martes, 30 de octubre de 2018

Con la primera novela de Amir Abdala, Nido de Vacas inicia su colección de narrativa


Compartimos con ustedes un fragmento de la nota publicada el domingo 28 de octubre de 2018 en El Nuevo Diario Rojense, donde presentamos la primera novela de Nido de Vacas Ediciones junto a Amir Abdala, autor de "El vértigo de la felicidad", obra que estrena la colección de narrativa "Cicatrices". Agradecemos a Eduardo Alberti, Adrián Minadeo y Hernán Martino por esta entrevista.


“El vértigo de la felicidad”, primera novela del poeta rojense, es el segundo opus del flamante sello editorial rojense, que ya prepara, para noviembre, el lanzamiento de un poemario de Paul Bravo, y del primer libro de Diego Singer – Fede Riveiro, que estuvo en la 92.5 junto a Abdala, habló al respecto de esta etapa de Nido de Vacas

Amir Abdala y Federico Riveiro en los estudios de Radio Rojas
(Foto: Adrián Minadeo /El Nuevo Diario Rojense)

Con “El vértigo de la felicidad”, primera novela del poeta rojense Amir Abdala (que ya cuenta con dos poemarios publicados de manera independiente), la editorial local Nido de Vacas inicia su colección de narrativa titulada (apropiadamente) “Cicatrices”. Desafiando la crisis económica y afrontando los avatares de un mercado –el editorial- generalmente fluctuante y contradictorio, Nido de Vacas no se detiene allí y se apresta a preparar el lanzamiento, en noviembre, de la obra que marcará el inicio de su colección “Espantapájaros”, dedicada a la poesía, con un trabajo del porteño Paul Bravo (“Donde el sol confluye con la mierda”), y el primer libro del profesor y filósofo Diego Singer, “Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela”, que será el segundo volumen de la colección “FilosoQué” inaugurada, como se recordará, con “Literales ausencias”, un trabajo artesanal de recopilación y compendio de las poesías “perdidas” del recordado filósofo y docente Juan Carlos Llauradó, exitosamente presentado en una muestra multimedia que recorrió otros distritos, y que sirvió además de plataforma de lanzamiento formal de la primera editorial local.

Fede Riveiro, uno de los pilares del proyecto, pasó por los estudios de Radio Rojas justamente acompañado de Amir Abdala, donde explicó que “venimos trabajando con Amir en esta, su primera novela, desde hace seis o siete meses; de hecho, me había presentado un texto anterior, pero cuando me presentó éste lo leí y me gustó y confirmamos su publicación. Este libro inaugura nuestra colección de narrativa, ‘Cicatrices’, y es el segundo libro de nuestro proyecto este año. El primero, como se recordará, fue ‘Literales ausencias’. Es la primera obra de una colección que estábamos buscando generar, y estamos muy contentos con los resultados. Fue un texto que trabajamos mucho, y realmente fue un placer trabajar con Amir, porque se comprometió mucho con su obra, y con lo que viene después, que es la promoción, la venta y que su obra llegue a la mayor cantidad de gente posible”.

Riveiro insistió en el compromiso de las partes –es decir, autor y editorial- a los efectos de lograr un resultado literario concreto, lo cual demanda un fuerte trabajo conjunto, como una de las bases conceptuales de Nido de Vacas Ediciones. “A los autores les cuesta publicar, y nuestro compromiso es que ellos se sientan cómodos con lo que les ofrecemos”, sentenció el autor y editor. Es que Nido de Vacas propone romper el molde de las editoriales que operan más bien como un mero nexo con una imprenta, a partir de una edición financiada por el propio autor, y hay un enorme esfuerzo, compartido con el autor, de lectura del texto, corrección, maquetación, diseño, etc., hasta llegar a la etapa de venta. Esto es difícil cuando el autor debe afrontarlo en soledad. “El hecho de trabajar con nuestra editorial, y esa es nuestra propuesta, es acompañar al autor en todo este proceso; que el autor sienta que la parte más dificultosa, que es la corrección y observación del texto, más la edición y la venta le resulte menos complicado”, puntualizó Riveiro.

Con esto coincidió Abdala: “Es muy gratificante tener con quién discutir tu obra; ahí está la clave para destrabar ciertas partes de tu texto”, subrayó. Sobre “El vértigo…”, reflexionó que “a mi modo de ver es una obra incompleta, pero a la vez tiene todas sus partes cubiertas: no es una novela convencional, sino que está fragmentada. Esta obra no empieza en el principio ni termina en el final: tal vez el final es el principio y el principio es el final”. Esto se basa en las observaciones y percepciones del propio autor, que sostiene que la propia realidad que vivimos, al final de cada día, nos queda almacenada de manera fragmentada. Así, a partir de una serie de textos inéditos, “me convencí de que podría ser una buena historia para publicar”, añade.


Escuchá la entrevista completa cliqueando en este enlace


Sinopsis de la obra
Luego del suicidio de Isabel, su novia, un hombre abandona todo y emigra hacia una vida vagabunda, que marcará el inicio de su propia existencia. Acosado por los recuerdos, explora este mundo sórdido e inestable, mientras su pasado y su presente se van superponiendo. De esta manera, convierte la miseria que eligió en un arte refinado, reflexivo, sucio y grotesco.
En su cuaderno íntimo —que recorre de forma caótica y profunda, al igual que lo hace por las calles que transita cada día— va plasmando sus observaciones y sentimientos sobre una ciudad indiferente, que “flota, florece y se marchita lentamente”.
El protagonista aprenderá que el Destino es un vértigo que lo espera. La felicidad desborda ese vértigo y lo deja sin escapatoria. El tiempo, inclemente como se presenta, le resulta rutinario. Aun atorado por su propia desidia, concluye que “la vida es impiadosa, por eso su magia”.
Con un estilo descarnado, Amir Abdala construye una historia que perfora las sutiles negligencias en la que estamos enclaustrados. Un enfoque diferente que hace pensar que cualquier persona puede terminar habitando los suburbios, como el agua estancada que brota de las cloacas y se acomoda en los cordones de la vereda.

El autor
Amir Abdala nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1990. Escritor autodidacta, es autor de los poemarios “Hay un poema dormido, hay un poeta despierto” (Imaginante, 2015) y de “Lo único que pasa es lo que no se recupera” (Imaginante, 2016). Algunas de sus obras inéditas fueron premiadas en certámenes literarios nacionales e internacionales.

