miércoles, 17 de octubre de 2018

Acerca de Juan. Carta de Agustín Llauradó recordando a su padre




En la presentación del libro "Literales ausencias" en Rojas, leímos de una carta que Agustín Llauradó, hijo de Juan Carlos, escribió especialmente para compartir esa noche con la gente de Rojas.

Una constante que atraviesa toda la obra reunida en el libro, y que mencionamos en nuestras exposiciones (tanto en las presentaciones de Rojas como de Salto), fue intentar trazar una semblanza sobre quién fue este autor. 

En su momento lo dijimos de así:

"Fue en ese largo y gratificante proceso de trabajo en el que buceábamos a tientas a través de sus palabras que no dejaba de resonar ese verso de Walt Whitman, que sintetiza una idea que nos resultó reveladora y amigable: “Esto no es un libro; el que lo toca, toca un hombre”.

También dijimos que una de las falencias encontradas en nuestra obra fue que no supimos plasmar categóricamente ciertos aspectos de su vida que merecían ser contadas, porque formaban parte de su visión de la existencia y que luego se trasladaban a su poesía.

Además de los valiosos aportes que se pueden leer en "Literales ausencias", como los comentarios de Ezequiel Evangelista, de Alejandro Elcoro y de Amir Abdala, un intento más para complementar esos fragmentos dispersos de una vida pueden encontrarse en esa carta que escribió su hijo Agustín. Fue un momento cargado de sensaciones fuertes y de honda emotividad, porque allí cuenta aspectos íntimos de su relación con su padre y sucesos poco conocidos sobre sus últimos días de vida.

Sin más, transcribimos textualmente esas palabras, un testimonio que fue de inmenso valor para quienes disfrutamos la presentación de nuestro libro en homenaje a ese "hombre" complejo que fue Juan Carlos Llauradó:




Acerca de Juan



Estimadísimos: Quiero, en primer lugar, agradecerles a todos los que estén allí en este momento, haciendo así posible que la presentación de este libro se haga realidad. Es lo que Juan hubiera querido, y algo que valoraría muchísimo (Y, quién sabe, quizás lo hace). En segundo lugar, me disculpo (aunque sin culpa) por no poder estar compartiéndolo con ustedes, pero bien sabrán, o imaginarán, que no es para nada sencillo para mí volver por los pagos rojenses, a los que sólo voy cuando algún tramiterío o cualquiera de esas cuestiones del mundo burocrático lo requieren. 

Ahora, a lo que nos concierne: Juan; su tiempo, sus formas, sus fortalezas y debilidades. Pretendiendo mantenerme lo más conciso posible, quisiera recalcar lo que Ezequiel ya dijo en sus propias palabras: Juan era (como todos nosotros, en definitiva, pero muchísimo más que varios de nosotros), una carta con dos caras. Me considero, habiendo vivido con él, y (digámoslo) habiendo sido y aún siendo su hijo, una de las personas que más cuenta puede dar sobre este doble faz entre sus manifestaciones públicas y su ser privado. 

Ante todo, la verdad: Juan no era una mala persona. Es bastante difícil delinear, cuando los actos muchas veces resultan ser, en definitiva, erróneos y provocadores de daño a terceros, definir si la persona que los realiza es o no “mala”, concepto raro, sumamente vago y abstracto, y casi inútil hoy en día. Pero bueno, yendo a lo simple, supongamos que una persona puede calificarse de “mala” cuando sus actos perjuiciosos surgen de su voluntad explícita de hacer el daño (“el mal”, como se le dice), y, más aún, por el placer que esto le provocaría. Así, lo reitero: la pura verdad es que Juan carecía de esta voluntad. Su intención nunca era hacer daño, aunque lo haya hecho, a terceros, sino que esto era consecuencia directa del daño que podía inflingirse a sí mismo. Porque si esto es verdad, lo es porque también es verdad que, más allá de idolatrarse (y en bastantes cosas, mucho más de lo que se le podía reconocer como mérito o virtud real), se odiaba profundamente. 

Otra cosa cierta que dijo Ezequiel es que hacía bastante tiempo que Juan había decidido dejar de vivir. Pero no piensen ni por un momento que esta decisión fue tomada tras la muerte de Tomás (el primogénito), o tras la muerte (y sobre todo la vida) de María Paz, tras el divorcio, o lo que fuese que ocurrió en esos años lúgubres. Mi viejo nunca supo qué hacer con sí mismo: desde mucho antes de ser el profesor que ustedes conocieran, o el padre que yo conocí, en todas sus versiones. Y es esa misma incertidumbre la que lo llevaba a no saber qué hacer, tampoco, con los otros, o con sus otros particularmente. 

