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miércoles, 9 de agosto de 2017

Antes de que nos liquiden, en agosto liquidamos todo






La cosa es así:

Mi novela  “Penales para el primer amor” descansa bien piola dentro de varias cajas desde enero de 2016. Mientras tanto, una secuela de esta, cuyo nombre no revelaré aún, está avanzando a los tropiezos y el final parece cercano. Otra espera ser revisada y corregida pronto. Y una tercera obra se asoma pidiendo pista y hasta es posible que les gane a todas las demás.

Frente a este panorama, sigo sin decidir qué carajo hacer con “Penales…”: si seguir dejándolo en sus cajas –que ya estorban bastante, porque vivo en una casa chica- o dejarla en libertad de una vez por todas –pese a que no sé si se lo merece-. Se me ocurren varias razones para dejarla salir, de las cuales mencionaré solamente dos, por pura pereza: una, ya mencionada, que las cajas me molestan, no tengo más espacio para seguir juntando porquerías; dos, necesito dinero, no sé si para recuperar las devaluadísimas inversiones de mis libros, para pagar la factura de gas, para irme de vacaciones o para solventar un proyecto editorial que está en pañales pero parecer querer gatear. Todas las opciones son igualmente válidas y ninguna es menos cierta que la otra.

A todo esto, como ya he dicho –probablemente no me escucharon porque suelo hablar bajito-, de “Lolei. Memorias de lo inconfesable” quedan unos pocos ejemplares y serán los últimos para siempre, pues no hay margen para una nueva edición.

Ante tantas indecisiones se me ocurrió lo siguiente: una liquidación total, cortita y limitada como discurso de Macri.
Con total honestidad les digo que me hubiera encantado hacer sorteos, regalar ejemplares o premiar a mis amigos. Discúlpenme pero no. ¿Por qué no? Porque a esta altura de mi vida no tengo muchas ganas de seguir regalando mi trabajo y porque, “denserio”, necesitaré unos pesos extras  para pagar la próxima boleta de gas o merecerme unas vacaciones. (Las cuestiones de espacio antes comentadas también se tienen en cuenta).

(Como verán, la avenida por la cual transitan mis necesidades y mis prioridades es muy ancha)

A lo nuestro.

Sin perder de vista que todavía podés conseguir Lolei a $ 220 y Penales para el primer amor a $ 150 (¡¡gran promoción lanzamiento!!), lo que armamos con mi equipo de trabajo (jeje) son las siguientes promociones (*) (algunas incluyen regalitos que ni dios sabe que existen todavía. Ya verán…):

-Combo N°1: 1 ejemplar de Lolei + 1 ejemplar de Penales para el primer amor: $ 320.- Hay diez (10) paquetes disponibles.



-Combo N° 2: 1 ejemplar de Lolei + 1 ejemplar de Penales + 1 ejemplar de Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece + 1 ejemplar de 3° Congervencia nacional de Cuentos JunínPaís 2004: $ 400.- Hay cinco (5) paquetes disponibles




-Combo N° 3: 1 ejemplar de Penales + 1 ejemplar de Nunca nadie… + 1 ejemplar de Convergencia..: $ 250.- Hay dos (2) paquetes disponibles.






¿Ha visto usted qué bonito?

Ahora, algunas aclaraciones: como han visto, en los combos 2 y 3 aparecen algunos títulos que pueden resultar desconocidos. Pues aclaremos, dijo Lemos: Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece es mi primer libro de cuentos, publicado en 2006, y del cual atesoro exactamente ocho ejemplares, los últimos que existen en todo el universo. Siete de ellos irán a parar a mejores manos y me quedaré con un único ejemplar, para mostrarle a mis nietos.

El otro libro que aparece por ahí, 3° Congervencia nacional de Cuentos JunínPaís 2004, es una antología de cuentos que merecieron menciones de honor en el concurso literario de ese año, publicado por Ediciones de las Tres Lagunas, de Junín. Ahí aparece un relato de mi autoría y otros tantos que sí están buenos. También me quedaré con un ejemplar para mis descendientes.

