lunes, 9 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (5)


CAPITULO

5

Esa noche de invierno, apenas ingresé al edificio noté un inusual alboroto en el piso de arriba. Cuando encendí la luz del pasillo y me apresté a subir la escalera, vi a Estela, la vecina grosera y ordinaria, saliéndome al cruce y sin darme tiempo a reaccionar, decirme “qué suerte que viniste, necesito una mano fuerte para levantarlo, se cayó y yo sola no puedo, imaginate, y no hay nadie que me ayude, mi hijo todavía no vino, no sabés lo que es esto, qué suerte que viniste”.
Fui recibiendo el torrente de palabras a medida que avanzaba. Estela tenía la extraña capacidad de ejecutar una inusitada cantidad de frases sin puntos, sin comas, sin pausas, una especie de Enrique Pinti pero sin efectos risueños.  
Al llegar al rellano, me saqué la mochila y la seguí hasta el interior del departamento E. La imagen que desde hacía meses se me presentaba recortada, ahora apareció completa frente a mí.
Sin darme cuenta, estaba adentro.
Al lado del sofá cama, ubicado en el rincón más lejano de la habitación, estaba tirado el viejo, sentado en el suelo. Frente a él había una mesa, también caída, como si le faltara una de sus patas. Todo lo que había sobre la mesa estaba desparramado en el piso, alrededor del viejo, incluso la comida -un sustancioso guiso aguado-, un cenicero, varios libros deshojados, una frutera, vasos de vidrio, varios ornamentos y porquerías de nula valía.
Estela no paraba de hablar mientras yo observaba quieto y en silencio la escena.
-Se apoyó sobre la mesa porque quería alcanzar la comida y se apoyó con tanta fuerza que la pata de quebró y se fue todo al diablo, él y la mesa y todo el resto, ahora no se puede levantar y yo sola no puedo, es muy pesado y él no hace nada de fuerza, no tiene fuerzas, esa es la verdad, casi no puede caminar sin sostenerse en algo, y empezó a los gritos pidiendo ayuda y cuando llegué me lo encontré así, que suerte que te encontré-, dijo sin ensayar ninguna pausa.
Me acerqué tímidamente al viejo y le pregunté si estaba bien. Me respondió que sí, que le dolía una pierna, que por favor lo ayudara a levantarse. Estudié el escenario y la colocación del viejo. Lo más factible era tomarlo por las axilas y moverlo hasta que estuviera sentado en la cama. Lo intenté por primera vez parándome frente a él y no pude moverlo un centímetro. Le pedí que tratara de darse envión con las piernas. Ensayó un movimiento torpe, pero tampoco resultó. Su pierna izquierda estaba estirada y ni siquiera flexionaba la rodilla, como si la tuviera entablillada. Para mayor dificultad, la otra pierna, que sí doblaba, no podía afirmarse porque se resbalaba en el enchastre del guiso.
“No puede, no puede afirmarse, una pierna ni siquiera la flexiona y la otra, cuando la apoya, se resbala con ese enchastre de guiso que hay en el suelo”, iba relatando Estela, reforzando inútilmente con sus palabras lo visible del contexto. Sin mirarla le dije que debía ayudarme, tal vez entre los dos sería más fácil.
En verdad el tipo era corpulento y pesado, pero el movimiento más trabajoso de apoyarle el culo en la cama no parecía imposible. Debíamos elevarlo unos sesenta o setenta centímetros y una vez sentado, sería más sencillo maniobrarlo.
-Podríamos esperar a que llegue mi hijo-, insistió Estela, con claras muestras de evitar el esfuerzo.
Para colmo, no había otro hombre u otra persona con más fuerza que viviera en el edificio y pudiera echarnos una mano. No nos quedaba otra alternativa que hacerlo nosotros.
Noté enseguida que Estela evadía la tarea no por falta de potencia –era un mujer apenas más baja que yo pero el doble de robusta- sino por falta de valor. Me lo dijo más tarde, cuando ya habíamos culminado el trabajo: le daba un poco de repugnancia tomar contacto con esa mugre.
-¿Viste la roña que tenía en la camisa, en las manos, en toda la ropa?-, explicó. Le confesé que también sentí algo parecido, pero que no estábamos para remilgues.
Cuando la convencí,  la misión se cumplió sin mayores inconvenientes. Yo lo tomé al viejo con las dos manos de uno de los sobacos y Estela repitió la maniobra en el otro brazo. Hice palanca con mis pies en el fondo de la cama para no patinar con los desperdicios de comida y de un solo envión, a la cuenta de tres, logramos moverlo. Sé que toda la fuerza la hice yo, pero Estela acompañó correctamente con el impulso y el esfuerzo pareció menor para ambos. Imperceptiblemente me sequé las manos manchadas de comida en la frazada de la cama.
El viejo se repantigó y se quedó un buen rato con la cabeza gacha, como sopesando algún dolor o lamentando alguna pérdida. Le pregunté si estaba bien y me dijo que sí con la cabeza. Me miró fijamente a los ojos y por primera vez en la noche –y tal vez por primera vez en mucho tiempo- me invadió una íntima sensación que mezclaba de ternura, compasión y extrañeza. Duró apenas segundos.
A esa altura comencé a observar todo con otra perspectiva. Y parecía como un sueño vívido y a la vez lejano, un instante de suspensión involuntaria en el que contemplaba desde la altura la imagen completa de la casa y distinguía a tres personas visiblemente lejanas en un paisaje inverosímil, en una situación extravagante y absurda, con gestos y pensamientos inconexos pero compartidos.
La estridente voz de Estela me devolvió a la realidad. Le preguntaba al viejo si se sentía bien, si le dolía algo; lo mismo que me había respondido momentos antes. Ella hablaba pero no actuaba.
“Tendríamos que limpiar este desastre”, propuse. Le pregunté al dueño de casa si tenía escoba, trapos, un balde, y señaló hacia la puerta.
