miércoles, 30 de marzo de 2016

Libros amigables (2)



Operación Medibacha. Una misión imposible del agente secreto Denzel Washington Ferreira

(José Eduardo Moreno)


Milton Andrada, jardinero de Julian Assange –creador de Wikileaks–, encuentra enterrada, en plena tarea de parquización, una enigmática caja que atrapa su curiosidad. Al abrirla, ve en su interior unas carpetas que esconden información sobre increíbles historias de espionaje de las que nunca nadie tuvo conocimiento. La primera de ellas lleva un sugestivo título: Operación Medibacha.
Su protagonista excluyente es el agente secreto más bravo y seductor de Latinoamérica, el uruguayo Ferreira. Denzel Washington Ferreira, un mito del espionaje, formado en Cuba en los años 70, un “espía de las Américas para salvaguardar el honor latinoamericano ante los imperialismos que lo acechan”.
En Operación Medibacha, los presidentes de Brasil, Uruguay y la Argentina lo eligen para llevar adelante la misión más importante de su vida: desestabilizar el gobierno de los Estados Unidos, golpear al presidente de la gran potencia en su punto débil, volverlo “vulnerable” hasta hacerle perder la cabeza. Se trata, sin más, de la historia del agente uruguayo que puso en jaque al imperio. Acompañado por su compañero brasileño Zé Tapinha (el Machonhero), un dealer con llegada a los más encumbrados círculos de la farándula y la política norteamericana, Ferreira se embarca en una aventura lisérgica y adictiva para cumplir con su misión.
La historia es muy hollywoodense, con más influencias cinematográficas que literarias, aunque se descubren claras reminiscencias de esa épica bizarra, mezcla de realidad y absurdo que leemos en Osvaldo Soriano (en Triste, solitario y final y, sobre todo, A sus plantas rendido un león) y en Roberto Fontanarrosa (y su Best Hamas Seller de Best Seller o Área 18). Una novela adictiva, muy divertida, donde el humor no es un límite sino un saludable ejercicio para plasmar un concepto ideológico llevado al extremo de la desfachatez.

Fragmento de la obra

“-Creo que es un buen momento para conocer sus nombres- soltó la rubia alta, Erika de aquí en adelante.
-Mi nombre es Denzel, soy uruguayo y mi compañero Ronaldinho, brasileño –bromeó Ferreira-. ¿Y ustedes?
-Yo soy Pamela –respondió la petisa-, ella es Erika, ella Uma y ella Tera.
-¿Qué quieren tomar?-, preguntó Tera.
-¿Fernet con cola tienen?- consultó Ferreira.
-No, no sé qué es eso.
-¿Gancia?
-Tampoco.
-¿Cinzano?
-¿Existen esas cosas?
-Son aperitivos, muy consumidos en aquella parte del globo. Para hacerla más fácil, ¿qué es lo que pueden ofrecer?
-Whisky y cerveza.
-Hubiésemos empezado por ahí. Yo me tomaría un whiskysito. ¿Vos, Ronaldinho?
Zé Tapinha tardó en contestar. Entre la marihuana, el nombre cambiado y las cuatro bestias que tenía ante sus ojos, su nivel de concentración era el de una cría de hámster con dislexia.
-También, un whisky- dijo medio minuto después.
Tera volteó y enfiló para la cocina en busca de las bebidas. Sus glúteos perfectos envueltos en calzas brillosas saludaron a los invitados que secretaban saliva como los perros de Pavlov. No había pasado más de una hora y el clima ya era ideal. Las chicas muy dadas, simpáticas y desprejuiciadas, parecían muy a gusto con la compañía de los “exóticos” latinos. Las luces habían bajado su intensidad y la música acompañaba la situación. Los amigos estaban en una buena noche, locuaces y ocurrentes. Bailaban todos con todos, lo que trajo alguna situación incómoda cuando el Maconhero, siempre excitado y abierto de criterios, quedó emparejado con el uruguayo.
Luego de algunos movidos de Bee Gees y ABBA, empezaron a sonar en la consola algunos clásicos más románticos, principalmente de los ’80. Desfilaron Michael Bolton, George Michael, Rod Stewart y hasta el efímero paso de Don Johnson por el generoso mundo de la música comercial.
-¡Éste que canta sos vos! -gritó Tapinha desde el otro extremo de la sala cuando se empezó a escuchar el ex Miami Vice.
Luego de los primeros 5 o 6 temas, la camisa de Denzel pendía sólo de uno de sus botones. Las chicas bebían, bailaban y reían. El trencito fue una de las estrellas de la noche que brilló con clásicos como Oh L’Amour de Erasure y Me sube el colesterol del inconmensurable Fito Olivares, que especialmente había llevado Denzel en su compilado “Enganchados Movidos”. Si bien en el trencito se escapó alguna que otra mano, todo transcurrió con llamativa tranquilidad para las condiciones que brindaba la noche.
No eran ni las once y media cuando ninguna de las cuatro chicas tenía puesto en el torso más que el corpiño. Los latinos transpiraban, jadeaban y se rehidrataban con whisky. A la medianoche, dos de las generosas anfitrionas , Pamela y Tera, dieron a lucir sus prolijamente operados pechos mientras bailaban entre ellas cuerpo a cuerpo, frotando sus siliconas hemisféricas en un espectáculo estremecedor. Para esa altura los rostros de los sudamericanos lucían completamente deformes y salvajes, retrocediendo en la línea evolutiva a algún punto intermedio entre el Australopitecus y el hombre de Cromañon.
Denzel, profesional como era, había notado que su agudeza y lucidez estaban un tanto disminuidas, pero era fácilmente atribuible al frenesí de la noche y al whisky ingerido. El deterioro del Maconhero no era novedad, por tanto no hubo alarma al respecto. Cuando después de la medianoche Denzel se sacó los pantalones y exhibió su desprolija erección, la vista se nubló por completo, alcanzando a ver, borroso, cuando las mujeres empezaban a vestirse.

-Nos cagaron-, se le escuchó decir.

martes, 22 de marzo de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (31)