Pero hay algo más. Un regalo único: el primer benefactor que se anime con el maravilloso combo N° 2 se llevará, además de los cuatro libros del paquete, un ejemplar del tomo 3 de Argentina y sus escritores, una antología del año 2003 que contiene otro cuento de mi autoría (mención especial) y otros relatos y poemas de escritores argentinos. O sea, cinco libracos por el precio de tres. Una ganga… (¿Qué más querés?¿Que te lo lleve a tu casa y te lave los platos? Con mucho gusto te lo alcanzo si no vivís muy lejos, pero lo de los platos… lo charlamos)

Estamos de remate, pero no locos de remate. Aquí me dicta mi asistente que estamos secos de remate. Y sí: Argentina, cuarto semestre, 2017.

Resumiendo las propuestas: tenemos Lolei a $ 220; Penales para el primer amor a $ 150, y los dos juntos a $ 320. Por $ 400 te llevás estos dos y dos más: mi libro de cuentos y una antología (el primer comprador se liga otra antología). Y por $ 250 te hacés de Penales, más el libro de cuentos y la antología.

¿Algo más? Sí, lo último. Pero nos ponemos un poco más exclusivos y agradecidos: los primeros diez amigos que ya tienen Lolei y me manden una foto de su ejemplar, se llevan Penales por $ 100. (Y si me lo pedís amablemente, te lo llevo a tu casa y te saco a pasear el perro)

Finalmente, no está de más recordarles que Lolei tiene una versión en ebook que puede adquirirse en Amazon y un PDF que puede bajarse de manera gratuita desde mi blog.  

Bajate LOLEI en PDF. Es gratis!!!

Penales también tiene su ebook en Amazon. Pronto largaremos promociones con descuentos para que puedan leerlos desde su telefonito celular.


Es lo que hay, amigos. Más no puedo hacer por ahora. Si a alguien se le ocurre algo mejor, me chifla y lo charlamos.

Un abrazo y hasta la próxima!


(*) Como se puede apreciar, las ofertas son recontra limitadas. Todos los libros van acompañados de unos preciosos señaladores. Si desean que vayan autografiados, deben pedirlo por las malas (es algo que me sale solamente bajo amenaza). Promoción válida hasta el 31 de agosto de 2017, hasta agotar stock o hasta que me arrepienta. Nadie diga que no avisé. El que avisa no traiciona.


