jueves, 25 de octubre de 2018

Memorias de un irreductible



Las palabras que reproducimos aquí fueron pronunciadas por el autor en el homenaje realizado al escritor, docente y filósofo Juan Carlos Llauradó, el 14 de septiembre de 2017 en la Escuela "Nicolás Avellaneda", de Rojas (Buenos Aires), en el marco de la 5° Feria del Libro. 
Además, este texto forma parte de la antología poética "Literales ausencias", publicado este año por Nido de Vacas ediciones y Filoso-Qué?.

"Memorias de un irreductible" es el primero de los tres apéndices que acompañan el libro, cuyos textos restantes iremos compartiendo en próximas entradas.


Alejandro Elcoro, Juan Carlos Llauradó y Ezequiel Evangelista durante el
segundo encuentro de Filoso-Qué?, realizado el 14 de mayo de 2016 en el
centro cultural "Ernesto Sabato" de Rojas (B). En esa ocasión, la charla titulada
"Una arquitectura nómada" estuvo a cargo del profesor Diego Singer


Por Alejandro Elcoro (*)

Mi relación con Juan Carlos Llauradó no fue muy transitada en el tiempo, pero sí fue, desde el punto de vista intelectual, siempre de una gran intensidad y una gran altura, sobre todo gracias a él.
Recuerdo perfectamente cómo nos conocimos. Apareció en la Biblioteca, una noche en que estábamos en el taller de lectura. En esa época hacíamos el suplemento cultural Tiempo Perdido, y estábamos trabajando en no sé qué autor y se me ocurrió decirle:
-Qué bueno, podrás ayudarnos en una traducción del inglés.
Y Juan Carlos me contestó:
-No sé inglés, pero se me da muy bien el latín.
Así que desde un primer momento supe que mi relación con él iba a ser difícil.
De vez en cuando nos encontrábamos, y hablábamos del espacio y el tiempo, de Dios, del big bang, esas cosas. Su especialidad era la epistemología, el fundamento filosófico de la ciencia, y solíamos preguntarnos cómo puede ser que veamos algo que no existe. Nos asombrábamos juntos al ver una estrella que se ha extinguido hace miles de años y cuya luz nos sigue llegando todavía. Nos preguntábamos cómo se puede pensar en no pensar, cómo puede decirse no digas nada. Pues nos perdíamos alegremente en estas trampas del pensamiento y paradojas de las palabras, y celebrábamos volvernos a encontrar.
Casi siempre Juan Carlos terminaba saltando a un cuento sufí, a un koan, al sonido de una sola mano, a las paradojas del Mulá Nasrudín, o a la respuesta: “el ciprés en patio”. Quiero decir, a vías de iluminación que se sitúan más allá de las categorías y la oposición del pensamiento racional. 
A mi ver, el pensamiento de Juan Carlos llegaba recurrentemente a un estado superior del espíritu y a ejercicios para la mente que el discípulo debe resolver sin utilizar la razón, y que apuntan a su despertar. Así era al menos conmigo, no sé con los demás.
Acaso la amistad sea esto: no tanto la suma de dos personas, como el diálogo que se establece entre ellas.
Entre tantos libros magníficos que le debo a Juan Carlos está El mundo del silencio, de Max Picard, un filósofo francés, existencialista y católico. Desde luego es imposible hablar del silencio, de algo que es esencial en la música, en la poesía, en la meditación, en toda la vida también. ¿Pero cómo hablar del silencio? A mí eso me suena absurdo. John Cage compuso una obra para piano que consiste en sentarse frente al instrumento y permanecer en silencio durante un lapso dado. Pareciera que el silencio nos resulta insoportable, pero no puedo hablar del silencio. Discutimos mucho estas cosas con Juan Carlos, y particularmente se lo he repetido ante la profusión incesante de su producción.
Otro autor insoslayable que le debo es Anthony de Mello, un jesuita de origen indio, que con una gracia tan libre como irreverente habla de los asuntos más serios y profundos. El primer libro que leí de él se titula La oración de la rana. Recuerdo la anécdota de un monje que se pasea por el jardín de su monasterio y se detiene a escuchar el canto de un pájaro, y se queda embelesado, porque nunca lo había escuchado verdaderamente. Cuando vuelve al monasterio, él era un extraño para los demás monjes, hasta que descubren que había tardado siglos en regresar, porque como su escucha había sido total, el tiempo se había detenido y había entrado en la eternidad. También, la de un anciano que se pasaba horas en silencio, inmóvil en la iglesia, hasta que un sacerdote le pregunta qué le decía Dios. El hombre le contesta que Dios no habla, sólo escucha. Entonces el sacerdote le pregunta:
-Bien... ¿y de qué le habla usted a Dios?
Y el hombre contesta:
-Yo tampoco hablo. Sólo escucho.
Estas historias le gustaban a él, y a mí me gusta evocarlas ahora, como un tributo a su memoria. Después, he leído otros libros de Anthony de Mello, pero ésa fue una puerta que me abrió Juan Carlos.
Como a tantas personas, a mí me parecía que yo era más inteligente cuando hablaba con alguien de su exigencia intelectual. Me acuerdo que dio un curso o un taller sobre Hobbes en el Centro Cultural. No sé por qué habrá elegido a ese autor, pero a mí me gustó asistir a sus charlas.
Una noche, al salir, hablamos de estas cosas, y Juan Carlos me dijo que pensaba dar un curso sobre los koan y los sufís y todo ese pensamiento que va más allá del pensamiento racional, y yo deseé que lo hiciera y poder seguir su taller, pero supongo que no lo hizo nunca o al menos nunca me enteré.
También intercambiábamos discos de Mozart y de Bach. Íbamos hablando del protestante Bach y del católico Mozart cuando acompañamos los restos del Topo Salgado (*) a su rincón final. Entiendo perfectamente que Llauradó estuviera enojado con Dios, pero ese enojo tan empecinado sólo podía parecerse al de un hijo con un padre que lo ha defraudado, no con un padre que se cree que no existe. 
En un tiempo, Juan Carlos me mandaba por correo electrónico uno, dos o tres poemas por día, que yo le contestaba siempre con una devolución. Principalmente, mi análisis era que en sus versos él ponía el énfasis más en el contenido de las ideas que en la belleza formal de las palabras, que eran textos más filosóficos que poéticos. Y luego, ante el caudal de su producción, le preguntaba hasta dónde creía que iba a llegar: porque terminaría repitiéndose o le quedaría como única salida el silencio. Tengo todos esos poemas en la memoria de la computadora, e imprimí uno de ellos, porque me lo había dedicado; pero más fina y conmovedora que el poema es la dedicatoria, que dice: “Para vos Alex a propósito de aquellas preguntas que me formulaste mientras caminábamos por ahí, y nuestras almas nos seguían de cerca”.
Luego, en un encuentro de escritores o algo así, le leí en público un escrito, que no es tanto un poema como una respuesta a su huella intelectual, que titulé Insondable misterio y que está dedicado a él.
En una oportunidad, no sé ya a cuento de qué, le dije:
-Es que no es fácil ser amigo tuyo.
Y él me contestó:
-Tranquilo, Ale, que ser amigo tuyo tampoco es fácil.

