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jueves, 7 de enero de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (26)


CAPITULO
26

Los nuevos intereses sociales le llegaron al viejo de la mano de su unión con Lola Monteagudo Tejedor, con quien se había casado el 31 de enero de 1963 en el Registro Civil de La Plata y un día después en la Parroquia San Ponciano. Los esponsales celebraron su luna de miel en Mar del Plata, debido al poco tiempo que disponían para reincorporarse a sus respectivas obligaciones. No hubo noche de bodas a la manera tradicional.
La veta artística y el interés por el estudio de los antepasados se fueron mezclando con una llamativa escrupulosidad y el trabajo por recabar datos perdidos de la historia familiar fue creciendo durante sus primeros años de matrimonio, de la mano con la inestabilidad de la pareja. Sin embargo, para esta tarea contaba con la invaluable colaboración de su cuñado Luis. Fue él en realidad quien lo había entusiasmado. Y Lolei aprovechó el impulso de las valiosas averiguaciones que Luis tenía archivadas desde antes de conocerse.
Tiempo más tarde, cuando las cosas parecían estar mejor, hasta Lola se sumó al grupo de investigadores y supo interesar a viejos amigos historiadores y genealogistas en la empresa de buscar reseñas y testimonios de su propia familia. Pero el mayor aliento hacia la operación siempre llegó de parte de Lolei.
El panorama laboral mejoraba, y también su matrimonio. Las crisis seguían pero ya no con tanta frecuencia. Ninguna llegó al punto de repetir el día de la tetona.
El primer día del año 67, fue ascendido al cargo de Jefe de División de Programación (tipo B) del Departamento de Coordinación y Control de la Dirección de Radiotelevisión Educativa del ministerio de Educación de la provincia de Buenos Aires. El gobernador de facto Francisco Imaz dirigía la provincia y el dictador Juan Carlos Onganía gobernaba la nación.
-Fue un alivio en varios aspectos-, reconoció el viejo.
Mientras tanto, la carrera de Abogacía seguía en pie: a fines del 66 logró aprobar Derecho Procesal II y al año siguiente se eximió en Derecho Comercial II y Derecho de la Navegación. Avanzaba poco a poco, sin apuros pero sin abandonar, estudiando en los pocos momentos que sus numerosas actividades se lo permitían.
Lo que nunca lo abandonaban a Lolei eran los miedos. Ya no sus antiguos miedos a la muerte, a la soledad, a la indiferencia, al encierro, a la oscuridad, esos temores que lo acompañarían hasta su último suspiro. Ahora nacía uno nuevo, de naturaleza artística. Uno que sufren la mayoría de los hombres y mujeres que deciden un día convertir el ejercicio de las letras en parte de sus vidas. Miedo a ser malos, miedo a no ser reconocidos. Miedo a que sus esfuerzos queden en el olvido. Miedo al ridículo. Miedo al fracaso. Miedo al desprecio. Miedo a sentirse solo, a saberse incomprendido. Pero sobre todas las cosas, miedo a ser mal escritor. Miedos irracionales, en definitiva, pero lo suficientemente poderosos para conformar una burbuja tóxica en un ambiente dominado por las apariencias. Entonces lograba contrarrestar los miedos con las apariencias. Y en el torbellino de un círculo vicioso de simulaciones y dudas, tomaba oxígeno en los comportamientos mundanos y macanudos, mientras respiraba en su interior un aire intimidante y receloso. Intuía que el miedo paraliza y no estaba dispuesto  a dejarse dominar.
Si el miedo a ser mal escritor trasponía las fronteras e invadía sus numerosos proyectos, sabía que estaría perdido. Fue tal vez la única gran batalla que activó para mantenerse a flote.
Y en cierto modo, con altibajos y no por mucho tiempo, logró ganar.