lunes, 10 de octubre de 2016

Sólo le pido una cosa, señor Juez



Sólo le pido una cosa, señor Juez: necesito aclarar algunos aspectos sobre mi condena. Nada más que eso. A veces pienso que usted es quien debe afinar mejor algunos puntos del fallo. Quizá yo sigo siendo un poco tosco para entender su jerga y termino distorsionando el sentido de algunas palabras que emplea para sus fundamentos. Pero tal vez es usted el que no entiende (y nunca entenderá, ya estoy casi seguro) cuáles fueron las razones verdaderas de mi acto. Para la ley todo parece más sencillo. Usted juzgó un acto sin considerar debidamente todo lo que existe detrás. Usted parece olvidar toda mi historia, que ya relaté con lujos y detalles más de quince veces. ¿Acaso cree necesario que la cuente otra vez? ¿Acaso mis explicaciones no han sido lo suficientemente claras?
Es cierto, señor Juez: he matado a una persona. Y es cierto, también, que lo he hecho bajo la estricta conformidad que alcanza el sentido común. Sí: mi sentido común, si así lo prefiere. Común o extraordinario, parece que no es suficiente. ¿Sigue dudando de mi palabra? Usted sigue convencido de que esa muerte fue injusta. Pues bien: debo hacerle una observación: usted se equivoca. Se equivoca, señor Juez.
El acto criminal que se me atribuye es legítimo y acertado. Sí: soy culpable, en eso estamos de acuerdo. Le digo más: si yo fuera usted, también me habría condenado con la misma pena. Sí: estoy seguro. Pero hay razones... Algunos argumentos formulados en el veredicto son los que no encuentro atinados... ¿Qué: que sea claro?... Por eso es que intento hablarle, señor Juez. Porque necesito ser claro y, sobre todo, necesito que me entienda. Aunque sea una sola persona en este mundo: que haya una sola persona que comprenda todas las razones...
Veintisiete años estaré en prisión, ¿no es cierto?... ¿Treinta?. No es tanto tiempo, después de todo. Veintisiete son los años que he vivido y han pasado tan rápido. Hasta tengo la sensación que han sido menos, mucho menos que veintisiete años. Espero que allí dentro sea parecido. Aunque... podré salir antes, ¿verdad? Sí: eso no es importante ahora. Lo importante es que logre entenderme, nada más que eso. No sé por qué me mira así, señor Juez..., con esa mezcla de perseverancia y desgano, con incredulidad, con odio. Usted me detesta, ¿verdad? Claro: es por eso que no ha logrado comprenderme. Y porque cree que soy un pobre individuo que ha cometido la torpeza de matar a alguien por razones que usted no llega a advertir. Entiendo: usted comprende, opina y reputa con los libros de la ley entre sus manos. Parece no tener otro método. A usted le bastaron dos cosas para declararme culpable: la palabra “asesinato” y mi propia confesión. Con esa simpleza actuó: me atribuyó el asesinato en el momento de mi confesión, sin necesidad de buscar más pruebas sobre el hecho. Y si llegaron a la verdad fue gracias a mí, gracias a que yo mismo los guié hasta el lugar del crimen, les enumeré uno a uno los pasos del asesinato y metí sus sucias narices encima del muerto. Ni siquiera necesitaron pedir una reconstrucción de los hechos, pues yo me encargué de hacerlo antes que cualquiera lo pidiera. De modo que les hice ahorrar bastante trabajo y tiempo, señor Juez. ¿No juzga esto como un acto de buena voluntad, de sublimidad? Podría tenerlo en cuenta, al menos para que alguna vez se retribuyan mis favores. Entiéndame: no le reprocho nada –no estoy en condiciones de hacerlo–. Deseo que imite mi buena voluntad para allanar el camino hacia la verdad. Sólo deseo que entienda mis verdaderas razones.
Usted sigue creyendo que no existen justificativos para matar a alguien. Y que la ley es categórica ante hechos semejantes. Créame: eso no lo pongo en duda. Y se lo repito: estoy de acuerdo con usted y con la ley. Respeto la sanción y la asumo con total dignidad y caballerosidad. Simplemente me permito exigir comprensión y justicia, no sobre el crimen ni sobre la condena,  sino sobre los motivos reales del crimen.  Busco comprensión sobre la verdad, señor Juez.
Todavía estamos a tiempo ¿verdad? No hace tanto que se dictó la sentencia; debe haber gente en la sala todavía. ¿No hay algún fiscal, algún abogado, algún policía, algún cafetero que quiera escuchar mi alegato? Tal vez entre varias personas logren sacar una idea más pura, menos prejuiciosa, si es que usted solo no puede hacerlo. ¿Podría llamar a alguien? ¿O es que nadie está interesado en la verdad? No pierden nada, señor Juez, ni usted ni ellos. Lo que todos querían ya lo lograron: ya dije que no es mi condena lo que quiero discutir. Todos los que están aquí dentro son seres humanos, ¿o me equivoco?. Todos tienen familia y viven en esta sociedad. Todos compartieron la misma educación. Y tuvieron novias y amigos y amantes y fueron socios de algún club y compartieron partidos de fútbol y cenas y borracheras y leyeron libros de psicología y de antroplogía y de sociología y de historia y deliciosas novelas policiales, ¿no es así? Todos los que están aquí lo han hecho. Y por eso comparten una cultura y un caudal de conocimientos que los hace parecidos. Forman un endogrupo muy particular, señor Juez, casi una secta. Por eso me resulta llamativo que entre tantas cabezas no haya una que logre entender lo que quiero explicar. Jamás he leído nada de eso. Y sin embargo, parezco tener una visión más amplia que usted sobre el asunto. Antes que hombres de leyes todos ustedes son seres humanos, ¿o me equivoco? Entonces, ¿alguien será capaz de atenderme con otros códigos que se distancien de los legales? Llame a alguien, señor Juez, si es que solo no puede.
Vuelvo a repetirle: no estoy a favor de esa forma de morir. Y yo he acabado con una vida. No erigiría una estatua de mí mismo por mi obra. Ya le dije, señor Juez: yo mismo me hubiese impuesto una condena si no lo hubiese hecho usted. (Digo usted pero está claro que me refiero a ustedes: en este momento, usted representa a todo el mundo, señor Juez. Claro que podría venir alguien más, si es que usted solo no puede.) Me mira así porque me cree incapaz de imponerme mi propio castigo. Se nota que no me conoce. Y lo peor es que hace todo lo posible por no llegar a conocerme nunca. Ni siquiera se digna a prestarme atención cuando le hablo. Aunque sea una vez podría cambiar su actitud, señor Juez.

