Prólogo y primer capítulo
Esta historia consta de 108 episodios, dividida de 53 capítulos, cada uno de ellos acompañados por 53 apostillas (distinguidas con numeración románica y cuyo contenido es meramente epistolar), además de epílogo y apuntes finales. Arranca así y luego se verá como sigue...
PROLOGO
A
mediados del año 2000 se interpuso en mi camino la presencia de Lolei. O bien
podría aseverar que mi vida se interpuso en la de Lolei. Lo mismo da. Lo cierto
es que desde entonces nada en nuestras disímiles existencias volvió a ser como
antes. Arriesgo a pensar que no fue ni mejor ni peor, simplemente fue distinta.
Para ambos. A nosotros nos complacía catalogar a ese encuentro como un
paréntesis del destino, que llegó para modificar un discurso encaminado hacia
la más forzosa fatalidad. Con la digresión, ya nunca sabremos hacia donde se
encauzaban nuestros caminos. No hay posibilidad de volver atrás. Las cosas
pasan porque tienen que pasar y punto. Hay momentos de la vida que no se
eligen; solo llegan. Por lo pronto, así ocurrieron los hechos y así son
contados.
Por
esos caprichos del destino –o porque la vida cumple su ciclo indefectible y no
cesa en su tozudez de terminarse-, la historia me toca contarla a mí, cuando en
realidad debió ser escrita por los dos. Lolei se fue antes, me dejó solo en
esta empresa. Pero también me dejó su historia y su vida, que no es poco. Esa
historia y esa vida es la que sigue, con sus errores y sus aciertos, y con mis
omisiones, las inconscientes y las deliberadas, las que me otorgan la libertad
de interpretar los hechos de su propia vida.
Muchos
de los personajes que se suceden a través del relato han existido. Algunos
fueron personas públicas; otros simplemente participaron en mayor o menor
medida en la historia de Lolei. En ambos casos, opté por mantener sus nombres
verdaderos. Muchos ya están muertos. Sospecho que otros aún viven; no doy fe de
ello.
Asimismo,
los sucesos históricos comprobables se narran de acuerdo a la versión del
protagonista, apoyados en numerosos documentos reunidos por él. Otros hechos, es
necesario aclararlo, son narrados de acuerdo al alcance de mi memoria o de mi
invención.
Valga
esta escueta indicación para despejar eventuales disidencias y para justificar
la escritura de un prólogo, que a esta altura, mientras despliego sus últimas
palabras, no puedo juzgar sino como
defensivo. Y decididamente innecesario.
1
“¡Me
cago en dios, la virgen y el resto de la santísima trinidad!. ¡Ave maría
purísima! ¿Qué te ha sucedido?”, pude haber exclamado, absorto e impertérrito,
utilizando un giro expresivo muy en boga por aquellos días en mi léxico
desgastado y anticlerical. Pero ante lo asombroso y lo inesperado de la escena
lo único que me salió de la boca fue un simple “¿qué te pá…? ¡me cago en dios,
la virgen y la santí…! ¡Te caíste! ..que lo parió… ¡Y te cagaste!”
Lolei
estaba tirado en el piso, casi acostado en su totalidad, cuan largo era –y no
es poco decir, porque era bastante alto-, apoyado sobre su codo, esforzándose
por levantarse o arrastrarse por el suelo, no pude adivinarlo, en un intento a
todas luces vano, pues el piso rebalsado de bosta le impedía moverse, o
mantenerse en el mismo lugar, o avanzar. Imaginen una de esas piletas de
plástico llena de barro, que habitualmente se destinan a una de esas sugestivas
luchas entre mujeres, generalmente esbeltas y desabrigadas, que caen y vuelven
a caer a cada intento por pararse. Pues esa mañana la situación era muy
análoga, sólo que en vez de pileta había el mugriento y gastado piso de mosaico
de la casa, en vez de dos chicas esbeltas y desabrigadas había un viejo
decrépito y malgastado, y en vez de barro había mierda. Mucha mierda. Oscura,
diarréica y hedionda mierda esparcida alrededor de la cama, como si la hubieran
echado a baldazos. Y encima del pastelazo, mi amigo Lolei en titánica e
infructuosa lucha por escapar, o por levantarse, o arrastrarse.
-Me
caí-, anunció con voz quejumbrosa, con gesto de perro herido.
