir otro cambio. Lo mío es apenas sobrevivir. Pero vos que sos joven, si no podés soñar con cambiar esta mierda, realmente vos y este país van a estar perdidos en serio”.
Pese al consejo, la resignación era un estandarte que mi amigo Lolei mantenía elevado a cada momento de nuestros días de convivencia. Era contradictorio pero razonable a la vez. Yo no comprendía todavía que gran parte de esa claudicación tenía una derivación directa con el entorno político que nos rodeaba.

Ahora recuerdo un par de situaciones.  A poco tiempo de conocernos, a mediados del año 2000, se suicidó el Dr. René Favoloro. Un tiro en el corazón se rajó ese hombre que se hizo grande por curarlos. Tomó una decisión extrema que horrorizó y sorprendió a todos, y dejó en evidencia cómo una sociedad corrupta, manejada y dirigida por dirigentes y hombres corruptos, podía conducir a las peores consecuencias. “Quizá el pecado capital que he cometido, aquí en mi país, fue expresar siempre en voz alta mis sentimientos, mis críticas, insisto, en esta sociedad del privilegio, donde unos pocos gozan hasta el hartazgo, mientras la mayoría vive en la miseria y la desesperación. Todo esto no se perdona, por el contrario se castiga…”, escribió el cirujano en su carta de despedida.
Ese hecho conmovió mucho a mi amigo Lolei.  Entendió que la esperanza dejaba de ser un valor elevado. Poco podía esperarse de un país regido por un puñado de privilegiados adormeciendo a todo un pueblo y postergándolo al indecoroso rol de mirón en una fiesta privada, exclusiva. Habían pasado casi veinte años desde la vuelta de la democracia pero el pueblo seguía sin despertar. Y lo que es peor, según palabras de mi amigo que recuerdo con una nitidez extraordinaria, “nos están cogiendo sin forro y sin vaselina, y pareciera que eso nos gustara”. Si el pueblo no se ponía en movimiento, esta vez sí estaríamos perdidos.

La otra situación tiene que ver directamente con Lolei.
Desde el día en que lo conocí y durante los siguientes tres años que vivió, Lolei estuvo esperando el beneficio jubilatorio al cual tenía derecho por haber trabajado toda su vida. El único problema era que sólo podía justificar veintitrés de los treinta años que obligaban la ley para obtener su jubilación. No importaba que hubiese tenido que exiliarse durante seis años por razones políticas, luego de ser echado de su puesto, y no haber sido reincorporado a ningún trabajo cuando regresó. Tampoco bastaron la infinidad de legajos presentados ante el Instituto de Previsión Social ni mis pedidos de auxilio ante toda clase de autoridades para tratar de que ese hombre de sesenta y cinco años, en estado de indigencia, sin ningún tipo de ingreso, pudiera tener una ínfima retribución que le permitiera pasar el resto de sus días dignamente. Sencillamente, no llegaba a los treinta años de aporte y punto; con eso bastaba para que le sea negado el derecho como trabajador a tener una jubilación decente.
Lolei murió sin haber recibido siquiera una miserable pensión.