*****

Gracias por venir, señor Juez. Le prometo que es la última vez que lo molesto. Estoy bien, gracias. Es un poco fría, nada más; igualmente la celda es agradable. No es mala la comida, pero no tengo mucho apetito, siempre fui de comer poco. Creo que mejoraré a medida que me acostumbre al frío y al aburrimiento. Sí, era como suponía: los días parecen más largos aquí dentro y sin nada para hacer. ¿Hay alguna forma de conseguir más pastillas para dormir? Creo que las necesitaré; las dosis que me traen no siempre alcanzan. Si pudiera dormir más tiempo todo se haría más corto y más resistible. Por lo pronto no tengo quejas para presentar. ¿Acaso estoy en condiciones de reclamar mejores servicios, más lujos, más beneficios? No se burle de mí, señor Juez; no se aproveche de mi desgracia.

Le pedí que viniera porque necesito hablar con usted, aunque sea la última vez que nos veamos. Es mi último intento, se lo prometo. Esta vez confío en su buena voluntad. En honor a la verdad, señor Juez, haga el esfuerzo de entenderme. Sea sincero conmigo y prométame que va a juzgar correctamente lo que quiero explicarle. Sólo inténtelo; olvide por un momento su condición de Juez y escúcheme como si fuera un amigo; júzgueme como a un amigo, no como al reo que soy. Trate de hacerlo. No se vaya. No, no es un asunto terminado. Espere un momento, por favor. Una última cosa: como intuí que no me atendería, que volvería a desestimar mi pedido, escribí esta carta: es mi última confesión. Necesito que la lea, allí está todo lo que deseo explicarle. Es algo extensa, pero es bastante específica y reveladora. Léala con atención, luego quémela si quiere. Ahí está la verdad, solamente la verdad de los hechos. No varía con lo que ya he dicho y redicho antes; no le tomará más tiempo que el ya ocupó en mí. Si no puede usted solo, pásesela a alguien más; quizá entre varios logren el objetivo. Y... ¡Espere!... ¡No me insulte!... ¡Espere, señor Juez, no se vaya todavía!... ¡Yo no lo he insultado, le pido que me trate con el mismo respeto!... ¡Vuelva, señor, no se resista a la verdad!... ¡Usted no está a favor de la verdad: usted es un mentiroso y un arrogante, señor!... ¡Usted también es un asesino, tiene que saberlo de una vez! ¡Asesino!... ¡Regrese: hágalo en honor de su ley ya que no lo hace por la verdad!... ¡Tiene que entenderlo, señor, trate de hacerlo!... ¡Ignora todo sobre la vida!... ¡Asesí...! ...Está bien, oficial, suélteme...  puedo regresar solo a la celda... ¡Ya conozco el camino, no hace falta que me empuje! ¡Puede soltarme, oficial: ya llegamos!... ¡Gracias, puedo entrar solo!... ¡Un momento, oficial: quédese un momento! Por favor, tengo que preguntarle algo. Tal vez usted sí está preparado para entenderme. Sólo le pido una cosa: respóndame con sinceridad. ¡Júremelo!... ¿Usted sería capaz, oficial, de matar a una persona por aburrimiento?... ¡No, yo no era quien estaba aburrido: era mi hermano quien lo padecía! El aburrimiento es lo único horrible que hay en el mundo, es el único pecado para el que no existe perdón. ¿No cree que le hice un gran favor ayudándolo a extirpar su mal y facilitándole la entrada al cielo? Si seguía viviendo cubierto de tanto tedio jamás habría alcanzado la gloria celestial; Dios nunca lo hubiese perdonado y ni siquiera él le hubiera expiado todos sus pecados. ¿No le parece un buen motivo?... ¡Ah: usted piensa igual que ellos!... Pero, ¡vuelva, oficial, no se vaya!... ¡Usted tiene que entenderme, por el amor de Dios, tiene que entenderme! ¿No hay nadie que sea capaz...?¿Qué pasa: acaso nadie tuvo un hermano cuya única diversión fuera mirar televisión?



