Lolei, entre la lucha colectiva y la resignación
En pocas horas hay elecciones en
todo el país. Elegiremos un nuevo presidente. No es cualquier cosa. Tenemos por
delante un gran desafío. Ir nuevamente a las urnas y ser responsables de poder elegir
otra vez a quienes nos representarán para conducir el destino de nuestra patria
es una conquista que debería
enorgullecernos como sociedad. Nos costó mucho poder alcanzar y mantener esto.
Nos costó persecuciones, muertes, desapariciones, crisis económicas, represiones,
desigualdad, especulaciones financieras, vaciamiento patrimonial, sometimiento cultural.
Estuvimos de rodillas y hoy estamos en el sano proceso de querer volver a
levantarnos.
Hoy, más allá de las diferencias
de proyectos políticos y de los intereses individuales de cada uno de nosotros
como votantes, estamos frente a la posibilidad de usar, con total libertad, la mejor
herramienta a nuestro alcance para sentirnos protagonistas. Está en nuestras
manos el derecho y el deber de conducir nuestra propia historia. Y esto es algo
que no tendríamos que pasar por alto.
La democracia todavía puede ser
perfectible, pero sigue siendo el mejor sistema con el cual podemos proclamar a
nuestros gobernantes, asumiendo el compromiso de luchar por la justicia, la libertad
y la soberanía de nuestro pueblo.
Desde hace algunos años, cada vez
que estamos frente a una elección tan importante vuelvo a acordarme de mi amigo
Lolei. No solamente porque con él hablábamos de política y tratábamos de
entender las causas y las consecuencias del ejercicio de la política en los
actos más básicos de nuestras vidas, sino porque su propia historia estuvo atravesada,
en buena medida, por el hecho político, como mecanismo de supervivencia, de
lucha y de herencia familiar.
A mí me interesaba la parte
familiar. El padre de Lolei fue un apasionado actor de su tiempo. Como militante
y luego como dirigente en varios niveles, abrazó una causa y defendió con todas
sus convicciones. Mal o bien, luchó por lo que pensaba con la mirada puesta en
el prójimo.
Lolei me habló mucho sobre su padre
y su militancia. (Más adelante nos ocuparemos con más amplitud de esa
historia). Sentía un raro orgullo por él, si bien no compartió sus ideas por
completo. La activa participación del padre de Lolei comenzó en Mar del Plata,
hacia comienzos de 1940. Dentro de la Unión Cívica Radical, llegó a ocupar
varias veces una banca en el concejo deliberante, fue la voz cantante de
numerosas discusiones, presidió el partido a nivel local, estableció vínculos
con destacados dirigentes del movimiento, profesó un antiperonismo furioso,
llegó a obtener un lugar en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos
Aires.
Domingo Cavalcanti (padre de Lolei) en un acto realizado en la plaza San Martín de Mar del Plata. (Diario "La Mañana", 10 de mayo de 1958) |
Se consideraba un auténtico defensor de la democracia, aunque supo
aclamar y ovacionar el golpe de Estado de 1955 que derrocó a Perón. No se
guardó ningún elogio para la autoproclamada “Revolución Libertadora” que destituyó
a un presidente elegido por el pueblo para asumir el poder de facto. En criterios
como esos radicaban las diferencias con Lolei. Cuando se es “anti –algo” se es
capaz de defender lo indefendible con tal de no ceder un milímetro a evidentes
postulados de la realidad.
Mi amigo Lolei se decía radical
por herencia paterna, pero a veces pensaba más como peronista por sus propias convicciones.
En esa disyuntiva pasó buena parte de su vida. Cuando su padre debió dejar la
banca de Diputados en 1966, por el golpe de Juan Carlos Onganía, Lolei ya estaba
trabajando en el ministerio de Economía. Luego pasó a la cartera de Educación. Aprendió
a callarse sus ideas por conveniencia. El horno no estaba para bollos y el
silencio significaba no solo salud sino trabajo. Lolei sí creía en la
democracia. Y no le agradaba ver al peronismo proscripto. Si había que vencer
al peronismo, debía ser a través de las urnas, pensaba Lolei. No por eso había
dejado de votar a Arturo Illia en 1962, justamente con el partido Justicialista
sin la posibilidad de participar en la contienda. Pero ya se sabe que las
convicciones, a veces, también tienen sus límites intelectuales.