Extractos de la carta enviada por Lolei en noviembre de 1996 al Instituto Provincial
de Jubilaciones y Pensiones, solicitando un beneficio jubilatorio que nunca recibió. 
Con el paso de los años comprendí que esa injusticia tenía un claro trasfondo ligado directamente a cuestiones políticas. Me pregunté cuántas personas como él sufrieron el mismo rechazo y tuvieron que conformarse con terminar en medio de tamaña ignominia, a cuántos argentinos como Lolei les fue negado ese derecho elemental. Entendí que la exclusión es una decisión política. Que los representantes elegidos por el pueblo tomaron determinadas medidas para beneficiar a unos y dejar afuera a otros. Que la reparación de derechos corre por cuenta de los gobernantes, es cierto, pero no sería del todo posible si el pueblo se mantiene dormido, en la cómoda quietud de dejar que la dirigencia actúe en detrimento de las mayorías. Y que el hecho político no debe ceñirse al mero acto de la votación. Si queremos cambiar la realidad que nos rodea, es nuestro deber dejar de ser sujetos pasivos para transformarnos en animadores del cambio.
No puedo evitar imaginar qué hubiese sido de Lolei si la dirigencia de aquellos años hubiera tenido la voluntad política de restituir derechos elementales, como se hizo años más tarde, aunque todavía muchos se quejen de ese tipo de actos de justicia y vilmente los menosprecien. El cambio de época me hizo entender a qué se refería mi amigo Lolei cuando me decía que, pese a su momento de resignación, no hay que abandonar ninguna lucha, porque las transformaciones siempre son posibles.
Les guste o no les guste a muchos, esas grandes transformaciones vienen acompañadas de una mirada inclusiva, en dar oportunidades donde otros las niegan. Y, les guste o no les guste a muchos, entre ellos a quienes pensaron y siguen pensando como el padre de Lolei, las grandes transformaciones siempre llegaron cuando la democracia nos dio gobernantes que, con aciertos y errores, pensaron en las mayorías.
Hoy la democracia nos da ese tipo de posibilidades y dejarlas pasar es una condena a nosotros mismos  como pueblo. Las grandes esperanzas no se construyen en soledad. La democracia se defiende con participación. Y la política hoy es la mejor herramienta para expresarnos y sentirnos parte de un proceso de integración, que promueve las oportunidades individuales y los valores colectivos.
Creo que a todos nos mueve una consigna, y es que podemos ser mejores como personas y como sociedad. Que el bien común lo hacemos entre todos. Podemos y debemos exigir una mejor calidad de gobernantes. Debemos acompañarlos con el voto y luego no abandonarnos, porque la libertad de elegir no nos exime de nuestras responsabilidades como ciudadanos. En las ganas de mejorar y en ser protagonistas está la clave. Celebremos que hoy podemos serlo.
Creo que Lolei hubiese estado feliz de vivir en un país como el que tenemos hoy.

Cómo escribir sobre Lolei

 ¿No somos todos un poco quijotistas?

Lolei en San Agustín, el 5 de mayo de 1935.
Eran los primeros momentos de su historia

De las largas charlas que solíamos tener con mi amigo Lolei siempre surgían historias reveladoras, y con eso nos entreteníamos para tratar de poner un poco de luz a las penumbras de nuestros presentes. En esos días aciagos y eternos de convivencia, sus relatos nos proporcionaban el oxígeno necesario para sentirnos más vivos. Si estamos hechos de historias, para Lolei contarlas tenían el mismo efecto que las vitaminas, con las cuales  ambos nos nutríamos.
El viejo era un apasionado narrador de relatos extensísimos (su falta de gracia para los chistes, ya fuedicho, la suplía con su hábil despliegue de parrafadas evocativas, no exentas de una nostalgia por ese tiempo pasado que fue mejor…) que siempre matizaba con referencias de su propio pasado. Le encantaba hablar de su propia historia, de sus recuerdos más entrañables, de las luces lejanas de una vida que, sin embargo, supo tener más sombras que brillos. De todos los matices que tiene cualquier vida, él se afanaba por mostrar aquellos más relucientes, los coloridos, esos que se exhiben con un orgullo hiperbólico, como si todo el entorno de sus vivencias hubiese estado amparado siempre por un halo de excelsitud y buenaventura.  Y está bien: para qué poner en el tapete nuestras miserias si son precisamente las miserias las que aparecen cuando más nos empeñamos en mostrar lo bueno que somos, lo bien que nos ha ido, lo grandioso que pretendimos ser. Si de lo sublime surge flagrante lo ínfimo, de las magnificencias de Lolei nacían sus carencias.
Nuestro repertorio de temas no era demasiado amplio. Pasamos medio año viéndonos las caras todos los días, varias veces cada día, y fuera de todas las obligaciones cotidianas que debíamos sortear, hacíamos una tregua para nutrirnos de otra cosa que no fueran mis redundantes y exiguas raciones de comida. Yo lo alimentaba con fideos y milanesas y él me lo retribuía con historias. Yo cocinaba y limpiaba; él hablaba.
Lolei hablaba más que yo, siempre. Le gustaba sacar a relucir su anecdotario lustroso, lleno de pergaminos y de hazañas de otros. Su particular desvelo por sentirse heredero de cierta alcurnia de mediano fuste, que él se encargaba de exhibir como se si tratasen de auténticas diademas, le servía para  tener siempre un relato diferente con el cual deleitarme –y deleitarse- y hacerme recordar, a cada rato, que antes de las penurias actuales había existido un hombre al que el destino había señalado su camino con una hartura de gentilezas y veleidades. Lolei se regodeaba con la realidad de lo que fue para paliar la realidad de lo que estaba siendo. Con esos recuerdos, sazonados con el don de la inventiva y de la grandilocuencia, colmó de palabras las horas y los días que llenaban su inconmensurable  vacío.
Mi amigo Lolei sentía que era un eslabón de nuestra Historia grande. Tenía puesto el traje de heredero de personajes sublimes de nuestro pasado, de ciertos próceres medianos de gestas valiosas para la Patria. Se deslumbraba por un abolengo adquirido –a veces forzado por él mismo- y con eso trataba de deslumbrarnos a todos. Conmigo lo logró. Lo que más me agradaba de Lolei, además de su capacidad de querer explorar su propia historia sin muchas complejidades, era su intento de revelarse como un personaje más de una saga inventada a su conveniencia.  Quería sentirse parte de una estirpe de relativa valía.
Lolei hablaba de sí mismo, de sus antepasados, y ostentaba una licencia para mentir propia de un novelista. No estoy seguro de lo que hiciera adrede; creo que estaba en su naturaleza. Tampoco estoy seguro de haberme topado con un mero fabulador, mucho menos un impostor. Con sus contradicciones permanentes, mi viejo amigo exponía sobre sí mismo una trama que lo volvía a él mismo más complejo, aunque quisiera mostrar lo contrario. Como si mintiendo quisiera revelarme una verdad.

