CAPITULO
9
El padre de Lolei nació en Ayacucho, en el centro de la provincia de Buenos Aires, casi con el comienzo del siglo, en 1902. Domingo Cavalcanti era hijo de un inmigrante italiano que desde su Montalto Fugo natal había partido hacia América en la década del 1870, en plena oleada inmigratoria hacia estas tierras. No tenía hermanos y viajó con varios primos y vecinos de su pueblo que buscaban un mejor futuro. La mayoría de ellos se quedaron en Brasil.
El
abuelo de Lolei, Domingo Cavalcanti y Crevaro, hijo de Vicente y de Elena
Crevaro, llegó a la Argentina cuando apenas superaba los veinte años de edad,
con una valija holgada y nadie que lo esperara. Junto a otros emigrados que
deambulaban por la Capital emprendió diversos trabajos de corta duración. Era
un buen carpintero, pero el oficio no le rendía adecuadamente y se vio obligado
a emplearse en labores inconsistentes. En la búsqueda de la prosperidad partió
hacia el interior de la provincia. Fue albañil en Luján y peón rural en
Mercedes. En Las Flores conoció a Saturnina Molina, doce años más joven, y se
casaron a fines del 1898. Cuatro años más tarde, ya afincados en Ayacucho,
nació Domingo, su único hijo.
La
madre de Lolei era la antepenúltima de once hermanos. Sus padres, Felipe Amaro
Palacios y Rodríguez Saldaña, nacido en Salto, Uruguay, y Florentina Salguero y
Morales, de Carmen de Areco, provincia de Buenos Aires, se casaron en 1888,
cuando ella tenía apenas quince años. Vivían en Arrecifes cuando, a partir del
año siguiente al matrimonio, comenzaron a engendrar hijos, a razón de uno cada
dos años. En 1889 nació Celina, en el 91 Felisa, en el 93 Delcia, en el 95
Felipe y en el 97, Alfredo. Tras un 99 tranquilo, en 1901 llegó Juan Manuel, y
en 1903, Emilio. En 1905 nació María Esther, en 1907 Florentina Rosario, en
1909 José Raúl y, para terminar, en 1912, Julia Argentina.
La
mayoría de los hermanos terminaron viviendo en La Plata. Las mujeres se desempeñaron
casi todas en la docencia; los hombres eligieron diversos oficios. Quien más se
destacó fue Alfredo, que ocupó durante varios años la gerencia del Banco
Hipotecario en la capital provincial.
Florentina
Rosario Palacios Salguero y Domingo Cavalcanti Molina se conocieron a
principios de los años 30 en La Plata, donde se casaron un par de años más
tarde. Allí, el 13 de noviembre de 1934, nació Lolei, a quien no tuvieron la
misericordia de anotarlo con el nombre de Hugo Lionel.
-Es un nombre muy
mersa-, reconocía el viejo.
A
Lolei le siguió Delcia, en el 37, y Juan Manuel, en el 43, quedando así
conformada la familia de los Cavalcanti Palacios que, tras el nacimiento del
primogénito, se habían instalado en la próspera Perla del Atlántico.
Los
primeros años de su vida, Lolei alternó sus días entre Mar del Plata y una
acogedora casa de campo que la familia poseía en San Agustín, un pequeño
caserío ubicado a unos veinticinco kilómetros de Balcarce, y cerca también de
Miramar y Necochea.
Por
aquellos días, junto a tíos y primos de su misma edad, el pequeño Hugo Lionel
(sepan disculpar el exabrupto) comenzó a transitar una infancia cómoda, feliz y
decente. Su madre había cedido sus horas de docencia para dedicarse plenamente
a su crianza. Su padre se hizo cargo de la economía doméstica y estaba ausente
casi toda la semana, pues ocupaba su cargo de educador en Oriente, un paraje
cercano a Coronel Dorrego.
