Las palabras que reproducimos aquí fueron pronunciadas por el autor en el homenaje realizado al escritor, docente y filósofo Juan Carlos Llauradó, el 14 de septiembre de 2017 en la Escuela "Nicolás Avellaneda", de Rojas (Buenos Aires), en el marco de la 5° Feria del Libro.
Además, este texto forma parte de la antología poética "Literales ausencias", publicado este año por Nido de Vacas ediciones y Filoso-Qué?.
"Memorias de un irreductible" es el primero de los tres apéndices que acompañan el libro, cuyos textos restantes iremos compartiendo en próximas entradas.
Por Alejandro Elcoro (*)
Mi
relación con Juan Carlos Llauradó no fue muy transitada en el tiempo, pero sí
fue, desde el punto de vista intelectual, siempre de una gran intensidad y una
gran altura, sobre todo gracias a él.
Recuerdo
perfectamente cómo nos conocimos. Apareció en la Biblioteca, una noche en que
estábamos en el taller de lectura. En esa época hacíamos el suplemento
cultural Tiempo Perdido, y estábamos trabajando en no sé qué autor
y se me ocurrió decirle:
-Qué bueno, podrás
ayudarnos en una traducción del inglés.
Y Juan Carlos me
contestó:
-No sé inglés,
pero se me da muy bien el latín.
Así que desde un
primer momento supe que mi relación con él iba a ser difícil.
De vez en cuando
nos encontrábamos, y hablábamos del espacio y el tiempo, de Dios, del big bang,
esas cosas. Su especialidad era la epistemología, el fundamento filosófico de
la ciencia, y solíamos preguntarnos cómo puede ser que veamos algo que no
existe. Nos asombrábamos juntos al ver una estrella que se ha extinguido hace
miles de años y cuya luz nos sigue llegando todavía. Nos preguntábamos cómo se
puede pensar en no pensar, cómo puede decirse no digas nada. Pues nos perdíamos
alegremente en estas trampas del pensamiento y paradojas de las palabras, y
celebrábamos volvernos a encontrar.
Casi siempre
Juan Carlos terminaba saltando a un cuento sufí, a un koan, al sonido de una
sola mano, a las paradojas del Mulá Nasrudín, o a la respuesta: “el ciprés en
patio”. Quiero decir, a vías de iluminación que se sitúan más allá de las
categorías y la oposición del pensamiento racional.
A mi ver, el
pensamiento de Juan Carlos llegaba recurrentemente a un estado superior del espíritu
y a ejercicios para la mente que el discípulo debe resolver sin
utilizar la razón, y que apuntan a su despertar. Así era al menos conmigo,
no sé con los demás.
Acaso la amistad
sea esto: no tanto la suma de dos personas, como el diálogo que se establece
entre ellas.
Entre tantos
libros magníficos que le debo a Juan Carlos está El mundo del silencio,
de Max Picard, un filósofo francés, existencialista y católico. Desde luego es
imposible hablar del silencio, de algo que es esencial en la música, en la poesía,
en la meditación, en toda la vida también. ¿Pero cómo hablar del silencio? A mí
eso me suena absurdo. John Cage compuso una obra para piano que consiste en
sentarse frente al instrumento y permanecer en silencio durante un lapso dado.
Pareciera que el silencio nos resulta insoportable, pero no puedo hablar del
silencio. Discutimos mucho estas cosas con Juan Carlos, y particularmente se lo
he repetido ante la profusión incesante de su producción.
Otro autor
insoslayable que le debo es Anthony de Mello, un jesuita de origen indio,
que con una gracia tan libre como irreverente habla de los asuntos más serios y
profundos. El primer libro que leí de él se titula La oración de la
rana. Recuerdo la anécdota de un monje que se pasea por el jardín de su
monasterio y se detiene a escuchar el canto de un pájaro, y se queda
embelesado, porque nunca lo había escuchado verdaderamente. Cuando vuelve al
monasterio, él era un extraño para los demás monjes, hasta que descubren que había
tardado siglos en regresar, porque como su escucha había sido total, el tiempo
se había detenido y había entrado en la eternidad. También, la de un anciano
que se pasaba horas en silencio, inmóvil en la iglesia, hasta que un sacerdote
le pregunta qué le decía Dios. El hombre le contesta que Dios no habla, sólo
escucha. Entonces el sacerdote le pregunta:
-Bien... ¿y de
qué le habla usted a Dios?
Y el hombre
contesta:
-Yo tampoco
hablo. Sólo escucho.
Estas historias
le gustaban a él, y a mí me gusta evocarlas ahora, como un tributo a su
memoria. Después, he leído otros libros de Anthony de Mello, pero ésa fue una
puerta que me abrió Juan Carlos.