CAPITULO
31

Al viejo el porro le pegó para la mierda la primera vez.
Fumamos un domingo, tras haber pasado yo una noche de sábado con amigos. Esa fue una jornada larga, trasnochada, divertida, y recién reaparecí al día siguiente. Como ya le había anticipado que seguramente no dormiría en mi casa, no molestó.
Me costó convencerlo de que no lo abandonaría ni me escaparía para siempre. Ya me calentaba la cabeza con ese tema: sus miedos y su excesiva desconfianza para todo lo llevaban a pensar que yo algún día huiría del departamento, me rajaría de sopetón, como si nada, y él quedaría otra vez a la deriva.
Por esos días nuestra convivencia ya había conocido los primeros signos de turbulencias. Cada vez que pasaba frente a su puerta tenía que avisarle adónde iba. Debía rendir cuentas a cada momento: “voy a comprar cigarrillos”, “voy a la facultad”, “voy al almacén”, “voy a mear”, “voy a la esquina a ver si llueve”, “voy a estudiar”, “voy a garchar”, “voy a dormir”. Debía informar todas y cada una de mis actividades y dejar constancia de que volvería.
Una vez lo reprendí: “¿querés que te firme un pagaré para que te quedes tranquilo de que no me voy a escapar?”, pregunté enojado.
El tipo, encima, se hizo el ofendido y acusó maltrato. Pero la realidad era esa, y las presiones tocaban límites de intolerancia. Varios episodios de esta índole culminaron en escenas dramáticas.
-Tengo derecho a salir con mis amigos o con quien sea y volver a la hora que se me plazca. Jamás di explicaciones a nadie de lo que hacía o adónde iba. Y si no me querés creer, jodete. Peor para vos.
Aquella noche batallé un buen rato para que comprendiera. Costó, pero lo logré. El logro en realidad era un trato. Consistía en que se convenciera de una puta vez que volvería a mi hogar, a la hora que se me diera la gana, y que cuando volviera, como siempre lo hacía, pasaría por su casa para mostrar mi buena cara de “acá estoy, quedate tranquilo que llegué”. A cambio de eso, él prometía no gritar durante mi ausencia.
Gritar, a esa altura, era el equivalente a un trueno, a una hinchada de fútbol coreando mi nombre pero no para alentar, sino para intimidar, obligar, exhortar desde la desesperación. El grito era su señal de advertencia. Y por lo general no cesaba hasta que yo hiciera mi aparición en su casa. Imagínense la cantidad de aullidos que pudo haber dado entre las dos de la mañana y las tres de la tarde. Me prometió que no lo haría. Y a mi regreso aseguró que durante mi ausencia no me había llamado. “Muy bien, aprendiste la lección”, festejé en silencio.
Luego me enteré que sí gritó, exactamente en ese horario: “alrededor de cien, ciento diez veces, entre las dos de la mañana y las tres de la tarde”, contabilizó en el colmo de la impaciencia mi vecina Dora. Tuve que soportar, tras cartón, ese enojo.
Lo cierto es que bajo esa promesa finalmente incumplida, aquella noche de sábado, tras varios meses de encierro forzoso, me fui de parranda. Fue casi una exigencia de mis amigos.
“Si entiende o no entiende el trato es su problema”, me retaron. Y me convencieron. Suelo tener el “sí” fácil para ciertas decisiones.
Fue una caravana que arrancó por bares, siguió en casas particulares de amigos de amigos de alguien, pasó por algún boliche y terminó en donde tenía que terminar. Nos levantamos bastante tarde el domingo, cansados pero repuestos. Yo, con una inusual percepción de felicidad. Recién cuando caminaba de regreso a casa me acordé de Lolei. Había tenido una velada ajena a su presencia después de varios meses. Era un alivio no haberle dedicado un solo pensamiento. Confiado en su buen comportamiento, volví con tranquilidad. Él me recibió con su estado de sorpresa habitual:
-¡Viniste! Pensé que…
-Ya sé lo que pensaste, ni me lo digas –interrumpí- ¿Comiste todo lo que dejé?
-Sí, lo terminé esta mañana. Tengo hambre… Podrías…
-Sí, puedo. Aguantá un poco que recién llego. ¿Dormiste bien? ¿No me llamaste?-, pregunté temeroso.
-Noooo, para nada… ¿Cómo la pasaste? ¿Adónde fuiste? ¿Con quién saliste? ¿Dormiste? ¿Adónde dormiste?-, indagó, desviando a su gusto mi pregunta.
-Después te cuento. Ahora paso sólo para saber cómo estás. Me fijo si tengo algo para comer. También tengo hambre. Vuelvo más tarde…
-Esperá, no te vayas… -me frenó-. Evaluó sus palabras antes de hablar: “Anoche soñé con vos…”
-Cagamos. No me digas nada. Empezaste a los gritos… Cada vez que soñás, gritás…
-Nooo, te lo juro –dijo haciendo una cruz con los dedos en los labios. Me sostuvo una mirada de perrito abandonado. No podía simular su propia mentira, pero yo le creí su juramento-. Soñé –me contó mientras se miraba las manos- que los dos juntos salíamos de juerga. Íbamos de picos pardos, los dos solos. Recorríamos bares, con mucha gente, mujeres, borrachines, pendencieros. Me acuerdo perfectamente de uno, en Madrid, uno que frecuenté en mis años allá. El de Joselito, no recuerdo el nombre del bar. Yo cogía un pedo que ni veas y vos me tenías que sacar a rastras. Estaba borracho perdido, pero veía todo, escuchaba todo, como en un sueño. Un sueño dentro del sueño. Vos me cargabas sobre tus hombros y te cagabas de risa. Después no me acuerdo más…
-Un sueño bastante mediocre, pobrecito en imágenes, demasiado simplón-, dije desganado.
-Me parece que habíamos pitado unos porros. Bueno, eras vos quien había pitado porros, no sé si yo...
-¿Estuviste siguiéndome anoche?-, inquirí alarmado. Me aplicó una mirada confusa-. No dije nada, dejalo así. Voy por comida y vuelvo, no te vayas a ningún lado-, ironicé.
-Volvé-, chilló, una vez más.
No tenía una dotación de víveres suficiente para ambos. Pan viejo, unas fetas de queso y mortadela, un tomate. Armé un  generoso sánguche para él y otro para mí. Tosté el pan en el horno para que fuera comestible. Lo adobé con mayonesa. Preparé café con leche para ambos.
Antes de bajar me cambié la ropa. Hacía calor y busqué algo más cómodo y ligero. Al vaciar los bolsillos del pantalón encontré la bolsita. Marihuana picada como para armar cuatro o cinco cigarritos. Recordé que tenía más dentro de la billetera. Ahí estaban, dos porritos aplastaditos pero enteros. Los guardé en la caja de Marlboro, junto con el encendedor. Me metí el atado en el bolsillo. Busqué la comida y bajé.
Lo ayudé a sentarse en la cama para comer.
-¿Qué me trajiste?-, preguntó
No le gustó la idea del café. Me dijo que hacía años no tomaba café porque le daba acidez y le quitaba el sueño. Y encima tenía leche. El café con leche es para maricas, sentenció.
-Pues entonces deberé ser un tremendo come pollas y todavía no me enteré-, respondí.
Sin cambiar el tono ofrecí agua fría, “es lo único que tengo”.
-¿Puede ser un té bien calentito?-, pidió. Le dije que no tenía té. “Podrías pedirle a algún vecino, es sólo un saquito, nada más”. Lo miré con frialdad.
-¿Leche sola?-, ofrecí
-Puede ser un vaso de leche, pero calentita-, propuso.
-Eso no es de maricas, para nada-, dije.
Me insultó.
Subí, calenté la leche y la serví en un tazón. Cuando regresé ya se había embuchado el sánguche y con los ojos saboreaba el mío. Qué más da, me dije, y se lo dí.
-Me entró una duda acerca de tu sueño. Me dijiste que estábamos en Madrid, ¿verdad? Me llamó la atención que ‘te cogieras un pedo’, que íbamos de ‘picos pardos’, o ‘pitábamos porros’… ¿Tus sueños incluyen modismos? Si la joda hubiese sido en Argentina seguramente nos agarrábamos una mamúa tremenda, o nos fumábamos unos fasitos… ¿Hablás con expresiones vernáculas cuando te soñás? ¿Qué hubiésemos hecho en caso de haber estado en Islandia, o en Azerbaiyán, o en Borneo?
No respondió a mi curiosidad, sospecho que porque adivinó un ligero tono de sarcasmo. Y además, porque Lolei tenía la buena costumbre de no hablar mientras comía. Y estaba muy ocupado con su comidilla como para sacar dudas en temas tan socarrones. Lo dejé finalizar con su tarea. Después de tragar la leche me pidió un cigarrillo.
-Tengo un cigarrito de marihuana, ¿querés compartir uno? Estuviste soñando con eso, algo debe significar…
-¿Marihuana? –dijo entre sorprendido y asqueado-. No sabías que andabas en eso…
-No ando en nada, viejo, no seas tilingo –lo corté en seco-. Tengo un porrito y te convido, eso es todo. Si tu religión o tus buenas costumbres te impiden aceptar basta con decir “no” y listo. Ni se te ocurra meterme un sermón porque me voy…
