miércoles, 4 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (2)


CAPITULO
2



No fue el único suceso de este tipo en los pocos meses que convivimos con Lolei en La Plata. Digo convivimos porque a pesar de no permanecer bajo el mismo techo, nuestra cercanía dentro del edificio y la cantidad de tiempo que pasamos juntos podría asemejarse a una convivencia. Residíamos en la misma casa, en espacios independientes, hasta que la necesidad hizo que su espacio también fuera un poco el mío.
El día de la mierda en abundancia fue un eslabón más en la cadena de coexistencia que se prolongó durante algo más de medio año en ese escenario y otros tantos años fuera de ese lugar.
Terco destino que nos unió sin querer una noche como cualquiera y transformó de una forma impensada nuestras vidas. En esto coincidimos con el viejo.

Yo había llegado a La Plata a principios de ese año, un complicado 2000, para intentar por segunda vez una incursión universitaria. Medio a las apuradas, desembarqué en la estación de ómnibus una mañana de enero, sin demasiados planes previos, en búsqueda de un lugar adónde vivir. Llegué junto a mi madre, en carácter de garantía familiar y poseedora del dinero que sostendría mi nueva aventura.
Con pocas averiguaciones, seguramente preguntando al tuntún al primer parroquiano, dimos con una inmobiliaria que estaba justo frente a la terminal, sobre calle 4. El requerimiento era vago y a la vez concreto: buscábamos un espacio pequeño pero cómodo, para una sola persona, que fuera económico y no muy alejado de la facultad de Humanidades, lugar adonde debía cursar. Nos ofrecieron dos o tres departamentos en esa zona, con notables recomendaciones. Podíamos ir a verlos, pero en ese momento sólo disponían de la llave de uno. “Pueden esperar a que vuelvan los otros interesados, o como alternativa, para ganar tiempo, hay uno a estrenar que está justo acá a la vuelta, en calle 3”, nos dijeron. 
Qué más daba, hacia allí fuimos como quien se dirige a un paseo sin esperar nada extraordinario.
Entramos a un edificio de fachada añeja, con pasillos oscuros. En la planta baja había cuatro departamentos, dos que daban a la calle y otros dos a un patio interno. Por escalera se accedía al primer piso, que tenía otros cuatro departamentos ubicados simétricamente sobre los anteriores. En el segundo piso, a la manera de un altillo, estaba un único apartamento, más pequeño que el resto. Ese era el indicado: tenía una habitación a la entrada, que funcionaba como cocina y comedor, un lavadero en el que a duras penas entraría un lavarropas, un pasillo que oficiaba de escritorio, con una ventana que daba a los techos del edificio, y un dormitorio que tenía, al fondo, un compartimiento que servía de ropero y un baño minúsculo. Estaba recién pintado y la cocina dotada con mobiliario a estrenar. Tenía el espacio suficiente y el precio era accesible a nuestras posibilidades. Además, no estaba tan lejos de la facultad, ni del centro, ni de las terminales de ómnibus y trenes, ni del bosque. Todo está cerca en La Plata.
No lo pensamos demasiado y al cabo de veinte minutos ya estábamos de regreso en la inmobiliaria firmando el correspondiente contrato de locación. Mucho antes de lo pensado abordamos el tren que nos llevaba hacia Buenos Aires, desde donde regresaríamos a nuestra ciudad.
A la semana siguiente emprendimos una mudanza indispensable: una mesa, sillas, un escritorio, una cama chica, algunos libros, un puñado de ropa, mínimos elementos de cocina. Y sobre todo, las ilusiones y esperanzas que se adicionan ante cada nuevo desafío. Con veintidós años recién cumplidos, trayendo a cuestas deseos rezagados, inquietudes florecientes y aventuras laborales insatisfechas, creía que me encontraba en el momento justo de madurez para emprender un reto definitorio para mi vida. Si bien nunca creí ser un buen alumno, tenía entonces algo que rara vez poseía: ganas de estudiar, ganas de cambiar, ganas de explorar. En definitiva, tenía ganas, lo cual no era poco para un espíritu como el mío, tendiente al entumecimiento, a la desidia y a los vicios fáciles.
La adaptación al nuevo lugar no supuso ninguna contrariedad. Estaba acostumbrado a vivir solo. Tuve un comienzo positivo, en varios aspectos. A la facultad asistía con sumo placer, cumplía discrecionalmente con las cursadas y notaba que me enriquecía cada día. Seguía con entusiasmo cada requerimiento de los profesores, estudiaba mucho y leía más de lo recomendado. Me iba bastante bien, incluso mejor de lo esperado. En las relaciones sociales no me destaqué, en eso no había cambiado demasiado. Nunca fui una persona expresiva ni comunicativa y no sumo amistades con facilidad. No es un rasgo que me genere molestias ni contratiempos. Disfrutaba mucho de la soledad y sumergirme a fondo en la lectura. Así y todo, logré armar un grupo de amigos que comenzaron, casi casualmente, como compañeros de estudio, y con quienes seguí afianzando relaciones con el paso de los años. A veces también me reunía con viejos amigos del pueblo que estudiaban en La Plata. Pero en general, mi vida transcurría en el marco de un retraimiento apacible y animado.