Es por esto que yo, personalmente, nunca pude hacer más, en calidad de hijo, que resignarme a los modos de mi viejo, más allá de si perdonárselos o no, cosa que por suerte he llegado a lograr, al menos en una amplia parte de los aspectos y situaciones anecdóticas que dan vueltas en la historia que compartimos, pero en definitiva, a no culparlo, aunque sí responsabilizarlo, pero a no odiarlo por ello, porque ya para odio le alcanzaba y sobraba consigo mismo. Yo vi repetidas veces cómo esa persona era, en esos momentos, períodos, mesetas, puro impulso, carente de toda la lógica que, en las otras circunstancias, erigía toda su persona. 

Me gustaría compartirles algo que probablemente ninguno de ustedes sepa: el 30 de diciembre de 2016, dos semanas antes de su muerte, fui a Rojas en con motivo de mi cumpleaños (ese día) en parte por el impulso de estar ese día con algunas de mis amistades más cercanas, que residen en acá en la Capital pero que esas semanas estaban allá para pasar las fiestas con sus familias, y también en parte por estar preocupado por Juan, sabiendo que esa época del año, que generalmente y por elección propia pasaba en soledad, lo ponía en sus peores estados. Al llegar a la casa de Santa Teresa, me doy cuenta de que había olvidado las llaves del lugar, y toco la puerta varias veces hasta que se abre. 

Lo que pasó entonces constituye una imagen que todavía hoy en día aparece esporádica y casi aleatoriamente en mi mente, no sin su correspondiente peso: Juan abriendo la puerta, mirando con ojos perdidos, amarillentos y de párpados caídos, hacia el portón de afuera, sin darse cuenta por unos largos momentos que yo estaba parado frente a él. Cuando bajó la vista, sonrió al verme: una sonrisa infantil, similar a la de un hijo cuando ve que uno de sus padres ha regresado, y eso le asegura nuevamente cariño, compañía, dirección, presencia. Lo saludo antes de entrar, intentando que no se moviera demasiado para que no tambaleara, dado su fuerte estado de embriaguez, dejo mi equipaje, y me siento con él a la mesa. En silencio, vuelve a dirigirme esa sonrisa, esta segunda vez con un dejo más acentuado de paz, de tranquilidad, un tácito “Ahora que estás acá, todo está bien”. Lo siguiente que sucede es que, intentando ir al baño tras el largo viaje, observo más detenidamente y me doy cuenta del estado de la casa. 

No voy a entrar en detalles sobre esto, porque es todo demasiado escatológico; basta con que sepan que ni pude ir al baño, ni pude, como era mi intención, quedarme esos días en la quinta de Santa Teresa. Ni siquiera pude quedarme demasiado tiempo ese día. Llamé a una amiga que vive cerca, le pedí quedarme con ella; le dije a Juan que iba a pasear durante el día, y a la noche volví a buscar mi equipaje, inventándole alguna excusa que no viene al caso sobre por qué tenía que quedarme a dormir en otro lugar. Honestamente, estaba asustado. 

Como algunos sabrán, estudio Psicología, estando recién en la justa mitad de la carrera, y sin experiencia alguna en el campo del tratamiento y el contacto con enfermos, pero hay algo que puedo afirmar sin lugar a dudas, y es que eso que (no) me miró ese día, no era mi viejo, ni una persona ni nada parecido. Eran los restos de una persona tras largo tiempo de haber estado reprimiendo, y cada tanto dejando salir, la explosión de la locura. Pasé el día de mi cumpleaños en shock, aunque tranquilo, con amistades: en fin, contenido. 

Al día siguiente, a la tarde, me dirigí hacia la quinta en el calor abrumador del pleno verano en Rojas, para hablar, esta vez seriamente, con Juan. Queriendo ser lo más directo posible, empecé por preguntarle si se daba cuenta de las condiciones en las que estaba viviendo. Respondió que sí, sin ningún preámbulo. Pregunté si le parecía digno, “bien”, vivir así. Soltó un llano “no”. Siguieron un par de preguntas que no vienen al caso, y que, si soy honesto, afortunadamente ya no recuerdo, pero lo importante, y a lo que apuntaba al contarles esto, es la última de esas preguntas. “Entre vivir y esperar morir, ¿qué elegís?”. “Esperar morir” fue la respuesta, mientras asentía con severidad. Ahí tienen la prueba: mi viejo no desconocía sus circunstancias; no era, como se dice “hasta cierto punto”, presa de un delirio que lo llevara a actuar inconscientemente sin saber de las consecuencias de sus acciones. 
Más que elegir la muerte, Juan eligió no estar del lado de la vida. A sabiendas, implicado en ello. 

