domingo, 28 de octubre de 2018

Lo verde de la hoja, ¿está en la hoja o en el ojo?


Las palabras que reproducimos aquí fueron pronunciadas por el autor en el homenaje realizado al escritor, docente y filósofo Juan Carlos Llauradó, el 14 de septiembre de 2017 en la Escuela "Nicolás Avellaneda", de Rojas (Buenos Aires), en el marco de la 5° Feria del Libro. 
Además, este texto forma parte de la antología poética "Literales ausencias", publicado este año por Nido de Vacas ediciones y FilosoQué?.


"Lo verde de la hoja, ¿está en la hoja o en el ojo?" es uno de los tres apéndices que acompañan el libro, junto a "Memorias de un irreductible", de Alejandro Elcoro, y "El tiempo es sólo una sugerencia", de Amir Abdala. 


Ezequiel Evangelista charla con Juan Carlos Llauradó en la previa de la
primera charla del ciclo FilosoQué?, en la ciudad de Salto (Buenos Aires),
realizada el domingo 10 de abril de 2016.

Por Ezequiel Evangelista (*)

Cuál sería el principio de la historia que nos proponemos contar? o bien ¿dónde comenzar? ¿el juglar que recita poemas en el furgón del Roca? ¿el gaucho que recorre las escuelas de frontera? ¿el winka que se enamora de la hija del werkén? ¿el estudiante echado de la universidad por subversivo? ¿el poeta que llora la muerte de su hija? ¿el filósofo que se pregunta quién soy?
Así comenzaban las pocas páginas que llevábamos escritas de la autobiografía de Juan. “Autobiografía a cuatro manos”, la habíamos subtitulado. Porque desde el año 2010, Juan padecía de Dupuytren, una fibrosis en la fascia palmar. Sus manos estaban entumecidas, y cada vez eran menos las actividades en las que podía desenvolverse de forma independiente. Se había tomado una licencia de su labor como docente, que terminó de robarle sus historias de la semana, su picardía irreverente, sus enamoramientos fugaces, el brillo de sus ojos. Se encerró, dejó de escribir, con el tiempo dejó de leer, y al final, dejó de sufrir.
Tuve la alegría de compartir con él su último año, su difícil último año. Volví a instalarme en Rojas, luego de vivir un largo tiempo en Capital, y visitarlo sólo esporádicamente. Y siempre añoré ese otro tiempo en que nos frecuentábamos: mis días de la escuela secundaria. Conocí a Juan en marzo del 2006, era mi primer año de ese triste proyecto educativo que fue el Polimodal. Entró al aula un hombre de baja estatura, flaco, canoso, barbudo, que llevaba campera de jean, mochila, sombrero tejano y lentes de sol. Se presentó como el profesor de una disciplina extraña.
Un mes después le dije que ya estaba decidido, que cuando terminara la escuela yo quería estudiar filosofía.
Trabamos una gran amistad, que pronto tomó como excusa la creación de un grupo de lectura, al cual bautizamos “Largo camino de hornos apagados”. Junto a varios amigos decidimos reunirnos con Juan todos los viernes, primero en bares, con el tiempo en la casa de uno u otro. Cada quien llevaba algo para leer. Estábamos descubriendo el mundo: libros de anarquismo, ciencia ficción, historia, poesía, entrevistas, filosofía, historietas. Teníamos en el timón a un capitán chiflado. Todos los aires de intelectualidad, no obstante, dejaban de soplar para medianoche, en que se tomaba el teléfono y se pedían inconmensurables sánguches de milanesa a un local céntrico llamado “El Mediterráneo”. Este menú terminó por bautizar al grupo alguna noche en que nos demoramos más de lo debido en debates del todo ponderables y nos quedamos sin ofertas gastronómicas.
Juan fue el culpable de que me enredara en este enorme laberinto que es la filosofía. Y tuve la alegría de volver al pueblo, luego de terminar de cursar la carrera, y poder consultarle qué le parecían las dinámicas y las selecciones de materiales de mis primeras clases. Debo decir que intenté involucrarlo en distintos proyectos, como si pensara que le estaba prestando algún tipo de servicio a la vida. Lo notaba desmotivado, triste, impotente. Uno de esos proyectos fue la autobiografía, otro fue el ciclo de charlas-debate, cuya segunda edición inauguramos con la charla homenaje a su vida y obra, que terminaría de darle forma a este libro.