-En la cocina debe haber algo-, indicó Estela.
-Fíjese si puede cambiarle la camisa o limpiarle la ropa-, le pedí a mi vecina mientras me dirigía al sitio indicado.
Era una habitación de dos metros por cuatro, completamente a oscuras. Tanteé la pared en busca de la llave para encender la luz. “No hay luz”, se adelantó el viejo. Con las penumbras de la sala y del pasillo traté de enfocar para dar con algún elemento. Olor a suciedad vieja, grasa añeja y costras de moho era lo que sobraba. Ningún elemento de limpieza, por supuesto. Estela se ofreció en traerlos desde su casa. Aunque servicial y dispuesta, no podía ocultar sus ganas de dar por terminado todo y mandarse a mudar cuanto antes.
Cuando ella salió volví a acercarme y a recoger los trastos más grandes que había en el piso. “Gracias, nene”, escuché por primera vez del viejo. Aprovechó para presentarse, estirando la mano.
-Soy Hugo, pero me todos me llaman Lolei
-Lolei-, repetí incrédulo, buscando la proveniencia del apodo. Le estreché mi mano y le dije mi nombre. “Gracias por ayudarme”, repitió.
-No es nada, ahora tenemos que arreglar este quilombo que ha hecho-, le sugerí, y sonreí. Me devolvió la sonrisa.
Trataba de descomprimir la situación y el agobio que lo asaltaba. Le pregunté si tenía una toalla o algo con qué limpiarse. Me dijo que en el baño podría que haber algo. Crucé hasta el dormitorio y sobre la cama encontré una toalla de mano. Tenía olor a humedad pero estaba limpia. Se la alcancé y le dije que se fregara las manos y se sacara la cascarria de la ropa mientras yo acomodaba el desorden del piso. Fui apilando porquerías a un costado.
Mientras yo trabajaba, él se frotaba el cuerpo con negligencia, como si no tuviera ganas ni fuerza. Y me indagaba.
-¿En qué departamento vivís?
-En el I, el altillo del segundo piso.
-¿Y con quién vivís?
-Solo, gracias.
-¿Cuánto hace que estás acá?
-Desde principios de este año.
-¿Y a qué te dedicás?
-Estudio.
-¿Qué estudiás?
Le dije lo que estudiaba
-Mirá vos, siempre quise hacer esa carrera pero nunca me animé. Te debe gustar leer entonces.
-Sí, bastante, y veo que a usted también-, agregué, en obvia referencia a la inmensa biblioteca que durante tantos meses había contemplado y que vista desde adentro, descifré que era mucho más grande, pues los volúmenes se sumaban de a cientos en el resto de la casa.
Entró Estela con un balde, un trapeador, una escoba. Los depositó junto a la cama, demostrando una vez más las pocas intenciones que tenía de colaborar con la limpieza. Hablaba sin parar. Entendí el mensaje de mi vecina y puse manos a la obra con el trapo de pisos.
-Vos ya no podés seguir viviendo así Lolei- le dijo-. Tenés que conseguir a alguien que te cuide, no podés estar solo.
En silencio, yo me dedicaba a fregar y a escuchar. Junté la comida, que era lo más sucio dentro de todo lo sucio del lugar. Barrí los deshechos y los junté con la pala.
-Con qué plata le voy a pagar a alguien para que me cuide si no tengo-, contestó Lolei.
-Aynoséperoasínopodésseguir-, reprendió Estela.
-Listo -dije-, vamos a tratar de arreglar esta mesa.
Fue como hablarle a una pared. Ella seguía en otra cosa.
“Hugo, así como lo ves, es abogado y es profesor de inglés, pero no quiere trabajar más, fijate cómo vive, y ya casi no puede caminar”, me comentó a mí; “tenés que ser un poco más cuidadoso”, le dijo a él; “yo siempre le digo que no sea tan desordenado”, me dijo a mí; “mirá cómo estás quedando, y la casa esta es un assssco”, le dijo a él.
El viejo ya no respondía a los sermones y me miraba de reojo mientras yo luchaba con la mesa. “Decí vos que la Marcela viene dos veces por semana a limpiarte porque si no esto sería un chiquero”, dijo para todos.
Una de las patas se había quebrado a la altura de la base, de modo tal que ubicándola en el sitio original, podía sostenerse hasta conseguir cómo arreglarla adecuadamente.
-Si no se apoya con todas sus fuerzas como hizo hoy, va a aguantar-, le informé. Lolei aprobó la sugerencia con un movimiento de cabeza.
-¿Y ahora cómo hacemos para que vayas a tu cama? Sería conveniente que aproveches que está este chico para ayudarte-, dictaminó Estela.
-Tengo hambre-, dijo Lolei con un dejo cercano a lo lacrimoso. Y dejando en claro que no tenía intenciones inmediatas de acostarse en la cama. O, por lo menos, irse a la cama con la panza vacía. Su cena, o lo que debió ser su cena esa noche, había desaparecido.
-Yo tengo que cocinar, recién llego de la facultad y también tengo hambre, ¿quiere que le traiga un poco?-, ofrecí.
-Sí, por favor-, suplicó, y entendí que la necesidad de alimentarse era mayor a lo que imaginaba.
Por un momento me sentí en un aprieto porque no sabía a ciencia cierta si tenía comida suficiente para los dos. No eran épocas de abundancia y tampoco era un apasionado de la cocina. Pasar más de quince o veinte minutos preparando una cena lo interpretaba como una pérdida de tiempo, con lo cual mi alimentación se reducía a rápidas porciones nacidas de provisiones de primera necesidad, que no abundaban en la alacena. Sin embargo ya estaba en el juego y no podía echar atrás mi oferta.
Me aseguré de que se quedara donde lo habíamos dejado y le pedí que aguardara, “espéreme un rato, veré que puedo inventar”, le dije.
-No te olvides, por favor, volvé- insistió.
Le prometí que volvería al cabo de diez o veinte minutos con la cena, le pedí que tuviera un poco de paciencia. Salimos junto con Estela, que no paró de hablar hasta que nos separamos, justo en la puerta de su departamento.
