CAPITULO
31
Al
viejo el porro le pegó para la mierda la primera vez.
Fumamos
un domingo, tras haber pasado yo una noche de sábado con amigos. Esa fue una
jornada larga, trasnochada, divertida, y recién reaparecí al día siguiente.
Como ya le había anticipado que seguramente no dormiría en mi casa, no molestó.
Me
costó convencerlo de que no lo abandonaría ni me escaparía para siempre. Ya me
calentaba la cabeza con ese tema: sus miedos y su excesiva desconfianza para
todo lo llevaban a pensar que yo algún día huiría del departamento, me rajaría
de sopetón, como si nada, y él quedaría otra vez a la deriva.
Por
esos días nuestra convivencia ya había conocido los primeros signos de
turbulencias. Cada vez que pasaba frente a su puerta tenía que avisarle adónde
iba. Debía rendir cuentas a cada momento: “voy a comprar cigarrillos”, “voy a
la facultad”, “voy al almacén”, “voy a mear”, “voy a la esquina a ver si
llueve”, “voy a estudiar”, “voy a garchar”, “voy a dormir”. Debía informar
todas y cada una de mis actividades y dejar constancia de que volvería.
Una
vez lo reprendí: “¿querés que te firme un pagaré para que te quedes tranquilo
de que no me voy a escapar?”, pregunté enojado.
El
tipo, encima, se hizo el ofendido y acusó maltrato. Pero la realidad era esa, y
las presiones tocaban límites de intolerancia. Varios episodios de esta índole
culminaron en escenas dramáticas.
-Tengo
derecho a salir con mis amigos o con quien sea y volver a la hora que se me
plazca. Jamás di explicaciones a nadie de lo que hacía o adónde iba. Y si no me
querés creer, jodete. Peor para vos.
Aquella
noche batallé un buen rato para que comprendiera. Costó, pero lo logré. El
logro en realidad era un trato. Consistía en que se convenciera de una puta vez
que volvería a mi hogar, a la hora que se me diera la gana, y que cuando
volviera, como siempre lo hacía, pasaría por su casa para mostrar mi buena cara
de “acá estoy, quedate tranquilo que llegué”. A cambio de eso, él prometía no
gritar durante mi ausencia.
Gritar,
a esa altura, era el equivalente a un trueno, a una hinchada de fútbol coreando
mi nombre pero no para alentar, sino para intimidar, obligar, exhortar desde la
desesperación. El grito era su señal de advertencia. Y por lo general no cesaba
hasta que yo hiciera mi aparición en su casa. Imagínense la cantidad de
aullidos que pudo haber dado entre las dos de la mañana y las tres de la tarde.
Me prometió que no lo haría. Y a mi regreso aseguró que durante mi ausencia no
me había llamado. “Muy bien, aprendiste la lección”, festejé en silencio.
Luego
me enteré que sí gritó, exactamente en ese horario: “alrededor de cien, ciento
diez veces, entre las dos de la mañana y las tres de la tarde”, contabilizó en
el colmo de la impaciencia mi vecina Dora. Tuve que soportar, tras cartón, ese
enojo.
Lo
cierto es que bajo esa promesa finalmente incumplida, aquella noche de sábado,
tras varios meses de encierro forzoso, me fui de parranda. Fue casi una
exigencia de mis amigos.
“Si
entiende o no entiende el trato es su problema”, me retaron. Y me convencieron.
Suelo tener el “sí” fácil para ciertas decisiones.
Fue
una caravana que arrancó por bares, siguió en casas particulares de amigos de
amigos de alguien, pasó por algún boliche y terminó en donde tenía que
terminar. Nos levantamos bastante tarde el domingo, cansados pero repuestos.
Yo, con una inusual percepción de felicidad. Recién cuando caminaba de regreso a
casa me acordé de Lolei. Había tenido una velada ajena a su presencia después
de varios meses. Era un alivio no haberle dedicado un solo pensamiento.
Confiado en su buen comportamiento, volví con tranquilidad. Él me recibió con
su estado de sorpresa habitual:
-¡Viniste!
Pensé que…
-Ya
sé lo que pensaste, ni me lo digas –interrumpí- ¿Comiste todo lo que dejé?