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(XXVI)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Les Viviers
Claouey
33950 - France

20 Mai 1984
Querido amigo Hugo:
Gracias por tu carta, la recibí esta tarde. Te respondo enseguida por si mañana tengo pereza.
Siento mucho que no vayas a trabajar a la costa. Julio te ha hecho una putada que no veas, ¿verdad? No le conocía como tú y no creía que fuera una persona rencorosa, pero ¡qué cabrón es! De veras lo siento mucho, tío, porque sé que Bernidorm te habría gustado y que habrías podido ganar unas pelas durante los meses de verano. ¿Ahora qué harás? ¿Te quedas en Madrid durante el verano o vuelves a la Argentina?
Te escribí hace una semana, no creo que hayas recibido la carta. Pues entonces te cuento lo que hago: durante la semana curro mucho y sobre todo no bebo, pero los fines de semana me cojo unos pedos gordos. Voy a un bar a 1 kilómetro de aquí, en bicicleta. La gente ya me conoce. El patrón me invitó y una vez que no tenía dinero me dijo “no te preocupes” (primer paso para el crédito, ¿verdad?)
El fin de semana pasado me enrollé con el primo del patrón; es un buen chaval, de París. Fui a su casa, escuchamos discos. Yo me puse en pedo, por supuesto. Vamos a comprar choco para fumar juntos. Este viernes saldremos con una pandilla de amigos suyos. Me conocen también en otro bar. Los dueños son muy majos y me tutean, algo raro en Francia.
Todavía no he conseguido ligues, dado que no busqué mucho. Casi me enrollé con una chica, una de las que me desnudó cuando yo cogí un pedo gordo. Los dos terminamos en pedo, nos besábamos y al mismo tiempo hacíamos el pasodoble: un paso para atrás, dos para adelante. No quiso follar conmigo. Nos despedimos y ya está, no pienso que vuelva a verla. Qué lástima, ¿no?
Así que tú y Ronnie sois amigos… pues ten cuidado, no me fío de él. No digo que sea mala persona, pero está medio chalado. Vive en otro mundo, un mundo donde la palabra amistad no existe; él nunca podría llegar a ser amigo mío, amiguete sí, amigo no. Lo que te hizo fue una guarrada. Sólo te digo que tengas cuidado, nada más.
Deberías llevarte mejor con Vinicio, él es el profesor más aburrido de la Academia y tú eres el peor profesor. Tenéis muchas cosas en común, así como alumnos bostezando, roncando, durmiendo… Mme. Chardy debería poner un anuncio en El País: “Tengan clases con Hugo el Plomo o con la especialidad de la casa, Vinicio el Patoso”. ¿Qué te parece, amigo?
Te cuento lo que haré después de mi estadía en Francia. Si todo va bien espero estar en Madrid el 16 o 17 de septiembre, pero tengo la posibilidad de un trabajo en el País Vasco, así que no sé. Entonces pasaré dos semanas en Madrid y quisiera pasarlas contigo. Podemos ir a Portugal si quieres. Podría pagarte el viaje, pues espero tener unas 50.000 pesetas cuando llegue.
Otra cosa, muy importante. Si no vas a la costa, empezarás a experimentar los mismos problemas que tuve yo, o sea, falta de clases. Si te encuentras en un apuro quiero que me lo digas y te mandaré pasta. He ahorrado bastante dinero, así que no habrá ningún problema si lo necesitas. La pasta está aquí conmigo, sólo hace falta que me lo digas, ¿entendido?
Me voy despidiendo. Te doy un abrazo muy grande, escríbeme pronto, siempre espero tus cartas

Alan

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (9)