-Es que no me imaginaba que vos anduvieses pitando esas cosas, nene…
-Bueno, en realidad conocés poco y nada sobre mí, fuera de mis escasas respuestas a tus cuestionarios. No pongas los ojos en blanco ni me mires como un criminal, viejo choto, careta… Lo único que falta es que llames a Fleco, Male y el doctor Miroli…
-Es que marihuana… a esta altura, no sé, le tengo un poco de desconfianza…
-Es simple, con decir “no”, alcanza. No es necesario hacer tanto espamento. Tomá un cigarrillo…
Prendí dos y le alcancé uno. Fumamos en silencio. Lolei me contemplaba con un dejo de asombro y recelo, como si le hubiese convidado comida podrida. Adiviné que estaba evaluando la invitación, sopesando las contradicciones que le provocaban. Al cabo de un rato rompí el silencio y pregunté si estaba satisfecho con la comida. Respondió que “siiiiiií”, enfatizando la respuesta. Me agradeció.
Me preguntó nuevamente “cómo te fue anoche, adónde fuiste, con quién estuviste”. Le conté lo que tuve ganas de contar, de forma somera. Al viejo le gustaba conocer detalles, siempre trataba de indagar a fondo. A cada final de frase de mi relato se sucedía una pregunta, que yo respondía con frases cortas. Rara vez agregaba muchos datos a la información. Consciente de mi reticencia a extenderme en detalles, optó por cesar en sus pesquisas. Se alegró por mi experiencia.
Me lo dijo en un tono de simpatía, como si fuera un descubrimiento. Desde su punto de vista, esa había sido la primera vez en mi vida que salía. Entendí su modo de interpretar la realidad: yo no tenía pasado, sólo el que se ceñía a nuestra convivencia. Era comprensible el análisis fragmentario al que sometía mi existencia. Máxime cuando en nuestras charlas abundaban las narraciones acerca de su vida, no de la mía. En ese punto nos diferenciábamos mucho: a él le agradaba relatar su propia vida, relamerse con su pasado; a mí, en cambio, no me interesaba hablar de mi presente ni de mi pasado más que lo necesario.
Le anuncié que me iba. “Tengo cosas que hacer”, dije.
-Bajaré más tarde, pero no muy tarde porque mañana tengo que madrugar-, dije.
-¿Vas a cocinar algo rico?-, se previno.
-Voy a tratar de cocinar y punto-, aclaré.
Tuve que ir hasta el almacén para abastecerme de mínimas provisiones. Las cenas de emergencia por lo general no superaban de una guarnición modesta y de rápida elaboración. Caí antes de las nueve con un sustancioso plato de fideos blancos y salchichas.
-Me gustan los fideos-, celebró.
Lo dejé comiendo solo y me volví a mi casa, “tengo que terminar de leer un artículo”, aclaré.
-Vuelvo más tarde-, avisé, y con esa sentencia dejaba en claro un pedido: “no me llames, vuelvo en rato”.
Entendió y cumplió.
Bajé al cabo de una hora. Lolei estaba acostado boca arriba, con los ojos cerrados pero no dormido, escuchando la radio. Recogí los trastes del suelo. Cuando me escuchó se sentó en la cama. Me hizo algunas preguntas, como si estuviera buscando la oportunidad de pedir algo en especial. Al final lo largó, temerosamente:
-Podríamos probar de ese cigarrito que trajiste esta tarde-, dijo con la mandíbula temblequeando.
-¿Querés clavarte un porrito?-, pregunté innecesariamente. Raptos de pelotudez que a uno le sobran-. ¿Estás seguro? No hace falta…
-Quiero probar –interrumpió-. Bueno, probar… Hace mucho que no fumo de eso, desde mis días allá en España, veinte años por lo menos.
Con gesto pensativo, con hablar lento, narró un par de anécdotas europeas que contenían episodios con drogas. Siempre había amigos y alcohol en sus historias y ahora aparecían nuevos condimentos. Insinuó que hubo más que marihuana, pero no la nombró con todas las letras, como si tuviera vergüenza. Aclaró que Europa fue una experiencia grata pero muy dura.
-No es fácil el exilio, sabés nene-, dijo.
Fue la primera vez que hacía una mención más concreta sobre esa etapa de su vida. “Otro día te cuento”, dijo. “Ahora traé el cigarrito ese”, dijo.
Volví con un porro chiquito. La verdad es que yo no tenía ganas de fumar, pero accedí sólo para acompañarlo. Mientras lo encendía lo miraba a él. Estaba con la vista fija en el movimiento de mis manos, con un mohín de suspenso.
-No tenés obligación…- dije. Dí una calada fuerte y esperé su respuesta.
-Dame eso, nene-, exhortó estirando la mano, casi hasta sacármelo de la boca. Adiviné un tonillo de desesperación en su forma de pedir. Le zampó una chupada hasta el límite de la aspiración. Mantuvo el humo en la boca un par de segundos antes de expulsarlo, por la nariz, en una expiración violenta.
-Extrañaba ese olor, el aroma dulce de la madera-, dijo, nervioso, sereno.
Lo mantuvo agarrado con dedos expertos. No lo devolvió. Le dio una nueva calada y el porro quedó por la mitad. Se lo pedí y me lo alcanzó después de un tercer saboreo.
Había desesperación en su proceder. Todo lo hacía como si fuese la última oportunidad de su vida, qué hijo de puta. Poco a poco su semblante fue variando. Se le achicaron los ojos, con guiños de placer y de confusión. Pregunté si se sentía bien. Afirmó con la cabeza. “Perfecto, sublime”, respondió después. “Estoy un poco mareado”, agregó más tarde. Y me lo pidió por cuarta vez.
-Cuidado con los dedos, te podés quemar-, advertí. Improvisé una tuquita con el papel metálico del paquete de cigarrillos. Pitaba y miraba el porro, volvía a pitar y volvía a mirar, examinando el tamaño y sus dedos, alternadamente. Supe que ya no me lo devolvería, que se lo terminaría solo. Lo dejé hacer, porque parecía satisfecho, feliz y relajado. Se movió con destreza el escaso tiempo que duró la experiencia. Se notaba que lo extrañaba mucho.
Cuando ya no había más para consumir me lo alcanzó. Volví a preguntarle cómo se sentía y me respondió con un ladeo de cabeza, con signos evidentes de mareo, pero de alivio.
Se recostó, apoyando la cabeza sobre la almohada. Empezó a balbucear, se esforzaba por hablar pero la voz surgía apagada, leve. Le toqué la frente y sudaba apenas. Pregunté si quería dormir y dijo que sí. Me dijo “gracias, nene, me gustó”.
Simulé calma pero intuía que no tendría una buena noche, porque el faso era fuerte y el viejo mostraba huellas de haberlo sentido. Pero no me importó. También yo evidenciaba síntomas de cansancio.
En una suerte de epifanía vislumbré la posibilidad de que Lolei se despertara a la madrugada con un apetito voraz, muy común en él, y fui a mi casa a buscar algo para saciarlo. Subí como flotando, bajé con un paquete de galletitas, que le dejé a mano, sobre la mesa de luz, al lado de la radio.
Él ya estaba casi en un sueño. Alcancé a comunicarle que le dejaba comida, por si acaso. Después le acerqué el tarro para mear.
El tarro para mear era el método que habíamos implementado para evitar los llamados a cualquier hora cuando le entraban ganas de ir al baño. Era un pote de plástico, de esos que se usan para los residuos domésticos, que hacía las veces de inodoro, pero sólo para orinar. Lo dejaba al costado de su cama y yo lo vaciaba cada mañana.
Emulando su conducta inquisidora e irracional, interrogué una vez más si se sentía bien. Al no obtener respuesta, supuse que el viejo ya estaría dormido y me retiré plácidamente. También yo experimentaba una deliciosa sensación de somnolencia.
Recién a la mañana siguiente me dijo que la marihuana le había pegado para el orto. Que había tenido sueños alborotados. Que se había despertado a mitad de la madrugada “con un hambre que ni veas”.
-Es la última vez que lo hago-, me mintió descaradamente.
Todos repetimos lo mismo cuando nos pega una mala, pero en el fondo sabemos que nos engañamos sin piedad.
Se mantuvo cabizbajo por algunos minutos. Lentamente fue largando frases sueltas, como si cada palabra le estuviese buscando el sentido preciso. De esa retahíla de vocablos en apariencia inconexos, rescatamos una actitud positiva: por primera vez desde que nos conocíamos, Lolei comenzaba a replantearse su futuro. Me puso cara a cara con un dilema que requería de una pronta solución.
Aunque se trataba de un tema que ocupaba muchos de mis pensamientos diarios, nunca antes lo había mencionado. Tampoco él hablaba sobre eso. Ahora la sugerencia parecía tener un cariz de seriedad y verdadera preocupación.
Las cosas empezaron a cambiar a partir de ese día.



