domingo, 18 de octubre de 2015

Conociendo a Lolei

No somos graciosos


(De cómo la insulsez para contar un chiste 

dio origen al nombre para este sitio)


Mi amigo Lolei era un mal contador de chistes. Igual que yo. Ninguno de los dos éramos graciosos. Esto significa que no lográbamos causar gracia cuando nos tocaba contar un chiste o una historia graciosa. Yo lo asumía. Lolei no.
Lolei en la rambla marplatense (1940)

Éramos fáciles para apreciar la gracia de otros, la de esos que sí saben lograr el efecto de una carcajada cuando se disponen a narrar historias destinadas a eso: a hacernos despanzurrar de la risa con ocurrencias desaliñadas, con caídas inesperadas, con latiguillos escatológicos, con comparaciones odiosas y puteadas precisas. Pero nosotros éramos horribles contadores.

Para mí el humor es fundamental, aunque muchos piensen lo contrario. Me río mucho. El problema es que generalmente lo hago cuando estoy solo, y como paso mucho tiempo de mi vida solo, casi no hay testigos para probar ese rasgo de mi personalidad. Cada vez que puedo consumo humor: en revistas, en series de televisión, en libros, en películas, en foros de internet, en la radio… siempre me la paso buscando episodios que me hagan ejercitar esa parte del cerebro que me provocan la alegría. No abandono la búsqueda de otros contenidos destinados a la otro tipo de reflexiones más sesudas, para nada, pero las veces que prefiero descomprimir la acumulación de datos y de precisiones más intelectuales, me voy corriendo a chapotear por los charcos de la distracción más elemental. Irremediablemente.

Quienes creen conocerme suelen juzgarme como un tipo serio, aburrido, estructurado, responsable y un montón de cosas más que terminan siendo valorizaciones erróneas. Puede que en parte sea cierto, pero también soy todo lo contrario y muchas cosas más: soy extremadamente tímido, algunas veces calculador, otras tantas demasiado analítico, casi siempre reservado. Eso sí soy. Lo que no soy, con seguridad, es gracioso. Y como me conozco demasiado esa abominable limitación que me obliga a reprimir la parte feliz de mi existencia, prefiero esconder cualquier remedo de comportamiento festivo antes que saborear el disgusto de querer simular una eficacia que no tengo y recibir como toda respuesta un silencio fatal.

Es sencillo: como no poseo dotes de comediante y nací sin la llama del ingenio,  trato de ser respetuoso con la sensibilidad de mi prójimo cercano, absteniéndome de intentar ser lo que no soy. No vale la pena exponer esas vergüenzas. Me pasa lo mismo que con el fútbol: me encanta verlo, pensarlo, repetir jugadas y goles hasta el cansancio, pero ya no me gusta jugarlo. Con el paso de los años me descubrí como un patadura excepcional que terminaba resultando una molestia para mis compañeros. Me gusta tanto que prefiero verlo antes que practicarlo. Trato de no molestar a la gente.

Además de no ser gracioso, yo soy un pésimo contador de chistes porque no tengo buena memoria. Me olvido hasta el más breve y elemental. No soy capaz de retener un chiste de cinco o seis palabras para que se rían chicos de tres años. Odio cuando me dicen: “Contate un chiste”, porque me ponen cara a cara con una de mis mayores carencias. Y por respeto trato de ni intentar hacerme el gracioso. Mi costado autocrítico me lo impide.

Pero no todos actúan así. Y no hay peor cosa que un tipo que se cree gracioso y no lo es. Esos que cuentan un chiste y termina riéndose solos. Que ensayan una broma y terminan provocando más reprobaciones que risas. Que se lanzan a contar una historia con final gracioso y se olvidan el remate. O que, directamente, la cuentan mal. Esos son peores, porque no conocer sus propias limitaciones. Te puedo perdonar que seas un tronco jugando al fútbol y te animes a entrar a una cancha a un equipo de amigos, porque no jugás solo y tus compañeros pueden ayudarte a simular tu inferioridad. Podés pasar desapercibido.

