martes, 16 de febrero de 2016

La confesión de lo inconfesable

Con enorme agrado comparto la nota publicada el domingo 14 de febrero en El Nuevo Diario Rojense sobre este trabajo. Gente amiga que siempre me brinda un espacio cuando la situación lo requiere, gente que me soportó diariamente durante casi diez años y aún hoy sigue abriéndome las puertas mas no sea para compartir charlas y mates. Compañeros, camaradas y amigos que recibieron con interés y entusiasmo el resultado de este proyecto. Mención aparte para el autor de la nota, Hernán Martino, una pluma de lujo para proclamar una primera crítica de esta novelita. No solo leyó con su habitual agudeza, de punta a punta y repetidas veces, toda la historia, hasta descascararla y desentrañar los guiños más complejos de una trama por momentos enmarañada, sino que encima te la cuenta con inmejorable destreza, logrando superar con una gambeta maradoniana "el gravoso papel de esbozar una crítica literaria respecto de un autor al que se conoce desde hace añares". Gracias, loco, serás recompensado... Ahora pase y lea... 





PRIMERA NOVELA DE FEDE RIVEIRO

“Lolei”: La confesión de lo inconfesable

“¿Quién es Lolei?¿Por qué se encuentra en ese estado?¿Qué obligación tiene el narrador de hacerse cargo de su destino…?”


