CAPITULO
25
Lolei
reconoció haber explotado con sumo provecho la prolífica carrera política de su
padre, en lo económico, en lo social y en lo laboral. Sobre los primeros
aspectos, supuso innecesario ahondar en detalles, no sin aclarar, sin embargo,
que el rótulo de “ser hijo de” redundaba positivamente a la hora de establecer
ciertos vínculos.
-Se
notaba más con las amistades y con las minas-, me dijo.
Cada
vez que podía alardeaba con un “soy hijo del concejal tal, mi viejo fue
diputado, es amigo de Zabala Ortiz, conoció a Balbín, era compañero de
Alfonsín, comió varias veces con Illia”, cosas por el estilo. Y después de
casado, con la familia de la esposa, que era nieta de Florencio Monteagudo,
héroe de la Conquista del Desierto, y era sobrina nieta de Carlos Tejedor, que
fue gobernador de la provincia de Buenos Aires, o de Aristóbulo del Valle,
valioso político, todos con nombres de calles, pueblos y con monumentos aquí y
acullá. Esos por nombrar solamente algunos de los prohombres destacados de su
aparente alcurnia, la natural y también la convenida.
Parece
que en algunos círculos era bien visto el berretín ese de los abolengos. Y el
viejo sabía sacarle su buen provecho, excepto en cuestiones de guita.
Porque
por mucho renombre o ascendencia de alcurnia que ostentara –rasgo que, por lo
demás, era verdadero-, ni Lolei ni su padre ni su esposa fueron lo que podría
llamarse ricos. Que tuvieron una buena posición económica y un cómodo pasar, es
cierto, lo tuvieron. Pero mayormente en virtud al esfuerzo de sus trabajos. No
heredaron otro bien que alguna casa, algunos muebles de estilo, algún cuadro de
autor u otras chucherías menores. Ningún lujo que le alcanzara para declararse
ricos.
Al
viejo le interesaba la reputación, el brillo del pasado. Y también tener dinero
suficiente para vivir plácidamente, sin derroches pero sin carencias. Prefería
darse gustos elementales como comprar libros en cantidad, cenar afuera casi
todos los días, habitar un departamento céntrico, llegar sin apuros a fin de
mes con las cuentas al día. Incluso su profesión o su trabajo carecían de
relevancia para él.
En
el 64, ya estando casado, trabajó como profesor de inglés en el Colegio San
José de La Plata. Y el mayor sostén hogareño provenía del empleo de su esposa,
que se había recibido de Bioquímica con orientación en Biología en la Facultad
de Ciencias Médicas, y comenzaba una promisoria carrera en distintos centros de
salud de la ciudad. Por esos años vivían en un amplio departamento alquilado
sobre calle 7, en el centro de La Plata.
Bastante
holgado de tiempo, Lolei intentó retomar la carrera de abogacía, después de
casi cinco años sin pisar la facultad. En el 65 rindió en condición de libre
Derecho Procesal I y aprobó con un modesto cuatro. Dos meses más tarde intentó
con Derecho Procesal II y fue aplazado.
Hacia
finales de ese año sufrió la primera de las abundantes crisis que marcarían un
sendero sin retorno en su matrimonio. Parece que la pareja vivía encasillada en
una esquizofrenia bastante normal: de la puerta de la casa para afuera,
cordialidad, amabilidad, buen trato, sonrisas, una imagen de matrimonio feliz;
de esa misma puerta hacia adentro, vuelo de platos, insultos, reproches,
portazos, exposición de miserias mutuas y falta de sexo. Cada tanto, una
suculenta reconciliación, y después lo mismo.
Los
motivos centrales de las peleas giraban en torno a la escasa actividad que
desplegaba Lolei, dentro y fuera del hogar. Cuatro horas en la escuela y, a
veces, alguna clase particular, no redituaban ingresos suficientes a la
economía doméstica.
El
mayor inconveniente provenía de la falta de interés por incrementar sus
posibilidades de trabajo y la cantidad de tiempo que pasaba en los clubes, en
los bares o en el nada rentable placer de leer, escribir o estudiar.