El ciclo FilosoQué? surge a principios del 2016. Yo tenía ganas de hacer actividades de filosofía para todo público. Me parece muy edificante que la gente se mezcle, comparta y discuta desde las curiosas coordenadas que propone la filosofía, desplazados de las agendas mediáticas o políticas. Pero no me animaba a largarme solo, así que pensé en invitar compañeros y docentes que me habían marcado durante mi carrera. Y lo convoqué a Juan, quien, por supuesto, se entusiasmó mucho cuando le conté la idea. Encaramos el proyecto juntos; planificábamos dónde, cuándo y cómo. Finalmente hicimos en total seis encuentros. De manera que un sábado por mes en distintas instituciones culturales de Rojas y los domingos subsiguientes en un centro cultural de la ciudad de Salto, llevamos a cabo las jornadas llamadas FilosoQué?.
Juan sólo se ausentó al último, por un viaje que tenía programado.
Pero el evento más importante del fin de semana, sin duda era el domingo al mediodía, en que Juan nos recibía en su casa, les cocinaba a los invitados y los sacaba a pasear por su vida y sus reflexiones.
Lucas, uno de los integrantes del colectivo filosófico El Loco Rodríguez, que participó del tercer encuentro del ciclo, me confesó: “Nosotros pensábamos que íbamos a conocer un profesor de filosofía más o menos copado, pero este viejo es un personaje literario”. Esta caracterización de mi amigo terminó definiendo el criterio que regiría la autobiografía a cuatro manos, en la que estábamos embarcados simultáneamente en aquel tiempo.
Yo iba a visitar a Juan con un cuaderno y una lapicera. Él me esperaba con el mate preparado. “No me vas a dejar dormir con esas preguntas”, me decía y se prendía un pucho y otro pucho. La dificultad de mi labor radicaba en que de una semana a la otra, algunas historias variaban delicada o decididamente. Por ejemplo, Rosa se trasformaba con el correr de los días en Ramona, o bien pasaban a ser dos las alumnas del terciario de Virasoro, en Corrientes, con las cuales supuestamente Juan salía a escondidas de los directivos y del pueblo chico, allá por el año ‘89.
El problema que se me fue presentando como biógrafo inexperto era cuál historia registrar. ¿Era aquella primera historia en que su amada se llamaba de una manera? ¿Era aquella segunda en que se llamaba de otro modo? ¿O bien aquella tercera historia en la cual había dos amadas? En términos más generales el problema a considerar era qué papel tenía la verdad en este texto. En términos más filosóficos: ¿qué es la verdad? ¿existe tal cosa como la verdad? o bien, como le gustaba preguntar a Juan: “lo verde de la hoja ¿está en la hoja o en el ojo?”. Además, el problema práctico aparejado, ¿tiene sentido seguir aclarando la historia? Cuando se me presenta un problema, ¿vuelvo a preguntarle? Si repregunto, ¿aclaro u oscurezco?
Lucas lo advirtió muy rápidamente, le bastó un almuerzo: “es un personaje literario”, me dijo. De manera que cuando a mí una historia no me convencía, no tenía más que repreguntar, y entonces a la narración le crecían alas, piernas, le salían ramas de la cabeza. Y entonces yo anotaba obediente, hasta tanto en algún otro almuerzo o mateada la historia fuera todavía mejor, y entonces borrón y cuenta nueva.
Y así veníamos, viento en popa, combatiendo monstruos marinos, sorteando tormentas y remolinos, y fundamentalmente huyendo presurosos de cualquier tierra firme que divisáramos. La vida de Juan había sido en sí misma sumamente particular e interesante, andariega, sentimental, dolorida. Pero a esto se sumaba un condimento fundamental: el lugar desde el cual partía la mirada retrospectiva de Juan. Esto es, desde un pueblo, desde Rojas.
Cuando nos reunimos con Liliana Barzaghi y Alejandro Elcoro para organizar la charla homenaje a Juan, comentábamos que para alguien familiarizado con el uso de las palabras, es un juego un tanto inevitable el colorear un poco más de lo debido tal o cual anécdota, sumarle un detalle, un olor, un sabor.
