sábado, 24 de octubre de 2015

Lolei y la democracia



Lolei, entre la lucha colectiva y la resignación


En pocas horas hay elecciones en todo el país. Elegiremos un nuevo presidente. No es cualquier cosa. Tenemos por delante un gran desafío. Ir nuevamente a las urnas y ser responsables de poder elegir otra vez a quienes nos representarán para conducir el destino de nuestra patria  es una conquista que debería enorgullecernos como sociedad. Nos costó mucho poder alcanzar y mantener esto. Nos costó persecuciones, muertes, desapariciones, crisis económicas, represiones, desigualdad, especulaciones financieras, vaciamiento patrimonial, sometimiento cultural. Estuvimos de rodillas y hoy estamos en el sano proceso de querer volver a levantarnos.
Hoy, más allá de las diferencias de proyectos políticos y de los intereses individuales de cada uno de nosotros como votantes, estamos frente a la posibilidad de usar, con total libertad, la mejor herramienta a nuestro alcance para sentirnos protagonistas. Está en nuestras manos el derecho y el deber de conducir nuestra propia historia. Y esto es algo que no tendríamos que pasar por alto.
La democracia todavía puede ser perfectible, pero sigue siendo el mejor sistema con el cual podemos proclamar a nuestros gobernantes, asumiendo el compromiso de luchar por la justicia, la libertad y la soberanía de nuestro pueblo.

Desde hace algunos años, cada vez que estamos frente a una elección tan importante vuelvo a acordarme de mi amigo Lolei. No solamente porque con él hablábamos de política y tratábamos de entender las causas y las consecuencias del ejercicio de la política en los actos más básicos de nuestras vidas, sino porque su propia historia estuvo atravesada, en buena medida, por el hecho político, como mecanismo de supervivencia, de lucha y de herencia familiar.
A mí me interesaba la parte familiar. El padre de Lolei fue un apasionado actor de su tiempo. Como militante y luego como dirigente en varios niveles, abrazó una causa y defendió con todas sus convicciones. Mal o bien, luchó por lo que pensaba con la mirada puesta en el prójimo.
Lolei me habló mucho sobre su padre y su militancia. (Más adelante nos ocuparemos con más amplitud de esa historia). Sentía un raro orgullo por él, si bien no compartió sus ideas por completo. La activa participación del padre de Lolei comenzó en Mar del Plata, hacia comienzos de 1940. Dentro de la Unión Cívica Radical, llegó a ocupar varias veces una banca en el concejo deliberante, fue la voz cantante de numerosas discusiones, presidió el partido a nivel local, estableció vínculos con destacados dirigentes del movimiento, profesó un antiperonismo furioso, llegó a obtener un lugar en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires. 

