CAPITULO
2
No
fue el único suceso de este tipo en los pocos meses que convivimos con Lolei en
La Plata. Digo convivimos porque a pesar de no permanecer bajo el mismo techo,
nuestra cercanía dentro del edificio y la cantidad de tiempo que pasamos juntos
podría asemejarse a una convivencia. Residíamos en la misma casa, en espacios
independientes, hasta que la necesidad hizo que su espacio también fuera un
poco el mío.
El
día de la mierda en abundancia fue un eslabón más en la cadena de coexistencia
que se prolongó durante algo más de medio año en ese escenario y otros tantos
años fuera de ese lugar.
Terco
destino que nos unió sin querer una noche como cualquiera y transformó de una
forma impensada nuestras vidas. En esto coincidimos con el viejo.
Yo
había llegado a La Plata a principios de ese año, un complicado 2000, para
intentar por segunda vez una incursión universitaria. Medio a las apuradas,
desembarqué en la estación de ómnibus una mañana de enero, sin demasiados
planes previos, en búsqueda de un lugar adónde vivir. Llegué junto a mi madre, en
carácter de garantía familiar y poseedora del dinero que sostendría mi nueva
aventura.
Con
pocas averiguaciones, seguramente preguntando al tuntún al primer parroquiano,
dimos con una inmobiliaria que estaba justo frente a la terminal, sobre calle
4. El requerimiento era vago y a la vez concreto: buscábamos un espacio pequeño
pero cómodo, para una sola persona, que fuera económico y no muy alejado de la
facultad de Humanidades, lugar adonde debía cursar. Nos ofrecieron dos o tres
departamentos en esa zona, con notables recomendaciones. Podíamos ir a verlos,
pero en ese momento sólo disponían de la llave de uno. “Pueden esperar a que
vuelvan los otros interesados, o como alternativa, para ganar tiempo, hay uno a
estrenar que está justo acá a la vuelta, en calle 3”, nos dijeron.
Qué más
daba, hacia allí fuimos como quien se dirige a un paseo sin esperar nada
extraordinario.
Entramos
a un edificio de fachada añeja, con pasillos oscuros. En la planta baja había
cuatro departamentos, dos que daban a la calle y otros dos a un patio interno.
Por escalera se accedía al primer piso, que tenía otros cuatro departamentos
ubicados simétricamente sobre los anteriores. En el segundo piso, a la manera
de un altillo, estaba un único apartamento, más pequeño que el resto. Ese era
el indicado: tenía una habitación a la entrada, que funcionaba como cocina y
comedor, un lavadero en el que a duras penas entraría un lavarropas, un pasillo
que oficiaba de escritorio, con una ventana que daba a los techos del edificio,
y un dormitorio que tenía, al fondo, un compartimiento que servía de ropero y un
baño minúsculo. Estaba recién pintado y la cocina dotada con mobiliario a
estrenar. Tenía el espacio suficiente y el precio era accesible a nuestras
posibilidades. Además, no estaba tan lejos de la facultad, ni del centro, ni de
las terminales de ómnibus y trenes, ni del bosque. Todo está cerca en La Plata.
No
lo pensamos demasiado y al cabo de veinte minutos ya estábamos de regreso en la
inmobiliaria firmando el correspondiente contrato de locación. Mucho antes de
lo pensado abordamos el tren que nos llevaba hacia Buenos Aires, desde donde
regresaríamos a nuestra ciudad.
A
la semana siguiente emprendimos una mudanza indispensable: una mesa, sillas, un
escritorio, una cama chica, algunos libros, un puñado de ropa, mínimos
elementos de cocina. Y sobre todo, las ilusiones y esperanzas que se adicionan
ante cada nuevo desafío. Con veintidós años recién cumplidos, trayendo a
cuestas deseos rezagados, inquietudes florecientes y aventuras laborales
insatisfechas, creía que me encontraba en el momento justo de madurez para
emprender un reto definitorio para mi vida. Si bien nunca creí ser un buen
alumno, tenía entonces algo que rara vez poseía: ganas de estudiar, ganas de
cambiar, ganas de explorar. En definitiva, tenía ganas, lo cual no era poco
para un espíritu como el mío, tendiente al entumecimiento, a la desidia y a los
vicios fáciles.