Pero si querés contarme un chiste, tratá de hacerme reír, esmerate por recordar todo el argumento antes de lanzarte a hablar, no me dejés con la incertidumbre del final abierto diciéndome que la monja o el gallego estaban por hacer algo que de pronto te olvidaste. Si no sos capaz de ese mínimo gesto de respeto, sigamos hablando de otra cosa y nos evitamos el mal momento de tener que tragarnos la risa por semejante negligencia. Seamos responsables con el humor. 

Cuando explico todo esto es porque me estoy acordando de mi amigo Lolei, que era tan malo como yo para contar chistes pero tenía desactivado el dispositivo de saber callarse a tiempo para no incurrir en el ridículo. Me hacía atragantar hasta el ahogo con desenlaces desubicados, oblicuos o directamente inexistentes.  A veces ni con un vademécum de explicaciones lograba comprender el sentido del relato. Lo curioso de mi amigo Lolei es que era un hombre muy dotado para la narración de historias largas, complejas, llenas de datos y de información, pero un pésimo contador de chistes. Y más curioso todavía: lo sabía y no le importaba. Un indiscreto total. Un desvergonzado sin par. Lolei fue de esa clase de gente que recordarás toda tu vida por innumerables razones, pero sobre todo por su incapacidad para hacerte reír.

Mientras pensaba un nombre para este blog, en el que mi amigo Lolei tendrá mucho protagonismo (pues fue creado, en buena medida, para dar a conocer su historia) comencé a surfear recuerdos y buscar alguna palabra, alguna idea, alguna noción relacionada con él. Le dediqué bastante tiempo al asunto, sin resultados que me convencieran. No buscaba algo original ni pretencioso. Buscaba una imagen, un concepto breve que reseñara un vínculo con él. Perdí unas cuantas horas hasta encontrarlo.


Hace poco me topé con un chiste malo, corto y malo, apto para poco público. Es simple y dice así: “¿Qué hace una vaca en un árbol? Respuesta: Haciendo leche Nido”. Y eso es todo, se acabó el chascarrillo. No da ni para la mínima mueca. No merece ninguna explicación. No obstante, de algo malo se puede hacer algo peor. Empeorar un chiste de diez palabras es posible si existen personas como Lolei, un hombre sin gracia con ínfulas de gracioso, que con sus palabras puede cambiar el sentido de una vida, pero en la brevedad puede arruinar hasta el más infantil de los retruécanos. ¿No me creen? Veamos cómo sí puede.

Lolei me lo contó así: “¿Qué hace una vaca en un nido?”. ¡¿Lo ven?! ¡¿Se dan cuenta?! ¡Ay, Lolei! Con la alteración de la imagen no sólo rompió el sentido de la enunciación, sino que también me abrió un abanico de respuestas que me dejaron en una situación indecorosa, rayana con el bochorno y la humillación. Por eso me abstengo de repetir mis posibles soluciones. ¡Pero cómo diablos, Lolei! ¡La vaca no está en el nido, el Nido es el remate que da sentido al chiste! ¡El Nido es lo que refiere a la leche, y como la vaca da leche, si está en un árbol es porque está anidando la leche, o sea, haciendo leche Nido! ¡¿Maldita sea, Lolei, comprendes tu disparate?!

No termina allí la cosa. Cuando comprendió que la formulación errónea de la adivinanza motivó una andanada de respuestas equivocadas y dejó al descubierto su torpeza, Lolei no solamente se rió de esa proverbial falta de gracia (que sí conocía pero no le importaba) sino que además trató de justificarse. “Tenés razón –dijo- pero igual tiene sentido”. ¿Tiene sentido? ¿Cómo es eso? ¿Es verosímil ubicar a una vaca en un nido? “¿Cómo no? –cuestionó seguro. ¿Acaso las vacas no hacen nidos?”. ¡Maldita sea, otra vez, Lolei! ¿Dónde viste alguna vez un nido de vacas?