Muchos de los hechos contados por Lolei en largas y lejanas noches del año 2000, cuando aprendimos a conocernos, a querernos y odiarnos en dosis similares, pudieron demostrarse como reales gracias a un fárrago de documentos que los corroboraron. Eran reales, en la forma  más pragmática que considero la acepción, en tanto existían pruebas tangibles de comprobar su veracidad. Pero también eran reales porque en su pasión de querer hacerlas ver como reales, se transformaban inmediatamente en un engranaje más de esa maquinaria preparada para convencer de esa veracidad. Seguramente conocía con exactitud la idea de que, para convencer,   es preferible una mentira creíble a una verdad increíble. Retórica aristotélica pura. Apelaba permanentemente a mi  suspensión de laincredulidad.
Todo el mecanismo narrativo engendrado por Lolei a partir de su historia y del relato de su historia, me enfrentó con la paradoja de quien se decide a contar una “historia completa” con los retazos de una única versión y los documentos que avalen o desmientan esa interpretación. ¿Todo el Lolei que conocí era real? Y si no lo era, ¿era necesario que lo fuera?

Podría mencionar cientos de ejemplos al respecto. Se me ocurre ahora el primeros que recuerdo de aquellos días en que nos encontramos. Acotaré un par de someros apuntes para contextualizar la situación (luego, cuando entremos de lleno en la historia, se conocerán mejor los detalles). Sólo diré que conocí a Lolei en La Plata, casi por casualidad (o fatalmente, porque era inevitable que algún día nuestras vidas se cruzaran) en su departamento. Vivíamos en el mismo edificio. Yo pasaba todos los días por la puerta de su casa y miraba hacia el interior para deleitarme, en silencio y focalizando entre las penumbras del lugar, con su inmensa biblioteca.  Se me caían las babas cada vez que la veía. No adivinaba quién habitaba esa casa oscura, pese a estar todo el tiempo la puerta abierta. A veces observaba unos pies de lo que parecía un hombre acostado en una cama. Y nada más que eso. Los demás indicios que hacían sospechar una presencia humana en el lugar eran el sonido de una radio (que sonaba día y noche sin parar) y un tufo nauseabundo que emergía desde allí e invadía el resto del edificio. Y eso es todo. Hasta aquí, ninguna información más sobre un Lolei que, para mí, todavía no existía.
Apenas nos encontramos, en circunstancias que luego conoceremos, recibí los primeros datos sobre su biografía, contados por él, en una suerte de preámbulo de las historias que llegarían después. Lo resumiré como si se tratara del recorte de su currículum vitae, según su propia versión. ¿Quién era Lolei?
“Me llamo Hugo, soy abogado y vivo solo en este departamento. Nací en Mar del Plata. También soy profesor de inglés. Mi papá era radical; fue concejal y diputado provincial. Conoció a Ricardo Balbín, a Mario Giordano Echegoyen, a Raúl Alfonsín, a Arturo Illia, a Crisólogo Larralde. Tenía una inmobiliaria muy importante. Mi mamá era maestra. Estuve casado con una bioquímica que era nieta de Florencio Monteagudo, sobrina nieta de Carlos Tejedor y de Aristóbulo del Valle. Nos separamos hace muchos años. Trabajé en el Ministerio de Educación hasta que me echaron, en años de la dictadura de Videla, y viví en España, donde trabajé en una academia como profesor de idiomas. En este departamento vivía mi tía Julia, hermana de mamá. Ahora estoy enfermo y no puedo trabajar. Sobrevivo con lo que me quedó de la herencia de mis padres, pero ya me está por salir la jubilación y con eso espero tener el dinero para hacerme los tratamientos que necesito…”