-Qué suerte que te encontré, no sé que hubiese hecho sola -repitió una vez más-. Cualquier cosa que necesites, no dudes en llamarme-, planteó antes de desaparecer dentro de su casa. Agradecí y subí.
Tuve suerte, porque esa noche tenía víveres suficientes para dos personas. No era mucho, pero supuse que alcanzaría: tres milanesas medianas, arroz, una lata de atún. Puse calentar el agua en la olla y metí las milanesas en el horno.
Aproveché para darme una ducha. Apenas salí del baño escuché un grito largo y ampuloso que me reclamaba. Me vestí a toda prisa y bajé a grandes zancadas las escaleras, temeroso de que le hubiese pasado algo al viejo.
-Nene, pensé que no ibas a venir, que te habías olvidado-, me atajó con un tono que sonaba a reprimenda. Manteniendo la calma le expliqué amablemente que estaba cocinando, que la comida no se hacía sola, que por favor esperara un momento. Le reclamé paciencia. “Dijiste diez o veinte minutos”, me recordó como hablando para sí mismo. “Pasaron quince”, repliqué. “Ya vuelvo”, dije sin darle tiempo a que respondiera.
Di vuelta las milanesas, cociné el arroz y le añadí la lata de atún. Calenté unos trozos de pan viejo en el horno. Sin pensarlo mucho, decidí que comería junto a él, en su casa. Agregué mayonesa al arroz y un poco de queso rallado. Serví todo en una fuente, preparé la vajilla –dos platos, cuchillos, tenedores, servilletas, vasos- y bajé. Le pregunté si no le molestaba que compartiera la cena con él. Me dijo que no, por supuesto que no.
Dejé con cuidado los elementos en la mesa y me acerqué para trasladarlo a la silla. Se negó, “yo como acá”, advirtió, “no puedo pararme”. No insistí. “Es lo único que tengo para ofrecerle”, comenté mientras en un plato servía una porción abundante de arroz y cortaba una milanesa en trozos medianos. Se lo di y me acomodé frente a él. El viejo, con destreza, tomó el plato con la mano izquierda, lo apoyó en sus rodillas y con la mano derecha entró a darle.
Devoró todo al cabo de pocos minutos. Elogió los sabores, aunque no me pareció que hubiese saboreado mucho con el ímpetu en que engullía la comida. Le convidé una segunda porción y sin dudarlo dijo que sí, que estaba muy rico. Corté la última milanesa y rebalsé el plato con el resto del arroz. Le alcancé un trozo de pan, que también aniquiló, cargándolo con comida. Casi no emitimos palabra en ese lapso. Le hice un par de preguntas que no respondió, tan concentrado estaba.
Cuando acabó me miró largamente, en lance de querer más. Temía que se atorara y le ofrecí algo de beber.
-Un poco de agua está bien-, pidió.
-Es lo único que tengo-, previne.
Le alcancé lo que sobraba de mi plato y subí a mi departamento. Cuando llegué con una botella de agua fría ya había limpiado todo el recipiente. Serví en un vaso y lo bebió a grandes sorbos. Pregunté si hacía mucho que no comía. “Desde el mediodía”, dijo.
-Ese guiso que se cayó de la mesa, ¿de dónde lo sacó?, pregunté.
-Me lo trajo la señora de la iglesia evangelista que está a la vuelta, todos los mediodías me alcanzan un recipiente con la comida que sirven en el comedor, de eso guardo un poco para la noche-, explicó.
-¿Cuánto hace que está en estas condiciones?-, pregunté.
-No me acuerdo, ya hace algunos meses que no salgo de acá, tengo problemas para caminar y me cuesta subir y bajar las escaleras- dijo-. Voy a encender la radio-, agregó, interrumpiendo mi cuestionario.
Recién entonces noté la ausencia de ese sonido homogéneo que escuchaba cada vez que pasaba frente a su puerta y que atormentaba tanto al vecindario. Me pidió que se la alcanzara. Estaba sobre la mesa de luz, lejos del alcance de su mano.
Era una Spika en muy buen estado, con la funda de cuero marrón bastante cuarteada. La encendió y apareció la voz de un locutor que yo no conocía y que hablaba sobre el reciente estreno de Amores Perros, una película mexicana dirigida por Alejandro González Iñárritu y musicalizada por Gustavo Santaolalla. El comentarista, cargado de orgullo local, destacaba la presencia del músico argentino y analizaba lacónicamente las alternativas de la historia.
Le comenté a Lolei que había visto esa película la semana anterior,  y me parecía de lo mejor que había visto ese año.
Lo que no le dije, pero de inmediato relacioné, fue que uno de los personajes, El Chivo, protagonista de una de las tres historias en que se divide la película, se parecía notablemente a él. Al menos en su aspecto desaliñado, su barba tupida, su hogar desahuciado. Solamente faltaban los perros para hacerle compañía, o para que le den un sentido a su vida, algo por quiénes ocuparse.
Después de evaluarlo brevemente, le comenté lo de El Chivo. Me contó que le gustaba mucho el cinematógrafo (me extrañó que alguien todavía se refiera con ese arcaísmo al cine), había visto miles de películas en su vida, pero ya hacía algunos años que no iba más a los cines. Y no estaba muy al tanto de lo nuevo.
Por su habitual curiosidad -aunque sospeché que lo hacía más que nada para extender la conversación y no quedarse solo, o ir ganándose mi atención-, me pidió que le explicara por qué él se parecía a ese personaje. Me acomodé en la silla y le conté la parte de la película que trataba sobre El Chivo.
Todavía no sabía que además del aspecto físico, había pequeñas señales de su historia coincidentes con la de mi vecino.