Para terminar, diré algo sobre la generosidad y la honestidad intelectual de Juan Carlos.
Hace unos años, yo estaba traduciendo los poemas de Ossián, de Macpherson, de lo cual habré hablado con él, porque un día me lo crucé en la calle y me dio unas fotocopias de regalo. Era una charla que había dado Borges sobre Macpherson en la universidad, y que un alumno se había ocupado de desgrabar y publicar; y yo, que en ese momento creía que sabía todo lo que podía saberse sobre ese tema, descubrí con alegría algo perdido, interesante, desconocido.
Lo otro fue la visita a Rojas de Pablo Burundarena, invitado por la Biblioteca, que vino a hablar sobre Nietzsche. El currículum de Pablo hablaba de colegios católicos, de la Universidad del Salvador, y de ambientes así, de modo que nos hicimos una idea de cómo sería su pensamiento sobre el autor del Zarathustra. Pues al final de la charla, Juan Carlos pidió la palabra y dijo que se había formado un preconcepto sobre el pensamiento de Burundarena, y que reconocía que había sido un preconcepto equivocado, a juzgar por la charla que dio. 
Varias veces a solas, y una vez con Ezequiel (Evangelista) y Liliana (Barzaghi), traté de encontrar el adjetivo justo para definirlo a Juan Carlos. Pensamos en iconoclasta, transgresor, solitario, incorrecto, anarquista, irreverente, inconformista, irreconciliable; hasta que finalmente, puesto a elegir y decidir, me quedé con el adjetivo irreductible, por motivos que espero hayan sido científicamente demostrados.


(*) Alejandro Elcoro es escritor, traductor y actual Director de Cultura de la Municipalidad de Rojas. Entre sus principales publicaciones se destacan el libro de cuentos “El edificio de las Palabras” (Corregidor, 1992) y la traducción de “Los Cantares de Ossián”, de James Macpherson (Ayesha Literatura, 2010). Fue uno de los fundadores y sostenedores del grupo de lectura de la Biblioteca Municipal, que tuviera como expresión editorial el periódico cultural Tiempo Perdido. Amigo del poeta, tuvo a su cargo la presentación de “Dones Simbólicos”, único libro editado por Llauradó, en el año 2009.




(**) Leonardo Salgado (“Topo”) fue un artista popular, integrante del grupo de lectura de la Bilbioteca Municipal de Rojas, fallecido en 1998, a los 29 años de edad.

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