Sobre Nido de Vacas EdicionesNido de Vacas Ediciones es un emprendimiento editorial nacido en la ciudad de Rojas (Buenos Aires), a cargo de Federico Riveiro, acompañado por Fernando De Luchi en la edición y la comercialización y Emiliano Raggi en el diseño de tapa y arte de colección.
Este año publicó su primer libro, la antología poética “Literales ausencias”, del escritor, filósofo y docente Juan Carlos Llauradó, que editó junto a Ezequiel Evangelista, responsable de las jornadas de divulgación y producción filosófica “FilosoQué”, y que dirigirá la colección de libros de filosofía del sello.
Este libro fue presentado en el centro cultural Ernesto Sabato de Rojas y el ISFDyT N° 126 de Salto, junto a la muestra “Fragmentos y narraciones”, integrada por obras plásticas y lectura de poemas inspirados en dicha obra.
A pesar del difícil contexto que atraviesa el sector, esta editorial emergente diagramó la publicación de tres nuevos títulos para este año, el primero de los cuales acaba de concretarse con la novela “El vértigo de la felicidad”, del escritor rojense Amir Adbala, que inaugura la colección de narrativa “Cicatrices”.
En el transcurso del mes de noviembre está prevista la aparición del poemario “Donde el sol confluye con la mierda”, del porteño Paul Bravo, con la cual se presenta la colección de poesía “Espantapájaros”. Y finalmente publicará el primer libro del profesor y filósofo Diego Singer, “Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela”, segundo volumen de la colección “FilosoQué”.
Mientras programa un plan de publicaciones con nuevos títulos y autores de cara al próximo año, Nido de Vacas se encuentra trabajando junto a editoriales del noroeste bonaerense en la conformación de una alianza regional con el fin de realizar tareas conjuntas de difusión de autores de la zona. En este sentido, participó de una charla con editores en la Feria del Libro de Pergamino, invitado por Milena Pergamino, en la cual también estuvo la editorial Rama Negra, de Junín, a quien acompañó el pasado sábado 20 de la presentación de una antología de cuentos integrada por 17 autores de la región. La próxima actividad conjunta con estas editoriales será en la XIV edición de La Minga, en noviembre, donde compartirán un stand que expondrá los catálogos de cada sello y un ciclo de lectura de poesía y relatos con autores de ambas ciudades.


domingo, 28 de octubre de 2018

Lo verde de la hoja, ¿está en la hoja o en el ojo?


Las palabras que reproducimos aquí fueron pronunciadas por el autor en el homenaje realizado al escritor, docente y filósofo Juan Carlos Llauradó, el 14 de septiembre de 2017 en la Escuela "Nicolás Avellaneda", de Rojas (Buenos Aires), en el marco de la 5° Feria del Libro. 
Además, este texto forma parte de la antología poética "Literales ausencias", publicado este año por Nido de Vacas ediciones y FilosoQué?.


"Lo verde de la hoja, ¿está en la hoja o en el ojo?" es uno de los tres apéndices que acompañan el libro, junto a "Memorias de un irreductible", de Alejandro Elcoro, y "El tiempo es sólo una sugerencia", de Amir Abdala. 


Ezequiel Evangelista charla con Juan Carlos Llauradó en la previa de la
primera charla del ciclo FilosoQué?, en la ciudad de Salto (Buenos Aires),
realizada el domingo 10 de abril de 2016.

Por Ezequiel Evangelista (*)