La historia de la película ocurría en México. El Chivo era maestro en una universidad, en los años 70, pero se volvió guerrillero y dejó a su familia cuando su hija, Maru, era muy pequeña. Tenían un buen pasar económico. Él tuvo problemas con la ley y por sus ideas comunistas fue encarcelado. Empezó a beber en gran cantidad. Tras salir de la cárcel, ya mayor, se fue vivir a una casa abandonada, rodeado de muchos perros callejeros. Sobrevivía realizando encargos para mafiosos. Se transformó un reputado sicario. Un día le llega un encargo: un tipo de apellido Garfias le pagaría para eliminar a su socio y hermanastro. Durante varios días, le siguió la pista, hasta que, a punto de dar el golpe, sucede un accidente de autos. Ese choque lo protagonizan los personajes de las otras dos historias: Valeria, una modelo española, hermosa, a quien finalmente le tienen que amputar una pierna, y Octavio, un muchacho que se quería trincar a la cuñada, la mujer de su hermano, y que en el momento del accidente llevaba a su perro herido. El perro de Octavio se llamaba Coffee, y era un portento en peleas clandestinas. Le hacía ganar buena plata al dueño. En una de esas peleas, mientras venía maltratando a su rival, el dueño de este se venga pegándole un tiro. Con el animal herido, Octavio y su amigo lo llevan al auto para tratar de salvarlo, pero antes, se vuelve al lugar de la pelea y apuñala al tipo que le había disparado el Coffee. Salen a los santos pedos, perseguidos por los amigotes del acuchillado. Ahí es donde pasan un semáforo en rojo y se estrolan con la mina. El Chivo pasaba por ahí cuando ocurre el accidente. Octavio estaba muy malherido y su amigo, muerto. Entonces le vacía la billetera y se lleva al Coffee. En su guarida lo atiende y lo cura. Mientras se preparaba para estudiar a su próxima víctima, El Chivo cumple con otro trabajo y cocina a tiros a un tipo que estaba comiendo en un restaurante de lo más pituco. Escapa. Al otro día compra el diario para ver la noticia de su crimen y al voltear la página ve un obituario que anunciaba la muerte de su ex esposa y madre de su hija, a quienes no veía desde su partida, hacía décadas. El Chivo llora, recuerda. Decide ir al entierro, espiar desde lejos a su hija Maru. La hermana de su ex esposa lo reconoce e intenta acercarse, pero él vuelve a escapar. Cuando regresa a su casa descubre que el perro que se encontró en el accidente, había matado al resto de los animales. Enfurecido, trata de asesinar al Coffee, lo increpa con dureza pero se arrepiente. Parece ver en el perro un reflejo de su propia vida y decide dar un vuelco a su existencia. Imbuido de tristeza sigue adelante. Finalmente logra secuestrar al hombre que le habían encargado matar. Lo lleva a su casa y lo amordaza. Lo tiene así durante un día. Entonces llama al socio y hermanastro que había solicitado su servicio. Cuando llega a la casa lo obliga a entrar. Lo ve a su medio hermano vivo, atado a un poste, sucio, abatido. Ensaya un juego siniestro. Le dice que si está tan interesado en ver muerto a su socio, pues que lo mate él. El que estaba atado adivina sorprendido quién estaba detrás del plan. El Chivo golpea al que llegó y lo ata frente al otro. Los deja así toda la noche y se va a dormir. A la mañana siguiente se levanta de lo más pancho, se lava, se afeita, se pone ropa limpia, se calza un par de anteojos. Está irreconocible, parece otra persona. Arma una valija, lleva mucho dinero ganado con sus trabajos. Se despide de los hermanastros, dejándole un arma en el piso. Empieza una pelea para ver quién se desata primero y la alcanza, mientras se insultan mutuamente. Están ese cometido cuando El Chivo, junto al Coffee, abandona la casa para siempre. Pero la cosa no termina ahí, porque antes pasa por la casa de su hija, se asegura de que no haya nadie y entra. Le deja el dinero de su último encargo debajo de la almohada. Mira sus fotos, sus cosas. Después llama por teléfono y le deja un mensaje en el contestador automático, le pide perdón por haberla abandonado. Será una sorpresa para ella porque le habían hecho creer desde niña que su padre estaba muerto. Ya tiene decidido abandonar la ciudad, rearmar su vida. Se dirige a un taller y vende el automóvil de uno de los rehenes que quedaron en la casa. El dueño elogia al perro, pregunta cómo se llama. El Chivo le dice que se llama Negro. Toma el dinero, lo guarda y salen caminando los dos, El Chivo y el Negro, hacia lo desconocido, con un crepúsculo hermoso en el horizonte, mientras una música aciaga clausuraba la historia.
Por unos cuantos segundos permaneció en silencio, pensativo.
-Es una historia triste, con muchos desencuentros-, comentó.
-No lo sé, es una buena historia y punto-, sinteticé para ganar tiempo.
La verdad es que estaba cansado, aún debía limpiar lo que había usado para cocinar y tenía que terminar de leer un libro para la clase del día siguiente. Me preguntó qué estaba leyendo y se lo dije. “No recuerdo haberlo leído”, comentó. “No se pierde mucho”, apunté.
“En otro momento podrías contarme de qué se trata”, pidió.
Y en esa breve solicitud adiviné de inmediato las intenciones de mi vecino: debía volver a la casa, debía volver a hacerle compañía, a contarle historias y, seguramente, a llevarle comida. No se lo dije, pero lo entendí así. “No faltará oportunidad”, comenté mientras comenzaba a apilar los trastos que debía llevarme.
Le pregunté si deseaba que lo acompañara hasta la cama y se negó. “Esta noche voy a dormir en el sofá”, afirmó.
Me pidió que le alcanzara de la habitación unas frazadas y una almohada. Lo ayudé a acostarse, vestido como estaba, con la misma camisa sucia que no quiso cambiarse, y lo tapé. Dejé la radio sobre la mesita que estaba al lado de la cama y aproveché para bajar el volumen. 
Le alcancé el libro que estaba sobre la cómoda.  