Domingo Cavalcanti (padre de Lolei)  en un acto
realizado en la plaza San Martín de Mar del Plata.
(Diario "La Mañana", 10 de mayo de 1958)
Se consideraba un auténtico defensor de la democracia, aunque supo aclamar y ovacionar el golpe de Estado de 1955 que derrocó a Perón. No se guardó ningún elogio para la autoproclamada “Revolución Libertadora” que destituyó a un presidente elegido por el pueblo para asumir el poder de facto. En criterios como esos radicaban las diferencias con Lolei. Cuando se es “anti –algo” se es capaz de defender lo indefendible con tal de no ceder un milímetro a evidentes postulados de la realidad.
Mi amigo Lolei se decía radical por herencia paterna, pero a veces pensaba más como peronista por sus propias convicciones. En esa disyuntiva pasó buena parte de su vida. Cuando su padre debió dejar la banca de Diputados en 1966, por el golpe de Juan Carlos Onganía, Lolei ya estaba trabajando en el ministerio de Economía. Luego pasó a la cartera de Educación. Aprendió a callarse sus ideas por conveniencia. El horno no estaba para bollos y el silencio significaba no solo salud sino trabajo. Lolei sí creía en la democracia. Y no le agradaba ver al peronismo proscripto. Si había que vencer al peronismo, debía ser a través de las urnas, pensaba Lolei. No por eso había dejado de votar a Arturo Illia en 1962, justamente con el partido Justicialista sin la posibilidad de participar en la contienda. Pero ya se sabe que las convicciones, a veces, también tienen sus límites intelectuales.
Diez años después del golpe de Onganía, que había dejado a su padre en el inicio de su ocaso como dirigente político, Lolei vio desde adentro cómo el denominado Proceso de Reorganización Nacional encabezado por Videla y sus secuaces detentaban la presidencia para poner en marcha una maquinaria de destrucción nunca antes vista. Desde su rutinario puesto de trabajo en Educación, se arriesgó a reclamar por el regreso de un sistema democrático y a denostar la presencia en el poder de los dictadores. Se le dio por alzar la voz en el momento menos indicado. Tuvo que ser aleccionado con un par de sesiones de masajes corporales: unos golpecitos, algunos días de encierro, un poco de picana. Se salvó de la muerte o la desaparición, pero las heridas internas nunca le sanaron. Lo dejaron “libre”: primero sin empleo, luego sin futuro. No eran días positivos en su vida personal y decidió marcharse. Esperó desde España.
En 1983 celebró a la distancia el triunfo de Raúl Alfonsín, un hombre a quien su padre conocía desde sus primeros pasos en la arena política, allá por mediados de los años 60. Se ilusionó por su presente y se entusiasmó por el futuro de su país. Se lamentó por no haber estado aquí para sentir de cerca el fervor popular por un nuevo regreso de la democracia. Pensó que la luz estaba encendida otra vez y no quería volver a perderse en la oscuridad. Pero Lolei ya no era el mismo. Él creía que, en ese momento, era necesario participar. “La democracia se consolida con la participación de todos nosotros”, me decía que se decía en aquellos días. Participación y compromiso, esas eran palabras necesarias para que la historia no volviera a repetirse.
Pero cuando había decidido regresar, su salud ya estaba resentida. No tenía fuerzas y su espíritu había flaqueado bastante. Sintió que era demasiado tarde. Cuando realmente estaba en condiciones óptimas de asumir el compromiso de la lucha, las limitaciones estructurales eran tan grandes que debía optar por cuidar su propia vida antes que arriesgarse a morir por una causa. Mucha gente murió por defender una causa justa y Lolei, en silencio, los admiraba, y se lamentaba no haber tenido encendido el espíritu de defender con el cuerpo lo que le dictaba su alma. Cada uno es un hombre de su tiempo y él no tuvo las agallas necesarias para enfrentarse a ese tiempo. Los poderes fácticos subsisten, en gran medida, en base al temor del pueblo. Eran días de miedo y Lolei lo sintió. Cuando creyó que el miedo a la lucha había desaparecido, lo que se había engendrado en su interior era otro miedo, más profundo, más paralizante y más elemental. Su presente y su futuro eran un enigma. Estaba enfermo y con pocos medios de subsistencia. La preocupación pasó a ser individual. La causa democrática debe ser colectiva, y Lolei ya no estaba para responsabilidades comunes. "Para mí, el tiempo de la lucha colectiva ya pasó”, me dijo.
En parte llevaba razón y en parte se equivocaba. Lo que se había evaporado era su propio tiempo para la discusión colectiva, eso era cierto. Él creía que el poder del pueblo se construye desde la democracia, desde la participación individual con conciencia colectiva. Cuando quiso ejercer ese deber, no había condiciones de seguridad que se lo permitieran. No era fácil expresarse sin arriesgar nada. Luego se le hizo tarde. La  democracia se fue rehaciendo a los tumbos, pero así y todo fue alcanzando una próspera consolidación, con diferencias y discusiones, con proyectos no del todo convenientes para muchos, con una mayoría postergada por decisiones mezquinas que favorecían a pocos. Pero seguía en pie. Para quienes vivieron épocas de terror como él, existían condimentos dignos de ser celebrados. Lo que sí le preocupaba era una creciente pérdida de interés por la verdadera participación, esa que debemos ejercer como ciudadanos activos para querer modificar la realidad. El rol del sujeto democrático debía exceder el simple acto de poner un sobre con la boleta más conveniente dentro de una urna y esperar otros dos años para repetir el procedimiento. Había algo que estaba fallando.