Grosso modo, esa es una síntesis del Lolei que se me presentó una tarde de junio del año 2000, cuando le vi por primera vez la cara y escuché por primera vez la voz que me contaría su historia. Ahora bien, ¿era ese realmente Lolei?
Pocos días antes de conocerlo, una de nuestras vecinas me hacía la siguiente presentación sobre quien sería mi amigo. Comparemos:
“(…) vive en ese departamento desde hace varios años, unos diez o doce. En realidad ese lugar era de su tía Julia, que murió hace unos siete años. Desde entonces se quedó solo en la casa. Tiempo antes había sabido refugiarse en ese lugar, por ejemplo cuando se separó de su esposa, pero se quedaba unos meses y se iba y volvía y volvía a desaparecer, actitud que preocupaba a su familia, incluso a sus padres. Los padres fallecieron antes que Julia. Todos eran buena gente. Lolei estuvo exiliado en España, en la época de la dictadura. Antes lo habían internado en Melchor Romero por problemas con el alcohol. Se ponía violento cuando tomaba. Una noche corrió a la tía con una cuchilla y la salvé yo, la encerré en mi departamento hasta que vino la policía y a él se lo llevaron. Julia igual lo defendía mucho y ni bien salió lo volvió a acoger como si nada hubiese pasado. Es abogado, pero nunca ejerció. Trabajó en un ministerio, hace ya muchos años, y después, cuando regresó de Europa, se dedicó a dar clases de inglés, creo que en escuelas. Es una persona muy culta, muy preparada. Con su ex esposa no se habla, una señora de lo más distinguida, no sé cómo se casó con este engendro. Se perdió por el alcohol, y seguramente también las drogas. Más de una vez lo vi salir del cabaret de la esquina, completamente borracho. Un degenerado. Igual, por momentos era una persona amable. Yo solía invitarlo a tomar café a mi casa, hace ya muchos años, cuando mi marido todavía estaba vivo. Hasta que un día me faltó algo de plata que había sobre la mesa, un dinero destinado a pagar impuestos. Seguramente aprovechó mi ida hasta la cocina, porque estaba haciendo café, y cuando se fue me di cuenta que me faltaba algo. No era mucho, lo suficiente para comprar una botella de ginebra. Supuse que él se lo había llevado, no me quedaba otra cosa que pensar. Cuando se lo dije días después, porque yo no me guardo nada, lo negó rotundamente, se enojó mucho, me trató de mentirosa y sinvergüenza, me gritó, me dijo un montón de barbaridades. Ahí se terminó la relación. Ahora debe años de expensas y también pensamos en hacerle juicio para poder cobrar. El problema es que casi no tiene más plata. Hasta ahora vive de lo que le quedó de la herencia de los padres, que vendieron un caserón que tenían en Mar del Plata. En realidad se repartieron la herencia entre los hermanos, porque además tiene una hermana, creo que también vive en Mar del Plata, no sé nada de ella. Los padres estaban en una buena posición económica; el padre fue diputado, era radical, la madre era maestra, una excelente mujer, igual que la tía (...)
A grandes rasgos, hay similitudes y diferencias evidentes entre un relato y  otro. Dos versiones de una misma historia. Las similitudes podrían considerarse como parte de la verdad. También las diferencias pueden ser verdaderas, de acuerdo a la fuente de la información. Pero también existen omisiones, tanto de Lolei como de la vecina. Algunas están a la vista. Seguramente hay muchas más que no conocimos ni conoceremos. Después de todo, cabe preguntarse: ¿quién está fabricando al personaje, con sus verdades y sus omisiones? ¿Cualquiera de ellas es creíble? ¿Quién era en verdad Lolei?