Algunos hechos respecto de “Lolei. Memorias de lo inconfesable”.
Primero, es la primera novela de Federico Riveiro; una propuesta narrativa ambiciosa y personal que visibiliza la figura anteriormente esbozada en su primer trabajo “Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece” (compuesto de relatos): Hugo Cavalcanti Palacios. En “Nunca nadie…” Cavalcanti –bajo pseudónimo- figura como el impulsor o mentor del compendio, donde sólo en algunos casos puntuales y apenas sugeridos aparece casi fantasmalmente. Es, por cierto, el niño de la portada, vestido con un antiguo trajecito de baño.
Segundo, es la primera novela que un autor local publica primero en Internet (www.nidodevacas.blogspot.com.ar), con acceso gratuito y sin que intermedien suscripciones (¡aproveche, señora…!), aunque por entregas… más o menos periódicas, según la pereza o el nivel de actividad que cargue el autor. Esta irrupción bloguera se continúa ahora en la correspondiente edición en papel. A priori no habrá presentaciones formales, aunque no se descartan; sí un proceso de venta prácticamente artesanal, que se apuntalará además desde la web, como corresponde a una edición independiente que, tal vez, sea el puntapié inicial para algún proyecto editorial que, quizás, alguna vez nos sea revelado.
Tercero, lo estrictamente literario. Héme aquí, en el gravoso papel de esbozar una crítica literaria respecto de un autor al que se conoce desde hace añares, y con cierto conocimiento del sustrato íntimo que anida en la base de la obra.
Pero intentaremos repechar la cuesta.
“Lolei…” es, fundamentalmente, y respecto de su estructura narrativa, una historia novelada en la cual los elementos documentales y biográficos acerca de una persona determinada –ese proteico hasta la desmesura Hugo Cavalcanti- se mixturan con los elementos de –posible, probable- ficción que interesan la trama. A través de un observador privilegiado que narra en primera persona (pero no en tono omnisciente ni concluyente) se cuenta una historia –real- de absoluta simplicidad: un estudiante de Letras que vive en La Plata traba relación forzosa –pero no forzada- con un vecino que ya bordea la ancianidad y vive en un estado de absoluto abandono.
¿Quién es?¿Por qué se encuentra en ese estado?¿Qué obligación tiene el narrador de hacerse cargo de su destino…? son algunas de las preguntas que inevitablemente surgirán: ninguna de ellas será respondida por completo; al contrario: tal vez el anticlimático final de la narración contribuya a sostener los interrogantes, más que a despejarlos.
Pero es una consecuencia inevitable de un trabajo literario en el que su mayor mérito conceptual se finca en la ausencia absoluta de juicios de valores supuestos, de moralejas pretenciosas o de explicaciones satisfactorias: es una historia, y punto. No importa cuánto ni qué es absolutamente real en ella. Tal vez, hasta cierto punto, y simplemente adivinando, el autor terminó (por cuestiones que sólo a él le atañen) de visibilizar con cierto número de pelos y señales el fantasma errante pero real que le tocó la piel, de un viejo medio loco que pudo ser lo que quiso, pero no quiso ser lo que pudo. La maldición causal del ser humano, en suma; el verdadero pecado original, quizás.
No olvidemos que en el propio título de la obra está la clave: “inconfesable” es aquello de lo que no se puede hablar. Pero tal vez, en algún punto, se lo puede escribir.
“Lolei…” es, pues, una “confesión” a dos puntas: una de las voces (la del narrador) no dice todo, aunque parece incluírnos mediante guiños de premeditada complicidad, en los secretos carnales de la historia; la otra (el propio Lolei), que no se escucha más que por interpósita persona, no dice nada. Salvo, quizás, aquello que le conviene, o le sirve, o circunstancialmente lo salva. Y que sólo conocemos por mención del narrador, por lo cual necesariamente nos hacemos eco de su propia confusión, o de sus enojos y tristezas circunstanciales, ante esos dichos.
Por eso el narrador nos provee de algunos elementos que, a su manera, también son clave para alimentar lo que creemos conocer de Lolei… o para sumirnos en mayor confusión: lo estrictamente biográfico, como la trayectoria política de su padre, reconocido dirigente radical de furibundo antiperonismo; su matrimonio –espantoso- con una descendiente de la aristocracia vernácula; sus pretensiones señoriales; su detención y tortura durante la dictadura; su salvaje paso por Europa; sus adicciones; su internación psiquiátrica; el proceso cruel de su desintegración personal, emocional y física: en suma, las claudicaciones y las victorias, las noblezas y las mezquindades, la sinceridad y la hipocresía que jalonan la vida de Lolei… y de cualquier persona. A veces se gana y a veces se pierde: cuando triunfamos, se ofrece al mundo lo mejor de nosotros, y así nos perciben; en la derrota, todos nos parecemos a Lolei. Y así nos ven.
Y son además un elemento crucial las cartas personales incluídas periódicamente en la narración: cartas que Lolei recibe de amigos cosechados en Europa, fundamentalmente del inglés Alan Rogerson (su cómplice dilecto en la “guerra contra los abstemios” alegremente acometida por ambos), con quien compartió cátedra en una academia de idiomas en España. Las descacharrantes, tiernas y confesionales misivas del tal Alan permiten tanto al narrador como al lector descubrir otro Lolei; o tal vez al mismo, pero desde otra perspectiva. Constituyen, además, un buen remanso de desaforado humor, que contrasta acertadamente con los momentos más densos y dramáticos del relato, a veces kafkianos, como cuando el narrador relata sus inútiles trámites y gestiones en procura de solucionar la vida de un interesado que, para colmo, colabora poco y nada en ese cometido.
Lolei –Hugo Cavalcanti Palacios- murió en Rojas, en 2003, luego de la odisea final que le unió inextrincablemente con su amigo estudiante de Letras, a quien triplicaba en edad y superaba ampliamente en cuanto a desazones y fracasos.
Los juntó la casualidad y les selló el destino la causalidad: esta novela, seguramente, constituye un necesario exorcismo. 
Tal vez tanto para alivio de uno, como del otro. (hm) 

viernes, 12 de febrero de 2016

Se hace camino al andar (2)


Días de viaje. Relatos en primera persona
(Aniko Villalba)