Tampoco tuve problemas con mis vecinos, quienes me recibieron muy bien desde el primer día. La mayoría de los habitantes del edificio eran personas mayores, mujeres casi todas, que solían mirar con ojos dudosos a los estudiantes de otras ciudades. Argumentaban que querían vivir con tranquilidad y los ambientes juveniles, adeptos a las reuniones multitudinarias y al barullo, no siempre eran bien recibidos. Sólo había una pareja de estudiantes en la planta baja, dos chicas a las que casi no se las veía durante la semana. En otros dos departamentos de abajo vivían mujeres solas: María Luisa, diminuta y santurrona, amable y cortés en la justa medida del respeto; Elena, una mujer esbelta, de unos ochenta años, que raramente sonreía y saludaba con indecisión, y a veces vivía con una sobrina demasiado joven para ser su sobrina. El cuarto apartamento estaba deshabitado.
En el primer piso vivía una mujer sola, de algo más de ochenta, viuda y de modales autoritarios, pero muy generosa si lograbas caerle en gracia. Dora, además, era la administradora del edificio y cada mes, al momento del pago de las expensas, me recibía con un café y hablaba durante horas sobre los pormenores de la residencia. Enfrente estaba Estela, de unos cuarenta y tantos años llevados sin elegancia, morruda y retacona, de voz chillona, que vivía con dos hijos adolescentes. Se sacaba chispas con Dora, que no titubeaba en la calificarla de ‘grosera y ordinaria’.
Un tercer departamento estaba desocupado y en el cuarto, el que desembocaba en la escalera, vivía Lolei.
Hasta que lo conocí, ese departamento se me figuraba como un territorio inhóspito y atrayente a la vez. Cada vez que pasaba por delante de esa puerta, que permanecía abierta gran parte del día,  lo observaba con la curiosidad hacia lo desconocido, trataba de indagar qué podría haber adentro, pero sin mirar más allá de lo debido. Prudentemente, reparaba en lo me resultaba más fascinante: una enorme biblioteca que ocupaba una pared entera, atestada de libros de todo tipo y tamaño, ordenados pero visiblemente sucios. Si bien el gran estante estaba a sólo dos metros de la entrada, la oscuridad de la habitación era un impedimento para conocer detalles de las obras que allí dormían. Yo sólo curioseaba con tenue interés, pero no pasaba de eso.
Movido en principio por la inquietud de indagar esa biblioteca, e imaginando que alguien con tantos volúmenes tendría que ser una persona instruida, sensible al arte, alguna vez pensé en presentarme como el nuevo vecino del edificio, entablar una conversación cualquiera, tratar de hacerme amigo (un gesto exagerado de mi parte, por cierto, pero no imposible) o al menos encontrar un compañero para charlar en mis momentos de aburrimiento. De plano eran sólo ideas, que luego no prosperaban.
Pasaron los primeros meses y nunca pude ver la cara del misterioso ocupante del departamento E. A veces, cuando hacía el trayecto descendente desde mi casa y contemplaba la habitación desde otra perspectiva, veía una pared descascarada con algunos cuadros desabridos, y más abajo una especie de sofá cama con una persona acostada, de la que sólo llegaba a ver los pies. En alguna ocasión llevé mi vista un poco más lejos y vi un libro que tapaba la cara del lector. Conjeturé que se trataría de un hombre bastante alto. Y que la mujer de la limpieza, en caso que existiese, se había tomado unos cuantos meses de descanso.
Dominaba una penumbra que no era nada tenebrosa, sino más bien lastimera. Por las noches, apenas una luz fúnebre recortaba las sombras en la zona de la cama. Por lo demás, siempre, día y noche, sin interrupciones, con la puerta abierta o cerrada, destacaba el sonido estentóreo de una radio. El misterioso ocupante no la apagaba ni para dormir.
Una mañana que entraba al edificio, María Luisa, la vecina santurrona de la planta baja, me pidió que le hiciera el favor de llevarle el diario al hombre del departamento E, “ya que subís”, me dijo. Cómo no, faltaba más. Al parecer, el tipo recibía el diario Hoy y María Luisa, seguramente la más madrugadora de todas, se lo alcanzaba. Ya antes había visto algún diario debajo de la puerta de entrada, pero jamás me había detenido a averiguar quién sería el destinatario. Ese día, cosas del destino, me encontró levantado más temprano de lo habitual y cumplí con su pedido. Un viaje menos por escaleras, a su edad, no era para despreciar.
La puerta del E estaba cerrada y desde adentro se escuchaba, como siempre, la voz de un locutor radial. Juzgué que sería muy temprano y sin pensarlo demasiado, tiré el diario por debajo de la puerta y seguí viaje hacia arriba. 
Al cabo de unos metros sentí un grito ronco que decía “Gracias”. Me detuve. 
“Pasá, está abierto”, siguió. Dudé un instante. Sabía que el llamado no era para mí sino para María Luisa, o la persona que cada mañana hacía ese trabajo. De inmediato percibí que quizás era el momento que estaba esperando para conocer al tipo que leía todo el día acostado en su sofá y tenía la biblioteca codiciada. 
“Ya está, esta es la oportunidad”, me dije. 
Pero con la misma precisión que retrocedí unos pasos hacia el E, di media vuelta y me fui a mi casa, sin detenerme a pensar por qué lo hacía.