-Sí,
lo terminé esta mañana. Tengo hambre… Podrías…
-Sí,
puedo. Aguantá un poco que recién llego. ¿Dormiste bien? ¿No me llamaste?-,
pregunté temeroso.
-Noooo,
para nada… ¿Cómo la pasaste? ¿Adónde fuiste? ¿Con quién saliste? ¿Dormiste? ¿Adónde
dormiste?-, indagó, desviando a su gusto mi pregunta.
-Después
te cuento. Ahora paso sólo para saber cómo estás. Me fijo si tengo algo para
comer. También tengo hambre. Vuelvo más tarde…
-Esperá,
no te vayas… -me frenó-. Evaluó sus palabras antes de hablar: “Anoche soñé con
vos…”
-Cagamos.
No me digas nada. Empezaste a los gritos… Cada vez que soñás, gritás…
-Nooo,
te lo juro –dijo haciendo una cruz con los dedos en los labios. Me sostuvo una
mirada de perrito abandonado. No podía simular su propia mentira, pero yo le
creí su juramento-. Soñé –me contó mientras se miraba las manos- que los dos
juntos salíamos de juerga. Íbamos de picos pardos, los dos solos. Recorríamos
bares, con mucha gente, mujeres, borrachines, pendencieros. Me acuerdo
perfectamente de uno, en Madrid, uno que frecuenté en mis años allá. El de
Joselito, no recuerdo el nombre del bar. Yo cogía un pedo que ni veas y vos me
tenías que sacar a rastras. Estaba borracho perdido, pero veía todo, escuchaba
todo, como en un sueño. Un sueño dentro del sueño. Vos me cargabas sobre tus
hombros y te cagabas de risa. Después no me acuerdo más…
-Un
sueño bastante mediocre, pobrecito en imágenes, demasiado simplón-, dije
desganado.
-Me
parece que habíamos pitado unos porros. Bueno, eras vos quien había pitado
porros, no sé si yo...
-¿Estuviste
siguiéndome anoche?-, inquirí alarmado. Me aplicó una mirada confusa-. No dije
nada, dejalo así. Voy por comida y vuelvo, no te vayas a ningún lado-, ironicé.
-Volvé-,
chilló, una vez más.
No
tenía una dotación de víveres suficiente para ambos. Pan viejo, unas fetas de
queso y mortadela, un tomate. Armé un
generoso sánguche para él y otro para mí. Tosté el pan en el horno para
que fuera comestible. Lo adobé con mayonesa. Preparé café con leche para ambos.
Antes
de bajar me cambié la ropa. Hacía calor y busqué algo más cómodo y ligero. Al
vaciar los bolsillos del pantalón encontré la bolsita. Marihuana picada como
para armar cuatro o cinco cigarritos. Recordé que tenía más dentro de la
billetera. Ahí estaban, dos porritos aplastaditos pero enteros. Los guardé en
la caja de Marlboro, junto con el encendedor. Me metí el atado en el bolsillo.
Busqué la comida y bajé.
Lo
ayudé a sentarse en la cama para comer.
-¿Qué
me trajiste?-, preguntó
No
le gustó la idea del café. Me dijo que hacía años no tomaba café porque le daba
acidez y le quitaba el sueño. Y encima tenía leche. El café con leche es para
maricas, sentenció.
-Pues
entonces deberé ser un tremendo come pollas y todavía no me enteré-, respondí.
Sin
cambiar el tono ofrecí agua fría, “es lo único que tengo”.
-¿Puede
ser un té bien calentito?-, pidió. Le dije que no tenía té. “Podrías pedirle a
algún vecino, es sólo un saquito, nada más”. Lo miré con frialdad.
-¿Leche
sola?-, ofrecí
-Puede
ser un vaso de leche, pero calentita-, propuso.
-Eso
no es de maricas, para nada-, dije.
Me
insultó.
Subí,
calenté la leche y la serví en un tazón. Cuando regresé ya se había embuchado
el sánguche y con los ojos saboreaba el mío. Qué más da, me dije, y se lo dí.
-Me
entró una duda acerca de tu sueño. Me dijiste que estábamos en Madrid, ¿verdad?