Cuál sería el principio de la historia que nos proponemos contar? o bien ¿dónde comenzar? ¿el juglar que recita poemas en el furgón del Roca? ¿el gaucho que recorre las escuelas de frontera? ¿el winka que se enamora de la hija del werkén? ¿el estudiante echado de la universidad por subversivo? ¿el poeta que llora la muerte de su hija? ¿el filósofo que se pregunta quién soy?
Así comenzaban las pocas páginas que llevábamos escritas de la autobiografía de Juan. “Autobiografía a cuatro manos”, la habíamos subtitulado. Porque desde el año 2010, Juan padecía de Dupuytren, una fibrosis en la fascia palmar. Sus manos estaban entumecidas, y cada vez eran menos las actividades en las que podía desenvolverse de forma independiente. Se había tomado una licencia de su labor como docente, que terminó de robarle sus historias de la semana, su picardía irreverente, sus enamoramientos fugaces, el brillo de sus ojos. Se encerró, dejó de escribir, con el tiempo dejó de leer, y al final, dejó de sufrir.
Tuve la alegría de compartir con él su último año, su difícil último año. Volví a instalarme en Rojas, luego de vivir un largo tiempo en Capital, y visitarlo sólo esporádicamente. Y siempre añoré ese otro tiempo en que nos frecuentábamos: mis días de la escuela secundaria. Conocí a Juan en marzo del 2006, era mi primer año de ese triste proyecto educativo que fue el Polimodal. Entró al aula un hombre de baja estatura, flaco, canoso, barbudo, que llevaba campera de jean, mochila, sombrero tejano y lentes de sol. Se presentó como el profesor de una disciplina extraña.
Un mes después le dije que ya estaba decidido, que cuando terminara la escuela yo quería estudiar filosofía.
Trabamos una gran amistad, que pronto tomó como excusa la creación de un grupo de lectura, al cual bautizamos “Largo camino de hornos apagados”. Junto a varios amigos decidimos reunirnos con Juan todos los viernes, primero en bares, con el tiempo en la casa de uno u otro. Cada quien llevaba algo para leer. Estábamos descubriendo el mundo: libros de anarquismo, ciencia ficción, historia, poesía, entrevistas, filosofía, historietas. Teníamos en el timón a un capitán chiflado. Todos los aires de intelectualidad, no obstante, dejaban de soplar para medianoche, en que se tomaba el teléfono y se pedían inconmensurables sánguches de milanesa a un local céntrico llamado “El Mediterráneo”. Este menú terminó por bautizar al grupo alguna noche en que nos demoramos más de lo debido en debates del todo ponderables y nos quedamos sin ofertas gastronómicas.
Juan fue el culpable de que me enredara en este enorme laberinto que es la filosofía. Y tuve la alegría de volver al pueblo, luego de terminar de cursar la carrera, y poder consultarle qué le parecían las dinámicas y las selecciones de materiales de mis primeras clases. Debo decir que intenté involucrarlo en distintos proyectos, como si pensara que le estaba prestando algún tipo de servicio a la vida. Lo notaba desmotivado, triste, impotente. Uno de esos proyectos fue la autobiografía, otro fue el ciclo de charlas-debate, cuya segunda edición inauguramos con la charla homenaje a su vida y obra, que terminaría de darle forma a este libro.
El ciclo FilosoQué? surge a principios del 2016. Yo tenía ganas de hacer actividades de filosofía para todo público. Me parece muy edificante que la gente se mezcle, comparta y discuta desde las curiosas coordenadas que propone la filosofía, desplazados de las agendas mediáticas o políticas. Pero no me animaba a largarme solo, así que pensé en invitar compañeros y docentes que me habían marcado durante mi carrera. Y lo convoqué a Juan, quien, por supuesto, se entusiasmó mucho cuando le conté la idea. Encaramos el proyecto juntos; planificábamos dónde, cuándo y cómo. Finalmente hicimos en total seis encuentros. De manera que un sábado por mes en distintas instituciones culturales de Rojas y los domingos subsiguientes en un centro cultural de la ciudad de Salto, llevamos a cabo las jornadas llamadas FilosoQué?.
Juan sólo se ausentó al último, por un viaje que tenía programado.
Pero el evento más importante del fin de semana, sin duda era el domingo al mediodía, en que Juan nos recibía en su casa, les cocinaba a los invitados y los sacaba a pasear por su vida y sus reflexiones.
Lucas, uno de los integrantes del colectivo filosófico El Loco Rodríguez, que participó del tercer encuentro del ciclo, me confesó: “Nosotros pensábamos que íbamos a conocer un profesor de filosofía más o menos copado, pero este viejo es un personaje literario”. Esta caracterización de mi amigo terminó definiendo el criterio que regiría la autobiografía a cuatro manos, en la que estábamos embarcados simultáneamente en aquel tiempo.
Yo iba a visitar a Juan con un cuaderno y una lapicera. Él me esperaba con el mate preparado. “No me vas a dejar dormir con esas preguntas”, me decía y se prendía un pucho y otro pucho. La dificultad de mi labor radicaba en que de una semana a la otra, algunas historias variaban delicada o decididamente. Por ejemplo, Rosa se trasformaba con el correr de los días en Ramona, o bien pasaban a ser dos las alumnas del terciario de Virasoro, en Corrientes, con las cuales supuestamente Juan salía a escondidas de los directivos y del pueblo chico, allá por el año ‘89.
El problema que se me fue presentando como biógrafo inexperto era cuál historia registrar. ¿Era aquella primera historia en que su amada se llamaba de una manera? ¿Era aquella segunda en que se llamaba de otro modo? ¿O bien aquella tercera historia en la cual había dos amadas? En términos más generales el problema a considerar era qué papel tenía la verdad en este texto. En términos más filosóficos: ¿qué es la verdad? ¿existe tal cosa como la verdad? o bien, como le gustaba preguntar a Juan: “lo verde de la hoja ¿está en la hoja o en el ojo?”. Además, el problema práctico aparejado, ¿tiene sentido seguir aclarando la historia? Cuando se me presenta un problema, ¿vuelvo a preguntarle? Si repregunto, ¿aclaro u oscurezco?
Lucas lo advirtió muy rápidamente, le bastó un almuerzo: “es un personaje literario”, me dijo. De manera que cuando a mí una historia no me convencía, no tenía más que repreguntar, y entonces a la narración le crecían alas, piernas, le salían ramas de la cabeza. Y entonces yo anotaba obediente, hasta tanto en algún otro almuerzo o mateada la historia fuera todavía mejor, y entonces borrón y cuenta nueva.
Y así veníamos, viento en popa, combatiendo monstruos marinos, sorteando tormentas y remolinos, y fundamentalmente huyendo presurosos de cualquier tierra firme que divisáramos. La vida de Juan había sido en sí misma sumamente particular e interesante, andariega, sentimental, dolorida. Pero a esto se sumaba un condimento fundamental: el lugar desde el cual partía la mirada retrospectiva de Juan. Esto es, desde un pueblo, desde Rojas.
Cuando nos reunimos con Liliana Barzaghi y Alejandro Elcoro para organizar la charla homenaje a Juan, comentábamos que para alguien familiarizado con el uso de las palabras, es un juego un tanto inevitable el colorear un poco más de lo debido tal o cual anécdota, sumarle un detalle, un olor, un sabor.
Cuenta el Tata Cedrón que durante su exilio en París, su amigo Julio Cortázar escribe un cuento sobre su casa y su forma de vida. La mujer del Tata se enojó al leerlo ya impreso, porque según le dijo a Julio: “nos haces quedar como unos roñosos”, a lo cual Cortázar contestó: “Licencias poéticas, Margarita”.
En el caso de Juan, la licencia poética no tenía caducidad, porque un tipo llegado a un pueblo como el nuestro podría inventarse el o los pasados que quisiera. Y esto hay que decirlo: Juan era un maravilloso contador de historias, una especie de Gran Pez de Tim Burton, que para colmo de males sufría la maldición de un José Arcadio Buendía de García Márquez, apurado por etiquetar los objetos para no olvidarse los nombres.
El proyecto de la autobiografía nos tenía a los dos muy entusiasmados, y lamentablemente quedó inconcluso. También quedó inconclusa una promesa que él me hizo. A fines de noviembre Juan viajó a Capital a festejar su cumpleaños junto a su hijo. A su regreso, cagada a pedo mediante, aceptó por fin arrancar la rehabilitación en un gimnasio, al menos para que la enfermedad de sus manos no siguiera avanzando a pasos tan agigantados.
También le vendría bien, pensé yo, que saliera de su casa dos o tres veces por semana. Me había ofrecido a llevarlo e irlo a buscar a cada sesión o, en su defecto, garantizar que algún terapista lo visitara a domicilio. Nada había dado resultado; sólo su hijo pudo con su orgullo.
Cuando volvió de Capital, yo me había puesto bastante monotemático; junto con mi compañera y unos amigos habíamos sacado pasajes para ir a conocer Cuba. Juan me dijo: “Ahí está, cuando volvés de Cuba me llevas a rehabilitación”.
A fines de diciembre salimos para la mayor de las Antillas. En Año Nuevo le escribí para saludarlo, para decirle que nos esperaba un año en que íbamos a hacer muchas cosas juntos.
No recibí respuesta. Juan no se llevaba del todo bien con el teléfono.
El 18 de enero volvimos a pisar tierra argentina. Ni bien salimos del aeropuerto, mis amigos me dieron la noticia. Pensé que me lo habían estado ocultando hasta que llegáramos. Pero no. Ese día habían encontrado el cuerpo, como si Juan, secretamente, hubiera estado esperando que volviéramos para despedirse.
A pesar de que lamento mucho que haya quedado inconclusa la autobiografía que a Juan le quitaba el sueño, tengo la dicha de cerrar este libro y la alegría de sospechar que esto recién comienza, que esta puerta de palabras que se cierra, hará que muchas otras puertas se abran, que la obra de Juan sea difundida, disfrutada, experimentada cada vez por más personas. Aquí termina apenas un primer homenaje a una obra tan promisoria como edificante.
Juan fue un inolvidable docente de este pueblo y de tantos otros, un poeta taciturno, un intelectual irreverente. En lo personal, un maestro, un tío loco, un gran amigo. Seguiremos adelante con las actividades que estábamos planeando juntos. ¡En tu memoria, viejo querido! Muchas gracias por tu palabra “conmuevelotodo”, por tu risa-voluntad de vida, por esta profesión hermosa que me regalaste.