-Jurámelo-,
le dije, todavía parado en la puerta del departamento. No jodás, ¿en serio te
caíste?
-¡No
seas hijo de puta, me caí en serio!-, balbuceó casi a los gritos, sin cambiar
su rictus de desconsuelo.
-¿Y
la mierda?¿De dónde sacaste tanta? -me salió preguntarle, sin tono de burla, de
eso estoy seguro. Esa clase de preguntas sin sentido que surgen cuando la
situación te supera y los razonamientos llegan tarde, bastante después de abrir
la boca. Hice silencio. Me rasqué la cabeza con las dos manos, con todos los
dedos, como buscando generar una reacción a través de los pelos. Sin dejar de
mirarlo, avancé hacia él. Ya el olor se sentía y mucho.
-Quise
ir al baño, me estaba haciendo encima, me apuré porque no llegaba y la silla se
me trabó… Me duele el brazo-, contó sin mirarme, creo que ya con lágrimas. Y
repitió que le dolía el brazo, entre quejidos.
-Aguantá un poco, dejame ver por dónde empiezo-, le
dije sin dejar de masajearme la cabeza, con la mayor calma que requería el
caso-. Dejame pensar un segundo, por dónde arranco, ¿te duele mucho?¿por qué no
llamaste antes?
Acá
ya elevé un poco el tono, entre la paciencia que quería tener y la irritación
que me invadía pero trataba de evitar. Y casi sin poder entender cómo habíamos
llegado a esa situación, me debatía entre la conmiseración de ver
semejante espectáculo y el disgusto que
me causaba pensar en la posibilidad de haberlo evitado.
-¿Por
qué no me llamaste para ir al baño?-, insistí. Sabés que solo no podés…
-No
quería molestarte-, me interrumpió.
-Me
llamaste durante toda la noche para nada, bajé diez veces hasta acá al pedo… y
cuando hacía falta no me llamaste.
Ya
estaba por estallar y frené. Repetí el gesto con las manos, esperá, esperá,
esperá, le decía a él y me lo decía a mí. Comprendí que no era momento de
reproches sino de actuar.
-Esperame
acá, no te muevas-, le dije.
Di
media vuelta y enfilé hacia la puerta.
-No
te vayas, volvé-, me gritó con todas sus fuerzas, con su acreditado tono de
reprimenda que tantas veces había escuchado y seguiría escuchando mientras
convivimos. Y con el mismo y habitual miedo al abandono. “No me dejes acá”,
reclamó.
Cuando
lo escuché ya estaba subiendo las escaleras que me llevaban a mi departamento.
De inmediato di media vuelta y a la carrera, con la inercia de la irritación,
respondí también a los gritos, ya bien cerca de él:
-¿Querés
quedarte ahí, rebosándote de mierda como una milanesa, o querés que te levante
y te limpie?
No
dijo nada. Repetí la pregunta, palabras más, palabras menos, con la cara dura
de bronca y la garganta atascada por una insipiente congoja. Siguió sin
responder. Muchas veces hay que gritar un poco para que el otro entienda lo que
se dice.
-Entonces
aguantá, no tenemos muchas alternativas… Con gritarnos no ganamos nada. La
cagada ya está hecha, bien hecha, y ahora vamos tratar de solucionarlo-, le
expliqué ya más calmado. Nos miramos en silencio, por unos segundos. Entendió y
aprobó con la cabeza.
Volví
a salir, diciendo en voz baja: “¡me cago en dios y la virgen, qué cuadro!”.
-Lolei
se cayó llegando al baño y se cagó hasta la cabeza. Hay un pantano de bosta-,
les conté a mis compañeros que estaban en mi casa, expectantes por conocer las
razones de la discusión que habían oído a medias, a la distancia. No hubo
respuestas. Y no las hubo simplemente porque no había nada para decir. “Ustedes
sigan que ya vengo, hay que pegarle una buena enjuagada y tengo para un rato”.
Busqué
un balde y lo cargué con agua. Agarré un trapo de pisos, lavandina, toallas,
jabón, el frasco de Espadol, una esponja, un cepillo, y volví a salir. “Si
necesito ayuda les pego un grito”, comuniqué mientras bajaba la escalera,
hablando más a mí mismo que a ellos.