Don Domingo realizó
ese trabajo hasta el año 37, cuando fue dejado cesante a través de un simple
despacho telegráfico. Pese a esta contrariedad, el panorama tendió a mejorar.
En Mar del Plata, se dedicó de lleno al negocio inmobiliario, en un momento más
que propicio para el sector. Instaló su oficina en la zona comercial y al poco
tiempo se asoció con uno de los martilleros de mayor prestigio en la ciudad.
Por
aquellos años, Mar del Plata se había dividido ya en varios barrios, situación
que señalaba un aumento también de su población. La ciudad, poco a poco, dejaba de ser sólo
una estancia de verano y los pobladores permanentes iban ganando su lugar. Llegaron
barrios como La Perla, Playa Grande, La Loma, Bristol, Nueva Pompeya, Estación
Vieja, Puerto, Don Bosco, San José y Cincuentenario.
Los
habitantes de cada uno de estos barrios se agrupaban por afinidades económicas
y sociales. Cada vivienda tenía su estilo. En La Loma o Playa Grande, se
concentró la gente adinerada que llegaba para veranear. Se construían enormes
palacetes, casonas o chalets, con estilos dispares desde modelos futuristas,
hasta estilos clásicos o coloniales, líneas francesas o versallescas.
La
clase media, en cambio, se fue distribuyendo, en un principio, en la zona del
centro y alrededor de la Estación Vieja, San José o Don Bosco. Más tarde lo harían
en La Perla o Los Troncos. Sus viviendas eran casas de tamaño mediano, algunas con
un local al frente, una sala grande que incluía la cocina y que muchas tardes
era lugar de cita para tomar mate con los vecinos.
También
por esos años, se acentuó la demolición viejas construcciones y la renovación se convirtió en una obsesión.
El gobierno conservador tiró abajo la vieja rambla, símbolo de la Mar del Plata
tradicional, y construyó la rambla de Bustillo, que es la que se conoce en la
actualidad.
La
ciudad se extendió en todas las direcciones: hacia el norte, incorporando los
barrios Camet, La Florida, Constitución y Caisamar y hacia el sur, Punta
Mogotes y más tarde Alfar, y hacia el oeste Batán. También se expandió hacia el
interior, donde los sectores medios se ubicaron en los barrios Plaza Mitre, San
José, Primera Junta y con características obreras y comerciales, los barrios
Don Bosco, San Juan, Los Andes, El Martillo y otros.
Se
comenzó con la construcción de los clásicos chalecitos con porche y un pequeño
jardín en el frente, con techos cubiertos por típicas tejas coloniales. Estas
viviendas se distribuyeron por todos los barrios y su carácter social fue
cambiando en la medida en que se desplazó la cocina por el living y la
chimenea, en torno a la cual se reunía la familia junto a los amigos.
La
bien constituida familia Cavalcanti Palacios se instaló en un amplio caserón en
la zona de Don Bosco, sobre la calle Jujuy.
El
negocio inmobiliario se expandió junto con la ciudad y don Domingo fue ganando
posiciones en el mercado y en el ámbito social. Al poco tiempo comenzó a
participar de las reuniones en el comité de la Unión Cívica Radical, donde
emprendería una ascendente carrera política. Este aspecto en particular
definiría el resto de su vida y por derivación el de su familia. La relación
con Lolei se modificaba de acuerdo a los cambios de humor devenidos de las
instancias políticas. Cuando más activa era su contribución a la causa, tanto
más se iba ensanchando la grieta en el vínculo con su hijo mayor.
Para
Lolei, existían cuatro o cinco actividades, cuatro o cinco pensamientos a los
que podía recurrir para tratar de recrear los recuerdos más tempranos junto a
su padre.
