CAPITULO
12
Volví
a la hora de la cena, con una botella de vino y empanadas. Lolei estaba
despierto, acostado en el sofá, leyendo. Había una pila de libros, fotos y
cartas tiradas en el suelo, signo evidente de que había estado trabajando.
Cuando me vio entrar con la comida se le iluminaron los ojos y la boca no le
cabía en la cara.
-¡Te
acordaste de la comida!-, dijo efusivamente, con voz lastimera.
-¿Cuándo
me olvidé de traerte la cena, pedazo de cabrón?-, contesté con gesto serio.
Sabedor
de que mis respuestas eran en tono de broma, ya que todas las noches,
invariablemente, me hacía el mismo comentario cada vez que le llevaba de comer,
me dijo “no seas hijo de puta” y empezó a incorporarse de la cama. Una vez más
intenté llevarlo a la mesa y una vez más se negó.
Ya
no había forma de que comiera con un plato sobre la mesa. Siempre lo hacía
sentado en el sofá, con una mano sosteniendo el recipiente y con la otra
cargando la comida.
Recuerdo
una tarde que, tras una reñida discusión, limpié de arriba abajo la casa
–limpiar a la manera en que podía limpiarse semejante cúmulo de mugre-, lo
obligué a sentarse en una silla, frente a una mesa, con copa y servilleta y
todos los chiches, para que comiera como un hommo sapiens. Accedió sin
oponerse, pero lo primero que hizo fue levantar un plato con una mano y cargar
la comida con la otra.
“Total,
la mesa para que apoyes está al pedo”.
Lo
ayudé a sentarse en el camastro, puse las empanadas y el vino sobre la mesa y
me acomodé en la silla frente a él, como siempre. Le alcancé una empanada, que
devoró en el lapso que tardé en ir hasta el baño a enjuagar un par de copas. Me
pidió la segunda y se la tragó antes de que terminara de servir el vino. Yo
acometí con la primera, que terminé mientras él embuchaba la cuarta. Recién
entonces elogió la comida y me preguntó de qué estaban hechas.
-De
mierda-, le dije-. Mierda de mono tísico.
-No
seas asqueroso que estoy comiendo-, se quejó.
Y
mientras largaba una carcajada me estiró la mano para solicitar una quinta
ración y el vaso con vino. Se lo alcancé y brindamos. Se lo tomó de un trago y
pidió más. “Las empanadas son de carne cortada a cuchillo, y están ricas porque
no las hice yo; las compré en la rotisería que está frente a terminal”,
informé. Me miró con indiferencia, aprobó el comentario con un movimiento de
cabeza y un mohín de complacencia. Reclamó la última.
Casi
no hablamos de nada durante la cena porque, en realidad, eso no podía llamarse
técnicamente cena sino depredación de alimentos. Verlo comer era una
experiencia fascinante. Era como retroceder en el tiempo hasta la Edad Media, o
a la era de las cavernas y observar el comportamiento de un espécimen extraño.
Daba ternura y un poco de bronca vislumbrar hasta qué punto podía caer un
hombre en estado de desesperación y abandono de sí mismo. Pero así estaban las
cosas.
Cuando
se dio por satisfecho, me pidió que lo llevara hasta el baño. Caminamos
lentamente, él agarrando la silla, y lo ayudé a sentarse en el inodoro. Me fui
a levantar los restos de comida que había esparcidos sobre la cama, sacudí las
frazadas, acomodé las sábanas, aplasté las almohadas. Quedó presentable.
Volvimos
del baño y lo ayudé a sacarse la ropa. Primeros las zapatillas, después el
pantalón y el pullover. “La camisa y las medias me las dejo”, pidió.
Se
acostó y lo tapé.
-Listo,
viejo; ahora falta que cante una canción de cuna o te narre un cuentito.
-Quedate
un rato más que no tengo sueño-, reclamó.
-No
pensaba irme ahora, todavía queda vino y tenés que contarme esa historia tan
graciosa de Marito que me va a hacer caer de culo de la risa. Ya me la estoy
imaginando.
-No
me acuerdo qué iba a contarte-, justificó. Voy a ser honesto: te mentí. Te lo
dije con la excusa de que vinieras. Y me trajeras comida.
-Sos
un viejo pelotudo y desconfiado. Ya sabés que igual vendría aunque no tengas
nada para contar. Y que traería algo para morfar.
-No
me digas pelotudo-, gimió.
-No
te comportes como tal-, exigí. Prendí un cigarrillo y se lo alcancé-. Acomodate
bien si vas a fumar, no quiero sacarte de acá hecho cenizas.
Encendí
uno para mí. Le pregunté qué estaba leyendo cuando llegué con la comida.