"¿Acaso no es esto un nido de vacas?" (Lolei)

Mi amigo Lolei contaba con una instrucción cultural y académica valiosas. Y tenía una línea de pensamiento demasiado racional y estructurado como para pensar que con la imagen de una vaca haciendo un nido –en el sentido más literal que se pueda imaginar de esa representación- estuviese aludiendo a una metáfora. No creaba una metáfora de cuño poético, ni tampoco refería a una situación posible, extraña pero posible. Al fin y al cabo, por qué no pensar que las vacas podían hacer sus nidos, adonde acogían a sus terneros durante el destete. ¡Qué imagen tan dulce! ¡Más tierna que un pesebre navideño! ¡Pero maldita sea, Lolei no inventaba nada; sin más, creía efectivamente que las vacas hacían nidos! Nunca había visto semejante animal en semejante situación, pero estaba convencido de que eso era posible, de que existía, de que era así. “¿De verdad que las vacas no hacen nidos?” ¡Pues claro que no, Lolei, las vacas no anidan! Tampoco ponen huevos. Raras veces vuelan. Y les cuesta subir a los árboles. Estos impedimentos están en su naturaleza. Además, las vacas, cuando se llevan a la boca un poco de pasto seco, en vez acometer la hacendosa tarea de armar un nido para guardar huevos –que no ponen, pues las vacas no ponen huevos-, tienen por costumbre comerse ese pasto, porque las vacas tienen el hábito primario de alimentarse con pasto, de suerte que van destruyendo una posible construcción a medida que intenta reunir materiales para esa posible construcción. “¿Es como si un albañil comiera ladrillos?”. Pongámosle que sí, como si un albañil se desayunara con ladrillos y cemento. En vez de pan con manteca, ladrillos untados con cemento. “Pero las vacas no comen pan con manteca”. Claro, y tampoco hacen nidos. “Habría jurado a que sí”. 

Pues no, Lolei, no existen. Los nidos de vaca no existen.

Hoy no sé si ese simple altercado lingüístico no fue más que una broma de Lolei para poner en evidencia mi racionalismo más cuadrado, mi apolínea visión de lo tangible frente a la dionisíaca perspectiva de la realidad. O fue, sencillamente, uno de sus tantos desaguisados con el permanente juego de ideas al que me sometía para pasarla bien, para justificar su proverbial falta de agudeza a la hora de contar historias graciosas. Como fuere, la noción de un nido de vacas siempre merodeó en mi cabeza cuando quiero graficar alguna contradicción lógica en torno a Lolei. También cuando me cruzo en el supermercado con un tarro de leche Nido. Y, no sé por qué, cuando veo a la vaca violeta de Milka.

“La imaginación da para cualquier cosa, nene, sus caminos son insondables”, solía decirme mi amigo Lolei. Y puede que tuviera razón. Al menos que nuestra falta de gracia para contar historias divertidas pueda suplirse con la imaginación de sucesos tan reales como un tarro de leche Nido y a la vez tan improbables como un nido de vacas.  Hoy yo prefiero creer que postular en mi mente la imagen de un nido de vacas me resulta más divertido que ver un puto vacuno de verdad, pastando en su aburguesamiento pampeano, en ausencia absoluta de todo nido.

Es muy probable que nidodevacas no venga a resolver ningún dilema de la realidad, ni a poner una pizca de gracia donde no hay lugar, ni a romper con los hechizos de la imaginación. No es ese el propósito de este sitio. Sí es el de encontrar historias. Historias inventadas. Historias nacidas de la necesidad de escribir que las vacas anidando son posibles de imaginar. Historias que, como la del propio Lolei, nos hagan creer por un instante que un chiste mal contado puede resultar el origen de un mundo. 
Un mundo lleno de historias para ser contadas.


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