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(XXXI)
Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Chez Pazinette
Cidex 307/1
33950 – Lège-Cap Ferret
France

23 Novembre 1984
Querido amigo:
Gracias por tu carta, la recibí esta mañana. Te lo digo en serio que me entristeció mucho, porque te escribí hace tres semanas y te mandé una tarjeta para tu cumpleaños. Te dije que lo siento pero no recuerdo de la fecha, pues me lo confundo con el de Danny. Te dije también que en cuanto reciba la indemnización te mandaré dinero si hace falta.
Me duele que puedas pensar semejantes cosas. Eres mi mejor amigo y te quiero como si fueras el padre que nunca tuve. Siempre te escribiré, siempre. Y confío en que nos veremos un día y nos cogeremos un pedo juntos.
Te dije antes que no te había escrito porque estaba cansado. Te digo más: no escribí siquiera a mi madre, ni a nadie. Y te pedí perdón por no haberlo hecho.
Recibí dinero de la Compañía de Seguros. No es mucho, pero con esa pasta volveré a Inglaterra en Navidad. Pasaré unos diez días en Manchester y unos cinco en Londres. Después me marcharé a Lisboa. No quiero ir a Madrid si tú no estás. Espero que puedas encontrar trabajo, si no en España, al menos en Portugal. Ojalá pudiera encontrarme a no más de doce horas tuyo, así podríamos vernos. Mi jefe ha llamado a su colega portugués y este intentará encontrarme enchufe en Lisboa. No soy muy optimista.
Recibí una carta de Kate. Hemos quedado en vernos en Manchester. Le preguntaré si puedo besarla, aunque sea dando traspiés. Recuerdos a Pepé, a Julito. Siempre tu amigo

Alan

domingo, 20 de marzo de 2016

Libros amigables (1)


Selfie

(Ulises Cremonte)



Selfie, de Ulises Cremonte, es uno de esos libros breves que consumís de un solo aliento, sin levantarte de la cama ni para ir a prender un cigarrillo. El relato tiene la virtud de encerrarte rápidamente en sus palabras. Te obliga a permanecer ahí, porque se despliega con un lenguaje llano y ameno, sin contorsiones ni rimbombancias. El autor parece jugar con el placer de entretejer historias pequeñas de otros y llevarlas a una dimensión donde el autorretrato termina definiendo los enigmas del narrador. En el prólogo de la obra, Juan José Becerra lo define mucho mejor:
“Un profesor describe los perfiles de las personas que frecuenta en las redes sociales. El grado de distancia y cercanía con cada una de ellas es inestimable porque son, al mismo tiempo, un enigma individual y una proclama.
“Desvío actual de la vieja tradición de mirarse a sí mismo, la selfie es un modo de hacerse ver en el teatro cada vez más público de la intimidad. Pero a diferencia del autorretrato clasicista, no es una composición sino una toma. ¿Dónde está el interior de la imagen, y que hay en él?
“La diferencia entre el punto de partida de Selfie y su punto de llegada es la del abismo que separa el acto de ver del acto de confesar. En ese transcurso, la escritura de Cremonte, sólida y vaporosa como la realidad de un sueño, nos ofrece un libro y nos da otro”.
Selfie forma parte de la colección narrativa “Sinfonía Emergente” de la editorial platense Club Hem, que este año está presentando además una serie de poesía “Ojo de Tormenta”.


Facebook: Club Hem Editores



Fragmento de la obra

“Conviví con dos mujeres. La primera fue hace tanto que solo recuerdo lo mal que cogíamos y que cocinaba muy bien. La segunda fue la madre de mi hija. Estuvimos cinco años juntos y me dejó por un DJ que tenía un video club que quedaba frente a la cervecería más conocida de La Plata. Por esa época fui a almorzar ahí con mi hija. Nos sentamos en las mesas de afuera y ella me dijo que en el negocio de enfrente atendía el novio de su mamá.
La mayoría de las mujeres con las que después estuve fueron ex alumnas. Parte de mi éxito lo debo a que la materia de la cual soy adjunto pasó de ser anual a ser cuatrimestral. Es el tiempo justo para que el encantamiento docente haga mella. La extensión de dos cuatrimestres muchas veces terminaba por aburrirlas. Y a mí también.
La última vez que me enamoré lo pasé bastante mal. Siempre mi mayor temor es que me dejen de querer. Así no se puede estar, aunque durante un tiempo la cosa funciona. Yo trato de hacer todo lo que ellas me piden, pero mientras tanto germina dentro de mí un, cada vez más inocultable, resentimiento. “Encima que hago todo esto me vas a dejar de querer”. Cuando quiero ser, al menos, un poco más auténtico ya es tarde. Ahora pienso que es muy difícil que pueda volver a convivir con alguien y mucho menos que me vuelva a enamorar. Típico del duelo, ¿no? Los días que no viene mi hija  a casa me dedico a comer y a tomar Fernet Branca con agua tónica. De postre, un cuarto de helado de Kukú. No es que me deprima, aunque paso esas horas como si fueran un feriado. Hay algo que entendí: ya está, no creo que haya mucho más que esto. De acá, al final de mis días las cosas van a ser así. ¿Por qué habría que esperar algo más? Pero no me quejo. Mi único temor es que no quiero terminar como mi mamá.”