Otro libro de viajes escrito por una viajera. Aniko Villalba también es joven, inquieta e independiente. Cuenta que en 2008, con 22 años, se tomó un bus de Buenos Aires a Bolivia y dio por iniciada su vida de viajera. Desde ese día recorrió más de treinta países, con mochila y sola, trabajando como escritora y fotógrafa independiente en el camino. Al viajar, su calendario dejó de estar marcado por números y meses y pasó a estar puntuado por historias.
En Días de viaje, Aniko comparte fragmentos de sus cuadernos y relata, de manera íntima y personal, sus travesías por América latina, Asia, África y Europa. ¿Qué podemos encontrar allí? Por ejemplo, cuando cinco mujeres chinas de una minoría étnica la invitaron a tomar el té, mientras recorría el gran país asiático en un auténtico naufragio idiomático. Cuando navegó por el Caribe en medio de una tormenta eléctrica o cuando le tocó vivir el policial más bizarro de su vida. Cuenta el día en que comenzó a coleccionar naipes abandonados, el día que vio la aurora boreal, el día que se fue de road trip con un grupo de curas filipinos. Cuenta cómo se enamoró de una ciudad, cuando conoció el Sahara en compañía de nómadas. Y narra el día que descubrió que viajar no era lo mismo que irse de vacaciones.
Aniko hace viajes largos y de bajo presupuesto. Se aloja en casas de familia. Y confía en la hospitalidad. Cree que la mejor manera de conocer un lugar es caminándolo.
“Las historias de este libro me pasaron viajando por ahí”, dice Aniko, “y ahora, vistas desde Argentina, me parecen fantásticas, absurdas, oníricas”. Pero no lo son. Son historias tan reales como el entregarse por completo al momento de dejar que el camino y las circunstancias nos lleven a cumplir nuestros sueños sin dejar nada en el camino.
Leerlo es tan placentero como seguir sus  pasos.



martes, 9 de febrero de 2016

Se hace camino al andar (1)


Caminos invisibles. 36.000 kms. a dedo de Antártida a Guayana
(Juan Pablo VIllarino y Laura Lazarino)

Juan Pablo Villarino y  Laura Lazarino son jóvenes. Son pareja. Son escritores. Viven en movimiento. Y juntos escribieron Caminos invisibles, una publicación independiente que recopila crónicas del viaje que emprendieron en septiembre de 2010 por Sudamérica, durante 18 meses. Viajaron a dedo, siguiendo caminos secundarios que con frecuencia no aparecen en ningún mapa, desde la Antártida hasta el Caribe.
Es, a mi entender, uno de esos libros imprescindibles para quienes aman un estilo de viajar, la experiencia íntima de caminar por la cotidianeidad más sencilla, de reconciliarse con las almas que habitan este mundo. Ellos vienen a decirnos que vivir viajando es posible, y lo cuentan desde el mismo momento en que encuentran sus destinos hasta llegar a la decisión de hacer ese viraje trascendental y decisivo: el momento en que deciden romper con sus rutinas para transformarse en habitantes de todos los lugares, y de ningún lugar. Lo suyo no es aventura, es una forma de vida.
Juan Pablo y Laura además llevan adelante el Proyecto Educativo Nómada, mediante el cual realizan charlas y proyecciones fotográficas en centros educativos de toda clase, desde universidades urbanas hasta escuelas y aldeas indígenas. Su programa ha recibido el aval institucional del INADI y se sostiene gracias a la compra de los libros que editan.
Forman parte de una enorme –y bastante desconocida- “tribu” de escritores nómadas que nos relatan una manera distinta de ver nuestro mundo, más humano, más servicial, más profundo y cotidiano. Es un libro ideal para leer mientras se viaja. Y para viajar mientras se lee. Son, para mi modesto gusto, un placer y una inspiración. Mi más saludable recomendación es seguirlos, leerlos, disfrutarlos y sentir a través de ellos el ritmo de una tierra que respira desde las entrañas.

jueves, 4 de febrero de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (28)