Durante muchos años me esforcé por creer que mi amigo fue la suma de todo lo que me dijo ser y aquello que omitió por no querer descubrir sus sombras. Y también todo lo que el alcance de las palabras nos impide conocer de una persona. Si una vida verdadera ya es demasiado compleja de abarcar con palabras, ¿cómo sería si esa misma vida tuviera tantos sucesos ocultos como reales? ¿Cuánto de real había en sus supuestas realidades que yo no podía comprobar con documentos y sin memoria? ¿Cómo escribir esa “historia completa” de alguien a quien ignoras mucho más de lo que crees conocer?  
Mientras me planteaba estas dudas no podía dejar de pensar en personajes como don Quijote o Emma Bovary, que disconformes con su vida real se inventaron y vivieron una heroica vida ficticia para sentir que es posible una existencia distinta. No digo mejor ni peor, sólo distinta (Los finales de esos personajes hablan por sí solos). Y tal vez se trate de eso. Mi amigo Lolei –por cierto, gran lector y amante del Quijote, no así de la novela de Flaubert- bien podría resultar un fiel ejemplo de quijotismo, capaz de crearse una imagen distorsionada de su propia existencia para aparentar algo que no era, o para hacernos creer que había sido alguien que en realidad no había sido.
En cualquier caso, tantas preguntas concluyeron en una certeza: que ninguna tiene la menor importancia, que no vale la pena esforzarse por responderlas. Supongamos que Lolei fue un gran mentiroso. ¿Y qué? ¿Acaso nadie miente? Supongamos que estaba aquejado de quijotismo. ¿Y qué? ¿Acaso no somos todos un poco quijotistas? ¿Acaso no nos conmueve la idea de representar un papel que no está a nuestro alcance, o de vivir, aunque sea por un rato, una vida diferente a la que estamos viviendo? ¿Acaso estamos cometiendo un ilícito? Si Lolei representó una mentira para hacerla ver como una verdad irrefutable, habrá que felicitarlo porque ha resultado un triunfador. La mentira triunfa cuando está amasada con verdades. Y si están bien dosificadas, podremos comernos una rica torta que difícilmente nos indigeste.

Cuando decidí que mi amigo Lolei podía ser el protagonista de una “historia completa”, con todas las certezas y todas las ausencias que tenía a mi alcance para lanzarme a semejante tarea, descubrí que no quería ponerlo en el lugar cómodo de la verdad. La verdad es otra cosa y no sé si estoy interesado en eso ahora. Tampoco quería salvarlo de la mentira. Si tuvo un pasado más o menos heroico, más o menos ficticio, más o menos real, quedará en el criterio selectivo de quien se interese en seguir hasta el final. A medida que desanden los capítulos, nos encontraremos con una buena cantidad de planteos similares y abundantes testimonios que nos pongan los pelos de punta por tantas dudas.
Concebir a Lolei como personaje conllevaba demasiados riesgos históricos y emocionales como para detenerse en la calidad o la cantidad de los hechos elegidos para contar su historia. También mi memoria jugó un papel selectivo muy importante. Todo esto formó parte de un proceso de reconciliación y de reconstrucción, con muchos materiales frágiles y otros tantos sólidos. Quizás el recuerdo haya hecho su aporte más consistente, lo cual no es un buen signo para su gloria. En el fondo, tiene el mismo sentido que dar crédito a la veracidad de sus historias. Si Lolei mintió, en su historia habrá más mentiras que verdades o supuestos. No me avergüenzo de eso. En absoluto.
Mi amigo Lolei no sobrevivió mucho más a aquellos días aciagos y eternos de convivencia, allá por el año 2000. Sin embargo, ahora aparece reinventado en palabras de otro, siendo contado por otro. Por aquellos días, sus relatos nos proporcionaban el oxígeno necesario para sentirnos más vivos. Siento que estoy haciendo lo mismo que él.
Si estamos hechos de historias, para Lolei contarlas tenían el mismo efecto que las vitaminas. Siento que estoy sintiendo lo mismo que él.