La
adaptación al nuevo lugar no supuso ninguna contrariedad. Estaba acostumbrado a
vivir solo. Tuve un comienzo positivo, en varios aspectos. A la facultad
asistía con sumo placer, cumplía discrecionalmente con las cursadas y notaba
que me enriquecía cada día. Seguía con entusiasmo cada requerimiento de los
profesores, estudiaba mucho y leía más de lo recomendado. Me iba bastante bien,
incluso mejor de lo esperado. En las relaciones sociales no me destaqué, en eso
no había cambiado demasiado. Nunca fui una persona expresiva ni comunicativa y
no sumo amistades con facilidad. No es un rasgo que me genere molestias ni
contratiempos. Disfrutaba mucho de la soledad y sumergirme a fondo en la
lectura. Así y todo, logré armar un grupo de amigos que comenzaron, casi
casualmente, como compañeros de estudio, y con quienes seguí afianzando
relaciones con el paso de los años. A veces también me reunía con viejos amigos
del pueblo que estudiaban en La Plata. Pero en general, mi vida transcurría en
el marco de un retraimiento apacible y animado.
Tampoco
tuve problemas con mis vecinos, quienes me recibieron muy bien desde el primer
día. La mayoría de los habitantes del edificio eran personas mayores, mujeres
casi todas, que solían mirar con ojos dudosos a los estudiantes de otras
ciudades. Argumentaban que querían vivir con tranquilidad y los ambientes
juveniles, adeptos a las reuniones multitudinarias y al barullo, no siempre
eran bien recibidos. Sólo había una pareja de estudiantes en la planta baja,
dos chicas a las que casi no se las veía durante la semana. En otros dos
departamentos de abajo vivían mujeres solas: María Luisa, diminuta y
santurrona, amable y cortés en la justa medida del respeto; Elena, una mujer
esbelta, de unos ochenta años, que raramente sonreía y saludaba con indecisión,
y a veces vivía con una sobrina demasiado joven para ser su sobrina. El cuarto
apartamento estaba deshabitado.
En
el primer piso vivía una mujer sola, de algo más de ochenta, viuda y de modales autoritarios, pero muy generosa si lograbas caerle en gracia. Dora, además, era
la administradora del edificio y cada mes, al momento del pago de las expensas,
me recibía con un café y hablaba durante horas sobre los pormenores de la residencia.
Enfrente estaba Estela, de unos cuarenta y tantos años llevados sin elegancia,
morruda y retacona, de voz chillona, que vivía con dos hijos adolescentes. Se
sacaba chispas con Dora, que no titubeaba en la calificarla de ‘grosera y
ordinaria’.
Un
tercer departamento estaba desocupado y en el cuarto, el que desembocaba en la
escalera, vivía Lolei.
Hasta
que lo conocí, ese departamento se me figuraba como un territorio inhóspito y
atrayente a la vez. Cada vez que pasaba por delante de esa puerta, que
permanecía abierta gran parte del día,
lo observaba con la curiosidad hacia lo desconocido, trataba de indagar
qué podría haber adentro, pero sin mirar más allá de lo debido. Prudentemente,
reparaba en lo me resultaba más fascinante: una enorme biblioteca que ocupaba
una pared entera, atestada de libros de todo tipo y tamaño, ordenados pero
visiblemente sucios. Si bien el gran estante estaba a sólo dos metros de la
entrada, la oscuridad de la habitación era un impedimento para conocer detalles
de las obras que allí dormían. Yo sólo curioseaba con tenue interés, pero no
pasaba de eso.
Movido
en principio por la inquietud de indagar esa biblioteca, e imaginando que
alguien con tantos volúmenes tendría que ser una persona instruida, sensible al
arte, alguna vez pensé en presentarme como el nuevo vecino del edificio,
entablar una conversación cualquiera, tratar de hacerme amigo (un gesto
exagerado de mi parte, por cierto, pero no imposible) o al menos encontrar un
compañero para charlar en mis momentos de aburrimiento. De plano eran sólo
ideas, que luego no prosperaban.
Pasaron
los primeros meses y nunca pude ver la cara del misterioso ocupante del
departamento E. A veces, cuando hacía el trayecto descendente desde mi casa y
contemplaba la habitación desde otra perspectiva, veía una pared descascarada
con algunos cuadros desabridos, y más abajo una especie de sofá cama con una
persona acostada, de la que sólo llegaba a ver los pies. En alguna ocasión
llevé mi vista un poco más lejos y vi un libro que tapaba la cara del lector.