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(XII)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Academia
de Idiomas Gref
Calle
Santa Engracia 62 4° (Barrio de Chambery)
Madrid
– España
De: Alan Rogerson
61
Adams Gardens Est.
Rottherhithe
London – England
Manchester, Tuesday 30 Aug 1983
Querido amigo:
Recibí tu carta hoy, hace media hora. Gracias por
escribirme. Me alegra saber que tú también estás bien a pesar de la lluvia.
Aquí hace un buen tiempo, no digo que haga mucho calor pero está agradable,
adecuado para consumir litro tras litro de una buena cerveza inglesa.
Sigo
empapelando y pintando. Es un rollo, pero tengo que pagar algo a mi madre,
¿verdad? Lo hago porque hace falta y porque me gustaría que mi madre tuviera
una buena casa. Está jubilada y me pidió que empapelara, ¿qué otra cosa podría
hacer? Si mi madre me pidiera que dejara de beber lo haría (un poco, al
principio).
Esto
me recuerda que mi hermana se compró un video (robado, por supuesto) y la
semana pasada compramos la película “The life of Brian”. Sigue dándome mucha
gracia la cita: “¿Madre, esto no quiere decir que te violarán, verdad?”, “Pues
un poco, al principio”. ¿Te acuerdas Hugo? ¡Qué risa!
El fin
de la semana pasada salí con mis amigos. Fuimos a una fiesta y, como siempre,
cogí un gran pedo. Pero por primera vez no me propasé, hice un esfuerzo que ni
veas. Me dije: “Alan, no vas a meter la pata”. Y no lo hice. Tendré más
oportunidades, de eso estoy seguro.
Voy a
estar una semana más aquí y luego iré a Londres a buscar trabajo. Aquí cobro el
subsidio por paro, unas 24.000 pesetas al mes, no es mucho, pero me las apaño,
dado que no doy nada a mi madre porque no lo acepta.
Mañana
viene mi tía así que tengo que apresurarme para acabar lo de la casa. Se va a
quedar unos días. Es muy maja. Mi madre está bien. Acaba de salir para cobrar
su jubilación. Ayer era día de fiesta, ella salió; supongo que ¡se cogió un
pedo, joder! Pienso que también odia a los abstemios, pero no tanto como
nosotros.
Muy
pronto mi hermana se va de vacaciones con amigos, a Bélgica. Van al “Beer
festival”. En inglés llamamos estos festivales así y en los folletos de las
agencias de viaje ponen el mismo nombre, me parece que porque nadie tiene los
cojones para llamarlos como lo que realmente son: ‘BORRACHERAS’. Si yo fuera, cogería una borrachera a tope. A
lo mejor podría hacerme echar de Bélgica.
Pusiste
en tu carta que no te iba a escribir. Siempre te voy a escribir, con tal que tú
me escribas. Sabes que te quiero mucho. Mi problema es que me cuesta mostrar mi
afecto. Es uno de mis muchos defectos. Aún hago esto con mi hermana Lynda, y la
quiero muchísimo. Así que perdóname si en el pasado me he portado mal contigo,
si he querido ir a mis anchas pasando de todo. Pero al mismo tiempo te quería y
sigo queriéndote. ¿Me perdonarás, no? Tengo un gran afecto para ti y espero,
caiga quien caiga, que no me olvides.
Da mis
recuerdos a los amiguetes de la academia. Oímos decir en los noticiarios de
aquí que Mme. Chardy tuvo un ataque de corazón. Alguien le robó un par de bragas que había tendido en la
terraza. Le habían costado 200 pesetas. La policía cogió al golfo. Mme. Chardy
pidió al juez de instrucción que lo colgaran de los cojones hasta que le
pagaran las 200 pesetas, más intereses. Cuando pienso en Mme. Chardy y su
obsesión por la pasta me pongo enfadado. Nunca he conocido a una persona tan
tacaña, y me cago en esa clase de gente. Si volviera a Madrid, no querría
trabajar otra vez allí por dos razones: pienso que Mme. Chardy no tiene corazón
(recuerda el rollo de los libros, sabía que estaba chungo de dinero y quiso
descontarme 440 pesetas por un libro) Y la segunda es que no quisiera que se
repitieran los problemas que tuve allí.
Por lo
pronto, ya veremos lo que pasa. Estos próximos días serán decisivos. Y sabré si
mi futuro mejorará o se hundirá. Espero que algo me salga.
Te voy
a mandar dos fotos: una de mi madre, que se llama Eillen, y otra de mi hermana
Lynda. Escríbeme pronto. Cuando recibas esta carta estaré en Londres. ¡Ojalá!
Alan
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