(*) Ezequiel Evangelista es profesor de Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, integrante del grupo musical Raza Truncka y del centro cultural La Minga. Vive en la ciudad de Rojas, donde imparte clases en nivel secundario y talleres de filosofía para todo público en la Biblioteca Municipal. Dicta clases en nivel terciario en la ciudad de Salto y en el Bachillerato Popular “La Grieta” de la ciudad de Pergamino. Es fundador del ciclo FilosoQué? junto a su amigo y mentor Juan Carlos Llauradó. Fue gestor y compilador de la antología poética "Literales ausencias", que editó junto a Nido de Vacas ediciones, sello en el cual dirige la colección de obras de filosofía.








sábado, 27 de octubre de 2018

El tiempo es sólo una sugerencia



Las palabras que reproducimos aquí fueron pronunciadas por el autor en el homenaje realizado al escritor, docente y filósofo Juan Carlos Llauradó, el 14 de septiembre de 2017 en la Escuela "Nicolás Avellaneda", de Rojas (Buenos Aires), en el marco de la 5° Feria del Libro. 
Además, este texto forma parte de la antología poética "Literales ausencias", publicado este año por Nido de Vacas ediciones y Filoso-Qué?.

"El tiempo es sólo una sugerencia" es uno de los tres apéndices que acompañan el libro, junto a "Memorias de un irreductible", de Alejandro Elcoro, y "Lo verde de la hoja, ¿está en la hoja o en el ojo?", de Ezequiel Evangelista.


Ezequiel Evangelista, Amir Abdala, Alejandro Elcoro y Liliana Barzaghi
durante el homenaje a Juan Carlos Llauradó, realizado el 14 de septiembre
de 2017 en la Escuela Nicolas Avellaneda (Rojas, Buenos Aires), en el
marco de la 5ta. Feria del Libro de esa ciudad




Por Amir Abdala (*)

Al hablar de Juan poeta, resulta prácticamente imposible no detenerse en Juan hombre, en Juan peatón. Se sabe que las emociones que vamos generando en el vivir terminan por fusionar múltiples personas, dentro de una sola. Juan poeta es (y fue) un distinguido, un desgarrante y continuo devorador de sensaciones encontradas. No hay tiempo pasado para la poesía, por eso Juan poeta se lee en presente; a Juan poeta lo leeré en presente:


Si puedes descifrar
Quién soy,
Te revelo las mentiras
De todos los acertijos.

El poeta se une al hombre cuando siente la necesidad de librar batalla contra la realidad: una realidad absurda, pero lineal; contradictoria, pero comprendida. Juan peatón, el que encierra hombre y poeta, no es (ni fue) una demostración de indiferencias, porque las palabras, sus palabras son (y fueron): su refugio, su escudo y su lanza. Con su cuerpo (como todo ser humano que predica en sus venas la pasión por la pasión) también batalló, pero a través de su sombra: tan nostálgica, tan llena de paciencia, tan desbordante de tenacidad, y tan servil a sus manos en el aprender y contagiar de la sabiduría:

Hay sombras que nacen solas.
Y luces que agonizan.

Cuando un hombre se propone como misión enseñar a pensar, y se encuentra falto de metáforas, aconsejo desviar el oído hacia la naturaleza que nos rodea; pero cuando un hombre se propone como misión enseñar a pensar, y se encuentra vasto de metáforas, aconsejo afinar el oído porque ese hombre es carne arraigada (y desgarrada) por la naturaleza y sus caníbales vivencias. Juan peatón, el que encierra hombre y poeta, finamente pertenece al hombre vasto de metáforas y naturaleza. Su sabia esencia poética nos muestra un “no” como alternativa; un “no” como cuestionamiento; un “no” como opción modificable; un “no” como auténtico irreverente. La conformidad aplaca, pero la disconformidad renueva, agita, mueve, construye; hace al hombre, ser:

Pero el eterno retorno
Que siempre retorna,
Aunque la voluntad
Se oponga,
Lo rescató del naufragio
Y guardó para todos nosotros,
Su mensaje en una botella.

Desde entonces los océanos
Se sintieron menos solos,
Y nosotros también.

El poeta, desde una sutileza exquisita, nos dice:

He sufrido todas las mutaciones
y sin embargo,
jamás pude abandonar
la narración que nos dio origen

El poeta hace de la sombra, de su sombra y de mi sombra (cuando me identifico en la lectura de su poema), un sustento que parece disuelto, arenoso como el tiempo, o como los espejos; pero a la vez, sus palabras transforman un inabarcable mar de piedras en una sola gota de agua sangrante; nos dice:

Somos una sombra que alumbra
cuando toda luz se agota
El poeta, arbitrario y desafiante, nos induce directamente a la honesta enseñanza:

Cuando sos lo que otros quieren
no sos nada

Juan hombre, Juan peatón, Juan filósofo, Juan poeta se desvive y desviste quedándose sin piel, escribiéndonos:

Nada es el fin de algo
Y toda apertura bebe
De la misma raíz.

No somos más
Que el pregón
De un fragmento,
Que aún desconoce
Su origen.

La vuelta de un cambio
Que siempre retorna,
Porque ningún eslabón
Sabe cuál es la trama
Que labra la infinita
Sucesión de enlaces.