CAPITULO
9



El padre de Lolei nació en Ayacucho, en el centro de la provincia de Buenos Aires, casi con el comienzo del siglo, en 1902. Domingo Cavalcanti era hijo de un inmigrante italiano que desde su Montalto Fugo natal había partido hacia América en la década del 1870, en plena oleada inmigratoria hacia estas tierras. No tenía hermanos y viajó con varios primos y vecinos de su pueblo que buscaban un mejor futuro. La mayoría de ellos se quedaron en Brasil.
El abuelo de Lolei, Domingo Cavalcanti y Crevaro, hijo de Vicente y de Elena Crevaro, llegó a la Argentina cuando apenas superaba los veinte años de edad, con una valija holgada y nadie que lo esperara. Junto a otros emigrados que deambulaban por la Capital emprendió diversos trabajos de corta duración. Era un buen carpintero, pero el oficio no le rendía adecuadamente y se vio obligado a emplearse en labores inconsistentes. En la búsqueda de la prosperidad partió hacia el interior de la provincia. Fue albañil en Luján y peón rural en Mercedes. En Las Flores conoció a Saturnina Molina, doce años más joven, y se casaron a fines del 1898. Cuatro años más tarde, ya afincados en Ayacucho, nació Domingo, su único hijo.
La madre de Lolei era la antepenúltima de once hermanos. Sus padres, Felipe Amaro Palacios y Rodríguez Saldaña, nacido en Salto, Uruguay, y Florentina Salguero y Morales, de Carmen de Areco, provincia de Buenos Aires, se casaron en 1888, cuando ella tenía apenas quince años. Vivían en Arrecifes cuando, a partir del año siguiente al matrimonio, comenzaron a engendrar hijos, a razón de uno cada dos años. En 1889 nació Celina, en el 91 Felisa, en el 93 Delcia, en el 95 Felipe y en el 97, Alfredo. Tras un 99 tranquilo, en 1901 llegó Juan Manuel, y en 1903, Emilio. En 1905 nació María Esther, en 1907 Florentina Rosario, en 1909 José Raúl y, para terminar, en 1912, Julia Argentina.
La mayoría de los hermanos terminaron viviendo en La Plata. Las mujeres se desempeñaron casi todas en la docencia; los hombres eligieron diversos oficios. Quien más se destacó fue Alfredo, que ocupó durante varios años la gerencia del Banco Hipotecario en la capital provincial.
Florentina Rosario Palacios Salguero y Domingo Cavalcanti Molina se conocieron a principios de los años 30 en La Plata, donde se casaron un par de años más tarde. Allí, el 13 de noviembre de 1934, nació Lolei, a quien no tuvieron la misericordia de anotarlo con el nombre de Hugo Lionel. 
-Es un nombre muy mersa-, reconocía el viejo.
A Lolei le siguió Delcia, en el 37, y Juan Manuel, en el 43, quedando así conformada la familia de los Cavalcanti Palacios que, tras el nacimiento del primogénito, se habían instalado en la próspera Perla del Atlántico.
Los primeros años de su vida, Lolei alternó sus días entre Mar del Plata y una acogedora casa de campo que la familia poseía en San Agustín, un pequeño caserío ubicado a unos veinticinco kilómetros de Balcarce, y cerca también de Miramar y Necochea.

Por aquellos días, junto a tíos y primos de su misma edad, el pequeño Hugo Lionel (sepan disculpar el exabrupto) comenzó a transitar una infancia cómoda, feliz y decente. Su madre había cedido sus horas de docencia para dedicarse plenamente a su crianza. Su padre se hizo cargo de la economía doméstica y estaba ausente casi toda la semana, pues ocupaba su cargo de educador en Oriente, un paraje cercano a Coronel  Dorrego. 
Don Domingo realizó ese trabajo hasta el año 37, cuando fue dejado cesante a través de un simple despacho telegráfico. Pese a esta contrariedad, el panorama tendió a mejorar. En Mar del Plata, se dedicó de lleno al negocio inmobiliario, en un momento más que propicio para el sector. Instaló su oficina en la zona comercial y al poco tiempo se asoció con uno de los martilleros de mayor prestigio en la ciudad.
Por aquellos años, Mar del Plata se había dividido ya en varios barrios, situación que señalaba un aumento también de su población.  La ciudad, poco a poco, dejaba de ser sólo una estancia de verano y los pobladores permanentes iban ganando su lugar. Llegaron barrios como La Perla, Playa Grande, La Loma, Bristol, Nueva Pompeya, Estación Vieja, Puerto, Don Bosco, San José y Cincuentenario.
Los habitantes de cada uno de estos barrios se agrupaban por afinidades económicas y sociales. Cada vivienda tenía su estilo. En La Loma o Playa Grande, se concentró la gente adinerada que llegaba para veranear. Se construían enormes palacetes, casonas o chalets, con estilos dispares desde modelos futuristas, hasta estilos clásicos o coloniales, líneas francesas o versallescas. 
La clase media, en cambio, se fue distribuyendo, en un principio, en la zona del centro y alrededor de la Estación Vieja, San José o Don Bosco. Más tarde lo harían en La Perla o Los Troncos. Sus viviendas eran casas de tamaño mediano, algunas con un local al frente, una sala grande que incluía la cocina y que muchas tardes era lugar de cita para tomar mate con los vecinos.
También por esos años, se acentuó la demolición viejas construcciones y  la renovación se convirtió en una obsesión. El gobierno conservador tiró abajo la vieja rambla, símbolo de la Mar del Plata tradicional, y construyó la rambla de Bustillo, que es la que se conoce en la actualidad.
La ciudad se extendió en todas las direcciones: hacia el norte, incorporando los barrios Camet, La Florida, Constitución y Caisamar y hacia el sur, Punta Mogotes y más tarde Alfar, y hacia el oeste Batán. También se expandió hacia el interior, donde los sectores medios se ubicaron en los barrios Plaza Mitre, San José, Primera Junta y con características obreras y comerciales, los barrios Don Bosco, San Juan, Los Andes, El Martillo y otros. 
Se comenzó con la construcción de los clásicos chalecitos con porche y un pequeño jardín en el frente, con techos cubiertos por típicas tejas coloniales. Estas viviendas se distribuyeron por todos los barrios y su carácter social fue cambiando en la medida en que se desplazó la cocina por el living y la chimenea, en torno a la cual se reunía la familia junto a los amigos.
La bien constituida familia Cavalcanti Palacios se instaló en un amplio caserón en la zona de Don Bosco, sobre la calle Jujuy.
El negocio inmobiliario se expandió junto con la ciudad y don Domingo fue ganando posiciones en el mercado y en el ámbito social. Al poco tiempo comenzó a participar de las reuniones en el comité de la Unión Cívica Radical, donde emprendería una ascendente carrera política. Este aspecto en particular definiría el resto de su vida y por derivación el de su familia. La relación con Lolei se modificaba de acuerdo a los cambios de humor devenidos de las instancias políticas. Cuando más activa era su contribución a la causa, tanto más se iba ensanchando la grieta en el vínculo con su hijo mayor.