domingo, 18 de octubre de 2015

Conociendo a Lolei

No somos graciosos


(De cómo la insulsez para contar un chiste 

dio origen al nombre para este sitio)


Mi amigo Lolei era un mal contador de chistes. Igual que yo. Ninguno de los dos éramos graciosos. Esto significa que no lográbamos causar gracia cuando nos tocaba contar un chiste o una historia graciosa. Yo lo asumía. Lolei no.
Lolei en la rambla marplatense (1940)

Éramos fáciles para apreciar la gracia de otros, la de esos que sí saben lograr el efecto de una carcajada cuando se disponen a narrar historias destinadas a eso: a hacernos despanzurrar de la risa con ocurrencias desaliñadas, con caídas inesperadas, con latiguillos escatológicos, con comparaciones odiosas y puteadas precisas. Pero nosotros éramos horribles contadores.

Para mí el humor es fundamental, aunque muchos piensen lo contrario. Me río mucho. El problema es que generalmente lo hago cuando estoy solo, y como paso mucho tiempo de mi vida solo, casi no hay testigos para probar ese rasgo de mi personalidad. Cada vez que puedo consumo humor: en revistas, en series de televisión, en libros, en películas, en foros de internet, en la radio… siempre me la paso buscando episodios que me hagan ejercitar esa parte del cerebro que me provocan la alegría. No abandono la búsqueda de otros contenidos destinados a la otro tipo de reflexiones más sesudas, para nada, pero las veces que prefiero descomprimir la acumulación de datos y de precisiones más intelectuales, me voy corriendo a chapotear por los charcos de la distracción más elemental. Irremediablemente.

Quienes creen conocerme suelen juzgarme como un tipo serio, aburrido, estructurado, responsable y un montón de cosas más que terminan siendo valorizaciones erróneas. Puede que en parte sea cierto, pero también soy todo lo contrario y muchas cosas más: soy extremadamente tímido, algunas veces calculador, otras tantas demasiado analítico, casi siempre reservado. Eso sí soy. Lo que no soy, con seguridad, es gracioso. Y como me conozco demasiado esa abominable limitación que me obliga a reprimir la parte feliz de mi existencia, prefiero esconder cualquier remedo de comportamiento festivo antes que saborear el disgusto de querer simular una eficacia que no tengo y recibir como toda respuesta un silencio fatal.

Es sencillo: como no poseo dotes de comediante y nací sin la llama del ingenio,  trato de ser respetuoso con la sensibilidad de mi prójimo cercano, absteniéndome de intentar ser lo que no soy. No vale la pena exponer esas vergüenzas. Me pasa lo mismo que con el fútbol: me encanta verlo, pensarlo, repetir jugadas y goles hasta el cansancio, pero ya no me gusta jugarlo. Con el paso de los años me descubrí como un patadura excepcional que terminaba resultando una molestia para mis compañeros. Me gusta tanto que prefiero verlo antes que practicarlo. Trato de no molestar a la gente.

Además de no ser gracioso, yo soy un pésimo contador de chistes porque no tengo buena memoria. Me olvido hasta el más breve y elemental. No soy capaz de retener un chiste de cinco o seis palabras para que se rían chicos de tres años. Odio cuando me dicen: “Contate un chiste”, porque me ponen cara a cara con una de mis mayores carencias. Y por respeto trato de ni intentar hacerme el gracioso. Mi costado autocrítico me lo impide.