No importa si estamos
O no de paso,
O si la historia tiene
Un registro nuestro.

Nada significan
Las horas,
Los días
O los años,
Cuando comprendemos
Que somos dones simbólicos.

Ahí va Juan, como tantos otros peatones, peregrinando las sales que saben al hombre hacerlo hombre, desde las adversidades. Ahí va Juan, como tantos otros peatones, filosofando poéticamente el sendero desprolijo de haber sido lo que vivió. Ahí va la mirada única de un poeta irreverente que sabe (y supo) decir a su destino lo que quiso, y lo que no. Aquí transcurrió un tiempo dentro de otro tiempo que es (y fue) la poesía de Juan.
En este juego del andar, del sentir, nos queda una última estrofa esculpida sobre una pena que jamás se desmoronará:

Todo lo que
nos hace humanos
es simbólico. (**)




(*) Amir Abdala es un escritor nacido en Rojas, en 1990. Es autor de los libros de poesía “Hay un poema dormido, hay un poeta despierto” (Imaginante, 2015), “Lo único que pasa es lo que no se recupera” (Imaginante, 2017) y de la novela "El vértigo de la felicidad" (Nido de Vacas, 2018) Alumno de Llauradó en los niveles secundario y terciario, tuvo la dicha de esquivar los borradores lanzados por su polémico profesor y también de sumirse con él en conversaciones que transformarían sustantivamente su vida.

(**) Los poemas citados en este artículo pertenecen al libro: Llauradó, Juan Carlos, Dones simbólicos, Buenos Aires, Kratos, 2009.



jueves, 25 de octubre de 2018

Memorias de un irreductible



Las palabras que reproducimos aquí fueron pronunciadas por el autor en el homenaje realizado al escritor, docente y filósofo Juan Carlos Llauradó, el 14 de septiembre de 2017 en la Escuela "Nicolás Avellaneda", de Rojas (Buenos Aires), en el marco de la 5° Feria del Libro. 
Además, este texto forma parte de la antología poética "Literales ausencias", publicado este año por Nido de Vacas ediciones y Filoso-Qué?.

"Memorias de un irreductible" es el primero de los tres apéndices que acompañan el libro, cuyos textos restantes iremos compartiendo en próximas entradas.


Alejandro Elcoro, Juan Carlos Llauradó y Ezequiel Evangelista durante el
segundo encuentro de Filoso-Qué?, realizado el 14 de mayo de 2016 en el
centro cultural "Ernesto Sabato" de Rojas (B). En esa ocasión, la charla titulada
"Una arquitectura nómada" estuvo a cargo del profesor Diego Singer


Por Alejandro Elcoro (*)

Mi relación con Juan Carlos Llauradó no fue muy transitada en el tiempo, pero sí fue, desde el punto de vista intelectual, siempre de una gran intensidad y una gran altura, sobre todo gracias a él.
Recuerdo perfectamente cómo nos conocimos. Apareció en la Biblioteca, una noche en que estábamos en el taller de lectura. En esa época hacíamos el suplemento cultural Tiempo Perdido, y estábamos trabajando en no sé qué autor y se me ocurrió decirle:
-Qué bueno, podrás ayudarnos en una traducción del inglés.
Y Juan Carlos me contestó:
-No sé inglés, pero se me da muy bien el latín.
Así que desde un primer momento supe que mi relación con él iba a ser difícil.
De vez en cuando nos encontrábamos, y hablábamos del espacio y el tiempo, de Dios, del big bang, esas cosas. Su especialidad era la epistemología, el fundamento filosófico de la ciencia, y solíamos preguntarnos cómo puede ser que veamos algo que no existe. Nos asombrábamos juntos al ver una estrella que se ha extinguido hace miles de años y cuya luz nos sigue llegando todavía. Nos preguntábamos cómo se puede pensar en no pensar, cómo puede decirse no digas nada. Pues nos perdíamos alegremente en estas trampas del pensamiento y paradojas de las palabras, y celebrábamos volvernos a encontrar.
Casi siempre Juan Carlos terminaba saltando a un cuento sufí, a un koan, al sonido de una sola mano, a las paradojas del Mulá Nasrudín, o a la respuesta: “el ciprés en patio”. Quiero decir, a vías de iluminación que se sitúan más allá de las categorías y la oposición del pensamiento racional. 
A mi ver, el pensamiento de Juan Carlos llegaba recurrentemente a un estado superior del espíritu y a ejercicios para la mente que el discípulo debe resolver sin utilizar la razón, y que apuntan a su despertar. Así era al menos conmigo, no sé con los demás.
Acaso la amistad sea esto: no tanto la suma de dos personas, como el diálogo que se establece entre ellas.
Entre tantos libros magníficos que le debo a Juan Carlos está El mundo del silencio, de Max Picard, un filósofo francés, existencialista y católico. Desde luego es imposible hablar del silencio, de algo que es esencial en la música, en la poesía, en la meditación, en toda la vida también. ¿Pero cómo hablar del silencio? A mí eso me suena absurdo. John Cage compuso una obra para piano que consiste en sentarse frente al instrumento y permanecer en silencio durante un lapso dado. Pareciera que el silencio nos resulta insoportable, pero no puedo hablar del silencio. Discutimos mucho estas cosas con Juan Carlos, y particularmente se lo he repetido ante la profusión incesante de su producción.
Otro autor insoslayable que le debo es Anthony de Mello, un jesuita de origen indio, que con una gracia tan libre como irreverente habla de los asuntos más serios y profundos. El primer libro que leí de él se titula La oración de la rana. Recuerdo la anécdota de un monje que se pasea por el jardín de su monasterio y se detiene a escuchar el canto de un pájaro, y se queda embelesado, porque nunca lo había escuchado verdaderamente. Cuando vuelve al monasterio, él era un extraño para los demás monjes, hasta que descubren que había tardado siglos en regresar, porque como su escucha había sido total, el tiempo se había detenido y había entrado en la eternidad. También, la de un anciano que se pasaba horas en silencio, inmóvil en la iglesia, hasta que un sacerdote le pregunta qué le decía Dios. El hombre le contesta que Dios no habla, sólo escucha. Entonces el sacerdote le pregunta:
-Bien... ¿y de qué le habla usted a Dios?
Y el hombre contesta:
-Yo tampoco hablo. Sólo escucho.
Estas historias le gustaban a él, y a mí me gusta evocarlas ahora, como un tributo a su memoria. Después, he leído otros libros de Anthony de Mello, pero ésa fue una puerta que me abrió Juan Carlos.
Como a tantas personas, a mí me parecía que yo era más inteligente cuando hablaba con alguien de su exigencia intelectual. Me acuerdo que dio un curso o un taller sobre Hobbes en el Centro Cultural. No sé por qué habrá elegido a ese autor, pero a mí me gustó asistir a sus charlas.
Una noche, al salir, hablamos de estas cosas, y Juan Carlos me dijo que pensaba dar un curso sobre los koan y los sufís y todo ese pensamiento que va más allá del pensamiento racional, y yo deseé que lo hiciera y poder seguir su taller, pero supongo que no lo hizo nunca o al menos nunca me enteré.
También intercambiábamos discos de Mozart y de Bach. Íbamos hablando del protestante Bach y del católico Mozart cuando acompañamos los restos del Topo Salgado (*) a su rincón final. Entiendo perfectamente que Llauradó estuviera enojado con Dios, pero ese enojo tan empecinado sólo podía parecerse al de un hijo con un padre que lo ha defraudado, no con un padre que se cree que no existe. 
En un tiempo, Juan Carlos me mandaba por correo electrónico uno, dos o tres poemas por día, que yo le contestaba siempre con una devolución. Principalmente, mi análisis era que en sus versos él ponía el énfasis más en el contenido de las ideas que en la belleza formal de las palabras, que eran textos más filosóficos que poéticos. Y luego, ante el caudal de su producción, le preguntaba hasta dónde creía que iba a llegar: porque terminaría repitiéndose o le quedaría como única salida el silencio. Tengo todos esos poemas en la memoria de la computadora, e imprimí uno de ellos, porque me lo había dedicado; pero más fina y conmovedora que el poema es la dedicatoria, que dice: “Para vos Alex a propósito de aquellas preguntas que me formulaste mientras caminábamos por ahí, y nuestras almas nos seguían de cerca”.
Luego, en un encuentro de escritores o algo así, le leí en público un escrito, que no es tanto un poema como una respuesta a su huella intelectual, que titulé Insondable misterio y que está dedicado a él.
En una oportunidad, no sé ya a cuento de qué, le dije:
-Es que no es fácil ser amigo tuyo.
Y él me contestó:
-Tranquilo, Ale, que ser amigo tuyo tampoco es fácil.