Carnet de Domingo Cavalcanti, que acredita
su profesión de "educacionista"

Para Lolei, existían cuatro o cinco actividades, cuatro o cinco pensamientos a los que podía recurrir para tratar de recrear los recuerdos más tempranos junto a su padre.
Algunos transcurrían en torno a aquel idílico paisaje solariego de la quinta de San Agustín, paseando de su mano a través de caminos interminables hacia lugares desconocidos, en los que sentía que esa mano protectora que lo acompañaba tenía un significado de resguardo eterno, del lazo paternal que sería una guía para siempre. Otros recuerdos lo depositan en el viejo caserón del pujante barrio Don Bosco o caminando por la rambla frente a la playa, siempre sujetado por los fuertes brazos de ese hombre de apariencia endeble, de cuerpo pequeño pero vigoroso, siempre actuando como un guardián de ese ser diminuto y liviano que estaba dando sus primeros pasos en este mundo. Alguna otra imagen lo devuelve a festivas tardes familiares rodeada de tías maternas, de sus primeros primos, de niños tan pequeños como él revolteando por todos lados mientras él y su padre permanecen apartados, en un mundo único, creando un universo destinado solamente a dos personas. Un mundo donde existía la verdadera felicidad, donde su padre era el verdadero dios. Y luego existe el recuerdo de un padre que va volviéndose muchos, que divide sus momentos con sus nuevos hermanos y va mutando su aspecto cariñoso para transformarse en un hombre de mirada dura, de gestos ceñudos y alocuciones ampulosas, un carácter que años más tarde, cuando su capacidad de entendimiento fue madurando, don Domingo adquiriría en interminables discusiones políticas, esas que fueron construyendo el camino de las mayores pasiones. El nuevo Domingo Cavalcanti, que mudó su rol de padre y guía para transformarse en un ciudadano interesado en los avatares del pueblo, dejó un vacío en el pequeño Lolei. Y marcó el recuerdo perdurable de cuando pasó a identificarlo como un ser distante, secundario, hasta prescindible. El nuevo Domingo Cavalcanti convertiría a su hijo en un nuevo Lolei, protegido de su madre, envidioso de sus hermanos, marcado por una desgarradora sensación de desamparo.
El pequeño mundo infantil de aquellos lejanos días en San Agustín, del burgués caserón de la dinámica Mar del Plata, con sus playas exclusivas, sus calles animadas, su gente apuesta y urbana, su arquitectura distinguida, ese mundo sincronizado bajo el amparo de un padre que se distanciaba, fueron para Lolei fragmentos persistentes de recuerdos de la primera etapa de su vida. Recuerdos con sabores cada vez más amargos a medida que pasaban los años.
Mientras tanto, aún sin entenderlo todavía, su vida iba atravesando las etapas del conocimiento con la mayor de las comodidades prodigadas por su familia, de la mano de ese padre que aún sentía como su padre.