“Es
muy valorable pasar varias horas al día cultivando el intelecto con la cabeza
metida en un libro, o desandando inquietudes artísticas escribiendo cosas que
nadie leerá. Está bien: parecerás más inteligente y más instruido, pero serás
más pobre. Acá lo que hace falta es generar ingresos. Plata. Dinero. Guita. Leer
no te da plata para comer afuera cuatro veces por semana. Te felicito por lo
que escribís; es más, me gusta lo bien que escribís, pero tu arte si no se
vende, no sirve. Con casi treinta años, un matrimonio que recién se inicia y
pretensiones de buena vida, lo que tenés que hacer es laburar. Laburar es
tiempo a cambio de guita. Y acá la guita, hasta ahora, sólo la traigo yo”.
-Imaginate
la situación, nene-, contaba Lolei dándole voz a su esposa y sin ningún gesto
de remordimiento-. Tal vez tenía razón en sus reproches, pero en ese momento lo
mío era escribir, perfeccionarme en el inglés, investigar la historia familiar.
Yo necesitaba tiempo, la plata la ponía ella; para eso éramos un matrimonio de
dos personas. Y no había compañerismo…
Después
de cada pelea el viejo solía mandarse a mudar a la casa de su tía Julia, que
nunca le negó hospedaje, ni comida ni algún pesito que le hiciera falta. Confesó
que Lola ponía el grito en el cielo cuando se enteraba que Julia lo apañaba.
Debía ser por eso que nunca se llevaron bien. Después él volvía a su casa,
discutían, pero siempre llegaban a un acuerdo para seguir adelante”.
-La
peor de todas las peleas fue cuando desaparecí casi una semana. Estuve en la
casa de mi tía los primeros días. No tenía ganas de volver, estaba realmente
enojado. Lola me había dicho cosas irreproducibles.
-¿Irreproducibles
por el tenor de sus palabras o porque no querés reproducirlas ahora?-, lo
atajé.
-Porque
me da vergüenza repetir semejantes palabras salidas de la boca de una dama-,
respondió. Y además porque fueron muy hirientes. Hasta puto me dijo.
-¡Qué
bocasucia!-, acoté.
Le
pedí que siguiera contando.
-Entonces
hice algo de lo cual luego me arrepentí, pero entendeme que estaba muy enojado.
-No
te estoy enjuiciando-, volví a interrumpir-, no tengo nada qué entender. ¿Qué
hiciste? ¿Te fuiste de putas? ¿Te inscribiste en Filosofía y Letras? ¿Robaste
un banco?
-Te
cuento… Estuve unos días en la casa de mi tía. Y como estaba muy enojado, casi
obnubilado por la ira, ciego de bronca, armé la valija y sin decirle a nadie
resolví: me voy a la mierda de esta ciudad. Y enfilé para la estación de
trenes. Mientras caminaba pensé en volverme a Mar del Plata, a la casa de los
viejos. Hubiese sido un fracaso retornar con la cabeza gacha y la cola entre
las piernas a dos años de haberme casado. Pero no me importaba, no tenía ganas
de seguir así. Tomé el tren hasta Constitución. El viaje se me hizo eterno. Y
presumí infinidad de hipótesis sobre lo que haría, lo que diría al llegar. Ni
siquiera pensé en la posibilidad de que no hubiera tren hasta Mar del Plata
cuando llegara a Constitución, porque en ese momento no había servicio todos
los días. Cuando me avivé ya estaba pasando Berazategui. Y no pensaba pegar la
vuelta. Seguí, no me quedaba otra. Ya más calmo sospeché que lo que estaba
haciendo era una locura.