Conjeturé que se trataría de un hombre bastante alto. Y que la mujer de la
limpieza, en caso que existiese, se había tomado unos cuantos meses de
descanso.
Dominaba
una penumbra que no era nada tenebrosa, sino más bien lastimera. Por las
noches, apenas una luz fúnebre recortaba las sombras en la zona de la cama. Por
lo demás, siempre, día y noche, sin interrupciones, con la puerta abierta o
cerrada, destacaba el sonido estentóreo de una radio. El misterioso ocupante no
la apagaba ni para dormir.
Una
mañana que entraba al edificio, María Luisa, la vecina santurrona de la planta
baja, me pidió que le hiciera el favor de llevarle el diario al hombre del
departamento E, “ya que subís”, me dijo. Cómo no, faltaba más. Al parecer, el
tipo recibía el diario Hoy y María
Luisa, seguramente la más madrugadora de todas, se lo alcanzaba. Ya antes había
visto algún diario debajo de la puerta de entrada, pero jamás me había detenido
a averiguar quién sería el destinatario. Ese día, cosas del destino, me encontró
levantado más temprano de lo habitual y cumplí con su pedido. Un viaje menos
por escaleras, a su edad, no era para despreciar.
La
puerta del E estaba cerrada y desde adentro se escuchaba, como siempre, la voz
de un locutor radial. Juzgué que sería muy temprano y sin pensarlo demasiado,
tiré el diario por debajo de la puerta y seguí viaje hacia arriba.
Al cabo de
unos metros sentí un grito ronco que decía “Gracias”. Me detuve.
“Pasá, está
abierto”, siguió. Dudé un instante. Sabía que el llamado no era para mí sino
para María Luisa, o la persona que cada mañana hacía ese trabajo. De inmediato
percibí que quizás era el momento que estaba esperando para conocer al tipo que
leía todo el día acostado en su sofá y tenía la biblioteca codiciada.
“Ya está,
esta es la oportunidad”, me dije.
Pero con la misma precisión que retrocedí
unos pasos hacia el E, di media vuelta y me fui a mi casa, sin detenerme a
pensar por qué lo hacía.
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(II)
Madrid,
8-I-79
Querido
hermano: Aunque tendrá noticias mías por las líneas que he mandado a casa, lo
mismo le escribo para decirle que mis cosas andan bastante bien, que estoy
trabajando como profesor de inglés y que de a poco me estoy haciendo de amigos
argentinos y españoles. Le manda un gran abrazo, su hermano
Lolei
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Buenos
Aires, 30-I-79
Amigo
Hugo: Estoy visitando esta beleza de ciudad que es Buenos Aires. Conseguí
especialización en el Hospital de Niños e tendré que quedarme acá unos 3 años.
Ahora vuelvo a Pórto Alegre, e en maio vengo de nuevo a Buenos Aires para
comenzar el curso. Hugo, se tuvieses un amigo que tenga un apartamento que yo
pueda quedarme durante el tiempo que estuviese en Buenos Aires sería excelente,
pues los alquileres están caríssimos, e es preferibel vivir en una casa da
familia que volver a una pensión. Cuando llegar a Pórto Alegre mandarte más
noticias, ok? Un gran abrazo
Clayton
Lehugeur
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Porto
Alegre, 2-VI-79
Querido
amigo: Yo estaba preocupado contigo, pues escuchei que esplotou una bomba en el
Bar California 47, e más de 10 personas moriram, e yo pensaba que mi amigo
maricón también estuviese morido. Espero que cuando venires a Mar del Plata
haga una parada Pórto Alegre, para que juntos podamos tomar un Fundador ¿no? Si
no venires a Pórto Alegre, yo creo que voy hasta Mar del Plata a verte, pues
vuelves nuevamente a Europa después, ¿no?. ¿E las mulheres como están? ¿Tienes
jodido mucho? Cuando venires por aquí venga con unas tres tías españolitas para
mí, ok?
PD:
¿Qué te parece Porto Alegre? Las gaúchas también son muy guapas e calientes
Clayton Lehugeur
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