Me llamó la atención que ‘te cogieras un pedo’, que íbamos de ‘picos pardos’, o
‘pitábamos porros’… ¿Tus sueños incluyen modismos? Si la joda hubiese sido en
Argentina seguramente nos agarrábamos una mamúa tremenda, o nos fumábamos unos
fasitos… ¿Hablás con expresiones vernáculas cuando te soñás? ¿Qué hubiésemos
hecho en caso de haber estado en Islandia, o en Azerbaiyán, o en Borneo?
No
respondió a mi curiosidad, sospecho que porque adivinó un ligero tono de
sarcasmo. Y además, porque Lolei tenía la buena costumbre de no hablar mientras
comía. Y estaba muy ocupado con su comidilla como para sacar dudas en temas tan
socarrones. Lo dejé finalizar con su tarea. Después de tragar la leche me pidió
un cigarrillo.
-Tengo
un cigarrito de marihuana, ¿querés compartir uno? Estuviste soñando con eso,
algo debe significar…
-¿Marihuana?
–dijo entre sorprendido y asqueado-. No sabías que andabas en eso…
-No
ando en nada, viejo, no seas tilingo –lo corté en seco-. Tengo un porrito y te
convido, eso es todo. Si tu religión o tus buenas costumbres te impiden aceptar
basta con decir “no” y listo. Ni se te ocurra meterme un sermón porque me voy…
-Es
que no me imaginaba que vos anduvieses pitando esas cosas, nene…
-Bueno,
en realidad conocés poco y nada sobre mí, fuera de mis escasas respuestas a tus
cuestionarios. No pongas los ojos en blanco ni me mires como un criminal, viejo
choto, careta… Lo único que falta es que llames a Fleco, Male y el doctor
Miroli…
-Es
que marihuana… a esta altura, no sé, le tengo un poco de desconfianza…
-Es
simple, con decir “no”, alcanza. No es necesario hacer tanto espamento. Tomá un
cigarrillo…
Prendí
dos y le alcancé uno. Fumamos en silencio. Lolei me contemplaba con un dejo de
asombro y recelo, como si le hubiese convidado comida podrida. Adiviné que
estaba evaluando la invitación, sopesando las contradicciones que le
provocaban. Al cabo de un rato rompí el silencio y pregunté si estaba
satisfecho con la comida. Respondió que “siiiiiií”, enfatizando la respuesta.
Me agradeció.
Me
preguntó nuevamente “cómo te fue anoche, adónde fuiste, con quién estuviste”.
Le conté lo que tuve ganas de contar, de forma somera. Al viejo le gustaba
conocer detalles, siempre trataba de indagar a fondo. A cada final de frase de
mi relato se sucedía una pregunta, que yo respondía con frases cortas. Rara vez
agregaba muchos datos a la información. Consciente de mi reticencia a
extenderme en detalles, optó por cesar en sus pesquisas. Se alegró por mi
experiencia.
Me
lo dijo en un tono de simpatía, como si fuera un descubrimiento. Desde su punto
de vista, esa había sido la primera vez en mi vida que salía. Entendí su modo
de interpretar la realidad: yo no tenía pasado, sólo el que se ceñía a nuestra
convivencia. Era comprensible el análisis fragmentario al que sometía mi
existencia. Máxime cuando en nuestras charlas abundaban las narraciones acerca
de su vida, no de la mía. En ese punto nos diferenciábamos mucho: a él le agradaba
relatar su propia vida, relamerse con su pasado; a mí, en cambio, no me
interesaba hablar de mi presente ni de mi pasado más que lo necesario.
Le
anuncié que me iba. “Tengo cosas que hacer”, dije.
-Bajaré
más tarde, pero no muy tarde porque mañana tengo que madrugar-, dije.
-¿Vas
a cocinar algo rico?-, se previno.
-Voy
a tratar de cocinar y punto-, aclaré.
Tuve
que ir hasta el almacén para abastecerme de mínimas provisiones. Las cenas de
emergencia por lo general no superaban de una guarnición modesta y de rápida
elaboración. Caí antes de las nueve con un sustancioso plato de fideos blancos
y salchichas.
-Me
gustan los fideos-, celebró.