CAPITULO
28

El artículo sobre el coronel Monteagudo conformaba apenas un esbozo de una obra extensa y notablemente documentada que nunca terminó.
Apuntes, entrevistas, fotografías, copias de partidas de nacimiento y bautismo, árboles genealógicos interminables, correspondencia con familiares y expertos, cientos de páginas prolijamente mecanografiadas, formaron parte del nutrido archivo que Lolei embaló y desempacó en incontables traslados.
Todavía hoy descansan en una derruida valija de cartón, junto a notas similares sobre otros personajes de los que se ocupó con esmerada diligencia.
La primera vez que accedí a ese arsenal de hojas que conformaban un archivo ecléctico y apetecible, estaba ordenando la casa mientras el viejo descansaba en el living, bien aseado y bien almorzado.
Ese día había tenido la ayuda invalorable de Gabriela, amiga de una amiga que se había ofrecido para la colaborar con la tarea.
Fue un sábado luminoso y trabajamos arduamente gran parte de la jornada. Arrancamos bien temprano y lo primero que le tocó a Lolei fue el baño. No hubo peros ni porqués, como cada vez que lo “amenazaba” con el aseo. El tipo se sentía intimidado cuando escuchaba palabras como ‘agua’, ‘esponja’,  ‘jabón’, limpieza’. La presencia de una señorita lo mantuvo en sus trece.
Obedeció con mansedumbre y no hubo siquiera un amago de berrinche.
-Al fin te portaste como un hombre-, le dije más tarde, cuando todo había terminado. El tipo se volvía más dócil cuando no estábamos solos.
Con Gaby laburamos como ilotas. La enjuagada, por supuesto, quedó para mí solo, porque el pudor del viejo no le permitía exponer sus vergüenzas delante de una dama. Y mucha razón tenía.
Entonces, mientras yo cumplía con la parte más íntima, ella acometió con el living. De movida convinimos que la cocina no se tocaba. Era imposible poner en orden en semejante roña. El mejor orden sería vaciarla y hacerla de nuevo. Por eso cuando Gaby arrancó con el living sentí que le dejé la peor parte. Pero ella lo hizo con un gusto y una disposición elogiables.
Todos estábamos contentos esa mañana. Hasta Lolei se reía mientras lo refregaba de arriba abajo con la esponja. Después aclaró que se reía porque le hacía cosquillas. Pusimos música para amenizar la velada. Y la casa del viejo era una fiesta.
Ya limpio y acicalado, lo acomodamos en el dormitorio, adonde habíamos llevado la mesa del comedor, en parte para despejar el living y facilitar la limpieza. Lo sentamos en una silla. Aguantó con estoicismo, hacía mucho tiempo que no permanecía sentado en una silla sin sentir deseos de acostarse. Argumentaba que esa posición le hacía doler la espalda. Pero se quedó bien piola mientras nosotros profundizamos con la purificación del resto de la casa. Habíamos abierto las ventanas y mantuvimos la puerta de entrada también abierta, algo que no ocurría desde hacía bastante.
Desde que yo estaba a cargo de su cuidado y atención, las quejas del vecindario hacia Lolei habían menguado. Y aunque nadie se acercaba a prestar ayuda, sí celebraban que al menos se hiciera algo para sacar ese olor insoportable que manaba del E.
El viejo y Gaby se llevaron bien desde un comienzo. No había nada que hacerle: el tipo medio se atolondraba ante una presencia femenina y lo hacía comportarse como un caballero. Para mejor, además de generosa, Gaby era muy linda y muy inteligente. Acababa de recibirse en la carrera de Comunicación Audiovisual. Justo unos días antes había obtenido la licenciatura con orientación en Realización de Cine, Video y TV, tras defender su tesis sobre los géneros de terror y de horror. De inmediato él comenzó a llamarla la directora de cine, y por más que ella le explicara que no lo era, al viejo no le importó y siguió refiriéndose de esa forma mientras permaneció en la casa.
Lo cierto es que se la pasaron hablando de películas del año del pedo, de la época en que el viejo era un amante irredento del cine. Mientras los dos se instruían sobre historias cinematográficas, yo continuaba con lo mío. “Ustedes hablen que yo laburo”, bromeaba. Hasta cierto punto bromeaba, pero era un aviso para el viejo, que se encargaba de cooptar literalmente a mi compañera y no la dejaba escapar de su lado. Era gracioso ver cómo me ignoraba; yo casi no existía para él en ese momento. Gaby de acá, Gaby de allá, casi un juego de galantería. Por supuesto que la sometió a un interrogatorio exhaustivo. Ella accedía gentil a cada pedido. Parecía estar tratando con un chico. Y yo estaba de lo más aliviado.