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(IX)

Segovia, 25-V-80
Queridos papá y mamá: Estoy por aquí con unos amigos, de vacaciones de fin de semana. Además vinimos a comer el famoso cochinillo asado segoviano. Ya pronto les veré y les contaré mis andanzas. Hasta pronto y un abrazo grande
Lolei

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Segovia, 25-V-80
Querida Julia: Gracias por tus líneas que recibí. Ando en fin de semana por Segovia con unos amigos. Como verás, paseo bastante en cuanto mi trabajo me lo permite. Estoy ganando bastante bien y la suerte me acompaña, gracias a dios. Pronto estaré por allá de vacaciones. Un beso grande
Lolei

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Porto Alegre, s/f
Mi buen amigo: Yo tengo mucha nostalgia de España, e de cierta manera estoy muy arrepentido de no estar más en Madrid. Yo creo que la verano ahí debe ser muy bueno con estas ticas maravillosas, con esos ojos e las bocas calientes jodiendo por las noches todos los días. Las ticas españolas son na verdad as melhores mujeres que yo encontré, pues son muy guapas. Recuérdate de Paloma e Concha en el bar Costa Verde… Qué buenas las ticas, no? Fue terrible no encontrarlas más, pues sería una buena joda. Un gran abrazo en tu viaje del parque del Retiro e cuéntame cómo fue tu viaje a Cuba.
Clayton Lehugeur

sábado, 7 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (3)