Diez años después del golpe de
Onganía, que había dejado a su padre en el inicio de su ocaso como dirigente político,
Lolei vio desde adentro cómo el denominado Proceso de Reorganización Nacional encabezado
por Videla y sus secuaces detentaban la presidencia para poner en marcha una
maquinaria de destrucción nunca antes vista. Desde su rutinario puesto de
trabajo en Educación, se arriesgó a reclamar por el regreso de un sistema
democrático y a denostar la presencia en el poder de los dictadores. Se le dio
por alzar la voz en el momento menos indicado. Tuvo que ser aleccionado con un
par de sesiones de masajes corporales: unos golpecitos, algunos días de
encierro, un poco de picana. Se salvó de la muerte o la desaparición, pero las
heridas internas nunca le sanaron. Lo dejaron “libre”: primero sin empleo, luego
sin futuro. No eran días positivos en su vida personal y decidió marcharse. Esperó
desde España.
En 1983 celebró a la distancia el
triunfo de Raúl Alfonsín, un hombre a quien su padre conocía desde sus primeros
pasos en la arena política, allá por mediados de los años 60. Se ilusionó por
su presente y se entusiasmó por el futuro de su país. Se lamentó por no haber
estado aquí para sentir de cerca el fervor popular por un nuevo regreso de la
democracia. Pensó que la luz estaba encendida otra vez y no quería volver a
perderse en la oscuridad. Pero Lolei ya no era el mismo. Él creía que, en ese
momento, era necesario participar. “La democracia se consolida con la
participación de todos nosotros”, me decía que se decía en aquellos días. Participación y compromiso, esas eran palabras necesarias para que la historia no
volviera a repetirse.
Pero cuando había decidido regresar,
su salud ya estaba resentida. No tenía fuerzas y su espíritu había flaqueado
bastante. Sintió que era demasiado tarde. Cuando realmente estaba en
condiciones óptimas de asumir el compromiso de la lucha, las limitaciones
estructurales eran tan grandes que debía optar por cuidar su propia vida antes
que arriesgarse a morir por una causa. Mucha gente murió por defender una causa
justa y Lolei, en silencio, los admiraba, y se lamentaba no haber tenido encendido
el espíritu de defender con el cuerpo lo que le dictaba su alma. Cada uno es un
hombre de su tiempo y él no tuvo las agallas necesarias para enfrentarse a ese
tiempo. Los poderes fácticos subsisten, en gran medida, en base al temor del
pueblo. Eran días de miedo y Lolei lo sintió. Cuando creyó que el miedo a la
lucha había desaparecido, lo que se había engendrado en su interior era otro
miedo, más profundo, más paralizante y más elemental. Su presente y su futuro
eran un enigma. Estaba enfermo y con pocos medios de subsistencia. La
preocupación pasó a ser individual. La causa democrática debe ser colectiva, y
Lolei ya no estaba para responsabilidades comunes. "Para mí, el tiempo de
la lucha colectiva ya pasó”, me dijo.
En parte llevaba razón y en parte
se equivocaba. Lo que se había evaporado era su propio tiempo para la discusión
colectiva, eso era cierto. Él creía que el poder del pueblo se construye desde
la democracia, desde la participación individual con conciencia colectiva. Cuando
quiso ejercer ese deber, no había condiciones de seguridad que se lo
permitieran. No era fácil expresarse sin arriesgar nada. Luego se le hizo
tarde. La democracia se fue rehaciendo a
los tumbos, pero así y todo fue alcanzando una próspera consolidación, con diferencias
y discusiones, con proyectos no del todo convenientes para muchos, con una
mayoría postergada por decisiones mezquinas que favorecían a pocos. Pero seguía
en pie. Para quienes vivieron épocas de terror como él, existían condimentos dignos
de ser celebrados. Lo que sí le preocupaba era una creciente pérdida de interés
por la verdadera participación, esa que debemos ejercer como ciudadanos activos
para querer modificar la realidad. El rol del sujeto democrático debía exceder
el simple acto de poner un sobre con la boleta más conveniente dentro de una
urna y esperar otros dos años para repetir el procedimiento. Había algo que
estaba fallando.
Cuando hablaba de esto con Lolei,
yo era un muchacho de vientipocos años que había sido adolescente durante los 90.