De "Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece" (2006)

lunes, 8 de agosto de 2016

La noche de Benjamín







–Muere –susurra Benjamín.
Sube por la escalera, los pasos cortitos y titubeantes. En silencio, para evitar el menor ruido. Tiene sólo una razón para temer, y es que el mínimo descuido pudiera resucitar el alma del enemigo. A esa hora de la noche, Benjamín tiene la certeza de que él estará sumergido en un profundo sueño. “Muere. Ahora”, piensa, los ojos bien abiertos, la mirada endurecida por las penumbras del corredor, su pequeña mano apretando el cuchillo, los pasos cortitos e inseguros, terminando de subir la escalera.
La habitación está al final de un pasillo crepuscular. La luz mortecina de un candelero extenuado marca su camino. Sombras de sombras agigantan la diminuta silueta a medida que se acerca. Un cuerpo al acecho desplegando infinitas deformaciones proyectadas en las paredes, en el techo, en la alfombra cetrina, en la puerta cerrada de la morada límite. Benjamín, fehaciente en su andar, absorto en su arrebato de muerte, transita los últimos pasos de su inocencia con la fe de los criminales. “Muere”, repite en un murmullo aterrador, como el eco de un mandato nacido en sus pesadillas, de los monstruos nocturnos que azuzaban su instinto de supervivencia.

La voz aguardentosa que cada noche frecuentaba sus sueños infantiles se parecía a la de su madre. Se repetía de mil maneras diferentes, en tonos tristes o lozanos, a modo de precepto o de invitación. Se lo decían las aves, los árboles desnudos del invierno, las paredes manchadas de moho, los niños sonrientes de la plaza, el señor de bigotes que vendía boletos del ferrocarril, la mano delicada de un serafín alado que él identificaba con su madre, los monstruos con cabezas de dragón y gigantes bocas dentudas que lo emboscaban en fríos y desolados laberintos: “él quiere hacerte daño, Benjamín: tenés que matarlo”.
Benjamín huía o despertaba. Y su madre siempre estaba junto a la cama para arrullarlo y consolarlo. Sus caricias lo liberaban del espanto. Y aunque él se resistiera a dormir otra vez, caía vencido por esa voz hechicera, por la dulzura materna que lo protegía de sus horribles alucinaciones. Él le pedía que no se fuera, que se quedara toda la noche a su lado, que lo defendiera de esa voz maligna que le impedía descansar.
Y Benjamín volvía a soñar con sus ángeles perfectos, con los cándidos juegos de niños, con verdes prados bucólicos en la aurora, con sus trenes de chocolate y los mares infinitos de los cuentos del jardín de infantes. Su cuerpo frágil y sereno se arropaba en los brazos de su madre. Apenas el resuello silencioso de su pecho sosegado interrumpía el sepulcral mutismo de la siesta. Y el susurro convincente de su madre dictándole al oído las instrucciones para coronar su plan. Llevaba dos pacientes años haciéndolo.
Benjamín callaba al amanecer. Las palabras lo estrangulaban; aunque deseaba contarle a su madre –y sobre todo a su padre– la misión secreta de sus clamores nocturnos, no podía hablar. ¿Acaso ellos creerían que un coro de objetos y seres desiguales le dictaban un designio maléfico en sus sueños? ¿No sería para ellos más fácil interpretarlo como simples fantasías infantiles, meras sugestiones creadas a partir de los cuentos que escuchaba cada día, de los numerosos programas de televisión que no hacían más que alimentar su frágil y tierna imaginación? No podía despegarse del recuerdo de cómo eran castigados los mentirosos en las fábulas que relataban los mayores. La mentira era un pecado inaceptable. Y aunque de su boca no saliera otra cosa que la cruel y tormentosa verdad, el miedo a ser acusado de mentiroso era más fuerte que su necesidad de espantar los trastornos que lo acosaban. Tenía miedo, sobre todo, de verse obligado a cumplir las órdenes de las voces para acabar con las pesadillas.
La madre dejó de inspirarle confianza en medio de una siesta, cuando la descubrió hablándole al oído en un tono que no le costó reconocer. La expresión melodiosa con que lo defendía de sus alucinaciones había mutado en el sonido cavernoso y macabro del monstruo de cien cabezas de dragón instigándolo a matar a su enemigo. Cuando se despertó y la vio allí, tendida a su lado, adivinó que su madre era el monstruo del sueño. El grito de espanto se multiplicó. Tuvo miedo, por ella y por él. Pero no podía concebir semejante idea. “Mamá no es un demonio, es un ángel que me cuida”, pensó enseguida. Sin embargo, se sintió abatido y solo. Cada despertar a su lado ya no fue el mismo.
El padre se rió de su ocurrencia cuando por fin le contó el nudo de sus visiones. Se decidió a hacerlo porque una opresión en la garganta ya no lo dejaba dormir. Y porque intuía –las voces cada noche eran más claras– que era él quien le haría el daño anunciado. “Tu felicidad depende de esa muerte, Benjamín”, le había gritado un perro negro mientras lo perseguía por calles derrumbadas y ensangrentadas. La dueña de esos perros tenía la cara de su madre.
Nadie lo acusó de mentiroso. Tampoco lo reprendieron, como presumía. El padre se mostró indiferente y entretenido con la historia. La madre lo anestesió con una mirada severa y gélida, pero no hizo ningún comentario. Benjamín se sintió invadido por una soledad desgarradora. Sabía que sin su ayuda las voces apocalípticas no podían ser destruidas. Por el contrario, cada noche, cada sueño, crecían en persistencia y luminosidad.
En cada despertar abrupto estaba la madre, la cabeza sobre la almohada, la mano tibia enjugando su sudor. Benjamín, sin rechazarla, la percibía como a una enemiga. Las pesadillas ya no menguaban con ella a su lado. Y el murmullo hipnótico con que lo aliviaba parecían estruendos infernales horadándole el alma.

