miércoles, 18 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (10)


CAPITULO
10

Lolei aprendió a leer de corrido a los cuatro años, en días donde los jardines de infantes tenían una mínima aceptación entre los marplatenses y las primeras instrucciones se impartían en el hogar. Su familia lo dotó de una educación esmerada y complaciente, aunque bajo las estrictas normas del catolicismo.
Tanto él como sus hermanos cumplieron con los ritos cristianos de igual modo en que se procede con los nuevos adherentes a la religión dominante: a la fuerza y sin dar explicaciones. Ya siendo grande, bastante grande, incluso bastante después de haber cumplido con el rito del matrimonio en una reverenciada parroquia platense, renegó de este tipo de conductas y se prometió a sí mismo renunciar formalmente a la fe cristiana por el escarnio al que fue sometido por obligación en su más tierna infancia. Los años pasaron y no movió un solo dedo para cumplir con su íntimo juramento. E imploró la presencia de cualquier dios hasta los últimos días en este mundo. A muchos nos pasa lo mismo.
Aprendió a leer a su pesar, pero esto sí lo agradeció sin emitir ningún tipo de imprecación. Criarse bajo el amparo de una madre estricta, metódica, inteligente y por si fuera poco, docente, tuvo que merecer su provecho. También sus tías colaboraron en su formación.
Desde bien temprano adquirió el gusto por los libros y por la escritura. La biblia y cuadernillos de catecismo estaban entre las obras del catálogo permitido. Sin embargo, las opciones no se ceñían sólo a lo religioso o lo rigurosamente pedagógico. Los cuentos de Quiroga, de Lugones de Poe, novelas breves de autores como Mark Twain o Miguel Cané y otras un poco más extensas como Julio Verne, Emilio Salgari, Pío Baroja o Balzac, le estaban permitidas.
Apenas empezado el primer grado de la escuela primaria se animó con las letras inaugurales de Borges. A los ocho años comenzó a estudiar inglés con una profesora particular, amiga de la familia, y a los trece inició el francés en la Alianza Francesa de la ciudad. En la escuela secundaria se animó al latín y al italiano, pero quedó a mitad de camino.
Confesó haber leído el Quijote a los trece y no gustarle tanto como cuando lo abordó ya siendo mayor. Le pasó lo mismo con la Comedia del Dante, el Decamerón de Bocaccio, la Eneida de Virgilio, las Vidas Paralelas de Plutarco, o el Martín Fierro de Hernández. Aborreció a Joyce, por incomprensible e innecesario. Se aburrió con Proust y algunos rusos como Tolstoi y Dostoievsky. Se turbó con Kafka y Arlt. Disfrutó a Oscar Wilde en su idioma original. Después se volvió mayorcito.
Su tío Felipe, a escondidas de su madre –y sobre todo de su padre- le prestó El ocaso de los ídolos de Nietzche cuando aún no había cumplido los quince. Después llegó con El Manual Apasionado, de Emile Cioran, en una traducción que luego juzgaría mediocre. Los Tiempos NuevosEl Hombre Mediocre, de José Ingenieros, cayeron en sus manos por aquellos días. Inter medias, consumía pasmosos novelones rosas y se desgastaba la vista con policiales de autores norteamericanos.
No descartaba las historietas yanquis o las viñetas nacionales que le sustraía a su tía María Esther. Aprendió a detestar sin miramientos al pato Donald y sus badulaques sobrinitos. Se divertía con las obras del español Jardiel Poncela;  Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, estaba entre sus favoritas. Autodidacta y ecléctico en sus gustos, Lolei se disciplinaba mirando de reojo a la realidad, mientras deletreaba sus primeras líneas con su prolija caligrafía de señorita.
-Con Marito Browne y el Pepe Colturi –rememoró el viejo-, cuando empezamos la secundaria en el Colegio Nacional, allá por el 48, pensamos en idear una revista escolar de arte que presentara trabajos de los alumnos. Había algunos que escribían poesía. Otros pintaban o hacían buenas ilustraciones. Los costos no daban y no teníamos apoyo de las autoridades. No llegamos ni a ponerle nombre a la idea. Sin embargo, no sentimos la experiencia fallida como un fracaso. El fracaso es una buena oportunidad para empezar de nuevo con más inteligencia.
-Esa sentencia suena a almanaque o a sobrecito de azúcar-, retruqué.
-Era una frase que había dicho Henry Ford alguna vez, y como había muerto en esos años, se había puesto medio de moda en las revistas de interés de la época-, explicó-. Decidimos que lo más inteligente era no intentarlo más. Para qué andar renegando, ¿no?. Pero empezamos a reunirnos dos veces por semana en un bar, primero nosotros tres, para debatir obras e intercambiar libros. Comentábamos las novedades literarias, leíamos los suplementos culturales de los diarios, nos prestábamos novelas, repasábamos cosas que escribíamos nosotros. Las críticas a veces eran feroces, creo que con justificada razón. Pepe Colturi escribía bien, pero abusaba de su tendencia a imitar el estilo de los románticos, y cansaba un poco. La primera vez que se lo hicimos notar se enojó, pero después asumió la culpa y se excusó alegando que no podía evitarlo. Sin estilo no hay poesía, y el Pepe no tenía estilo propio. Con el paso de los días dejó de leer sus poemas y después ya nunca más los compartió. Creo que nunca más escribió. Supe que se recibió de médico en el 62. Marito, en cambio, fingía ser mal escritor y buen lector, lo que a mi juicio era justo al revés. Se entusiasmaba rápido y le ponía energía a lo que emprendíamos. Siempre estaba un poco más informado que el resto y no le costaba llevar la batuta de las reuniones. Hasta que un día no pudo con su genio de mujeriego y sumó a la mesa a un par de amigas, dos chicas más jóvenes. Una era Mimí Díaz Vaccari y la otra una tal Graciela, que duró poco. Mimí después incorporó a la Negra Teresa, que incluyó al Fede Dillon, que fue acompañado de Mabel Ribero y un ñato de apellido Aicega. Al principio los encuentros eran productivos para la causa; todos participaban con ideas, llevaban libros y breves ensayos escritos. Al poco tiempo nos fuimos transformando en un grupo de amigos que hablaba de cualquier tema, menos de libros. Llegaron los noviazgos, las arrimadas, las sobremesas ginebreadas. Las citas devenían en caminatas por las playas, en paseos en automóvil, en escapadas a alguna casaquinta. Me hice muy amigo de la Negra Tere. Y hasta flirteamos. Marito se enganchó con Mimí. La tertulia literaria se esfumó. Y la lectura volvió a ser una aventura silenciosa y personal.