Lo hojeé antes de dárselo. Era un volumen de cuentos en inglés, One Armde Tennesse Williams, bastante estropeado y lleno de marcas y subrayados hechos por él. Tenía un lápiz negro entre las hojas, que utilizaba para remarcar a medida que leía. Comentó que últimamente sólo leía cuentos o textos breves, diccionarios o enciclopedias, porque no tenía memoria suficiente para obras de largo aliento. Y que prefería hacerlo en inglés para no perder las costumbres del idioma.

Pregunté por última vez si estaba bien, si necesitaba algo.
-No necesito nada, gracias pibe, gracias por la comida y por hacerme compañía-, dijo.
-Mañana paso y arreglo la pata de la mesa, tengo algunas herramientas en mi casa-, dije ya despidiéndome.
Me tendió una vez más la mano y se la estreché. “Eres un chaval muy majo, algo dentro de mí me dice que nos llevaremos muy bien”, agregó.
Acepté el elogio en silencio y sin entender por qué me hablaba como si estuviésemos viviendo en Madrid o en La Coruña.
-Te espero mañana. Y por favor no cierres la puerta-, solicitó casi gritando cuando ya estaba saliendo. Volví a abrirla y la trabé desde adentro con un tacho lleno de papeles que estaba junto a un pequeño escritorio de roble.
-Hasta mañana-, oí mientras caminaba por el pasillo.
El volumen de la radio se subió y la voz del locutor volvió a llenar los pasillos del edificio.
-Hasta mañana-, murmuré tras cerrar la puerta de mi altillo.