Ahora Benjamín camina a paso firme por el pasillo, esquivando sus propias sombras disfrazadas de fantasmas. Ya no le teme a los fantasmas; los ha dominado del modo más infantil: obedeciendo a sus órdenes. El cuchillo parece inmenso en su manito de juguete. Una sonrisa aciaga desfigura los últimos rasgos de pureza de su rostro. Se detiene un segundo frente a la puerta. Teme hacer ruido. Sigilosamente, aferra el picaporte y abre.
Avanza con decisión hasta la cama. Una penumbra exterior le permite ver la silueta tumbada del enemigo. Está de cara al lugar vacío de su acompañante. Aprieta los dientes y empuña el cuchillo con fervor. Alza el brazo en toda su extensión, dispuesto a imprimirle la mayor fuerza que pudiera concentrar para clavarlo de un golpe.
Benjamín está tan seguro que no titubea ni un momento cuando su padre despierta de repente y lo mira con un gesto de terror inenarrable. El aullido largo y siniestro también despierta a su madre, que duerme en la cama de Benjamín.
–Muere –grita Benjamín con su vocecita aguda, y se abalanza hacia la cama.
La habitación se llena de un silencio fúnebre.
Cuando la madre llega hasta la puerta, el cuchillo ya está clavado hasta el mango en la garganta de su esposo. La sangre emerge a borbotones. El charco crece rojo, caliente, goteando desde la almohada hasta el piso; crece mientras la última exclamación del muerto aún flota en la habitación. Benjamín está tieso. Estudia su obra con fascinación, en silencio; el gesto duro y vencido de su padre se perpetuará en su memoria. Es la imagen del vencido, la representación abreviada del terror inesperado. Es esa cara que Benjamín ha perfeccionado en su mente mientras recibía el oculto mensaje de terminar con aquella vida perturbadora.
–Muere suspira Benjamín. Pero su padre ya no lo escuchó.

De "Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece" (Dunken, 2006)