Lo
dejé comiendo solo y me volví a mi casa, “tengo que terminar de leer un
artículo”, aclaré.
-Vuelvo
más tarde-, avisé, y con esa sentencia dejaba en claro un pedido: “no me
llames, vuelvo en rato”.
Entendió
y cumplió.
Bajé
al cabo de una hora. Lolei estaba acostado boca arriba, con los ojos cerrados
pero no dormido, escuchando la radio. Recogí los trastes del suelo. Cuando me
escuchó se sentó en la cama. Me hizo algunas preguntas, como si estuviera
buscando la oportunidad de pedir algo en especial. Al final lo largó,
temerosamente:
-Podríamos
probar de ese cigarrito que trajiste esta tarde-, dijo con la mandíbula
temblequeando.
-¿Querés
clavarte un porrito?-, pregunté innecesariamente. Raptos de pelotudez que a uno
le sobran-. ¿Estás seguro? No hace falta…
-Quiero
probar –interrumpió-. Bueno, probar… Hace mucho que no fumo de eso, desde mis
días allá en España, veinte años por lo menos.
Con
gesto pensativo, con hablar lento, narró un par de anécdotas europeas que
contenían episodios con drogas. Siempre había amigos y alcohol en sus historias
y ahora aparecían nuevos condimentos. Insinuó que hubo más que marihuana, pero
no la nombró con todas las letras, como si tuviera vergüenza. Aclaró que Europa
fue una experiencia grata pero muy dura.
-No
es fácil el exilio, sabés nene-, dijo.
Fue
la primera vez que hacía una mención más concreta sobre esa etapa de su vida.
“Otro día te cuento”, dijo. “Ahora traé el cigarrito ese”, dijo.
Volví
con un porro chiquito. La verdad es que yo no tenía ganas de fumar, pero accedí
sólo para acompañarlo. Mientras lo encendía lo miraba a él. Estaba con la vista
fija en el movimiento de mis manos, con un mohín de suspenso.
-No
tenés obligación…- dije. Dí una calada fuerte y esperé su respuesta.
-Dame
eso, nene-, exhortó estirando la mano, casi hasta sacármelo de la boca. Adiviné
un tonillo de desesperación en su forma de pedir. Le zampó una chupada hasta el
límite de la aspiración. Mantuvo el humo en la boca un par de segundos antes de
expulsarlo, por la nariz, en una expiración violenta.
-Extrañaba
ese olor, el aroma dulce de la madera-, dijo, nervioso, sereno.
Lo
mantuvo agarrado con dedos expertos. No lo devolvió. Le dio una nueva calada y
el porro quedó por la mitad. Se lo pedí y me lo alcanzó después de un tercer
saboreo.
Había
desesperación en su proceder. Todo lo hacía como si fuese la última oportunidad
de su vida, qué hijo de puta. Poco a poco su semblante fue variando. Se le
achicaron los ojos, con guiños de placer y de confusión. Pregunté si se sentía
bien. Afirmó con la cabeza. “Perfecto, sublime”, respondió después. “Estoy un
poco mareado”, agregó más tarde. Y me lo pidió por cuarta vez.
-Cuidado
con los dedos, te podés quemar-, advertí. Improvisé una tuquita con el papel
metálico del paquete de cigarrillos. Pitaba y miraba el porro, volvía a pitar y
volvía a mirar, examinando el tamaño y sus dedos, alternadamente. Supe que ya
no me lo devolvería, que se lo terminaría solo. Lo dejé hacer, porque parecía
satisfecho, feliz y relajado. Se movió con destreza el escaso tiempo que duró
la experiencia. Se notaba que lo extrañaba mucho.
Cuando
ya no había más para consumir me lo alcanzó. Volví a preguntarle cómo se sentía
y me respondió con un ladeo de cabeza, con signos evidentes de mareo, pero de
alivio.
Se
recostó, apoyando la cabeza sobre la almohada. Empezó a balbucear, se esforzaba
por hablar pero la voz surgía apagada, leve. Le toqué la frente y sudaba
apenas. Pregunté si quería dormir y dijo que sí. Me dijo “gracias, nene, me
gustó”.