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(V)

Madrid, 3-I-80
Querido Carlos Alberto: Aquí le mando otra vista de esta ciudad tan bonita donde vivo. Espero que las vaya juntando y se haga un álbum con vistas de aquí. Le deseo que haya pasado muy felices fiestas con sus padres, hermanos y abuelos. Muchos cariños para todos y un gran abrazo para Ud. de su tío
Lolei
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Alcalá de Henares, 6-I-80
Queridos papá y mamá: He pasado un día formidable con mis amigos, el Dr. Benjamín Red y señora, y Alex y Romy Zulueta y Esguerra. Ellos llevaban cámara y nos tomamos muchas fotos, que luego les enviaré por carta. Una muy ‘histórica’ es la casa de Cervantes, ¿qué tal?. Ya pasado mañana se me termina el cachondeo pues empiezo a laburar con el ritmo habitual. Bueno, hasta mi próxima postal de Badajoz y Portugal. Un abrazo inmenso de
Lolei
















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Toledo, 13-I-80
Queridos papá y mamá: Estoy pasando mi fin de semana en Toledo, con un amigo. Esto es hermosísimo. Pero esta noche me regreso a Madrid, pues empiezo a trabajar el lunes a las 7. Un gran abrazo de
Lolei



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Toledo, 13-I-80
Querida Julia: Como verás este año me puedo permitir vacaciones porque ya gano más y me siento más seguro. La semana que viene salgo para Portugal, te mandaré unas líneas desde allí. Beso enorme de

Lolei


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