Cuenta el Tata Cedrón que durante su exilio en París, su amigo Julio Cortázar escribe un cuento sobre su casa y su forma de vida. La mujer del Tata se enojó al leerlo ya impreso, porque según le dijo a Julio: “nos haces quedar como unos roñosos”, a lo cual Cortázar contestó: “Licencias poéticas, Margarita”.
En el caso de Juan, la licencia poética no tenía caducidad, porque un tipo llegado a un pueblo como el nuestro podría inventarse el o los pasados que quisiera. Y esto hay que decirlo: Juan era un maravilloso contador de historias, una especie de Gran Pez de Tim Burton, que para colmo de males sufría la maldición de un José Arcadio Buendía de García Márquez, apurado por etiquetar los objetos para no olvidarse los nombres.
El proyecto de la autobiografía nos tenía a los dos muy entusiasmados, y lamentablemente quedó inconcluso. También quedó inconclusa una promesa que él me hizo. A fines de noviembre Juan viajó a Capital a festejar su cumpleaños junto a su hijo. A su regreso, cagada a pedo mediante, aceptó por fin arrancar la rehabilitación en un gimnasio, al menos para que la enfermedad de sus manos no siguiera avanzando a pasos tan agigantados.
También le vendría bien, pensé yo, que saliera de su casa dos o tres veces por semana. Me había ofrecido a llevarlo e irlo a buscar a cada sesión o, en su defecto, garantizar que algún terapista lo visitara a domicilio. Nada había dado resultado; sólo su hijo pudo con su orgullo.
Cuando volvió de Capital, yo me había puesto bastante monotemático; junto con mi compañera y unos amigos habíamos sacado pasajes para ir a conocer Cuba. Juan me dijo: “Ahí está, cuando volvés de Cuba me llevas a rehabilitación”.
A fines de diciembre salimos para la mayor de las Antillas. En Año Nuevo le escribí para saludarlo, para decirle que nos esperaba un año en que íbamos a hacer muchas cosas juntos.
No recibí respuesta. Juan no se llevaba del todo bien con el teléfono.
El 18 de enero volvimos a pisar tierra argentina. Ni bien salimos del aeropuerto, mis amigos me dieron la noticia. Pensé que me lo habían estado ocultando hasta que llegáramos. Pero no. Ese día habían encontrado el cuerpo, como si Juan, secretamente, hubiera estado esperando que volviéramos para despedirse.
A pesar de que lamento mucho que haya quedado inconclusa la autobiografía que a Juan le quitaba el sueño, tengo la dicha de cerrar este libro y la alegría de sospechar que esto recién comienza, que esta puerta de palabras que se cierra, hará que muchas otras puertas se abran, que la obra de Juan sea difundida, disfrutada, experimentada cada vez por más personas. Aquí termina apenas un primer homenaje a una obra tan promisoria como edificante.
Juan fue un inolvidable docente de este pueblo y de tantos otros, un poeta taciturno, un intelectual irreverente. En lo personal, un maestro, un tío loco, un gran amigo. Seguiremos adelante con las actividades que estábamos planeando juntos. ¡En tu memoria, viejo querido! Muchas gracias por tu palabra “conmuevelotodo”, por tu risa-voluntad de vida, por esta profesión hermosa que me regalaste.





(*) Ezequiel Evangelista es profesor de Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, integrante del grupo musical Raza Truncka y del centro cultural La Minga. Vive en la ciudad de Rojas, donde imparte clases en nivel secundario y talleres de filosofía para todo público en la Biblioteca Municipal. Dicta clases en nivel terciario en la ciudad de Salto y en el Bachillerato Popular “La Grieta” de la ciudad de Pergamino. Es fundador del ciclo FilosoQué? junto a su amigo y mentor Juan Carlos Llauradó. Fue gestor y compilador de la antología poética "Literales ausencias", que editó junto a Nido de Vacas ediciones, sello en el cual dirige la colección de obras de filosofía.








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