Cuando hablaba de esto con Lolei, yo era un muchacho de vientipocos años que había sido adolescente durante los 90. Formaba parte de una generación nacida en los años del miedo, del terror silenciado, que interpretaba el hecho político como un acto de mera aspiración personal, en el que los políticos se enriquecían a costa del esfuerzo de la mayoría. No estaba en nuestra agenda de jóvenes ni el interés por entender nuestro pasado ni la conformación de un futuro por fuera de lo personal. El individualismo primaba en nuestras decisiones, de suerte que si me iba bien en la vida yo era el único artífice de mi éxito, pero si nos iba mal era por culpa de una clase de dirigentes políticos que tomaban malas decisiones y se robaban todo lo que debería ser para el pueblo. No existía el entorno ni la coyuntura. Las cosas sucedían porque sí. Éramos como sujetos inanimados, sin conciencia social, sin más esperanza que la de salvarse uno mismo a cualquier precio. Votábamos porque una ley así nos lo exigía; del resto se encargarían los políticos. Nosotros estábamos para llenar nuestras modestas vidas de acuerdo a las directrices de una autosatisfacción regida por las leyes del mercado de consumo. Si alguien tenía el tupé de tratar de inquietarnos con una propuesta medianamente ligada a “lo político”, huíamos despavoridos a refugiarnos bajo las faldas de la moral y las buenas costumbres mal aprendidas del ciudadano de bien que no se mete en cuestiones oscuras. Nosotros éramos buenos y los políticos eran malos. Y si el país se iba a la mierda por malas decisiones de los políticos, nosotros nos quedábamos cruzados de brazos, esperando un milagro que llegara desde el puto cielo para revertir la cagada. “No fuimos nosotros, fueron ellos”, decíamos señalando con el dedo acusador a los “verdaderos” responsables, como si con eso nos bastara para exculparnos. Éramos la herencia viviente de gobernantes nefastos, y nada podíamos hacer para modificar esa realidad.
Lolei no entendía esa parte del pasado reciente de jóvenes como yo, mayormente desinteresados en la construcción de una realidad colectiva y, además, educados con todas las limitaciones posibles sobre el conocimiento de nuestra historia. No podía entender la resignación, la falta de esperanza de nosotros los jóvenes. “Yo –me decía- soy quien debo estar resignado. No tengo tiempo de pensar más que en mí mismo porque tampoco tendré tiempo de vivir otro cambio. Lo mío es apenas sobrevivir. Pero vos que sos joven, si no podés soñar con cambiar esta mierda, realmente vos y este país van a estar perdidos en serio”.
Pese al consejo, la resignación era un estandarte que mi amigo Lolei mantenía elevado a cada momento de nuestros días de convivencia. Era contradictorio pero razonable a la vez. Yo no comprendía todavía que gran parte de esa claudicación tenía una derivación directa con el entorno político que nos rodeaba.

Ahora recuerdo un par de situaciones.  A poco tiempo de conocernos, a mediados del año 2000, se suicidó el Dr. René Favoloro. Un tiro en el corazón se rajó ese hombre que se hizo grande por curarlos. Tomó una decisión extrema que horrorizó y sorprendió a todos, y dejó en evidencia cómo una sociedad corrupta, manejada y dirigida por dirigentes y hombres corruptos, podía conducir a las peores consecuencias. “Quizá el pecado capital que he cometido, aquí en mi país, fue expresar siempre en voz alta mis sentimientos, mis críticas, insisto, en esta sociedad del privilegio, donde unos pocos gozan hasta el hartazgo, mientras la mayoría vive en la miseria y la desesperación. Todo esto no se perdona, por el contrario se castiga…”, escribió el cirujano en su carta de despedida.
Ese hecho conmovió mucho a mi amigo Lolei.  Entendió que la esperanza dejaba de ser un valor elevado. Poco podía esperarse de un país regido por un puñado de privilegiados adormeciendo a todo un pueblo y postergándolo al indecoroso rol de mirón en una fiesta privada, exclusiva. Habían pasado casi veinte años desde la vuelta de la democracia pero el pueblo seguía sin despertar. Y lo que es peor, según palabras de mi amigo que recuerdo con una nitidez extraordinaria, “nos están cogiendo sin forro y sin vaselina, y pareciera que eso nos gustara”. Si el pueblo no se ponía en movimiento, esta vez sí estaríamos perdidos.