Formaba parte de una generación nacida en los años del miedo, del terror
silenciado, que interpretaba el hecho político como un acto de mera aspiración
personal, en el que los políticos se enriquecían a costa del esfuerzo de la
mayoría. No estaba en nuestra agenda de jóvenes ni el interés por entender
nuestro pasado ni la conformación de un futuro por fuera de lo personal. El
individualismo primaba en nuestras decisiones, de suerte que si me iba bien en
la vida yo era el único artífice de mi éxito, pero si nos iba mal era por culpa
de una clase de dirigentes políticos que tomaban malas decisiones y se robaban
todo lo que debería ser para el pueblo. No existía el entorno ni la coyuntura. Las
cosas sucedían porque sí. Éramos como sujetos inanimados, sin conciencia
social, sin más esperanza que la de salvarse uno mismo a cualquier precio.
Votábamos porque una ley así nos lo exigía; del resto se encargarían los políticos.
Nosotros estábamos para llenar nuestras modestas vidas de acuerdo a las
directrices de una autosatisfacción regida por las leyes del mercado de
consumo. Si alguien tenía el tupé de tratar de inquietarnos con una propuesta
medianamente ligada a “lo político”, huíamos despavoridos a refugiarnos bajo
las faldas de la moral y las buenas costumbres mal aprendidas del ciudadano de
bien que no se mete en cuestiones oscuras. Nosotros éramos buenos y los
políticos eran malos. Y si el país se iba a la mierda por malas decisiones de
los políticos, nosotros nos quedábamos cruzados de brazos, esperando un milagro
que llegara desde el puto cielo para revertir la cagada. “No fuimos nosotros,
fueron ellos”, decíamos señalando con el dedo acusador a los “verdaderos”
responsables, como si con eso nos bastara para exculparnos. Éramos la herencia
viviente de gobernantes nefastos, y nada podíamos hacer para modificar esa
realidad.
Lolei no entendía esa parte del
pasado reciente de jóvenes como yo, mayormente desinteresados en la
construcción de una realidad colectiva y, además, educados con todas las
limitaciones posibles sobre el conocimiento de nuestra historia. No podía
entender la resignación, la falta de esperanza de nosotros los jóvenes. “Yo –me
decía- soy quien debo estar resignado. No tengo tiempo de pensar más que en mí
mismo porque tampoco tendré tiempo de vivir otro cambio. Lo mío es apenas
sobrevivir. Pero vos que sos joven, si no podés soñar con cambiar esta mierda, realmente
vos y este país van a estar perdidos en serio”.
Pese al consejo, la resignación
era un estandarte que mi amigo Lolei mantenía elevado a cada momento de
nuestros días de convivencia. Era contradictorio pero razonable a la vez. Yo no
comprendía todavía que gran parte de esa claudicación tenía una derivación directa
con el entorno político que nos rodeaba.
Ahora recuerdo un par de
situaciones. A poco tiempo de
conocernos, a mediados del año 2000, se suicidó el Dr. René Favoloro. Un tiro
en el corazón se rajó ese hombre que se hizo grande por curarlos. Tomó una
decisión extrema que horrorizó y sorprendió a todos, y dejó en evidencia cómo una
sociedad corrupta, manejada y dirigida por dirigentes y hombres corruptos,
podía conducir a las peores consecuencias. “Quizá el pecado capital que he
cometido, aquí en mi país, fue expresar siempre en voz alta mis sentimientos,
mis críticas, insisto, en esta sociedad del privilegio, donde unos pocos gozan
hasta el hartazgo, mientras la mayoría vive en la miseria y la desesperación.
Todo esto no se perdona, por el contrario se castiga…”, escribió el cirujano en
su carta de despedida.
Ese hecho conmovió mucho a mi
amigo Lolei. Entendió que la esperanza dejaba
de ser un valor elevado. Poco podía esperarse de un país regido por un puñado
de privilegiados adormeciendo a todo un pueblo y postergándolo al indecoroso
rol de mirón en una fiesta privada, exclusiva. Habían pasado casi veinte años
desde la vuelta de la democracia pero el pueblo seguía sin despertar. Y lo que
es peor, según palabras de mi amigo que recuerdo con una nitidez
extraordinaria, “nos están cogiendo sin forro y sin vaselina, y pareciera que
eso nos gustara”. Si el pueblo no se ponía en movimiento, esta vez sí estaríamos
perdidos.
