miércoles, 11 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (6)

Capítulo 5

CAPITULO
6

Al día siguiente amanecí cerca de las diez. No pude pegar un ojo hasta bien entrada la madrugada. Había intentado concentrarme en la lectura de un libro pero varias imágenes y sonidos me fueron ganando el pensamiento a medida que avanzaba en las páginas. Cuando descubrí que poco y nada estaba reteniendo de la historia, abandoné la lectura y me levanté de la cama. Preparé un café y encendí un cigarrillo. Luego otro, y después otro. Caminé por la casa, escuchando la radio. Limpié la cocina, aunque tenía pensado hacerlo a la mañana siguiente. Acomodé apuntes y fotocopias. No podía eliminar de mi mente las sensaciones de la última cena.
La memoria me fue llevando hacia ese pasado reciente. Me vi otra vez levantando a Lolei, limpiando su mesa, contándole la película. Lo vi comer con desesperación. Lo escuché gemir por ayuda, agradecer por las atenciones, suplicar por compañía. Me vi hablando con Dora y oyendo la voz chillona de Estela.
“Esto no puede seguir así”, escuché varias veces.
Me recordé pasando por la puerta del departamento E cada mañana, cada noche, y mirando la biblioteca, y viendo entre las sombras las piernas de un viejo acostado leyendo y escuchando la radio y esperando algo, tal vez la muerte. Y pensé cuántas veces había ideado presentarme en su casa en mi carácter de nuevo vecino para entablar una conversación cualquiera. Y vi a Lolei arrastrado por varios enfermeros del hospicio, a los gritos desencajados, mientras las viejas del consorcio espiaban por la mirilla de sus puertas. Y mientras eso ocurría, me vi a mí mismo avizorando esa escena sin esforzarme por impedirla. No recuerdo la última sensación que cortó mi imaginación y me agotó hasta dormirme.
Sin meditarlo demasiado, esa mañana bajé hasta el E con un paquete de galletitas abierto por la mitad, lo único que tenía para desayunar. Cuando me asomé, Lolei estaba dormido y no quise despertarlo. Volví a mi departamento y apenas entré me aturdió el grito. Como en la noche anterior, el eco de mi nombre saturó la casa. Bajé tranquilo, tal como lo había hecho minutos antes. Ahora Lolei estaba bien despierto, con el rostro desfigurado.
-Tuve otra vez el sueño-, respondió afligido cuando le pregunté por qué estaba así.
Seguía acostado, con la cabeza sobre la almohada y las manos agarrando con fuerza las frazadas, como queriendo retenerlas para que no se escaparan. Lo ayudé a incorporarse y le ofrecí galletitas.
-¡Viniste!-, clamó con su voz suplicante. Parecía haber llorado.
Se incorporó a medias. Comió con ímpetu, dejando un reguero de migas sobre la cama. Le pregunté si había descansado bien, qué había soñado como para despertarse de esa manera. Agregué que había bajado hacía un rato pero aún dormía y no quise molestarlo. No respondió a ninguna de mis consultas y me pidió que lo acompañara al baño.
Con algo de esfuerzo lo ayudé a pararse. Noté que no mantenía el equilibrio si no se apoyaba sobre algo. Fue la primera vez que estuvimos parados frente a frente y comprobé su altura y su contextura física. Medía casi un metro noventa, era ancho de espaldas y de abdomen esponjoso, de piernas largas y delgadas. Calculé que pesaría más de ochenta kilos. Intuí que llegar hasta el baño, aunque el trayecto no era demasiado extenso, sería dificultoso.
Me ganó de mano: pidió una silla, se aferró al respaldar y, convirtiéndola en un andador, enfiló para la zona de la habitación. Me pidió que lo siguiera de cerca, sosteniéndolo desde la espalda, porque tenía miedo de caerse. De hecho, avanzaba lentamente, deteniéndose a cada paso, con temor, apenas arrastrando la silla y una de sus piernas. Dejó la silla en la puerta e ingresó al baño tomándose del toallero.
Era un espacio pequeño, con un lavamanos sarroso, un inodoro también cargado de sedimento, una bañera repleta de porquerías: un pequeño banquito de tres patas, un balde sucio, cepillos, trapos viejos, una esponja gastada, un trapeador. Había un calefón eléctrico que estaba desenchufado, signo evidente de que hacía mucho tiempo estaba en desuso. Al lado del inodoro había una puerta que conducía al patio, una especie de balcón, de un metro por dos. Allí era imposible acceder por la cantidad de basura acumulada, entre la que destacaba un colchón casi podrido del que manaba un hedor insoportable y en donde moraba una profusa comunidad de cucarachas. En el picaporte de esa puerta –la mitad superior era de vidrio, lo que al menos permitía la entrada de luz del día-, descansaba una bolsa de nylon repleta de trozos de papel de diario.
Lolei no se dirigió hacia el inodoro sino que se apostó frente al lavamanos, se bajó el cierre de la bragueta y empezó a mear ahí mismo. La ingle le quedaba a la altura justa, y no tenía necesidad de embocar el chorro a la tasa. Abrió la única canilla y dejó correr el agua para que acompañara la meada.
Observé que al terminar ni siquiera se lavó las manos. Tampoco se enjuagó la cara ni se arregló el nido de caranchos que tenía en cabeza. Repitiendo el procedimiento de ida, volvimos hacia el living, que a partir de ese día se convertiría en dormitorio.
Antes de que se volviera a acostar, acomodé las sábanas y sacudí las frazadas. Hacía frío, pero igualmente abrí la diminuta ventana de la sala, que daba a uno de los patios internos del edificio. Pidió que la dejara cerrada pero insistí en que un poco de aire fresco para airear la casa no vendría nada mal. “Hay un tufo bárbaro acá”, expliqué. No quería sonar hiriente, pero era la pura verdad. Y además, la mínima iluminación natural daba un aspecto menos tétrico a la vivienda.
Le dije que no podía quedarme mucho tiempo; tenía una clase al mediodía y debía prepararme. Hablamos poco y nada. Le pregunté si quería desayunar algo. Ofrecí café o té. Me dijo “no, gracias, con las galletitas me arreglo”. Quise saber si vendrían los evangelistas con la comida de cada día y cómo harían para entrar. “Seguro que vienen, tocan timbre en cualquier departamento y le abren la puerta, siempre alguien les abre”, aclaró.
Le prometí que volvería a pasar esa misma noche, podría preparar una cena y charlar un rato, “así puedo ir conociéndolo un poco más”. Además, podría arreglar la pata de la mesa. Aceptó gustoso.
-Entonces te espero, no te olvides-, reclamó.
Cuando me estaba yendo me llamó a los gritos.
-No hace falta que me trates de usted, podés tutearme sin miedo, me hacés sentir un viejo-, dijo.
-No sos ningún pendejo tampoco-, concluí desde la puerta.
Lo escuché reírse mientras me iba.