Capítulo 2

CAPITULO

3

Con el correr de los días, las viejas vecinas –las vecinas viejas- fueron acrecentando sus quejas por los ruidos molestos y el ambiente nauseabundo que manaba del departamento E. Si bien es cierto que la radio no paraba de sonar y que la limpieza brillaba por su ausencia (paradójicamente brillaba), también es verdad que la situación no ameritaba tanto escándalo.
El descontento provenía, fundamentalmente, de parte de Dora, que cada mañana fumigaba los pasillos con desodorante de ambiente, prendía uno o dos saumerios y, acto seguido, daba un portazo para dar testimonio de su molestia. También Elena, que vivía justo debajo del E, no disimulaba su irritación por la situación. Luego supe que la discordia entre los vecinos era de vieja data y tuvo su punto fulgurante cuando la humedad proveniente del patio interno del departamento E, que por no tener techo se inundaba cada vez que llovía, terminó ganando el piso inferior y destruyendo buena parte de los techos y paredes de la casa de Elena. El desconocimiento a los justos reclamos de la vieja la sumió en un profundo disgusto, sumado a lo costoso que resultó la reparación de los daños materiales. Alguien comentó que a causa de este episodio Elena sufrió una crisis nerviosa que derivó en una internación.
También María Luisa, como propietaria y antigua moradora de su departamento, unió su clamor de fastidio pero manteniendo su habitual mesura, como si lo hiciera más por sostener una buena relación con sus viejas convecinas que por propia convicción.
En rigor de verdad, la actitud de estas señoras se ceñía a indirectas, comentarios por lo bajo, chistidos acusadores, diatribas a la distancia. Hasta donde sabía, ninguna de ellas se había acercado al departamento E para pedirle a su dueño que bajara el volumen de la radio, que aseara la casa o que, por lo menos, mantuviera cerrada la puerta e hiciera lo que se le plazca en su más absoluta intimidad. Entonces cabía la posibilidad de que el viejo no se diera por aludido a los improperios o que sí entendiera que iban dirigidos a él y les restara total importancia. Íntimamente yo intuía que al tipo le chupaba un huevo todo.
En una visita mensual a Dora para cumplir con el pago de las expensas, la noté más fastidiosa que nunca. Era muy dada a refunfuñar por poca cosa, lo venía notando, pero esa vez hablaba con una convicción que no le conocía. Me anotició sobre una reunión de consorcio celebrada recientemente, en la cual los propietarios del edificio debatieron los pasos a seguir con “el caso del departamento E” porque “así no se puede vivir más”.
Lógicamente yo no fui invitado porque los inquilinos no teníamos poder de decisión en cuestiones de esa índole. Tampoco estuvieron Estela y las chicas del A. El problema es que ninguno de los propietarios de los departamentos alquilados o deshabitados asistió al cónclave. Como consecuencia, entre Dora, Elena y María Luisa, las únicas propietarias y habitantes del edificio, se elaboró el plan destinado a subsanar el asunto.
Bebía mi café mientras Dora hablaba sin parar y yo escuchaba sin chistar. La propuesta esencial que surgió del encuentro fue la expulsión del inquilino. Asombrado por la dureza de la resolución, rompí el silencio y quise saber si eso era posible, y en caso de serlo, cómo llevarían adelante la sanción. La explicación, como lo esperaba, tenía muchos grises, demasiados oscuros. Una cosa es el deseo y otra bien distinta hacer realidad ese deseo.
En principio, me advirtió que Hugo -allí me enteré el nombre del viejo alto que leía acostado- era casi dueño de su departamento, que en realidad era de una tía, que ya se había muerto hacía varios años, y se quedó viviendo acá desde entonces, pero no es el propietario, aunque creo que le quedó como herencia, de suerte que bien mirado podía ser tratado como inquilino. Yo escuchaba, sin entender demasiado adónde quería llegar. Pregunté de qué manera podrían echarlo, quién llevaría adelante la operación de desalojo, si era posible tomar esa determinación. La respuesta me empezó a asustar un poco.
Según Dora, ya se habían comunicado con un hermano que Hugo tenía en Mar del Plata, para que estuviera al tanto de su situación y pudiera mediar con él, o llevárselo para allá, o hacer algo. Pero el hermano, tajante, respondió “que se arregle solo, no me interesa su vida, yo no tengo más hermanos”, dejando en manos del trío de señoras el dictamen que creyeran más apropiado.
-¿Entonces?-, pregunté.
-Entonces -continuó Dora-, vamos a llamar al hospital neuropsiquiátrico para que se lo lleven. Él ya estuvo internado en Melchor Romero hace unos años, y si ahora denunciamos abandono de persona, porque en estas condiciones no puede seguir viviendo, tendrán que venir a buscarlo y llevárselo.
Me animé a cuestionar si no había alguna alternativa menos drástica que deshacerse de una persona, por ejemplo, planteándole las molestias de manera directa, de modo tal que se pueda llegar a un entendimiento y recuperar la armonía para todos.
-Ese hombre no entiende razones- me retó. Vos no sabés lo que es ese hombre, no te imaginás de quién estamos hablando.