-Una
suerte de arrebato infantiloide… parecidos a los “yo renuncio” de tu padre…
-Pero
tampoco era cuestión de regresar como si nada hubiera pasado. Mientras me
deshacía en ideas sobre lo que haría con mi futuro, me acordé que en la valija
llevaba mi agenda. Nunca salía sin mi agenda con direcciones y teléfonos; uno
nunca sabe cuándo puede necesitarla. Lo indicado parecía ser pedir asilo en
Buenos Aires. Sencillo: cuando arribara a la estación, sólo era cuestión de ir
a una cabina pública, llamar y avisar que estaba en la capital y que iría a
visitarlo. Surgió otro inconveniente: a quién llamar. Allá vivían primos,
viejos compañeros de estudio de la secundaria, parientes de mi mujer con
quienes tenía buena relación, amigos y amigas de varias épocas. También alguna
ex pareja ocasional. Eso era, una ex pareja, alguna con la cual no haya
terminado mal. No eran muchas, pero de alguna tendría anotada sus señas en mi
agenda. Encontré otra vez a la Negra Teresa, pero lo descarté de plano. No
tenía un buen recuerdo de nuestro último encuentro. Me hubiese gustado, claro.
Pero no, mejor no. Encontré a una tal Paula, una chica de San Nicolás que
conocí en La Plata y se había mudado tras recibirse de psicóloga. Recordé que
me había rajado con poca piedad. Descubrí al fin a Sandra, la tetona, que había
sido pareja de mi amigo Alberto antes de arrimarnos en una fiesta del Jóckey
Club. Esa noche charlamos, bailamos y la acompañé hasta su casa. Seguimos
viéndonos como amigos con privilegios. Era bastante rapidita, ideal para
tenerla de amante. Después se fue a la capital a vivir con un novio que
enganchó en el trabajo. Tal vez ya está casada, pensé. Para saberlo debo
llamarla, pensé. Yo me la juego, me dije en voz alta frente al teléfono público
de la estación, que a esas horas era un verdadero hormiguero de gente. En el
primer intento me atendió una voz de hombre y corté. Me entró la duda. Y
enseguida me cayó un poco de culpa, por estar haciendo lo que hacía, por
haberme ido de sopetón, sin avisar a nadie, una huida cobarde, y encima
intentando encontrar a otra mujer. Nunca lo había hecho desde que nos casamos,
jamás busqué la oportunidad de estar con otra mina, no tenía necesidad. Dejé
pasar un rato. Fui hasta el bar de la estación, pedí una ginebra, fumé, hojeé
un diario. Serían como las dos de la tarde. Después de la tercera o cuarta copa
volví al teléfono y llamé. Me atendió ella. No me acuerdo mucho de la
conversación, sólo que el tipo con quien había hablado antes era un amigo del
hermano, que estaba viviendo con ella desde que se había separado. ‘Se había
separado, se había separado’. No sé cómo ni bajo qué condiciones caí en la
casa. Me indicó que tomara determinada línea de colectivo y que me bajara en
tal esquina que ella me iba a estar esperando. Una hora después estaba con ella
en la parada, y una hora después estaba ella bailando en la parada mía.
-¡Ahí
nomás la cogiste!-, exageré sorprenderme...
-Un
rato-, dijo el viejo-. Cogimos hasta la noche, en la cama, después en el sofá,
después en la cama otra vez. Una tromba la tetona, y eso que yo estaba medio en
pedo. No me dio respiro. Hacía tres meses que se había separado y desde
entonces nada, me contó mientras cenábamos. Hablamos bastante. Le conté lo que
me pasaba. Ella habló de su desengaño. El novio la había dejado por otra mina,
más joven, más rica. Le dije ‘qué hijo de puta’ y ella dijo ‘no importa, él se
lo pierde’. Al menos tiene el autoestima bien plantado, pensé. El hermano no
iba esa noche a dormir y me ofreció que me quedara. Eran como las doce de la
noche, adónde mierda iba a ir. Cogí otra vez, con menos ímpetu. Me desperté
tarde, cerca de las once de la mañana, con un remordimiento galopante. Se me
pasó enseguida, qué iba a hacer, no había vuelta atrás. Almorzamos en su bar
cercano. Reconoció que había pasado una velada maravillosa. Coincidí, no muy
convencido. Me trató muy bien y me entraron las dudas. Al fin y al cabo no
sabía con precisión qué carajo hacía en ese lugar, con esa mujer. Por la forma
en que llevaba la conversación empecé a adivinar que sus intenciones apuntaban
hacia un camino que no me interesaba. Hasta que al final lo dijo, sin vueltas.