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(II)
Madrid, 8-I-79
Querido hermano: Aunque tendrá noticias mías por las líneas que he mandado a casa, lo mismo le escribo para decirle que mis cosas andan bastante bien, que estoy trabajando como profesor de inglés y que de a poco me estoy haciendo de amigos argentinos y españoles. Le manda un gran abrazo, su hermano
Lolei

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Buenos Aires, 30-I-79
Amigo Hugo: Estoy visitando esta beleza de ciudad que es Buenos Aires. Conseguí especialización en el Hospital de Niños e tendré que quedarme acá unos 3 años. Ahora vuelvo a Pórto Alegre, e en maio vengo de nuevo a Buenos Aires para comenzar el curso. Hugo, se tuvieses un amigo que tenga un apartamento que yo pueda quedarme durante el tiempo que estuviese en Buenos Aires sería excelente, pues los alquileres están caríssimos, e es preferibel vivir en una casa da familia que volver a una pensión. Cuando llegar a Pórto Alegre mandarte más noticias, ok? Un gran abrazo
Clayton Lehugeur

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Porto Alegre, 2-VI-79
Querido amigo: Yo estaba preocupado contigo, pues escuchei que esplotou una bomba en el Bar California 47, e más de 10 personas moriram, e yo pensaba que mi amigo maricón también estuviese morido. Espero que cuando venires a Mar del Plata haga una parada Pórto Alegre, para que juntos podamos tomar un Fundador ¿no? Si no venires a Pórto Alegre, yo creo que voy hasta Mar del Plata a verte, pues vuelves nuevamente a Europa después, ¿no?. ¿E las mulheres como están? ¿Tienes jodido mucho? Cuando venires por aquí venga con unas tres tías españolitas para mí, ok?
PD: ¿Qué te parece Porto Alegre? Las gaúchas también son muy guapas e calientes
Clayton Lehugeur

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