Para terminar, diré algo sobre la generosidad y la honestidad intelectual de Juan Carlos.
Hace unos años, yo estaba traduciendo los poemas de Ossián, de Macpherson, de lo cual habré hablado con él, porque un día me lo crucé en la calle y me dio unas fotocopias de regalo. Era una charla que había dado Borges sobre Macpherson en la universidad, y que un alumno se había ocupado de desgrabar y publicar; y yo, que en ese momento creía que sabía todo lo que podía saberse sobre ese tema, descubrí con alegría algo perdido, interesante, desconocido.
Lo otro fue la visita a Rojas de Pablo Burundarena, invitado por la Biblioteca, que vino a hablar sobre Nietzsche. El currículum de Pablo hablaba de colegios católicos, de la Universidad del Salvador, y de ambientes así, de modo que nos hicimos una idea de cómo sería su pensamiento sobre el autor del Zarathustra. Pues al final de la charla, Juan Carlos pidió la palabra y dijo que se había formado un preconcepto sobre el pensamiento de Burundarena, y que reconocía que había sido un preconcepto equivocado, a juzgar por la charla que dio. 
Varias veces a solas, y una vez con Ezequiel (Evangelista) y Liliana (Barzaghi), traté de encontrar el adjetivo justo para definirlo a Juan Carlos. Pensamos en iconoclasta, transgresor, solitario, incorrecto, anarquista, irreverente, inconformista, irreconciliable; hasta que finalmente, puesto a elegir y decidir, me quedé con el adjetivo irreductible, por motivos que espero hayan sido científicamente demostrados.


(*) Alejandro Elcoro es escritor, traductor y actual Director de Cultura de la Municipalidad de Rojas. Entre sus principales publicaciones se destacan el libro de cuentos “El edificio de las Palabras” (Corregidor, 1992) y la traducción de “Los Cantares de Ossián”, de James Macpherson (Ayesha Literatura, 2010). Fue uno de los fundadores y sostenedores del grupo de lectura de la Biblioteca Municipal, que tuviera como expresión editorial el periódico cultural Tiempo Perdido. Amigo del poeta, tuvo a su cargo la presentación de “Dones Simbólicos”, único libro editado por Llauradó, en el año 2009.




(**) Leonardo Salgado (“Topo”) fue un artista popular, integrante del grupo de lectura de la Bilbioteca Municipal de Rojas, fallecido en 1998, a los 29 años de edad.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Acerca de Juan. Carta de Agustín Llauradó recordando a su padre




En la presentación del libro "Literales ausencias" en Rojas, leímos de una carta que Agustín Llauradó, hijo de Juan Carlos, escribió especialmente para compartir esa noche con la gente de Rojas.

Una constante que atraviesa toda la obra reunida en el libro, y que mencionamos en nuestras exposiciones (tanto en las presentaciones de Rojas como de Salto), fue intentar trazar una semblanza sobre quién fue este autor. 

En su momento lo dijimos de así:

"Fue en ese largo y gratificante proceso de trabajo en el que buceábamos a tientas a través de sus palabras que no dejaba de resonar ese verso de Walt Whitman, que sintetiza una idea que nos resultó reveladora y amigable: “Esto no es un libro; el que lo toca, toca un hombre”.

También dijimos que una de las falencias encontradas en nuestra obra fue que no supimos plasmar categóricamente ciertos aspectos de su vida que merecían ser contadas, porque formaban parte de su visión de la existencia y que luego se trasladaban a su poesía.

Además de los valiosos aportes que se pueden leer en "Literales ausencias", como los comentarios de Ezequiel Evangelista, de Alejandro Elcoro y de Amir Abdala, un intento más para complementar esos fragmentos dispersos de una vida pueden encontrarse en esa carta que escribió su hijo Agustín. Fue un momento cargado de sensaciones fuertes y de honda emotividad, porque allí cuenta aspectos íntimos de su relación con su padre y sucesos poco conocidos sobre sus últimos días de vida.