El
olor ya había inundado todo el edificio. En los pasillos se sufría ese tufo
cargado a mierda y humedad y mugre acumulada que nacía desde el departamento de
Lolei. Un aroma fétido al que ya me había acostumbrado, sin embargo, pero que
resultaba antipático para quienes no estaban habituados. Lo repugnante ahora no
era la conjunción de hedores. Era la sensación de tener que limpiar tanto
excremento del cuerpo de mi vecino. Y rogar que no se le hubiera roto algún
hueso. No era la primera vez que lo limpiaba y tampoco la primera vez que se
caía sin que se lastimara, pero sí era mi debut en intervenir para sendas
tareas al mismo tiempo.
Sin
pensar en nada entré con mi arsenal de limpieza y noté que Lolei había
pretendido levantarse. Estaba apenas unos centímetros más cerca de la puerta
que conducía al baño, con una mano apoyada en la abertura y sentado contra el
respaldar de la cama. Nuevos sitios enmierdados. Le pedí que se quedara quieto
un momento y me puse manos a la obra. Con el trapo embebido de agua y lavandina
comencé a juntar todo lo que había su alrededor, en el piso. No podía evitar
pisar la bosta cada vez que debía ir al baño a lavar el paño sucio y dejar las
huellas de mis zapatillas allí por donde caminaba. Pero lo urgente era sacar lo
más grueso y al cabo de varios viajes las marcas fueron desapareciendo con
nuevas lavadas que iba rectificando a cada rato.
La
parte más complicada fue limpiar a Lolei. No era fácil de maniobrar, por su
tamaño y la dureza de su cuerpo. Ayudaba poco en los movimientos y toda la
fuerza debía hacerla yo. Por suerte no tenía mucha ropa: sólo un calzoncillo,
una camisa gruesa -a la que le arranqué los botones para sacársela con más facilidad-,
y las zapatillas, más marrones que su azul claro original. Cuando quedó
completamente desnudo empecé a quitarle la suciedad con la esponja enjabonada.
En muchas partes la mierda ya estaba seca y pegada a la piel, y debía frotar
con empeño para sacarla. El viejo estaba tranquilo y se dejaba lavar, pero se
quejaba cuando refregaba mucho y porque ya empezaba a sentir frío, pues se
combinaban el suelo mojado, su desnudez y el gélido ambiente invernal de la
casa.
-No
te quejes que ya termino-, le pedí ya con cordialidad. Poco a poco había
empezado a respirar por la nariz, acto que venía evitando fortuitamente desde
que había iniciado el aseo.
Hablábamos
poco mientras trabajaba. Sólo algunas indicaciones de rigor para favorecer la
tarea. Esporádicamente escuchaba que decía “gracias nene”, pero yo no respondía
y seguía mi tarea. Alguna vez, ya cansado de lo que sentía como un suplicio, me
preguntó si faltaba mucho, y yo me limitaba a decir que sí, que esto recién
empieza.
-Después
de esto no zafás, te toca un baño completo. Y hay que limpiar el resto de la
casa y la cama y todo lo que tocaste.
Resignado
desde hacía un buen rato, el viejo se había entregado y se dejaba hacer.
En
algún momento impreciso volví a preguntarle por qué no me había llamado antes
para que lo acompañase al baño. La respuesta fue la misma: no quería molestar.
Inútil fue recordarle que ya lo había hecho hasta el hartazgo durante toda la
noche, y que al fin y al cabo esa llamada –la que debió y hacer y no hizo- era
la única verdaderamente significativa, la que tenía una finalidad específica y
esencial, que no era lo mismo tener que bajar para llevarlo al baño a cagar que
bajar para que le diga qué hora era.
Es
imposible recordarlo con exactitud, pero esa noche, esa larga madrugada de
vigilia, tuve que ir a su departamento al menos ocho o nueve veces convocado
por sus gritos destemplados. Las primeras veces acudí con mansedumbre, con la
buena disposición de evacuar alguna necesidad o urgencia. Él me preguntaba si
estaba solo o acompañado, si me iba a quedar en mi casa o iba a salir, si me
iba a acostar dormir. Alguna vez me dijo que estaba soñando (era habitual que
soñara a los gritos; casi todo lo hacía a los gritos). Otra vez, ya muy entrada
la madrugada, me preguntó qué hora era. Con una paciencia de maestra jardinera,
en todas las ocasiones le expliqué más o menos lo mismo, que sin ir más lejos
era la realidad de la situación: que estaba haciendo un trabajo práctico para
la facultad que debía entregar indefectiblemente al día siguiente, que éramos
cinco personas, dos mujeres y tres varones, Celeste, Mariela, Federico, Mauro y
yo, cinco personas, dos mujeres y tres varones, que estaríamos en vela toda la
noche, discutiendo ideas y tomando mate, turnándonos para transcribir nuestros
manuscritos en la única computadora que había, algunos a veces durmiendo un
rato en la única cama de la casa, que era la mía, mientras el resto seguía
adelante con los trabajos, tratando siempre de atenuar las conversaciones para
no molestar a los vecinos del edificio, que si nosotros hacíamos ese esfuerzo
también él podía evitar por un rato el griterío, que de esa forma podíamos
pasar esa larga noche sin sobresaltos y todos tranquilos, mañana será otro día.
