CAPITULO
6
Al
día siguiente amanecí cerca de las diez. No pude pegar un ojo hasta bien
entrada la madrugada. Había intentado concentrarme en la lectura de un libro
pero varias imágenes y sonidos me fueron ganando el pensamiento a medida que
avanzaba en las páginas. Cuando descubrí que poco y nada estaba reteniendo de
la historia, abandoné la lectura y me levanté de la cama. Preparé un café y
encendí un cigarrillo. Luego otro, y después otro. Caminé por la casa,
escuchando la radio. Limpié la cocina, aunque tenía pensado hacerlo a la mañana
siguiente. Acomodé apuntes y fotocopias. No podía eliminar de mi mente las
sensaciones de la última cena.
La
memoria me fue llevando hacia ese pasado reciente. Me vi otra vez levantando a
Lolei, limpiando su mesa, contándole la película. Lo vi comer con desesperación.
Lo escuché gemir por ayuda, agradecer por las atenciones, suplicar por
compañía. Me vi hablando con Dora y oyendo la voz chillona de Estela.
“Esto
no puede seguir así”, escuché varias veces.
Me
recordé pasando por la puerta del departamento E cada mañana, cada noche, y
mirando la biblioteca, y viendo entre las sombras las piernas de un viejo
acostado leyendo y escuchando la radio y esperando algo, tal vez la muerte. Y
pensé cuántas veces había ideado presentarme en su casa en mi carácter de nuevo
vecino para entablar una conversación cualquiera. Y vi a Lolei arrastrado por
varios enfermeros del hospicio, a los gritos desencajados, mientras las viejas
del consorcio espiaban por la mirilla de sus puertas. Y mientras eso ocurría,
me vi a mí mismo avizorando esa escena sin esforzarme por impedirla. No
recuerdo la última sensación que cortó mi imaginación y me agotó hasta
dormirme.
Sin
meditarlo demasiado, esa mañana bajé hasta el E con un paquete de galletitas
abierto por la mitad, lo único que tenía para desayunar. Cuando me asomé, Lolei
estaba dormido y no quise despertarlo. Volví a mi departamento y apenas entré
me aturdió el grito. Como en la noche anterior, el eco de mi nombre saturó la
casa. Bajé tranquilo, tal como lo había hecho minutos antes. Ahora Lolei estaba
bien despierto, con el rostro desfigurado.
-Tuve
otra vez el sueño-, respondió afligido cuando le pregunté por qué estaba así.
Seguía
acostado, con la cabeza sobre la almohada y las manos agarrando con fuerza las
frazadas, como queriendo retenerlas para que no se escaparan. Lo ayudé a
incorporarse y le ofrecí galletitas.
-¡Viniste!-,
clamó con su voz suplicante. Parecía haber llorado.
Se
incorporó a medias. Comió con ímpetu, dejando un reguero de migas sobre la cama.
Le pregunté si había descansado bien, qué había soñado como para despertarse de
esa manera. Agregué que había bajado hacía un rato pero aún dormía y no quise
molestarlo. No respondió a ninguna de mis consultas y me pidió que lo
acompañara al baño.
Con
algo de esfuerzo lo ayudé a pararse. Noté que no mantenía el equilibrio si no
se apoyaba sobre algo. Fue la primera vez que estuvimos parados frente a frente
y comprobé su altura y su contextura física. Medía casi un metro noventa, era
ancho de espaldas y de abdomen esponjoso, de piernas largas y delgadas. Calculé
que pesaría más de ochenta kilos. Intuí que llegar hasta el baño, aunque el
trayecto no era demasiado extenso, sería dificultoso.
Me
ganó de mano: pidió una silla, se aferró al respaldar y, convirtiéndola en un
andador, enfiló para la zona de la habitación. Me pidió que lo siguiera de
cerca, sosteniéndolo desde la espalda, porque tenía miedo de caerse. De hecho,
avanzaba lentamente, deteniéndose a cada paso, con temor, apenas arrastrando la
silla y una de sus piernas. Dejó la silla en la puerta e ingresó al baño
tomándose del toallero.
Era
un espacio pequeño, con un lavamanos sarroso, un inodoro también cargado de
sedimento, una bañera repleta de porquerías: un pequeño banquito de tres patas,
un balde sucio, cepillos, trapos viejos, una esponja gastada, un trapeador.