“Puta madre”, pensé, e intenté hilvanar rápidamente la poca información que tenía sobre el tal Hugo: hombre solo que hereda casa de una tía, seguramente un viejo soltero, tiene un hermano que no lo reconoce, tan bueno no debe ser; estuvo internado en un loquero, ¿por qué estuvo internado?, nadie se le acerca y vive encerrado, en el medio de una mugre insoportable, pero ¿de qué vive?, seguramente tiene su jubilación, ¿y cuándo la cobra si nunca sale de su casa? ¿Y adónde va a ir a parar si se hace lo que estas viejas quieren?¿Pueden sacar a la calle a alguien así porque sí?. Varias preguntas y conjeturas apresuradas, sin respuestas. Mejor era seguir escuchando las razones de Dora, que no renunciaba a su idea de sacárselo de encima, aunque los métodos sonaran disparatados.
 Apocadamente me animé a soltar algunas de las preguntas que me había hecho en mi mente, con el fin de obtener más detalles. A su manera –dominada por la indignación, imperturbable en su dictamen- me abrevió lo que conocía de su vida.
-Vive en ese departamento desde hace varios años, unos diez o doce. En realidad ese lugar era de su tía Julia, que murió hace unos siete años. Desde entonces se quedó solo en la casa. Tiempo antes había sabido refugiarse en ese lugar, por ejemplo cuando se separó de su esposa, pero se quedaba unos meses y se iba y volvía y volvía a desaparecer, actitud que preocupaba a su familia, incluso a sus padres. Los padres fallecieron antes que Julia. Todos eran buena gente. Él estuvo exiliado en España, en la época de la dictadura. Antes lo habían internado en Melchor Romero por problemas con el alcohol. Se ponía violento cuando tomaba. Una noche corrió a la tía con una cuchilla y la salvé yo, la encerré en mi departamento hasta que vino la policía y a él se lo llevaron. Julia igual lo defendía mucho y ni bien salió lo volvió a acoger como si nada hubiese pasado. Es abogado, pero nunca ejerció. Trabajó en un ministerio, hace ya muchos años, y después, cuando regresó de Europa, se dedicó a dar clases de inglés, creo que en escuelas. Es una persona muy culta, muy preparada. Con su ex esposa no se habla, una señora de lo más distinguida, no sé cómo se casó con este engendro. Se perdió por el alcohol, y seguramente las drogas. Más de una vez lo vi salir del cabaret de la esquina, completamente borracho. Un degenerado. Igual, por momentos era una persona amable. Solía invitarlo a tomar café a mi casa, hace ya muchos años, cuando mi marido todavía estaba vivo. Hasta que un día me faltó algo de plata que había sobre la mesa, un dinero destinado a pagar impuestos. Seguramente aprovechó mi ida hasta la cocina, porque estaba haciendo café, y cuando se fue me di cuenta que me faltaba algo. No era mucho, lo suficiente para comprar una botella de ginebra. Supuse que él se lo había llevado, no me quedaba otra cosa que pensar. Cuando se lo dije días después, porque yo no me guardo nada, lo negó rotundamente, se enojó mucho, me trató de mentirosa y sinvergüenza, me gritó, me dijo un montón de barbaridades. Ahí se terminó la relación. Ahora debe años de expensas y también pensamos en hacerle juicio para poder cobrar. El problema es que casi no tiene más plata. Hasta ahora vive de lo que le quedó de la herencia de los padres, que vendieron un caserón que tenían en Mar del Plata. En realidad se repartieron la herencia entre los hermanos, porque además tiene una hermana, creo que también vive en Mar del Plata, no sé nada de ella. Los padres estaban en una buena posición económica; el padre fue diputado, era radical, la madre era maestra, una excelente mujer, igual que la tía.
Cuando logró hacer una pausa le pregunté cómo hacía para comer, si nunca salía de su casa. “Sé que todos los mediodías le traen un plato de comida desde una iglesia evangélica que está acá a la vuelta, y con eso debe tirar hasta la noche. Ellos también le lavan la ropa. Esta gente quiere quedarse con la casa, viste cómo son los evangelistas, no hacen favores de puro buenos que son. Dos o tres veces por semana una chica le ayuda a limpiar y le hace los mandados. No sé con qué recados cumplirá, ahora lo que es la limpieza, deja mucho que desear. A lo mejor limpia de acuerdo a lo que cobra, y me imagino que mucho no le deben pagar. Esa chica es amiga de Estela, la de acá enfrente, así imaginate lo que debe ser, otra roñosa”.
Hastiado por tanto resentimiento y a la vez confundido por las revelaciones, decidí que era momento de irme. Le entregué el dinero de las expensas, me guardé el recibo en el bolsillo y agradecí por el café.
-Quedate tranquilo que esto va a cambiar muy pronto y todos podremos vivir en paz-, me anunció esperanzada Dora cuando ya traspasaba la puerta.
 Apenas llegué a mi casa escuché el sonido del aerosol y el portazo distintivo.


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(III)



San Sebastián, 19-X-79
Queridos papá y mamá: Estoy por pasar a Francia, luego a Inglaterra y Alemania. Vuelvo a Madrid en 20 días. Un abrazo
Lolei


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Elgóibar (Guipúzcoa), 20-X-79
Queridos papás y Julia: Sigo recorriendo los Países Vascos, pero creo que dentro de tres días estaré en París, donde tendré que trabajar bastante. Les mando una postal para que vean un poco lo bonito que es este lugar, y tan distinto a vivir en una capital. Yo estoy bien y contento, aunque los echo de menos y siempre pienso en ustedes. Un abrazo y un beso grandísimo
Lolei

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Frontiere Franco-Espagnole, 21-X-79
Querida Julia: Tengo un trabajo como intérprete y ya estoy en Francia. Sigo luego a Alemania, Suiza e Inglaterra. Cuando llegue a Madrid, donde estoy de licencia en mi trabajo, te escribiré. Un gran abrazo

Lolei