Incluso le dejé en claro que habíamos decidido reunirnos en mi departamento y
no en otro más grande, donde estaríamos más cómodos, por mi expreso pedido,
para no dejarlo solo a él, para que en caso de que necesitase algo yo estuviera
cerca, pero mientras tanto podía dormir tranquilo. Ya había cenado –parte de la
comida que habíamos preparado para todo el grupo-, tenía la cama ordenada, la
radio y la luz encendidas, la puerta abierta: es decir, el ritual de cada
noche, cumplido a la perfección. Él
decía siempre que sí, con la misma mirada desconsolada, con la cabeza apenas
saliendo de debajo de las frazadas. Y yo repetía mi versito, que se fue
tornando entre sarcástico y colérico a medida que avanzaban las horas.
Sólo
una vez no lo dije, creo que en la última llamada. Ya era de día, llegué y ni
siquiera le hablé, me paré bien pegado a su cama, con las manos en jarra, en una
actitud de autoridad y, seguramente, con un furioso guiño que entendió como
amenaza. Y me quedé un rato así, sin decir una palabra, mirándolo desde arriba,
esperando una explicación a una nueva interrupción, hasta que abrió su bocota
para pedirme agua. Estaba seguro de que no quería nada, pero había encontrado
por primera vez una excusa válida para evitarse la sonora puteada que venía
amasando en mi garganta desde que el sonido de su grito se incrustó como una
puñalada en mi oído. Con una furiosa parsimonia, llené su jarro hasta casi
rebalsarlo y se lo alcancé. Bebió y lo acomodé entre los libros de la mesa de
luz. Pregunté si estaba todo bien, afirmó con los ojos y di media vuelta para
salir. Cuando llegué a la puerta me volví hacia él.
-Todavía
es temprano, tratá de descansar y dejanos terminar el trabajo. Yo en cualquier
momento me acuesto para dormir un rato; nos estamos turnando para descansar y soy
el único que aún no lo hizo. Cuando me levante bajo y te traigo el desayuno. Te
lo pido una vez más: si no es por algo urgente, no me llames. Más tarde
vuelvo-, le dije afectando una calma que hacía rato había desaparecido.
Él
aprobó mi pedido, una vez más, y me estiró la mano en gesto de trato hecho, de
camaradería, de perdón. De amistad. “No me la hagas más difícil, al menos por
un rato”, le supliqué con una vaga sonrisa. Me dio las gracias, me pidió
perdón, me pidió paciencia. “Paciencia me sobra”, mentí.
Con
mis compañeros, a esa altura, nos reíamos de la situación. Cada regreso era una
broma que ayudaba a descomprimir. Yo les explicaba que nunca antes había
hinchado tanto las pelotas en tan poco tiempo, y como Lolei era una suerte de
un chico al que le gustaba llamar la atención, había encontrado el escenario
ideal para hacerlo. La rotura de bolas era directamente proporcional a la
cantidad de gente que me rodeaba. Yo intentaba justificarme por él por la noche
que estábamos teniendo. En ese momento la prioridad pasaba por terminar nuestro
trabajo. Éramos cinco descocados trabajando a contrarreloj y un sexto
integrante que como un convidado de piedra alteraba la rutina sin ninguna
piedad. Ellos se mofaban de mis cambios de humor, pues el regreso de cada
incursión al primer piso había una arruga más en mi cara, una cana más en mi
pelo, una puteada nueva en mi boca. Pero fueron sumamente comprensivos con el
contraste de la situación. Además, todos estábamos agotados y combatíamos el
cansancio con la mayor gracia a nuestro alcance.