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(X)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle Norte 8 (Chalet)
Salou – Tarragona

De: Alan Rogerson
C/Jordan 14 Planta 5-9
Madrid
18 July 1983
Querido Hugo:
Recibí tu carta hoy. El lunes fui a ver a Rob y Jon, me dijeron que las cartas llegaron el sábado. Espero que estés bien, mucho sol, mucha tajada, etc. Yo no ando tan mal, tengo bastantes clases, digo bastantes pero no saco mucho dinero, unas 5000 pesetas a la semana. Sigo pagando a Pepé. ¿Te acuerdas Hugo que yo tenía una clase particular? Bien, al final la tía no me pagó, ella creía que me había pagado, y nada, intenté convencerla que me debía 3-4 mil pesetas pero se empeñó en que no, así que me chungó.
Me voy muy pronto de aquí. Voy a estar en Madrid dos semanas más y después a Francia. Voy a pasar por San Sebastián porque es el camino más rápido. Espero que la policía no me pille porque no tengo dinero suficiente para pagar la multa. Además voy a decirle que salí varias veces y la poli no me selló el pasaporte, y ya está.
Precisamente hablaste de Ann Bennet. Ahora estoy en su casa. René y Rosa se han ido al pueblo y tuve que marcharme. El portero era un cabrón y quería fichar mis datos, así que me fui. Ann Bennet dejó una nota en el bar de Pepé, quedé con ella el sábado, fuimos a la verbena del barrio este, nos cogimos un pedo juntos y volví a su casa. Me quedaré con ella un par de semanas. Llevo casi un mes sin ver a Anna Keene, voy a llamarla esta tarde. El viernes que viene voy al pueblo para la boda. Voy a dedo, puesto que tengo que comprar algunas cosas y no tendré dinero para el pasaje. Yo también he estado pensado en el estado físico de René antes, durante y después de la boda. Me imagino sus palabras el lunes: ‘¡Anoche me cogí un pedo, joder; Rosa se enfadó conmigo, joder!’.
Hay muy pocas clases aquí. Se han ido Grant, Nadia, Bessie, Alex. Sigue aquí Roland, Vinicio, yo, Mary, Anne de Ponyer.
Anoche dormí en la calle porque estaba muy en pedo y no quería llamar a Ann Bennet a las cuatro de la mañana. No voy mucho al bar de Pepé, sólo para comer. Voy a Moncloa y a la cafetería. Anoche estuve allí hablando con José; te da sus recuerdos. No pensaba que fuera posible, pero he cumplido un imposible: tengo crédito en el bar en Moncloa. Espero tener más muy pronto.  No te puedo llamar por dos razones: he perdido el número y no tengo teléfono, así que será mejor que me llames a la Academia.
Ah, quedé con Eva hace una semana y la puta cabrona me dejó plantado. También me enrollé con una modelo en la calle de René, me invitó a su casa, fumamos un par de canutos y cuando intenté ligar la muy puta me echó de su casa.
Pues escríbeme pronto, no pienso que venga la francesa. Take care,
Alan


PD: Pienso que mi madre está bien. Llamé a la casa de Ann y mi sobrina me dijo que había ido a orillas del mar, así que, nada.

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