Algunos
transcurrían en torno a aquel idílico paisaje solariego de la quinta de San
Agustín, paseando de su mano a través de caminos interminables hacia lugares
desconocidos, en los que sentía que esa mano protectora que lo acompañaba tenía
un significado de resguardo eterno, del lazo paternal que sería una guía para
siempre. Otros recuerdos lo depositan en el viejo caserón del pujante barrio
Don Bosco o caminando por la rambla frente a la playa, siempre sujetado por los
fuertes brazos de ese hombre de apariencia endeble, de cuerpo pequeño pero
vigoroso, siempre actuando como un guardián de ese ser diminuto y liviano que
estaba dando sus primeros pasos en este mundo. Alguna otra imagen lo devuelve a
festivas tardes familiares rodeada de tías maternas, de sus primeros primos, de
niños tan pequeños como él revolteando por todos lados mientras él y su padre
permanecen apartados, en un mundo único, creando un universo destinado
solamente a dos personas. Un mundo donde existía la verdadera felicidad, donde
su padre era el verdadero dios. Y luego existe el recuerdo de un padre que va
volviéndose muchos, que divide sus momentos con sus nuevos hermanos y va
mutando su aspecto cariñoso para transformarse en un hombre de mirada dura, de
gestos ceñudos y alocuciones ampulosas, un carácter que años más tarde, cuando
su capacidad de entendimiento fue madurando, don Domingo adquiriría en interminables
discusiones políticas, esas que fueron construyendo el camino de las mayores
pasiones. El nuevo Domingo Cavalcanti, que mudó su rol de padre y guía para
transformarse en un ciudadano interesado en los avatares del pueblo, dejó un
vacío en el pequeño Lolei. Y marcó el recuerdo perdurable de cuando pasó a
identificarlo como un ser distante, secundario, hasta prescindible. El nuevo
Domingo Cavalcanti convertiría a su hijo en un nuevo Lolei, protegido de su
madre, envidioso de sus hermanos, marcado por una desgarradora sensación de
desamparo.
El
pequeño mundo infantil de aquellos lejanos días en San Agustín, del burgués
caserón de la dinámica Mar del Plata, con sus playas exclusivas, sus calles
animadas, su gente apuesta y urbana, su arquitectura distinguida, ese mundo
sincronizado bajo el amparo de un padre que se distanciaba, fueron para Lolei fragmentos
persistentes de recuerdos de la primera etapa de su vida. Recuerdos con sabores
cada vez más amargos a medida que pasaban los años.
Mientras
tanto, aún sin entenderlo todavía, su vida iba atravesando las etapas del
conocimiento con la mayor de las comodidades prodigadas por su familia, de la
mano de ese padre que aún sentía como su padre.
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(IX)
Segovia,
25-V-80
Queridos
papá y mamá: Estoy por aquí con unos amigos, de vacaciones de fin de semana.
Además vinimos a comer el famoso cochinillo asado segoviano. Ya pronto les veré
y les contaré mis andanzas. Hasta pronto y un abrazo grande
Lolei
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Segovia,
25-V-80
Querida
Julia: Gracias por tus líneas que recibí. Ando en fin de semana por Segovia con
unos amigos. Como verás, paseo bastante en cuanto mi trabajo me lo permite.
Estoy ganando bastante bien y la suerte me acompaña, gracias a dios. Pronto
estaré por allá de vacaciones. Un beso grande
Lolei
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Porto
Alegre, s/f
Mi
buen amigo: Yo tengo mucha nostalgia de España, e de cierta manera estoy muy
arrepentido de no estar más en Madrid. Yo creo que la verano ahí debe ser muy
bueno con estas ticas maravillosas, con esos ojos e las bocas calientes
jodiendo por las noches todos los días. Las ticas españolas son na verdad as melhores
mujeres que yo encontré, pues son muy guapas. Recuérdate de Paloma e Concha en
el bar Costa Verde… Qué buenas las ticas, no? Fue terrible no encontrarlas más,
pues sería una buena joda. Un gran abrazo en tu viaje del parque del Retiro e
cuéntame cómo fue tu viaje a Cuba.
Clayton Lehugeur
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