(Selfie. Ulises Cremonte, Club Hem Editores, La Plata, 2015. p.68-70)

martes, 8 de marzo de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (30)


CAPITULO
30

El incipiente desvelo de Lolei por la genealogía familiar transitó de la mano a su preocupación por la pertenencia de clases. Esta idea, acicalada por una herencia de imágenes familiares, puesta a prueba a partir de su llegada a La Plata y reforzada con el matrimonio con una dama ilustre de la sociedad platense, lo condujo de discusiones de lo más variadas.
Singularmente anecdótica fue la controversia en que se vio envuelto mi amigo a partir de publicaciones periodísticas sobre aspectos de la vida cotidiana de los platenses y el asunto de las clases sociales.
Todo comenzó con la aparición de una nota en un suplemento dominical del diario El Día, que analizaba el comportamiento cotidiano de la sociedad. Era una temática habitual del suplemento, con artículos que, a menudo, provocaban numerosas respuestas de los lectores, manifestándose a favor o en contra de los argumentos presentados, algunas veces mediante contestaciones que ameritaban nuevas réplicas de otros lectores, de suerte que ciertos temas se extendían durante varias ediciones.
En ese caso, el artículo titulado “La Plata, pueblo grande, infierno chico”, escrito por el lector Federico Martín, presentó una serie de testimonios relevados por el cronista del matutino y venía a responder a una carta-nota anterior de un lector, que había intitulado “Exclusivo para minorías”.


En “Pueblo Grande, Infierno Chico” se partía de una premisa que pretendía explicar los orígenes de la ciudad con su idiosincrasia, merced a un par de constantes que, alternadamente, le fueron dando su forma: por un lado, su cercanía con Buenos Aires; por el otro, su composición social.
“La Plata -dice el autor-, está a mitad de camino entre la chatura pueblerina y su trascendencia de metrópoli. La arquitectura es el remedo de viejos palacios, en los que sus habitantes aguardaban el momento de viajar a la Capital. Así, esa proximidad le fue restando posibilidades de desarrollo y alimentó la fantasía del retorno en los pioneros, es decir, los primeros pobladores de la ciudad, muchos de ellos provenientes de la gran ciudad. Estos sectores fueron los constructores de una mayoritaria clase media, predominantemente empleados públicos y privados, que fueron consolidando la imagen de la ciudad. De tal modo, se establece que los límites de la ciudad están bien delimitados: así como su trazado urbano, que no depara sorpresas y se da por conocido que cada tantas cuadras hay diagonales y plazas y edificios públicos, del mismo modo la vida social se sostiene sobre un destino sin sobresaltos, amortiguados por la sensatez y el sentido común”.
Buen ejemplo de esta postura es la opinión de un sociólogo, quien observa  que “en La Plata no hay hippies, y si los hubiera, tendrían que ser muy pulcros, para que se les permita entrar en las facultades o en las oficinas”.




Bajo estas condiciones, “la familia formalmente constituida ha sido y es una institución básica. La pareja platense sigue inexorablemente un proceso: noviazgo, compromiso y casamiento. Y el casamiento, como los cumpleaños o los entierros, son motivos de reuniones familiares. De allí que pequeños ‘grandes’ escándalos adquieran dimensiones de catástrofe. Y también, por otro lado, el ‘no te metás’ es condición indispensable para tener la felicidad de un hogar seguro y ordenado en el que los hijos, sanos y robustos, crezcan bajo el amparo de un empleo seguro”.
Esto es porque “La Plata, al carecer de una clase alta incapaz de dilapidar fortunas y promover hechos resonantes, y también desprovista de una clase obrera que conmueva con huelgas y luchas, los ‘grandes escándalos’ de la ciudad son el resultado de la transgresión a normas prefijadas. Extrañas conductas de familias conocidas o casamientos de apuro son sucesos que conmueven”.
“Bajo el cuidado de esos límites, la clase media se diferencia de otros grupos desvalorizados. Y los topes se establecen en el orden, la educación y la vestimenta, es decir, en las apariencias, en las relaciones que se mantienen más próximas a la hipocresía que al verdadero diálogo, de manera que los demás, ‘los otros’, sean semejantes a un coro griego”.
“Cómo se llegó a esto -se pregunta el cronista-, y bajo la argumentación de que ‘trabajar cansa’, dice que “durante los primeros años algunos sectores pretendieron, en similitud a la sociedad porteña, detentar la exclusividad del acceso a determinados lugares. Pero estos grupos familiares eran grupos de escasa fortuna, y su grado de independencia llevó a situaciones tales como la de un conocido miembro de esa ‘sociedad’, que debió empeñar todas sus medallas y trofeos para pagarle siquiera a su cochero”.
“Por esa razón los círculos no duraron mucho, y menos cuando los funcionarios públicos dependían de los avatares de la política, y las llamadas profesiones liberales pasaron a ser para la clase media más que un ascenso de status, la permanencia en los puestos de mayor jerarquía.
“Una profesora de inglés cuenta que antes, cuando se llevaba un muchacho a la casa, se le preguntaba de qué familia era; el interés ahora es qué estudia o qué profesión tiene. Un médico alude a que La Plata es un lugar difícil para trabajar, por un lado, porque la mayoría de la gente está mutualizada y las esperas para cobrar los honorarios suelen ser extensos, y por otro, porque al conocerse todos, muchos se creen con derecho a no pagar por ser conocidos o vecinos. La Plata carga con el destino incierto –insiste el autor de la nota- de ser un barrio porteño, pero que poco a poco va dejando de serlo. La ciudad crece. Pero la hegemonía cultural sigue estando en Buenos Aires”.
Y, como dice un graduado de filosofía que trabaja en un restaurante céntrico, “esta ciudad produce filósofos para que sirvan las mesas de los empleados públicos”. O, como opina un literato, “los únicos que llegan son los futbolistas”. En sí, predomina una vida pueblerina con viejos grandes prejuicios. Lo ilustra una joven estudiante de 22 años, que dice sonriente que “las mujeres de La Plata tratan de copiar lo que pasa en Buenos Aires, pero con una maxi más corta, una mini más larga, y sin animarse a fumar en la calle por miedo a ‘quemarse’. Claramente, resume que si a esta ciudad le cortaran el contacto con Buenos Aires, le pasaría lo mismo que a un enfermo grave a quien le sacaran el pulmotor…”
“El predominio de las clases medias, ante la carencia de clases altas, marcan el orden cultural y las costumbres de la ciudad, de las familias y de la sociedad. Las clases altas prácticamente no existen”, concluye.