Después de depurar el living, tarea que nos llevó más tiempo de lo esperado, encaramos un descanso con almuerzo incluido. Una especie de picnic con sánguches de miga, gaseosa y hasta una torta que había llevado ella. De más está decir que el viejo morfó como un presidiario siberiano.
Lógicamente, después quiso entrarle a la siesta y lo acostamos en su sofá cama, que tenía hasta sábanas nuevas. Nosotros arremetimos con la habitación y el baño. Enceramos el piso de parquet después de varios años. Le pasé la lustradora que gentilmente me prestó mi vecina Dora.
Mientras Gaby se dedicaba al baño, yo acomodaba el ropero. Era gigante, ocupaba toda una pared. Estaba lleno de ropa vieja, sábanas viejas, toallas viejas, telarañas viejas. En cajas de madera finamente talladas encontré miles de fotografías. En varias valijas, papeles y recortes. En una de ellas, de tamaño mediano, estaban sus trabajos genealógicos y sus escritos literarios. Apenas si la revisé y la dejé a mano, para repasarlas más tarde.
Terminé de acomodar lo que pude y el mueble quedó un poco más prolijo. Gaby acabó con lo suyo y al rato coincidimos en dar por finalizadas las tareas de recomposición general del departamento E.
Nos juntamos en torno al viejo para charlar. No dejaba de agradecernos.
Tampoco dejaba de poner gran parte de su atención hacia la dama, a quien colmó de elogios y alabanzas. Y como para que el realce fuera mayúsculo, Gaby le prometió que llevaría de visita a su madre, que era médica especializada en ancianos y por esos días estaba en La Plata para celebrar la exitosa culminación de su carrera universitaria.
Con esta noticia los gestos de agradecimiento del viejo se tornaron empalagosos.
Varias veces repitió que no se olvidara de volver con la madre, tal cual había prometido. Cuando nos fuimos le expliqué a Gaby lo obsesivo de ese comportamiento.
-Nunca digas algo por decirlo, si prometés algo tratá de cumplir porque si no lo hacés te taladra el cerebro. Tiene un miedo irreprimible a quedarse solo, a que no lo atiendan, a que lo abandonen. Te lo digo por experiencia: por más que sabe que volveré al día siguiente, no existe despedida en que no me repite esa frase, que vuelva, que no me olvide de él. Todos los días dice exactamente lo mismo. Necesita estar seguro. Como si sintiera que cada cosa que se hace por él resultara insuficiente, pide más y más y más. Y te prende de tal manera que es imposible evadirse. Esto te lo pido yo: mañana, aunque sea por cinco minutos, tratá de venir a verlo. No sabés cuánto te lo voy a agradecer.
Gaby y su madre volvieron al día siguiente. La médica hablaba conmigo mientras el viejo no se despegaba de la hija. Apartados de la escena, le mostré unos estudios que Lolei se había realizado hacía ya un par de años. Ella preguntaba y yo respondía lo poco que sabía. Era difícil hacer un diagnóstico preciso con tan pocos elementos, pero a juzgar por esos resultados, más algunos comportamientos del presente y del pasado inmediato, sumados a las respuestas que Lolei le había dado ante sus requerimientos, la especialista, con suma prudencia, arriesgó a prescribir que lo que padecía no era nada alentador. “Con el paso del tiempo podría tender a empeorar”, me confesó.
Era necesario actuar rápidamente. Pero el panorama era muy complicado. Expliqué el alcance de las dificultades y lo entendió. Comprendió también mis propios obstáculos para ponerme al frente de la situación.
Agradecí infinita y sinceramente la ayuda que me estaban brindando, pero entendió que el día a día se hacía cada vez más agobiante y en esa pelea cotidiana éramos solamente dos: el viejo con sus crecientes complicaciones y yo con las mías, que no eran pocas.
Y la peor noticia para todos, pero más que nadie para el viejo, era su total y absoluta dependencia hacia mí. Y por consiguiente, mi total y absoluta entrega hacia él. No armábamos un buen ejército para luchar contra una realidad cruda y cargada de limitaciones.
Gaby y su madre mostraron sus mejores intenciones. Nos dejaron los mejores augurios.
Los días fueron pasando y nuestras vidas continuaron sus propios caminos. No volvimos a vernos más.
Ya lejos de La Plata, el viejo siguió preguntándome por la directora de cine. Sólo supe contarle que se había ido a España y que seguramente le estaría yendo muy bien.