Sin más, transcribimos textualmente esas palabras, un testimonio que fue de inmenso valor para quienes disfrutamos la presentación de nuestro libro en homenaje a ese "hombre" complejo que fue Juan Carlos Llauradó:




Acerca de Juan



Estimadísimos: Quiero, en primer lugar, agradecerles a todos los que estén allí en este momento, haciendo así posible que la presentación de este libro se haga realidad. Es lo que Juan hubiera querido, y algo que valoraría muchísimo (Y, quién sabe, quizás lo hace). En segundo lugar, me disculpo (aunque sin culpa) por no poder estar compartiéndolo con ustedes, pero bien sabrán, o imaginarán, que no es para nada sencillo para mí volver por los pagos rojenses, a los que sólo voy cuando algún tramiterío o cualquiera de esas cuestiones del mundo burocrático lo requieren. 

Ahora, a lo que nos concierne: Juan; su tiempo, sus formas, sus fortalezas y debilidades. Pretendiendo mantenerme lo más conciso posible, quisiera recalcar lo que Ezequiel ya dijo en sus propias palabras: Juan era (como todos nosotros, en definitiva, pero muchísimo más que varios de nosotros), una carta con dos caras. Me considero, habiendo vivido con él, y (digámoslo) habiendo sido y aún siendo su hijo, una de las personas que más cuenta puede dar sobre este doble faz entre sus manifestaciones públicas y su ser privado. 

Ante todo, la verdad: Juan no era una mala persona. Es bastante difícil delinear, cuando los actos muchas veces resultan ser, en definitiva, erróneos y provocadores de daño a terceros, definir si la persona que los realiza es o no “mala”, concepto raro, sumamente vago y abstracto, y casi inútil hoy en día. Pero bueno, yendo a lo simple, supongamos que una persona puede calificarse de “mala” cuando sus actos perjuiciosos surgen de su voluntad explícita de hacer el daño (“el mal”, como se le dice), y, más aún, por el placer que esto le provocaría. Así, lo reitero: la pura verdad es que Juan carecía de esta voluntad. Su intención nunca era hacer daño, aunque lo haya hecho, a terceros, sino que esto era consecuencia directa del daño que podía inflingirse a sí mismo. Porque si esto es verdad, lo es porque también es verdad que, más allá de idolatrarse (y en bastantes cosas, mucho más de lo que se le podía reconocer como mérito o virtud real), se odiaba profundamente. 

Otra cosa cierta que dijo Ezequiel es que hacía bastante tiempo que Juan había decidido dejar de vivir. Pero no piensen ni por un momento que esta decisión fue tomada tras la muerte de Tomás (el primogénito), o tras la muerte (y sobre todo la vida) de María Paz, tras el divorcio, o lo que fuese que ocurrió en esos años lúgubres. Mi viejo nunca supo qué hacer con sí mismo: desde mucho antes de ser el profesor que ustedes conocieran, o el padre que yo conocí, en todas sus versiones. Y es esa misma incertidumbre la que lo llevaba a no saber qué hacer, tampoco, con los otros, o con sus otros particularmente. 

Es por esto que yo, personalmente, nunca pude hacer más, en calidad de hijo, que resignarme a los modos de mi viejo, más allá de si perdonárselos o no, cosa que por suerte he llegado a lograr, al menos en una amplia parte de los aspectos y situaciones anecdóticas que dan vueltas en la historia que compartimos, pero en definitiva, a no culparlo, aunque sí responsabilizarlo, pero a no odiarlo por ello, porque ya para odio le alcanzaba y sobraba consigo mismo. Yo vi repetidas veces cómo esa persona era, en esos momentos, períodos, mesetas, puro impulso, carente de toda la lógica que, en las otras circunstancias, erigía toda su persona. 

Me gustaría compartirles algo que probablemente ninguno de ustedes sepa: el 30 de diciembre de 2016, dos semanas antes de su muerte, fui a Rojas en con motivo de mi cumpleaños (ese día) en parte por el impulso de estar ese día con algunas de mis amistades más cercanas, que residen en acá en la Capital pero que esas semanas estaban allá para pasar las fiestas con sus familias, y también en parte por estar preocupado por Juan, sabiendo que esa época del año, que generalmente y por elección propia pasaba en soledad, lo ponía en sus peores estados. Al llegar a la casa de Santa Teresa, me doy cuenta de que había olvidado las llaves del lugar, y toco la puerta varias veces hasta que se abre. 

Lo que pasó entonces constituye una imagen que todavía hoy en día aparece esporádica y casi aleatoriamente en mi mente, no sin su correspondiente peso: Juan abriendo la puerta, mirando con ojos perdidos, amarillentos y de párpados caídos, hacia el portón de afuera, sin darse cuenta por unos largos momentos que yo estaba parado frente a él. Cuando bajó la vista, sonrió al verme: una sonrisa infantil, similar a la de un hijo cuando ve que uno de sus padres ha regresado, y eso le asegura nuevamente cariño, compañía, dirección, presencia. Lo saludo antes de entrar, intentando que no se moviera demasiado para que no tambaleara, dado su fuerte estado de embriaguez, dejo mi equipaje, y me siento con él a la mesa. En silencio, vuelve a dirigirme esa sonrisa, esta segunda vez con un dejo más acentuado de paz, de tranquilidad, un tácito “Ahora que estás acá, todo está bien”. Lo siguiente que sucede es que, intentando ir al baño tras el largo viaje, observo más detenidamente y me doy cuenta del estado de la casa. 

No voy a entrar en detalles sobre esto, porque es todo demasiado escatológico; basta con que sepan que ni pude ir al baño, ni pude, como era mi intención, quedarme esos días en la quinta de Santa Teresa. Ni siquiera pude quedarme demasiado tiempo ese día. Llamé a una amiga que vive cerca, le pedí quedarme con ella; le dije a Juan que iba a pasear durante el día, y a la noche volví a buscar mi equipaje, inventándole alguna excusa que no viene al caso sobre por qué tenía que quedarme a dormir en otro lugar. Honestamente, estaba asustado. 

Como algunos sabrán, estudio Psicología, estando recién en la justa mitad de la carrera, y sin experiencia alguna en el campo del tratamiento y el contacto con enfermos, pero hay algo que puedo afirmar sin lugar a dudas, y es que eso que (no) me miró ese día, no era mi viejo, ni una persona ni nada parecido. Eran los restos de una persona tras largo tiempo de haber estado reprimiendo, y cada tanto dejando salir, la explosión de la locura. Pasé el día de mi cumpleaños en shock, aunque tranquilo, con amistades: en fin, contenido. 