El resultado de esta interpretación generó una andanada de respuestas y comentarios, entre apoyos y detractores furibundos.
Uno de ellos fue mi amigo Lolei, quien bajo el seudónimo de Florencio Carlos Miranda (nunca explicó las razones por las que se disimuló tras ese alias), replicó con una amplia y no menos polémica carta en la que trata de dejar en claro su visión sobre la cuestión. Apelando a un estilo pretencioso, algo de ironía y otro toque de ilustración, fundamentadas con citas bibliográficas, Lolei-Miranda refuta desde el título la premisa de la nota: “En La Plata también hay clase alta”.




Desde el vamos se apunta con una respuesta y a la vez una pregunta ante la afirmación del autor de la nota ‘Pueblo Grande, Infierno Chico’, que afirma que La Plata carece una clase alta, capaz de dilapidar fortunas y promover hechos razonantes. “Me pregunto si el redactor de la nota –indaga Lolei-Miranda- cree que la clase alta para ser tal debe imprescindiblemente tirar la plata por la ventana, producir acontecimientos que den que hablar a medio mundo o bien tener una conducta escandalosa más o menos permanente. Esto me recuerda un libro de Arturo Jauretche en uno de cuyos capítulos, mordazmente dedicado a Beatriz Guido, se refiere a la imagen que el ‘medio pelo’ tiene de la clase alta, y que la escritora parece compartir”.
‘Parece compartir’ sería decir, lisa y llanamente, comparte. Pues, en rigor, Jauretche dedica un capítulo entero de “El medio pelo en la sociedad argentina” a la escritora rosarina, capítulo que llamó sin ambages ‘Una escritora de medio pelo para lectores de medio pelo’, y en el que vilipendia taxativamente su libro “El incendio y las vísperas”, analizando desde la clase alta y su discurso, su comportamiento sexual y los símbolos políticos hasta la noción de las clases dentro de la novela y la postura que la propia escritora siente sobre sí misma.
“Sin la existencia de las gordis este éxito editorial sería incomprensible. Requiere de un público en que se dé en la mismas medidas que en su libro, la ignorancia y la petulancia intelectual, la falsedad en la posición y el aplomo para actuar del que la ignora, y que participe de una visión del país completamente sofisticada a través de una lente de convenciones deformantes y tenidas por ciertas (…) Por eso digo: una escritora de medio pelo para lectores de medio pelo”, sintetiza el autor antes de introducirse en un exhausto y picante recorrido por las conductas relevantes de la novela. Pero aun así esta digresión no llega a convalidar la visión que Lolei-Miranda pretendía demostrar para usar como ejemplo en su carta, según él mismo me lo contó mientras recordaba este episodio. Es más, incluso sugirió que el comentario sobre la obra de Jauretche y su visión sobre Beatriz Guido ni siquiera tenía relación con el tema que se proponía tocar.


Nosotros seguimos con la carta, que leímos de forma completa: “Sobre la necesidad de poseer ‘fortuna’ para que una familia sea de clase alta, refiere Ignacio Anzoátegui en ‘Vidas de muertos’, biografiando al poeta Carlos Guido y Spano, que ‘su hogar era el hogar porteño que andaba mal de dinero y andaba bien de antepasados’, pero esto último les permitía ‘codearse con las otras familias copetudas de estancia y fama’. O sea que la clase alta estaba representada por los que poseían ‘apellido’ y plata, y también por los que ostentaban sólo lo primero, sin que lo segundo fuera requisito sine qua non para lograr la correspondiente aceptación social”.
“En cuanto a la ‘capacidad para dilapidar fortunas’, sostiene Julio Mafud en ‘Los Argentinos y el Status’: ‘Consumir como derrochar es una de las formas de adquirir prestigio social. Se compra no desde el status en que se está sino de aquel que se desea estar. Los miembros bien estructurados en la clase alta están estabilizados en su correlación de posición económica y consumo. No les sirve éste para mostrar su prestigio social. No ocurre así con las otras clases que tienen como ideal el prestigio y la conquista de status. Los miembros de la clase alta no tienen, por lo general, la necesidad de confirmar su status. El caso más espectacular de lo que decimos son los grupos o las clases de los nuevos ricos. En la clase alta el tiempo de la estada en el status ha borrado esa inseguridad.
“La Plata, a partir de su fundación y con el correr del tiempo, recibió la ‘inmigración’ de familias de prosapia patricia -y/o con prestigio social equivalente- que sin fortunas para dilapidar (ni necesidad de hacerlo, ni de haberlas poseído) se radicaron aquí y constituyeron  –como antes en Buenos Aires, de donde provenían- una auténtica clase alta señorial. Algunas participaron de la no muy ostentosa vida mundana de La Plata; otras lo hicieron sólo muy ocasionalmente. Cabe mencionar familias como las de Guido Lavalle, Durañona, Sánchez Viamonte, Monteagudo Tejedor, Ortiz de Rosas, Pividal Paunero, Riglos, Lynch, Ramos Mejía, Molina Carranza, Cajarabillo, Nuñez Monasterio, Rivero y Hornos, Albarracín Sarmiento, Ocampo, Figueroa Balcarce, Oyuela, Bermejo, Molina Salas, Lastra, Sáenz Quesada, Malter Terrada, Díaz Bavio, Rebollo Paz, Dillon, Escobar, etc. Cito sólo algunas a título de ejemplo, para afirmar la existencia de una clase alta en La Plata. Insisto: sin fortunas para dilapidar, pero de clase alta.
“Paulatinamente consolidaron un prestigio social platense –sin abolengo patricio- familias de clase media cuyos miembros se destacaron meritoriamente en actividades profesionales, intelectuales, políticas o docentes: Alconada, López Merino, Mercader, Vignart, Gneco, Saraví, Ringuelet, etc. Es discutible que este grupo haya pretendido ‘detentar la exclusividad de acceso a determinados lugares (sic)’. En primer lugar porque los ‘determinados lugares’ se reducían a un solo: el Jockey Club. Fuera de él, ignoro qué otro bastión social podía tratar de defender ‘esa sociedad platense’ a la que despectivamente alude el autor de la nota. El ejemplo del caballero que no podía pagarle ni a los cocheros es irrelevante para emitir un juicio general. Gente que gasta más de lo que gana hay en todas partes y sinvergüenzas también. Pero acá no se trata de una cuestión de ‘clases sociales’  sino de ética personal.
“La nota adolece de inexactitudes varias en otros aspectos y que resultan de un superficial intento de ‘hacer sociología’ por un lego en la materia, que además parece sentir poca simpatía por La Plata, su gente y su ambiente”.
Y firma el artículo Florencio Carlos Miranda, para nosotros, simplemente Lolei.