La otra situación tiene que ver directamente
con Lolei.
Desde el día en que lo conocí y
durante los siguientes tres años que vivió, Lolei estuvo esperando el beneficio
jubilatorio al cual tenía derecho por haber trabajado toda su vida. El único
problema era que sólo podía justificar veintitrés de los treinta años que
obligaban la ley para obtener su jubilación. No importaba que hubiese tenido
que exiliarse durante seis años por razones políticas, luego de ser echado de
su puesto, y no haber sido reincorporado a ningún trabajo cuando regresó. Tampoco
bastaron la infinidad de legajos presentados ante el Instituto de Previsión
Social ni mis pedidos de auxilio ante toda clase de autoridades para tratar de
que ese hombre de sesenta y cinco años, en estado de indigencia, sin ningún
tipo de ingreso, pudiera tener una ínfima retribución que le permitiera pasar el
resto de sus días dignamente. Sencillamente, no llegaba a los treinta años de
aporte y punto; con eso bastaba para que le sea negado el derecho como
trabajador a tener una jubilación decente.
Lolei murió sin haber recibido
siquiera una miserable pensión.
Extractos de la carta enviada por Lolei en noviembre de 1996 al Instituto Provincial de Jubilaciones y Pensiones, solicitando un beneficio jubilatorio que nunca recibió. |
Con el paso de los años comprendí
que esa injusticia tenía un claro trasfondo ligado directamente a cuestiones políticas.
Me pregunté cuántas personas como él sufrieron el mismo rechazo y tuvieron que
conformarse con terminar en medio de tamaña ignominia, a cuántos argentinos
como Lolei les fue negado ese derecho elemental. Entendí que la exclusión es
una decisión política. Que los representantes elegidos por el pueblo tomaron determinadas
medidas para beneficiar a unos y dejar afuera a otros. Que la reparación de
derechos corre por cuenta de los gobernantes, es cierto, pero no sería del todo
posible si el pueblo se mantiene dormido, en la cómoda quietud de dejar que la dirigencia
actúe en detrimento de las mayorías. Y que el hecho político no debe ceñirse al
mero acto de la votación. Si queremos cambiar la realidad que nos rodea, es
nuestro deber dejar de ser sujetos pasivos para transformarnos en animadores
del cambio.
No puedo evitar imaginar qué
hubiese sido de Lolei si la dirigencia de aquellos años hubiera tenido la
voluntad política de restituir derechos elementales, como se hizo años más
tarde, aunque todavía muchos se quejen de ese tipo de actos de justicia y vilmente
los menosprecien. El cambio de época me hizo entender a qué se refería mi amigo
Lolei cuando me decía que, pese a su momento de resignación, no hay que abandonar
ninguna lucha, porque las transformaciones siempre son posibles.
Les guste o no les guste a muchos,
esas grandes transformaciones vienen acompañadas de una mirada inclusiva, en
dar oportunidades donde otros las niegan. Y, les guste o no les guste a muchos,
entre ellos a quienes pensaron y siguen pensando como el padre de Lolei, las grandes
transformaciones siempre llegaron cuando la democracia nos dio gobernantes que,
con aciertos y errores, pensaron en las mayorías.
Hoy la democracia nos da ese tipo
de posibilidades y dejarlas pasar es una condena a nosotros mismos como pueblo. Las grandes esperanzas no se
construyen en soledad. La democracia se defiende con participación. Y la
política hoy es la mejor herramienta para expresarnos y sentirnos parte de un
proceso de integración, que promueve las oportunidades individuales y los
valores colectivos.
Creo que a todos nos mueve una
consigna, y es que podemos ser mejores como personas y como sociedad. Que el
bien común lo hacemos entre todos. Podemos y debemos exigir una mejor calidad
de gobernantes. Debemos acompañarlos con el voto y luego no abandonarnos,
porque la libertad de elegir no nos exime de nuestras responsabilidades como
ciudadanos. En las ganas de mejorar y en ser protagonistas está la clave. Celebremos
que hoy podemos serlo.
Creo que Lolei hubiese estado
feliz de vivir en un país como el que tenemos hoy.
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