Estoy seguro que esta será la
peor entrada de todas las que se encontrarán por acá. Lo explicaré con toda la brevedad
posible y las pocas ganas del caso. Hoy, 13 de noviembre, Lolei hubiese
cumplido 81 años. Desde hace varios días venía pensando en bucear algún
recuerdo para compartir aquí. Pero los pocos que fui encontrando en la
recorrida me resultaron o pobres o muy complicados de contar. Y no tenía ganas
de cargar con el peso de esa responsabilidad. La verdad es que no soy amante de
las efemérides y me cuesta escribir sobre tal o cual cosa en particular en
fechas especiales.
Hace pocos días, en el
aniversario de la muerte de mi abuelo Antonio, publiqué algo que había escrito sobre él meses atrás. Ya estaba hecho, no lo ideé para la ocasión. Podría haberlo
compartido antes o después, o tal vez nunca.
En este caso es distinto, porque
tenía que prepararme mentalmente para esta fecha, y la verdad, no tuve tiempo
ni ganas de redoblar esfuerzos en este sentido. Pude haber continuado con su
historia, que ya va entrando en la primera decena de capítulos, o pude haber
extraído algún pasaje más lejano del relato y hacer una semblanza sobre este
momento.
Pude haber hecho eso o
directamente no haber hecho nada.
Mientras me debatía entre lo poco
y la nada, volví al archivo de Lolei. Si algo me gusta en esta vida es mirar sus
fotos.
Me encanta meter las manos en las
cajas repletas y encontrar estampas en blanco y negro, en sepia, en tamaños
imposibles, de caras que nunca conocí, de lugares que nunca caminé, de momentos
que nunca viví, de un tiempo que no fue mío y que jamás volverá. En las
fotografías de mi amigo Lolei siempre intento descubrir un sentido a lo
desconocido. Es tratar de penetrar en ese mundo detenido en una imagen a través
de personas que fueron de carne y hueso y hoy son polvo.
Todavía no sé por qué me asalta esa
extraña sensación de placer y nostalgia cuando veo sus fotos. La misma
sensación que me lleva a repetir ese simple acto de redescubrimiento efímero
cada vez que no encuentro las ideas deseadas para escribir. Y es raro porque muchas
veces ese movimiento, ayuno de todo raciocinio, ni siquiera logra inspirarme,
como se puede apreciar cabalmente en este preciso instante.
Pero igualmente regreso, a cada
rato, porque los placeres que no tienen sentido no son merecedores de ser explicados.
Y eso es otra cosa que me apasiona en esta vida: no explicar lo que no vale la
pena ser explicado. Eso y escribir sobre por qué no tiene sentido escribir
sobre lo que no puede explicarse. Y también mirar el archivo de fotos de Lolei,
para encontrar nada especial, ni siquiera inspiración.
Tras fracasar una vez más en la
buscada inspiración, resolví optar por la tarea más fácil a mi alcance, antes
que se termine este día y el recuerdo pierda todavía más sentido: recordar lo
que hubiesen sido los 81 años de mi amigo Lolei compartiendo un puñado de sus
fotografías, tomadas al azar de la caja más pesada.
Solamente imágenes. Instantes de
su vida congelados para la eternidad. Sin palabras ni explicaciones, que a esta
altura están sobrando.
Era esto o la nada misma.
Siempre algo es algo… y peor es
nada.
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