Quince días después, en el mismo suplemento, se dedicó una página entera con respuestas a esta carta de lectores firmada por Miranda, ya que, según explican en la introducción de la nota, a partir de esa aparición el correo del diario recibió abultadas declaraciones, a favor y en contra, incluso varios llamados telefónicos en busca de información accesoria.
A modo de resumen, se publicaron entonces algunas de esas sentencias, muchas de las cuales merecen ser transcriptas literalmente para poder analizar la dimensión de la discusión.
La primera es de un tal Miguel Guasp, quien propone que la carta de Miranda “sólo puede ser producto de una grosera mala interpretación”, y que a su entender “tal lector sólo debe haber leído las cinco primeras líneas de la nota, en la que no se pretende dar una definición de clases, sino hacer una caracterización de la ciudad de La Plata, que tiene –y eso lo sabemos todos- una gran mayoría de su población distribuida entre los sectores de la clase media. Que haya uno que otro apellido con lustre añoso esparcido por allí, no hace al fondo de las cosas. Y mucho menos si, con prosapia patricia y todo, la tan mentada clase alta platense no tiene más remedio que mandar a sus hijos a trabajar a los ministerios (no de ministro, justamente) y se pasa haciendo economías para poder alcanzar a fin de mes. Entonces, no queda más remedio que aceptar la verdad de lo dicho por Federico Martín”.
En forma algo más extensa, un anónimo J.J. afirma que “tengo 56 años de vida en esta ciudad. Me eduqué en La Plata, tengo aquí mi hogar, mis amigos, mi trabajo y mi mundo”. Declara que tiene un “profundo conocimiento de la idiosincrasia de su gente”. Y asegura luego que “a esta altura de mi vida llego a la conclusión de que, efectivamente, no hay gente de clase alta capaz de dilapidar fortunas y promover hechos resonantes”.
Este lector confunde la personalidad de Miranda (tal vez por no haber leído el título de la sección en que se publicó su escrito: Cartas de los lectores) y se dirige a él llamándolo “señor periodista”. Entonces le recuerda: “Usted señala un conjunto de familias de nombres de tinte legendarios de las que me tocó conocer sus descendientes (Guido Lavalle, Durañona, Albarracín Sarmiento, etc) Lo invito a que eche un vistazo a los apellidos que llenan la página de sociales de algunos diarios porteños y podrá darse cuenta que, junto a ellos, los aristócratas de esta ciudad son tan pobrecitos que todo intento de comparación resulta atrevida… Los platenses tenemos la desgracia de querer aparentar lo que no somos. Estamos enfermos de status y cualquier familia que empieza a figurar un poco siente de inmediato la necesidad de la apariencia. La Plata está poblada por gente presupuestada (que vive del presupuesto), con sueldos poco menos que magros y una vocación de matemáticos que les permite arreglárselas para poder vivir. Sin embargo, si uno los ve caminar por la calle y no sabe si son dueños de una fábrica o simples empleados… Así es, amigo periodista, la gente de La Plata: llena de vanidad, con pretensión de figurar. Viven amontonados en una pieza, pero en la puerta no les falta un auto último modelo. Fíjese que La Plata es la ciudad con más autos en relación al número de habitantes, lo que contrasta con el poderío comercial o industrial que tiene. Cuando usted encuentra un amigo, la primera pregunta es: ‘qué auto tenés?’ Así es La Plata”.
-Acá te maltrataron un poco-, le comenté a Lolei-. Incluso te trataron de ‘señor periodista’.
-Hubo peores-, me dijo. Seguí leyendo y comprobalo.
De hecho, el que seguía, directamente lo mandó a estudiar. “Me permito aconsejarle al señor Miranda –enuncia J.I. Martínez- que para publicar una nota del tipo de la que apareció en el Suplemento el 21 de marzo, debería asesorarse con algunas de las publicaciones existentes al respecto, como la “Historia Espiritual de La Plata”, de Miguel Font, los Círculos Anuarios Sociales, que se publicaron en nuestro país hasta 1930, la Reseña Histórico-Social Platense que se está por publicar, o la colección de los diarios La Opinión y El Día. De esa manera evitaría el imperdonable error de mencionar como familias fundadoras a algunas que se radicaron en nuestra ciudad hasta 20 o 30 años después de que Dardo Rocha colocara la piedra fundamental, omitiendo otras legítimamente fundadoras como Rocha de la Fuente, Arana, Argüello, Lascano, Lecot, Reyna Almadez, Aramburu, de la Serna, Villa Abrille, Lavié, Susini, Sandoval, Portela Goyena, Sempé, Arauz Founrouge, Delheye, Gambier, Cotti de la Lastra, Montes de Oca, Mallo Huergo, Pera Echagüe, Ferrando, Blomberg, Silva Lezama, Lima, Guezalez, Incháurregui, González Arzac, Rivas, Casco, Sagastume, Rebagliatti, Curth, Szelagowsky, Rivarola, Tiscornia, Traynor, Guido Spano, Ves Losada, Almeida, Irle, Rezábal Lagenheim, que tanto contribuyeron a la vida cultural, social y política de nuestra ciudad. Todo esto sin dejar reconocer que muchas de las familias mencionadas por el señor Miranda, están bien incluidas”.
-Este te cagó, viejo- apunté-, puso más nombres que vos… Se nota que estaba más instruido que vos. O más al pedo...
-No seas pelotudo, pendejo -se quejó Lolei-, y aprendé a leer bien porque este fulano ni siquiera responde a los planteos que yo había hecho. Agrega nombres de épocas anteriores a las que yo refiero. Y después de todo termina reconociendo que lo mío no estaba mal.
-Buen consuelo, que poco aporta -le dije.
Ya me pesaban los párpados, pero continué con el artículo.
“Hay un detalle interesante. Así como las publicaciones de marras motivaron las correspondencias, también fomentaron el anonimato. Tal vez fuera la ‘famosa’ lista de Miranda la que, por sus implicaciones, invitara a obviar datos personales. Como conclusión puede no ser válida; pero son los hechos: más de la mitad de las cartas recibidas carecían de remitentes. Una variante que no es de las más comunes”
-Eso quiere decir más o menos –le comenté-, que no fuiste el único en usar seudónimo. Bueno, al menos usaste un nombre, se ve que la mayoría ni siquiera eso. Una reyerta clasista de tilingos anónimos…
Pero Lolei ni siquiera consideró mi comentario. Entonces seguí:
“Lo insólito de la carta de Miranda –se indigna N.E.S.- es dar nombres. No es que niegue el señorío de esas familias (entre ellas tengo parientes y amigos) y me une un entrañable afecto a los Ocampo y los Oyuela. No me parece que les cause mucha gracia esa desubicada mención que resulta un Index para grupos subversivos. Pero, lo peor de todo, lo espantoso y contradictorio, es ese reducido grupo de ‘personalidades intelectuales, políticas y docentes’. Así como en todas las clases hay inmorales, en todas ellas hay y hubo intelectuales y docentes. Para no caer en la falta de clase de dar nombres, señalaré que, si bien es cierto que uno o dos miembros de una o dos de las familias que menciona el señor Miranda fueron personalidades, tal cosa no depende en modo alguno de la categoría social (máxime en familias que son conocidas, más que nada, por lo abundantes), pero hubo y hay una legión de intelectuales y docentes de prosapia que desbordan sabiduría, capacidad y permanecen en el recuerdo de los alumnos para toda la vida, como la vigencia de sus enseñanzas”.
-Más que acusarte de cañuto, chismoso y soplón, poco dejó el comentario de este indignado N.E.S.-, acoté tras finalizar la lectura.
A esta altura ya me estaba aburriendo y tras cada párrafo apostillaba, a modo de resumen, lo leído. Notaba que también la atención del viejo iba cediendo y que, incluso, apenas si escuchaba lo que yo decía. A todas luces, la contienda resultaba, para mi modo de ver las cosas, total y absolutamente baladí, pero a la vez funcionaba como interpretación de sus más recónditas inquietudes. Ante la falta de respuesta a mis definiciones, yo avanzaba con la lectura del artículo, que se hacía a cada línea más interminable.
-Me gustó lo del Index para un grupo subversivo-, comentó Lolei apenas riéndose cuando estaba por emprender el próximo apartado.
“Después de atiborrar con una colección inaudita de confusiones –alega un desconocido V.G.M.- Miranda sólo tiene un acierto: reconocer que la vida mundana de La Plata no es muy ostentosa que digamos. Yo quisiera recomendarle a ese señor una profundización de sus estudios sociológicos. Así podría encontrar una definición de clase alta que se acercara más o menos a la realidad. Lamentablemente, las fuentes que cita (Arturo Jauretche, Ignacio Anzoátegui, Julio Mafud) tienen muy poco que ver con un estudio científico de la sociedad en que vivimos y, hasta ahora, nadie reconoce a ninguno de ellos como autoridades o peritos en la materia. Había una vez en la Argentina –y discúlpeme si lo empiezo como un cuento-, un tiempo en que apellido y fortuna se emparentaron: los fundadores de la Patria (los patricios, que menciona Miranda) resultaron tener mucho que ver con los dueños de los campos, del trigo y de las vacas. Después las cosas cambiaron, como el país, que fue creciendo y recibiendo inmigrantes. Llegó un punto en que el apellido, por sí solo, pasó a cuarto intermedio. Y me atengo a la definición de clase que da Gino Germani, para explicarle que ellas se distinguen de acuerdo a la relación que guardan sus miembros con la economía. Así que resulta que alguien es de clase alta (usted, yo, el vecino), cuando cuenta con suficientes medios económicos como para merecerlo. Lo demás sólo son matices que no hacen al fondo de las cosas. Entonces resulta que un hijo de familia con apellido linajudo, pero con antepasados que perdieron su fortuna en algún vericueto de la historia, es tan clase media como el descendiente del inmigrante con quien –linaje aparte- no tiene más remedio de codearse en la Universidad, la oficina o los Tribunales. O a lo mejor resulta que este último pertenece a la ‘clase alta’ si sus ancestros   –o él mismo- se tomaron el trabajo de conseguir medios suficientes. Así las cosas, resulta que la lista puede ser muy exacta –y en ella se citan numerosos apellidos ligados de una forma u otra con nuestra historia nacional- pero no resuelve nada si de clases se trata. Para terminar, me quedo con lo dicho por Federico Martín: en La Plata no existe una clase alta ni nada que se le parezca, aunque muchos tuvieran intenciones de que así fuera”.
-Este quía -le dije con tono calmo, mirándolo a los ojos-, tiene argumentos endebles, pero argumentos al fin, además de una visión sociológica claramente orientada, como se aprecia en la definición de Gino Germani por sobre la desacreditación de don Arturo Jauretche, a quien desconoce como ‘perito en la materia’. Ahora, me parece a mí, el tipo le apunta al cura pero le pega al campanario, ¿o el equivocado soy yo?
Lolei pensó y masticó una respuesta concreta, que terminó siendo tan gris como su camisa:
-A ese pelotudo lo conocía bien, Víctor Gabriel Marosco, que con ese nombre no puede opinar un carajo. Como ya viste, analiza la cuestión de clases sólo por lo económico. Y se olvida –o directamente obvia- de las cuestiones de status psicológico, de su jerarquía social en el devenir histórico de la patria. Es un pelotudo, es un pelotudo-, repitió un par de veces más, dejándome, en definitiva, más confundido que antes. Y pensando si tal vez no era él quien apuntaba mal…
-La nota ya termina-, lo interrumpí. ‘Los extremos’, dice un último apartado. Y comienza: “Ofensas, felicitaciones; los lectores Martín y Miranda –más el segundo que el primero- cosecharon reacciones diversas. ‘Soy platense, pero vivo la mitad del año aquí y otro tanto en Mendoza –explicó Fabián G.- Cuando mis familiares me mostraron la nota de Martín, decidí guardarla junto con mis papeles para no olvidarme de llevarla en el próximo viaje. Nunca he visto una pintura tan exacta de lo que es La Plata y de cómo es su gente’. Menos efusiva Myriam P. se molestó por ‘la inconveniencia de sacar historias de un viejo anecdotario (la del caballero que no podía pagarle ni a los cocheros, por ejemplo) que en La Plata, -donde ‘somos pocos pero nos conocemos mucho’, como dice Martín- todos tenemos lo suficientemente presente como para identificar sin problemas nombres y apellidos’. Coincide totalmente J.G., agregando que ‘sólo un marginado puede sentirse tentado a criticar la vida de los platenses. Pienso que en el fondo, ni Martín ni Miranda tienen el punto de vista justo. El primero tiene una imagen superficial de lo que es la gente de la ciudad. El segundo vive en otra época”.
Bostecé como un oso, alegué cansancio y anuncié mi partida. El viejo aprobó en silencio. Cumplimos con el rito del baño y lo acosté. Nos despedimos sin comentarnos la experiencia de leer sus polémicas clasistas en la prensa.
Ambos sabíamos que no valía la pena. Existían maneras más dignas de gastar el tiempo.