Pero no todos actúan así. Y no hay peor cosa que un tipo que se cree gracioso y no lo es. Esos que cuentan un chiste y termina riéndose solos. Que ensayan una broma y terminan provocando más reprobaciones que risas. Que se lanzan a contar una historia con final gracioso y se olvidan el remate. O que, directamente, la cuentan mal. Esos son peores, porque no conocer sus propias limitaciones. Te puedo perdonar que seas un tronco jugando al fútbol y te animes a entrar a una cancha a un equipo de amigos, porque no jugás solo y tus compañeros pueden ayudarte a simular tu inferioridad. Podés pasar desapercibido.

Pero si querés contarme un chiste, tratá de hacerme reír, esmerate por recordar todo el argumento antes de lanzarte a hablar, no me dejés con la incertidumbre del final abierto diciéndome que la monja o el gallego estaban por hacer algo que de pronto te olvidaste. Si no sos capaz de ese mínimo gesto de respeto, sigamos hablando de otra cosa y nos evitamos el mal momento de tener que tragarnos la risa por semejante negligencia. Seamos responsables con el humor. 

Cuando explico todo esto es porque me estoy acordando de mi amigo Lolei, que era tan malo como yo para contar chistes pero tenía desactivado el dispositivo de saber callarse a tiempo para no incurrir en el ridículo. Me hacía atragantar hasta el ahogo con desenlaces desubicados, oblicuos o directamente inexistentes.  A veces ni con un vademécum de explicaciones lograba comprender el sentido del relato. Lo curioso de mi amigo Lolei es que era un hombre muy dotado para la narración de historias largas, complejas, llenas de datos y de información, pero un pésimo contador de chistes. Y más curioso todavía: lo sabía y no le importaba. Un indiscreto total. Un desvergonzado sin par. Lolei fue de esa clase de gente que recordarás toda tu vida por innumerables razones, pero sobre todo por su incapacidad para hacerte reír.

Mientras pensaba un nombre para este blog, en el que mi amigo Lolei tendrá mucho protagonismo (pues fue creado, en buena medida, para dar a conocer su historia) comencé a surfear recuerdos y buscar alguna palabra, alguna idea, alguna noción relacionada con él. Le dediqué bastante tiempo al asunto, sin resultados que me convencieran. No buscaba algo original ni pretencioso. Buscaba una imagen, un concepto breve que reseñara un vínculo con él. Perdí unas cuantas horas hasta encontrarlo.


Hace poco me topé con un chiste malo, corto y malo, apto para poco público. Es simple y dice así: “¿Qué hace una vaca en un árbol? Respuesta: Haciendo leche Nido”. Y eso es todo, se acabó el chascarrillo. No da ni para la mínima mueca. No merece ninguna explicación. No obstante, de algo malo se puede hacer algo peor. Empeorar un chiste de diez palabras es posible si existen personas como Lolei, un hombre sin gracia con ínfulas de gracioso, que con sus palabras puede cambiar el sentido de una vida, pero en la brevedad puede arruinar hasta el más infantil de los retruécanos. ¿No me creen? Veamos cómo sí puede.

Lolei me lo contó así: “¿Qué hace una vaca en un nido?”. ¡¿Lo ven?! ¡¿Se dan cuenta?! ¡Ay, Lolei! Con la alteración de la imagen no sólo rompió el sentido de la enunciación, sino que también me abrió un abanico de respuestas que me dejaron en una situación indecorosa, rayana con el bochorno y la humillación. Por eso me abstengo de repetir mis posibles soluciones. ¡Pero cómo diablos, Lolei! ¡La vaca no está en el nido, el Nido es el remate que da sentido al chiste! ¡El Nido es lo que refiere a la leche, y como la vaca da leche, si está en un árbol es porque está anidando la leche, o sea, haciendo leche Nido! ¡¿Maldita sea, Lolei, comprendes tu disparate?!