Me gustaría aclarar, por último, que este episodio no fue (para él) un punto de quiebre ni nada de ese estilo: el proceso que culminó en ese punto, e inmediatamente después en su muerte, venía dándose, como ya dije, desde hace muchísimo tiempo, con un deterioro progresivo, lento, una agonía en la cual, quién sabe bien por qué, Juan decidió pasar sus últimos años. Para mí, sin embargo, sí lo fue: desde siempre (incluso desde niño) intenté que mi viejo saliera de esa nebulosa, de la ginebra o el vino, del tabaco, de las largas noches de Sabina y delirios místicos, de los libros esotéricos y de religión, de las películas de fantasía que de algún modo lo ayudaban a escaparse de sí mismo y su realidad; en definitiva, de sí mismo, para que viera que por fuera de él, había un mundo que, en sí, no tenía problema alguno en recibirlo con brazos abiertos. 
Innumerables fueron los intentos, especialmente mientras compartí vivienda con él. Cuando me mudé aquí a la Capital, decidí, o más que decidir me percaté, de que lo único que me quedaba por hacer era intentar vivir una vida que fuera mía, plena, feliz, una vida propia del lado de la vida. Mis posibilidades, dada la distancia, de ayudarlo en esto, sabiendo cada vez más con cada día pasado, que no servía demasiado, se vieron reducidas, y así lo intenté durante tres años. A fin de cuentas, la confirmación verbal de que quería morir fue todo lo que me hizo falta para rendirme, para no seguir intentando, para resignarme a la verdad de que mi viejo, hiciera yo lo que hiciese, moriría dentro de poco tiempo. Intenté en las semanas posteriores a esa conversación (los primeros días de enero) conseguir a alguien que fuera a ayudarlo con la limpieza de la casa, alguien que le cocinara, y que pasara un par de horas al día con él para aliviar un poco su situación. 

Un día simplemente me desperté por un llamado de alguien que decía que lo habían encontrado muerto, y que lo había estado por días. Ustedes no tienen idea de lo que fue para mí no ese momento, porque al primer momento siempre está el shock, sino todos los meses que le sucedieron. Pero reconozco que una de las primeras cosas que sentí fue un gran alivio: por mí, por supuesto, pero sobre todo por él. 

Recuerdo que en su entierro le tiré a su ataúd un dibujo que había hecho de él un par de días después de esa visita a Rojas, y al cual le inscribí algunas palabras, entre las cuales estaban: “Ya está viejo, dejaste de sufrir”.

De esta manera, habiendo puesto en palabras lo que todos ya saben, y algo de lo que no, quiero agradecerles nuevamente, a los que están allí como a los que no, en sí, al pueblo rojense: una de las cosas más impactantes (esta vez en el buen sentido) de los días posteriores al descubrimiento de su muerte, fue que me llamaran, estando yo todavía en Capital, y me dijesen que todo el pueblo había hecho una movilización, según lo que me comentaron, bastante masiva en su nombre, con una misa incluida, y tantas otras cosas de las que no me habré enterado. 

Hay un motivo por el cual este libro que hoy se presenta está compuesto en su entereza por poesías que Juan le dedicó a diferentes personas de Rojas, y es que cada una de ellas llegó a él de un modo distinto, y más importante, dejó en él una marca única, algo no fácil de lograr. 

Quiero agradecer a todo el pueblo rojense, porque en definitiva sin muchos de ellos la vida de Juan se hubiese acortado muchísimo más de lo que acabó sucediendo: la gente de las escuelas, que en muchas ocasiones estuvo en todo su justo derecho de quitarle su trabajo, y en cambio decidió perdonarle sus formas, para que pudiera seguir intentando; muchos de sus alumnos, con quienes formó varios clubes de lectura y en cuya compañía disfrutó de noches interminables de debate y reflexión, de disfrute por la cultura que quizás en otros ámbitos no conseguía; la gente de la biblioteca y el centro cultural, los primeros que siempre se esforzaron hasta donde podían y a veces más allá para conseguirle los insolitísimos ejemplares que siempre pedía, y los segundos que le dieron el espacio para formar talleres de escritura; a los que en algún u otro momento fueron o se consideraron sus amigos, compañeros, o lo que sea, que lograron que muchas de sus noches no fueran tan solitarias como solían serlo, y tantas otras personas de las que probablemente me esté olvidando (sepan disculpar). 

En fin, sin ustedes mucho de la vida de mi viejo no hubiera sido posible, y por eso les estoy eternamente agradecido. Termino estas palabras en un estado emocional muy curioso, porque mis lágrimas se están mezclando con mi sonrisa, y quizás eso fue lo que le hizo falta darse cuenta a Juan: que en definitiva, muchas cosas que normalmente consideramos extremos, polos de alguna vara o puente imaginario, como la tristeza, y que nos hacen anhelar el otro lado, como la felicidad (si es que de hecho son opuestos y si es que todo es tan sencillo como para reducirlo a uno o varios dualismos como este), no son más que las dos caras de una misma carta.
Los saludo desde lejos, y les digo que intenten, como yo, no perderse en ustedes mismos, y elijan estar del lado de la vida: si hay algo que Juan nos lega como enseñanza, entre muchísimas cosas más, es esto.

Agustín Llauradó
Septiembre de 2018




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