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(XXX)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Chez Pazinette
Cidex 307/1
33950 – Lège-Cap Ferret
France

15 Septembre 1984
Querido Hugo:
Gracias por tu carta, la recibí hace un ratito. Te escribo enseguida porque sé lo que tengo para decirte; mañana tal vez ya no lo sepa.
Recibí una buena noticia hace una semana. Volví al hospital porque tenía el brazo entumecido. El médico dijo que la fractura se había sellado y que me quitarán la escayola dentro de 4 semanas, o sea, el 12 de octubre. El 14 voy a asistir a un bautizo; cogeré un pedo.
Llevo un mes sin emborracharme. La última vez desperté a todos los clientes del hotel, cantando. No me daba cuenta que estaba cantando en voz tan alta. Le desperté también a él, que vive en un piso al lado. Me echó una furiosa bronca que ni veas, pero al día siguiente se rió.
Un amigo mío se fue de aquí. Iba a hacer escala en Barajas y le di tu número de teléfono para que te llamara. Es argentino. Por lo visto no lo hizo, si no me lo habrías contado.
Me preguntas cómo vivo y de qué vivo. Pues de la bondad y la generosidad de esta familia, que se ha portado de maravillas. Cuando cobre la pasta que me deben los alemanes, voy a darles la mitad. Les debo tanto.
¿Y después? Pues no sé. Pienso que cuando me quiten esta mierda me largaré. Tengo que ganar dinero, sólo me quedan 15.000 pesetas y necesito pagar el billete del tren. Tengo que ganarme la vida de cualquier forma, ya veré cómo. Tal vez me vaya después del bautizo. Pero, ¿para qué hacer planes?
Espero poder ir a Madrid para celebrar tu cumpleaños. Haré todo lo posible, te lo juro, porque presiento que irás a la Argentina y te quedarás allí. Conseguirás un buen cargo en un cuerpo diplomático o algo así. Te echo mucho de menos y sueño a menudo con una borrachera juntos. Te mando un reportaje que encontré en la revista Cambio 16; espero que te guste y no te ofenda. Ofenderte sería lo última cosa que deseo.
Escríbeme pronto. Da mis recuerdos a Pepé y a su familia. Y a todos los demás. Tu amigo que no te olvida y nunca te olvidará

Alan