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(XXVIII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas  Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Chez Pazinette
Cidex 307/1
33950 – Lège-Cap Ferret
France

19 Juin 1984
Querido amigo Hugo:
Siento no haberte escrito desde hace mucho, pero como verás ya no trabajo más en el camping. Tuve un follón con la mujer de mi jefe; todo pasó en cinco minutos y sólo te diré que no hice nada, en absoluto. A las 7 de la tarde todos estábamos comiendo tranquilos, dos minutos más tarde esta mujer se puso como una fiera y me echó. Todavía no sé por qué. Mi amigo y yo buscamos explicaciones y llegamos a la conclusión de que yo no le caía en gracia a la bruja esa. Te lo digo de verdad, Hugo, y tú me conoces, me llevo bien con todo el mundo, pero con esa señora no. Intenté romper el hielo varias veces y no lo logré. Era alcohólica y cambiaba de humor cada cinco minutos. Yo no me sentía a gusto con ella y se ve que ella tampoco conmigo. Discutimos por una tontería y me echó. Ya está.
Ahora trabajo en un bar, a 1 kilómetro del camping. Ya tenía amiguetes en el bar. El patrón, cuando fui a despedirme de él, me ofreció trabajar. Me puso una condición: que no me cogiera pedos, pues ya me había visto varias veces luchando contra la abstención alcohólica. Hice una prueba durante unos 10 días y ayer me dijo que podía quedarme hasta finales de agosto, o septiembre.
Trabajo de camarero, sirvo a gente en la terraza y trabajo en el restaurante. Cobro 12% de lo que hago. Todavía no sé cuánto he ganado hasta ahora, pero en pleno verano ganaré bastante dinero. Además, no he bebido una puta gota de alcohol. Ya ves, Hugo, cuando hace falta puedo ser formal; es ajeno a mi carácter pero lo puedo hacer. Antes no, ahora sí, puedo decir que cambié un poco, pero sólo un poquitín, en el fondo sigo siendo un desastre, un puto cogepedos como René “joder, Rosa se enfadó” Zelaya.
Aquí tengo muchos amiguetes, como en el camping. Ahí también me conocían y tenía crédito en el bar, todos los camareros me conocían. Los echaré de menos.
¿Y tú, querido amigo, cómo estás? Hablé demasiado de mí y de mis follones, ahora te toca a ti contar tus cosas.
Te doy un abrazo, el abrazo más fuerte de toda Europa, tu amigo que no te olvida y espera noticias tuyas. No te marches por favor antes de que yo llegue. Quiero volver a verte en septiembre. Un abrazo
Alan


PS: Me he hecho amigo de un argentino que come en el restaurante todos los días. Un muchacho joven y rubio que se llama Martín y es tenista profesional. Le daré tus señas. Es una persona cojonuda, aunque abstemio. Pero al llegar la Revolución Alcohólica no le mandaremos al paredón como a los demás, a este sólo le encarcelaremos a perpetuidad.