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(VI)


Elvas (Portugal), 19-I-80
Queridos papá y mamá: Estoy en Portugal, por lo que ustedes saben, pero ya el lunes a primera hora me regreso a Madrid. Esta ciudad portuguesa es una belleza y lamento poder estar tan poco tiempo. Espero que este saludo llegue a ustedes más rápido que mi correspondencia de Madrid. Creo que la semana que viene voy a León con unos amigos. Un gran beso de
Lolei
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León, 26-I-80
Queridos papá y mamá: Estoy en León con mis amigos Alex, Josefina y Josefa. Nos quedamos aquí hoy y mañana, pues el lunes hay que laburar tupido. Este año la estoy pasando tan lindo con mis amigos que ni veas. Me ajusto el cinturón para conocer y pasear lo más posible. Un beso enorme de
Lolei

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Madrid, 16-II-80
Mi querido sobrino: Le mando otra vista de Madrid, que es tan bonito. Ustedes el mes que viene empezarán a salir del verano y nosotros aquí nos acercamos un poquito a él. Yo estoy trabajando muy bien aquí y las cosas me van muy bien y tengo un buen sueldo, y mi departamento. Y pienso, si dios me ayuda a seguir progresando. Espero que se haga una linda colección de las vistas que de a poco le iré enviando para pegarlas en un álbum. Muchos cariños a sus padres y hermanas y un gran abrazo para Ud. de su tío

Lolei

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