Había un calefón eléctrico que estaba desenchufado, signo evidente de que hacía
mucho tiempo estaba en desuso. Al lado del inodoro había una puerta que conducía
al patio, una especie de balcón, de un metro por dos. Allí era imposible
acceder por la cantidad de basura acumulada, entre la que destacaba un colchón
casi podrido del que manaba un hedor insoportable y en donde moraba una profusa
comunidad de cucarachas. En el picaporte de esa puerta –la mitad superior era
de vidrio, lo que al menos permitía la entrada de luz del día-, descansaba una
bolsa de nylon repleta de trozos de papel de diario.
Lolei
no se dirigió hacia el inodoro sino que se apostó frente al lavamanos, se bajó
el cierre de la bragueta y empezó a mear ahí mismo. La ingle le quedaba a la
altura justa, y no tenía necesidad de embocar el chorro a la tasa. Abrió la
única canilla y dejó correr el agua para que acompañara la meada.
Observé
que al terminar ni siquiera se lavó las manos. Tampoco se enjuagó la cara ni se
arregló el nido de caranchos que tenía en cabeza. Repitiendo el procedimiento
de ida, volvimos hacia el living, que a partir de ese día se convertiría en
dormitorio.
Antes
de que se volviera a acostar, acomodé las sábanas y sacudí las frazadas. Hacía
frío, pero igualmente abrí la diminuta ventana de la sala, que daba a uno de
los patios internos del edificio. Pidió que la dejara cerrada pero insistí en
que un poco de aire fresco para airear la casa no vendría nada mal. “Hay un
tufo bárbaro acá”, expliqué. No quería sonar hiriente, pero era la pura verdad.
Y además, la mínima iluminación natural daba un aspecto menos tétrico a la
vivienda.
Le
dije que no podía quedarme mucho tiempo; tenía una clase al mediodía y debía
prepararme. Hablamos poco y nada. Le pregunté si quería desayunar algo. Ofrecí
café o té. Me dijo “no, gracias, con las galletitas me arreglo”. Quise saber si
vendrían los evangelistas con la comida de cada día y cómo harían para entrar.
“Seguro que vienen, tocan timbre en cualquier departamento y le abren la
puerta, siempre alguien les abre”, aclaró.
Le
prometí que volvería a pasar esa misma noche, podría preparar una cena y
charlar un rato, “así puedo ir conociéndolo un poco más”. Además, podría
arreglar la pata de la mesa. Aceptó gustoso.
-Entonces
te espero, no te olvides-, reclamó.
Cuando
me estaba yendo me llamó a los gritos.
-No
hace falta que me trates de usted, podés tutearme sin miedo, me hacés sentir un
viejo-, dijo.
-No
sos ningún pendejo tampoco-, concluí desde la puerta.
Lo
escuché reírse mientras me iba.
(VI)
Elvas
(Portugal), 19-I-80
Queridos
papá y mamá: Estoy en Portugal, por lo que ustedes saben, pero ya el lunes a
primera hora me regreso a Madrid. Esta ciudad portuguesa es una belleza y
lamento poder estar tan poco tiempo. Espero que este saludo llegue a ustedes
más rápido que mi correspondencia de Madrid. Creo que la semana que viene voy a
León con unos amigos. Un gran beso de
Lolei
*****
León,
26-I-80
Queridos
papá y mamá: Estoy en León con mis amigos Alex, Josefina y Josefa. Nos quedamos
aquí hoy y mañana, pues el lunes hay que laburar tupido. Este año la estoy
pasando tan lindo con mis amigos que ni veas. Me ajusto el cinturón para
conocer y pasear lo más posible. Un beso enorme de
Lolei
*****
Madrid,
16-II-80
Mi
querido sobrino: Le mando otra vista de Madrid, que es tan bonito. Ustedes el
mes que viene empezarán a salir del verano y nosotros aquí nos acercamos un
poquito a él. Yo estoy trabajando muy bien aquí y las cosas me van muy bien y
tengo un buen sueldo, y mi departamento. Y pienso, si dios me ayuda a seguir
progresando. Espero que se haga una linda colección de las vistas que de a poco
le iré enviando para pegarlas en un álbum. Muchos cariños a sus padres y
hermanas y un gran abrazo para Ud. de su tío
Lolei
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