Me ofreció a quedarme en su casa, a vivir, a probar, a ver qué pasa. Me
espanté. Silenciosamente me espanté. Y en voz alta le dije que no, que sería
imposible, que yo todavía estaba casado y que pese a las peleas estaba en mis
planes mantener a flote mi matrimonio. Me dijo cobarde y yo puta de mierda. Me
escupió en la cara, le tiré un sopapo que logró esquivar. Se fue del bar a los
gritos, a las puteadas. Quise seguirla y el mozo me corrió hasta la puerta. Era
petiso pero parecía fuerte. Me frenó en seco con una mano en el pecho porque se
pensó que queríamos rajarnos sin pagar. Me disculpé y aboné la cuenta. Cuando
salí la tetona había desaparecido. Mejor, me dije, ya la garché bien garchada,
que se joda. Me avivé que había dejado la valija en la casa y me lamenté haber
sido tan jetón, podría haberle dicho lo mismo adentro del departamento o
mientras me iba. No tuve otra que humillarme para pedirle perdón, mil y una vez
perdón por lo que pasó. Lo único que me interesaba era la valija, no su perdón.
Insistí a través del portero eléctrico, suavizando la discusión. ‘Por favor
hablemos más tranquilos dejame subir un minuto nada más es un minuto nada más’.
La mina me puteaba. ‘Al menos dejame sacar la valija, dejala en la puerta si no
querés hablar pero dame la valija’. Se escuchó un truc, signo de que había
colgado el tubo del aparato. Seguí a los timbrazos, uno atrás del otro. De
repente atendí una voz lejana, perdida, como un eco: ‘ahí tenés la valija hijo
de puta, perdétela en el orto’. Sorprendido, empiezo a mirar hacia la calle y
veo caer un bulto que hizo un estruendo ensordecedor y se desarmó en quinientos
pedazos. Me había tirado la maleta a la vereda desde el cuarto piso, podés
creer. Miré hacia arriba, temeroso de
que siguiera arrojando cosas. Estaba asomada y seguía gritándome. La gente que
caminaba por la vereda se paraba para mirar la escena. Desde un auto que frenó
una mujer me preguntó si necesitaba ayuda. Negué con la cabeza y agradecí.
Junté el desparramo de ropa y hojas alrededor de lo que había quedado de mi
hermosa valijita. Enfurecido empecé a devolverle las injurias, ya sin
importarme la gente que seguía deteniéndose cerca del lugar. Nunca fui un gran
puteador, nunca supe elegir buenos agravios, pero ese día me salió un
repertorio exquisito, un verdadero rosario de denuestos para ponerlos en un
cuadrito de honor. Lo último que le dije, mientras ya emprendía mi huida, fue
que era una pésima cogedora y que prefería hacerme una paja con la zurda
pensando en el 9 de Estudiantes antes que volverme a acostar con ella. La
respuesta que me zampó me la reservo. Con el manojo de ropa entre las manos
caminé hasta la parada del colectivo. Una mujer que estaba en la puerta de su
casa me ofreció un envoltorio para mis bártulos. Me dio una bolsa, suficiente
para cargar todo. Agradecí y seguí, sintiéndome un auténtico miserable. Con la
agitación que cargaba hasta me había olvidado de mi esposa, de mi tía, del
trabajo, de la mar en coche. Me arrepentí de la aventura. ¿Lo hice por venganza
a mi mujer? ¿Para escaparme de mis responsabilidades? Nunca busqué respuestas.