Simulé
calma pero intuía que no tendría una buena noche, porque el faso era fuerte y
el viejo mostraba huellas de haberlo sentido. Pero no me importó. También yo
evidenciaba síntomas de cansancio.
En
una suerte de epifanía vislumbré la posibilidad de que Lolei se despertara a la
madrugada con un apetito voraz, muy común en él, y fui a mi casa a buscar algo
para saciarlo. Subí como flotando, bajé con un paquete de galletitas, que le
dejé a mano, sobre la mesa de luz, al lado de la radio.
Él
ya estaba casi en un sueño. Alcancé a comunicarle que le dejaba comida, por si
acaso. Después le acerqué el tarro para mear.
El
tarro para mear era el método que habíamos implementado para evitar los
llamados a cualquier hora cuando le entraban ganas de ir al baño. Era un pote
de plástico, de esos que se usan para los residuos domésticos, que hacía las
veces de inodoro, pero sólo para orinar. Lo dejaba al costado de su cama y yo
lo vaciaba cada mañana.
Emulando
su conducta inquisidora e irracional, interrogué una vez más si se sentía bien.
Al no obtener respuesta, supuse que el viejo ya estaría dormido y me retiré
plácidamente. También yo experimentaba una deliciosa sensación de somnolencia.
Recién
a la mañana siguiente me dijo que la marihuana le había pegado para el orto.
Que había tenido sueños alborotados. Que se había despertado a mitad de la
madrugada “con un hambre que ni veas”.
-Es
la última vez que lo hago-, me mintió descaradamente.
Todos
repetimos lo mismo cuando nos pega una mala, pero en el fondo sabemos que nos engañamos
sin piedad.
Se
mantuvo cabizbajo por algunos minutos. Lentamente fue largando frases sueltas,
como si cada palabra le estuviese buscando el sentido preciso. De esa retahíla
de vocablos en apariencia inconexos, rescatamos una actitud positiva: por
primera vez desde que nos conocíamos, Lolei comenzaba a replantearse su futuro.
Me puso cara a cara con un dilema que requería de una pronta solución.
Aunque
se trataba de un tema que ocupaba muchos de mis pensamientos diarios, nunca
antes lo había mencionado. Tampoco él hablaba sobre eso. Ahora la sugerencia
parecía tener un cariz de seriedad y verdadera preocupación.
Las
cosas empezaron a cambiar a partir de ese día.
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(XXXI)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Academia
de Idiomas Gref
Calle
Santa Engracia 62 4°
Madrid
– España
De: Alan Rogerson
Chez Pazinette
Cidex 307/1
33950 – Lège-Cap Ferret
France
23
Novembre 1984
Querido amigo:
Gracias
por tu carta, la recibí esta mañana. Te lo digo en serio que me entristeció
mucho, porque te escribí hace tres semanas y te mandé una tarjeta para tu
cumpleaños. Te dije que lo siento pero no recuerdo de la fecha, pues me lo
confundo con el de Danny. Te dije también que en cuanto reciba la indemnización
te mandaré dinero si hace falta.
Me
duele que puedas pensar semejantes cosas. Eres mi mejor amigo y te quiero como
si fueras el padre que nunca tuve. Siempre te escribiré, siempre. Y confío en
que nos veremos un día y nos cogeremos un pedo juntos.
Te
dije antes que no te había escrito porque estaba cansado. Te digo más: no
escribí siquiera a mi madre, ni a nadie. Y te pedí perdón por no haberlo hecho.
Recibí
dinero de la Compañía de Seguros. No es mucho, pero con esa pasta volveré a
Inglaterra en Navidad. Pasaré unos diez días en Manchester y unos cinco en
Londres. Después me marcharé a Lisboa. No quiero ir a Madrid si tú no estás.
Espero que puedas encontrar trabajo, si no en España, al menos en Portugal.
Ojalá pudiera encontrarme a no más de doce horas tuyo, así podríamos vernos. Mi
jefe ha llamado a su colega portugués y este intentará encontrarme enchufe en
Lisboa. No soy muy optimista.
Recibí
una carta de Kate. Hemos quedado en vernos en Manchester. Le preguntaré si
puedo besarla, aunque sea dando traspiés. Recuerdos a Pepé, a Julito. Siempre
tu amigo
Alan
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