Lo
que había comenzado como una reunión de estudio fue mutando en un circo disparatado
con un viejo molesto como figura principal y un joven estudiante como
anfitrión, que terminaría ganando la cama cagándose profusamente en la
educación universitaria, en Lolei, en dios y la virgen y el puto destino que se
conjuraba por hacer más complejo lo fácil.
Dormir
me hizo bien. No sé si fueron dos horas o medio día. Sé que me dormí
profundamente y mi mente se abandonó por completo de mi cuerpo durante un buen
rato. Si en ese lapso había vuelto a llamar, me lo había perdido. Ya repuesto,
mientras alguien me regalaba un mate, me dijeron que sí, que había vuelto a
llamar. Uno de mis compañeros me reemplazó y le dijo que yo dormía. Le preguntó
si necesitaba algo. Obviamente no necesitaba nada. Casi no hablaron más que
eso. Después no se sintió más en las siguientes dos o tres horas que yo me
ausenté al mundo de los sueños. Entendí que a cualquier otra persona le hacía
más caso que a mí y lamenté no haberla mandado antes. Todos aprobaron mi idea,
pero ya era tarde para cambiar las cosas.
De
todos modos, pese a las constantes interrupciones, la noche había sido
productiva y a esa altura de la mañana el trabajo estaba prácticamente listo.
Restaban algunos detalles que debatimos sin apuro. Me tomé mi tiempo antes de
bajar. Conjeturé que Lolei estaría durmiendo y me demoré en ir a verlo.
Lo
hice al cabo de una hora, a eso de las diez de la mañana, cuando asumí que tal
vez ya estaría despierto y sería mejor que yo apareciera por su casa sin
esperar su llamada. Antes de bajar, yo estaba de buen talante, dispuesto a
ofrecerle el desayuno, pues rara vez pasaba de esa hora sin que reclamara su
ración diaria de la mañana. Allí me encontré con la escena.
Tras
la primera limpieza, la más profunda y aliviadora, volví a mi departamento en
busca de agua caliente para bañarlo. También para pedir ayuda. Había intentado
levantarlo del piso sin éxito. El viejo era demasiado grande y pesado para mí
solo. Volví con los hombres del grupo y entre los tres pudimos llevarlo hasta
el baño, no sin poco esfuerzo. A ellos al principio les costó vencer la
contrariedad de la situación, sobre todo el asco que provocaba el olor a mierda
que aún imperaba en la casa. Pero enseguida lo lograron, con voluntad y empeño.
Lo sentamos en su banquito y yo encaré con la enjuagada.
Ellos,
mientras tanto, se ofrecieron a ayudar con la limpieza, que estaba bastante
avanzada pero incompleta. Aunque no quería molestarlos, le agradecí de buena
gana su propuesta. Pronto llegaron las mujeres y entre los cuatro se empeñaron
en mejorar notablemente el ambiente mientras yo mortificaba a Lolei meta
esponja y cepillo. El viejo no era un amante del agua y había que obligarlo al
aseo - a veces de mala manera-, al menos una vez a la semana. Esta vez no tenía
muchas opciones y se aguantó la regada sin decir ni mu. Dupliqué la dosis de
Espadol y le sacudí sin mesura hasta sacarle el último resquicio de mugre.
El
ejército higiénico –así los llamó el viejo a mis compañeros de baldeo, en una
muestra de que aún en las peores condiciones no perdía su luz creativa- no
escatimó a la lavandina y al desodorante de ambiente para purificar la casa. Al
cabo de una hora, ya seco y limpio, vestí al viejo con lo que encontré –un
calzoncillo mío, una remera bastante decente, medias al tono- y lo acosté. No
era el rey de Holanda pero había quedado presentable. Al menos la casa ya no
hedía a estiércol.
(I)
Dakar, 20-XI-78
Queridos
papá, mamá, Julia, Bocha: les escribo estas líneas desde el lugar más increíble
que he conocido: mugriento, atrayente, repugnante y exótico al mismo tiempo.
Nos quedamos otro día más antes de salir para Las Palmas. Nunca hablé tanto
francés en mi vida, porque es el segundo idioma de Senegal. El otro es un
dialecto africano: volaf. Todo nos va bien. Estamos en un súper hotel (el
mejor), con todo pago. Pero acá después de las 10 de la noche no se puede andar
por la calle. Es muy peligroso. Todo va bárbaro. Todo mi cariño para ustedes.
Lolei
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