Esa noche volví a la casa de mi tía. Me abrazó, me dijo que estaba preocupada
por mí. Había hablado con Lola, con mis padres, con mis amigos y compañeros de
trabajo y nadie tenía noticias mías. Estuvieron a punto a hacer una denuncia a
la policía por mi desaparición. La calmé, le dije que estuve en Buenos Aires,
en la casa de un amigo. Me mostré apesadumbrado y prometí no volver a hacerlo.
Telefoneé a Lola y avisé que esa noche me quedaría en casa de Julia, a la
mañana siguiente volvería para charlar, ya más tranquilos. Ella me trató bien,
inesperadamente. Eso me hizo sentir una porquería, mi enojo no había surtido
efecto. Cuando me acosté a dormir concluí en que, pese a todo el escándalo, al
menos había podido coger, que entre tanta pelea hacía rato que no teníamos una
noche cariñosa con Lolita. La tuvimos el mismo día de mi regreso. Conversamos
calmadamente sobre nuestra situación. Comprendí las razones de su irritación. Y
di mi palabra de que trataría de buscar la manera de aumentar los ingresos para
la casa. A la semana siguiente empecé a
trabajar en el ministerio de Educación provincial. Más tarde supe que unas
fructíferas gestiones de mi papá, que ya estaba ocupando su banca en la
diputación, fueron centrales para que obtuviera el puesto. Casi sin quererlo,
el panorama empezaba a mejorar.
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(XXV)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Academia
de Idiomas Gref
Calle
Santa Engracia 62 4°
Madrid
– España
De: Alan Rogerson
Les
Viviers
Claouey
33950
- France
lé
14 Mai 1984
Querido
amigo Hugo:
Perdóname por no haberte escrito antes pero como ya ves, estoy en Francia, trabajando y bebiendo mucho. Hace ya dos semanas que estoy aquí y hay que decir que la estoy pasando bien. Hasta ahora no paré de trabajar, por eso no escribí antes. Tengo un rato libre y voy a aprovecharlo.
Espero que vayas bien y que tenga muchas clases. ¿Cuándo vas a Bernidorm? Supongo que la venta de alcohol subirá cuando llegues. Pero seguramente habrá muchos ingleses, y ellos son un mogollón para beber.
Te explico lo que hago en el camping: me levanto a las 8:30 y hasta las 12 limpio caravanas. Si hay gente francesa de vacaciones, les explico lo que tiene la caravana. Ha habido dos familias francesas, una me dio una propina de 400 pesetas y la otra me invitó a comer al aire libre. La pasé muy bien, he cogido muchos pedos; compro un par de botellas de vino y ya está. Inglaterra, diez puntos. Hay algunas chicas inglesas trabajando en el camping, son muy majas. Una tarde cogí un pedo que ni veas y las chicas tuvieron que llevarme para casa, me desnudaron y me pusieron en la cama. Apenas me conocían. Soy un sinvergüenza, ¿verdad?
¿Te
acuerdas cuando tú y yo llevamos a René para su casa?. Él había bebido dos
cañas y estaba dando traspiés. Anoche me cogí otro pedo con unas chicas y
acabamos discutiendo cosas baladíes. Dentro de muy poco me van a llamar “el rey
de los abstemios”. Si me nombran Rey, tú serás mi príncipe, “Don Hugo
Bombachitas del Gran Borrachín Devuelvesuelos”.
Voy
a estar aquí hasta el 16 de septiembre (si no me echan antes), luego volveré a
España. No voy a volver a Inglaterra. Espero que estés cuando yo llegue.
Escríbeme pronto. Un abrazo fuerte de tu amigo
Alan
PS:
No te olvides de darme las señas de Bernidorm y la fecha de salida de Madrid.
Si me echan iré a verte. Perdona los errores, me defiendo más en francés.
Recuerdos a todos, en especial a Pepé, a Josefina. Si Mme. Chardy quiere que
ponga anuncios en la facultad de Burdeos, dile que me escriba.
PS1:
Cuando las chicas me llevaron a casa y me desnudaron no vieron mi polla: no
tenían lupa.
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