Como a tantas
personas, a mí me parecía que yo era más inteligente cuando hablaba con alguien
de su exigencia intelectual. Me acuerdo que dio un curso o un taller sobre
Hobbes en el Centro Cultural. No sé por qué habrá elegido a ese autor, pero a mí
me gustó asistir a sus charlas.
Una noche, al
salir, hablamos de estas cosas, y Juan Carlos me dijo que pensaba dar un curso
sobre los koan y los sufís y todo ese pensamiento que va más allá del
pensamiento racional, y yo deseé que lo hiciera y poder seguir su taller, pero
supongo que no lo hizo nunca o al menos nunca me enteré.
También
intercambiábamos discos de Mozart y de Bach. Íbamos hablando del protestante
Bach y del católico Mozart cuando acompañamos los restos del Topo Salgado (*) a su rincón final. Entiendo perfectamente que Llauradó estuviera enojado con
Dios, pero ese enojo tan empecinado sólo podía parecerse al de un hijo con un
padre que lo ha defraudado, no con un padre que se cree que no existe.
En un tiempo,
Juan Carlos me mandaba por correo electrónico uno, dos o tres poemas por día,
que yo le contestaba siempre con una devolución. Principalmente, mi análisis
era que en sus versos él ponía el énfasis más en el contenido de las ideas que
en la belleza formal de las palabras, que eran textos más filosóficos que poéticos.
Y luego, ante el caudal de su producción, le preguntaba hasta dónde creía que
iba a llegar: porque terminaría repitiéndose o le quedaría como única salida el
silencio. Tengo todos esos poemas en la memoria de la computadora, e imprimí
uno de ellos, porque me lo había dedicado; pero más fina y conmovedora que el
poema es la dedicatoria, que dice: “Para vos Alex a propósito de aquellas
preguntas que me formulaste mientras caminábamos por ahí, y nuestras almas nos
seguían de cerca”.
Luego, en un
encuentro de escritores o algo así, le leí en público un escrito, que no es
tanto un poema como una respuesta a su huella intelectual, que titulé Insondable
misterio y que está dedicado a él.
En una
oportunidad, no sé ya a cuento de qué, le dije:
-Es que no es fácil
ser amigo tuyo.
Y él me contestó:
-Tranquilo, Ale,
que ser amigo tuyo tampoco es fácil.
Para terminar,
diré algo sobre la generosidad y la honestidad intelectual de Juan Carlos.
Hace unos años,
yo estaba traduciendo los poemas de Ossián, de Macpherson, de lo cual habré
hablado con él, porque un día me lo crucé en la calle y me dio unas fotocopias
de regalo. Era una charla que había dado Borges sobre Macpherson en la
universidad, y que un alumno se había ocupado de desgrabar y publicar; y yo,
que en ese momento creía que sabía todo lo que podía saberse sobre ese tema,
descubrí con alegría algo perdido, interesante, desconocido.
Lo otro fue la
visita a Rojas de Pablo Burundarena, invitado por la Biblioteca, que vino a
hablar sobre Nietzsche. El currículum de Pablo hablaba de colegios católicos,
de la Universidad del Salvador, y de ambientes así, de modo que nos hicimos una
idea de cómo sería su pensamiento sobre el autor del Zarathustra.
Pues al final de la charla, Juan Carlos pidió la palabra y dijo que se había
formado un preconcepto sobre el pensamiento de Burundarena, y que reconocía que
había sido un preconcepto equivocado, a juzgar por la charla que dio.
Varias veces a
solas, y una vez con Ezequiel (Evangelista) y Liliana (Barzaghi), traté de
encontrar el adjetivo justo para definirlo a Juan Carlos. Pensamos en iconoclasta,
transgresor, solitario, incorrecto, anarquista, irreverente,
inconformista, irreconciliable; hasta que finalmente, puesto a
elegir y decidir, me quedé con el adjetivo irreductible, por
motivos que espero hayan sido científicamente demostrados.
(*) Alejandro Elcoro
es escritor, traductor y actual Director de Cultura de la Municipalidad de
Rojas. Entre sus principales publicaciones se destacan el libro de cuentos “El
edificio de las Palabras” (Corregidor, 1992) y la traducción de “Los
Cantares de Ossián”, de James Macpherson (Ayesha Literatura, 2010). Fue uno
de los fundadores y sostenedores del grupo de lectura de la Biblioteca
Municipal, que tuviera como expresión editorial el periódico cultural Tiempo
Perdido. Amigo del poeta, tuvo a su cargo la presentación de “Dones Simbólicos”,
único libro editado por Llauradó, en el año 2009.
(**) Leonardo Salgado (“Topo”) fue un artista popular, integrante del grupo de lectura de la Bilbioteca Municipal de Rojas, fallecido en 1998, a los 29 años de edad.
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