La otra situación tiene que ver directamente con Lolei.
Desde el día en que lo conocí y durante los siguientes tres años que vivió, Lolei estuvo esperando el beneficio jubilatorio al cual tenía derecho por haber trabajado toda su vida. El único problema era que sólo podía justificar veintitrés de los treinta años que obligaban la ley para obtener su jubilación. No importaba que hubiese tenido que exiliarse durante seis años por razones políticas, luego de ser echado de su puesto, y no haber sido reincorporado a ningún trabajo cuando regresó. Tampoco bastaron la infinidad de legajos presentados ante el Instituto de Previsión Social ni mis pedidos de auxilio ante toda clase de autoridades para tratar de que ese hombre de sesenta y cinco años, en estado de indigencia, sin ningún tipo de ingreso, pudiera tener una ínfima retribución que le permitiera pasar el resto de sus días dignamente. Sencillamente, no llegaba a los treinta años de aporte y punto; con eso bastaba para que le sea negado el derecho como trabajador a tener una jubilación decente.
Lolei murió sin haber recibido siquiera una miserable pensión.




Extractos de la carta enviada por Lolei en noviembre de 1996 al Instituto Provincial
de Jubilaciones y Pensiones, solicitando un beneficio jubilatorio que nunca recibió. 
Con el paso de los años comprendí que esa injusticia tenía un claro trasfondo ligado directamente a cuestiones políticas. Me pregunté cuántas personas como él sufrieron el mismo rechazo y tuvieron que conformarse con terminar en medio de tamaña ignominia, a cuántos argentinos como Lolei les fue negado ese derecho elemental. Entendí que la exclusión es una decisión política. Que los representantes elegidos por el pueblo tomaron determinadas medidas para beneficiar a unos y dejar afuera a otros. Que la reparación de derechos corre por cuenta de los gobernantes, es cierto, pero no sería del todo posible si el pueblo se mantiene dormido, en la cómoda quietud de dejar que la dirigencia actúe en detrimento de las mayorías. Y que el hecho político no debe ceñirse al mero acto de la votación. Si queremos cambiar la realidad que nos rodea, es nuestro deber dejar de ser sujetos pasivos para transformarnos en animadores del cambio.
No puedo evitar imaginar qué hubiese sido de Lolei si la dirigencia de aquellos años hubiera tenido la voluntad política de restituir derechos elementales, como se hizo años más tarde, aunque todavía muchos se quejen de ese tipo de actos de justicia y vilmente los menosprecien. El cambio de época me hizo entender a qué se refería mi amigo Lolei cuando me decía que, pese a su momento de resignación, no hay que abandonar ninguna lucha, porque las transformaciones siempre son posibles.
Les guste o no les guste a muchos, esas grandes transformaciones vienen acompañadas de una mirada inclusiva, en dar oportunidades donde otros las niegan. Y, les guste o no les guste a muchos, entre ellos a quienes pensaron y siguen pensando como el padre de Lolei, las grandes transformaciones siempre llegaron cuando la democracia nos dio gobernantes que, con aciertos y errores, pensaron en las mayorías.
Hoy la democracia nos da ese tipo de posibilidades y dejarlas pasar es una condena a nosotros mismos  como pueblo. Las grandes esperanzas no se construyen en soledad. La democracia se defiende con participación. Y la política hoy es la mejor herramienta para expresarnos y sentirnos parte de un proceso de integración, que promueve las oportunidades individuales y los valores colectivos.
Creo que a todos nos mueve una consigna, y es que podemos ser mejores como personas y como sociedad. Que el bien común lo hacemos entre todos. Podemos y debemos exigir una mejor calidad de gobernantes. Debemos acompañarlos con el voto y luego no abandonarnos, porque la libertad de elegir no nos exime de nuestras responsabilidades como ciudadanos. En las ganas de mejorar y en ser protagonistas está la clave. Celebremos que hoy podemos serlo.
Creo que Lolei hubiese estado feliz de vivir en un país como el que tenemos hoy.

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