No termina allí la cosa. Cuando comprendió que la formulación errónea de la adivinanza motivó una andanada de respuestas equivocadas y dejó al descubierto su torpeza, Lolei no solamente se rió de esa proverbial falta de gracia (que sí conocía pero no le importaba) sino que además trató de justificarse. “Tenés razón –dijo- pero igual tiene sentido”. ¿Tiene sentido? ¿Cómo es eso? ¿Es verosímil ubicar a una vaca en un nido? “¿Cómo no? –cuestionó seguro. ¿Acaso las vacas no hacen nidos?”. ¡Maldita sea, otra vez, Lolei! ¿Dónde viste alguna vez un nido de vacas?

"¿Acaso no es esto un nido de vacas?" (Lolei)

Mi amigo Lolei contaba con una instrucción cultural y académica valiosas. Y tenía una línea de pensamiento demasiado racional y estructurado como para pensar que con la imagen de una vaca haciendo un nido –en el sentido más literal que se pueda imaginar de esa representación- estuviese aludiendo a una metáfora. No creaba una metáfora de cuño poético, ni tampoco refería a una situación posible, extraña pero posible. Al fin y al cabo, por qué no pensar que las vacas podían hacer sus nidos, adonde acogían a sus terneros durante el destete. ¡Qué imagen tan dulce! ¡Más tierna que un pesebre navideño! ¡Pero maldita sea, Lolei no inventaba nada; sin más, creía efectivamente que las vacas hacían nidos! Nunca había visto semejante animal en semejante situación, pero estaba convencido de que eso era posible, de que existía, de que era así. “¿De verdad que las vacas no hacen nidos?” ¡Pues claro que no, Lolei, las vacas no anidan! Tampoco ponen huevos. Raras veces vuelan. Y les cuesta subir a los árboles. Estos impedimentos están en su naturaleza. Además, las vacas, cuando se llevan a la boca un poco de pasto seco, en vez acometer la hacendosa tarea de armar un nido para guardar huevos –que no ponen, pues las vacas no ponen huevos-, tienen por costumbre comerse ese pasto, porque las vacas tienen el hábito primario de alimentarse con pasto, de suerte que van destruyendo una posible construcción a medida que intenta reunir materiales para esa posible construcción. “¿Es como si un albañil comiera ladrillos?”. Pongámosle que sí, como si un albañil se desayunara con ladrillos y cemento. En vez de pan con manteca, ladrillos untados con cemento. “Pero las vacas no comen pan con manteca”. Claro, y tampoco hacen nidos. “Habría jurado a que sí”. 

Pues no, Lolei, no existen. Los nidos de vaca no existen.

Hoy no sé si ese simple altercado lingüístico no fue más que una broma de Lolei para poner en evidencia mi racionalismo más cuadrado, mi apolínea visión de lo tangible frente a la dionisíaca perspectiva de la realidad. O fue, sencillamente, uno de sus tantos desaguisados con el permanente juego de ideas al que me sometía para pasarla bien, para justificar su proverbial falta de agudeza a la hora de contar historias graciosas. Como fuere, la noción de un nido de vacas siempre merodeó en mi cabeza cuando quiero graficar alguna contradicción lógica en torno a Lolei. También cuando me cruzo en el supermercado con un tarro de leche Nido. Y, no sé por qué, cuando veo a la vaca violeta de Milka.

“La imaginación da para cualquier cosa, nene, sus caminos son insondables”, solía decirme mi amigo Lolei. Y puede que tuviera razón. Al menos que nuestra falta de gracia para contar historias divertidas pueda suplirse con la imaginación de sucesos tan reales como un tarro de leche Nido y a la vez tan improbables como un nido de vacas.  Hoy yo prefiero creer que postular en mi mente la imagen de un nido de vacas me resulta más divertido que ver un puto vacuno de verdad, pastando en su aburguesamiento pampeano, en ausencia absoluta de todo nido.

Es muy probable que nidodevacas no venga a resolver ningún dilema de la realidad, ni a poner una pizca de gracia donde no hay lugar, ni a romper con los hechizos de la imaginación. No es ese el propósito de este sitio. Sí es el de encontrar historias. Historias inventadas. Historias nacidas de la necesidad de escribir que las vacas anidando son posibles de imaginar. Historias que, como la del propio Lolei, nos hagan creer por un instante que un chiste mal contado puede resultar el origen de un mundo. 
Un mundo lleno de historias para ser contadas.