Al día siguiente, a la tarde, me dirigí hacia la quinta en el calor abrumador del pleno verano en Rojas, para hablar, esta vez seriamente, con Juan. Queriendo ser lo más directo posible, empecé por preguntarle si se daba cuenta de las condiciones en las que estaba viviendo. Respondió que sí, sin ningún preámbulo. Pregunté si le parecía digno, “bien”, vivir así. Soltó un llano “no”. Siguieron un par de preguntas que no vienen al caso, y que, si soy honesto, afortunadamente ya no recuerdo, pero lo importante, y a lo que apuntaba al contarles esto, es la última de esas preguntas. “Entre vivir y esperar morir, ¿qué elegís?”. “Esperar morir” fue la respuesta, mientras asentía con severidad. Ahí tienen la prueba: mi viejo no desconocía sus circunstancias; no era, como se dice “hasta cierto punto”, presa de un delirio que lo llevara a actuar inconscientemente sin saber de las consecuencias de sus acciones. 
Más que elegir la muerte, Juan eligió no estar del lado de la vida. A sabiendas, implicado en ello. 

Me gustaría aclarar, por último, que este episodio no fue (para él) un punto de quiebre ni nada de ese estilo: el proceso que culminó en ese punto, e inmediatamente después en su muerte, venía dándose, como ya dije, desde hace muchísimo tiempo, con un deterioro progresivo, lento, una agonía en la cual, quién sabe bien por qué, Juan decidió pasar sus últimos años. Para mí, sin embargo, sí lo fue: desde siempre (incluso desde niño) intenté que mi viejo saliera de esa nebulosa, de la ginebra o el vino, del tabaco, de las largas noches de Sabina y delirios místicos, de los libros esotéricos y de religión, de las películas de fantasía que de algún modo lo ayudaban a escaparse de sí mismo y su realidad; en definitiva, de sí mismo, para que viera que por fuera de él, había un mundo que, en sí, no tenía problema alguno en recibirlo con brazos abiertos. 
Innumerables fueron los intentos, especialmente mientras compartí vivienda con él. Cuando me mudé aquí a la Capital, decidí, o más que decidir me percaté, de que lo único que me quedaba por hacer era intentar vivir una vida que fuera mía, plena, feliz, una vida propia del lado de la vida. Mis posibilidades, dada la distancia, de ayudarlo en esto, sabiendo cada vez más con cada día pasado, que no servía demasiado, se vieron reducidas, y así lo intenté durante tres años. A fin de cuentas, la confirmación verbal de que quería morir fue todo lo que me hizo falta para rendirme, para no seguir intentando, para resignarme a la verdad de que mi viejo, hiciera yo lo que hiciese, moriría dentro de poco tiempo. Intenté en las semanas posteriores a esa conversación (los primeros días de enero) conseguir a alguien que fuera a ayudarlo con la limpieza de la casa, alguien que le cocinara, y que pasara un par de horas al día con él para aliviar un poco su situación. 

Un día simplemente me desperté por un llamado de alguien que decía que lo habían encontrado muerto, y que lo había estado por días. Ustedes no tienen idea de lo que fue para mí no ese momento, porque al primer momento siempre está el shock, sino todos los meses que le sucedieron. Pero reconozco que una de las primeras cosas que sentí fue un gran alivio: por mí, por supuesto, pero sobre todo por él. 

Recuerdo que en su entierro le tiré a su ataúd un dibujo que había hecho de él un par de días después de esa visita a Rojas, y al cual le inscribí algunas palabras, entre las cuales estaban: “Ya está viejo, dejaste de sufrir”.

De esta manera, habiendo puesto en palabras lo que todos ya saben, y algo de lo que no, quiero agradecerles nuevamente, a los que están allí como a los que no, en sí, al pueblo rojense: una de las cosas más impactantes (esta vez en el buen sentido) de los días posteriores al descubrimiento de su muerte, fue que me llamaran, estando yo todavía en Capital, y me dijesen que todo el pueblo había hecho una movilización, según lo que me comentaron, bastante masiva en su nombre, con una misa incluida, y tantas otras cosas de las que no me habré enterado. 

Hay un motivo por el cual este libro que hoy se presenta está compuesto en su entereza por poesías que Juan le dedicó a diferentes personas de Rojas, y es que cada una de ellas llegó a él de un modo distinto, y más importante, dejó en él una marca única, algo no fácil de lograr. 

Quiero agradecer a todo el pueblo rojense, porque en definitiva sin muchos de ellos la vida de Juan se hubiese acortado muchísimo más de lo que acabó sucediendo: la gente de las escuelas, que en muchas ocasiones estuvo en todo su justo derecho de quitarle su trabajo, y en cambio decidió perdonarle sus formas, para que pudiera seguir intentando; muchos de sus alumnos, con quienes formó varios clubes de lectura y en cuya compañía disfrutó de noches interminables de debate y reflexión, de disfrute por la cultura que quizás en otros ámbitos no conseguía; la gente de la biblioteca y el centro cultural, los primeros que siempre se esforzaron hasta donde podían y a veces más allá para conseguirle los insolitísimos ejemplares que siempre pedía, y los segundos que le dieron el espacio para formar talleres de escritura; a los que en algún u otro momento fueron o se consideraron sus amigos, compañeros, o lo que sea, que lograron que muchas de sus noches no fueran tan solitarias como solían serlo, y tantas otras personas de las que probablemente me esté olvidando (sepan disculpar). 

En fin, sin ustedes mucho de la vida de mi viejo no hubiera sido posible, y por eso les estoy eternamente agradecido. Termino estas palabras en un estado emocional muy curioso, porque mis lágrimas se están mezclando con mi sonrisa, y quizás eso fue lo que le hizo falta darse cuenta a Juan: que en definitiva, muchas cosas que normalmente consideramos extremos, polos de alguna vara o puente imaginario, como la tristeza, y que nos hacen anhelar el otro lado, como la felicidad (si es que de hecho son opuestos y si es que todo es tan sencillo como para reducirlo a uno o varios dualismos como este), no son más que las dos caras de una misma carta.
Los saludo desde lejos, y les digo que intenten, como yo, no perderse en ustedes mismos, y elijan estar del lado de la vida: si hay algo que Juan nos lega como enseñanza, entre muchísimas cosas más, es esto.

Agustín Llauradó
Septiembre de 2018