CAPITULO
5
Esa
noche de invierno, apenas ingresé al edificio noté un inusual alboroto en el
piso de arriba. Cuando encendí la luz del pasillo y me apresté a subir la
escalera, vi a Estela, la vecina grosera y ordinaria, saliéndome al cruce y sin
darme tiempo a reaccionar, decirme “qué suerte que viniste, necesito una mano
fuerte para levantarlo, se cayó y yo sola no puedo, imaginate, y no hay nadie
que me ayude, mi hijo todavía no vino, no sabés lo que es esto, qué suerte que
viniste”.
Fui
recibiendo el torrente de palabras a medida que avanzaba. Estela tenía la
extraña capacidad de ejecutar una inusitada cantidad de frases sin puntos, sin
comas, sin pausas, una especie de Enrique Pinti pero sin efectos risueños.
Al
llegar al rellano, me saqué la mochila y la seguí hasta el interior del
departamento E. La imagen que desde hacía meses se me presentaba recortada,
ahora apareció completa frente a mí.
Sin
darme cuenta, estaba adentro.
Al
lado del sofá cama, ubicado en el rincón más lejano de la habitación, estaba
tirado el viejo, sentado en el suelo. Frente a él había una mesa, también
caída, como si le faltara una de sus patas. Todo lo que había sobre la mesa
estaba desparramado en el piso, alrededor del viejo, incluso la comida -un
sustancioso guiso aguado-, un cenicero, varios libros deshojados, una frutera,
vasos de vidrio, varios ornamentos y porquerías de nula valía.
Estela
no paraba de hablar mientras yo observaba quieto y en silencio la escena.
-Se
apoyó sobre la mesa porque quería alcanzar la comida y se apoyó con tanta
fuerza que la pata de quebró y se fue todo al diablo, él y la mesa y todo el
resto, ahora no se puede levantar y yo sola no puedo, es muy pesado y él no
hace nada de fuerza, no tiene fuerzas, esa es la verdad, casi no puede caminar
sin sostenerse en algo, y empezó a los gritos pidiendo ayuda y cuando llegué me
lo encontré así, que suerte que te encontré-, dijo sin ensayar ninguna pausa.
Me
acerqué tímidamente al viejo y le pregunté si estaba bien. Me respondió que sí,
que le dolía una pierna, que por favor lo ayudara a levantarse. Estudié el
escenario y la colocación del viejo. Lo más factible era tomarlo por las axilas
y moverlo hasta que estuviera sentado en la cama. Lo intenté por primera vez parándome
frente a él y no pude moverlo un centímetro. Le pedí que tratara de darse
envión con las piernas. Ensayó un movimiento torpe, pero tampoco resultó. Su
pierna izquierda estaba estirada y ni siquiera flexionaba la rodilla, como si
la tuviera entablillada. Para mayor dificultad, la otra pierna, que sí doblaba,
no podía afirmarse porque se resbalaba en el enchastre del guiso.
“No
puede, no puede afirmarse, una pierna ni siquiera la flexiona y la otra, cuando
la apoya, se resbala con ese enchastre de guiso que hay en el suelo”, iba
relatando Estela, reforzando inútilmente con sus palabras lo visible del
contexto. Sin mirarla le dije que debía ayudarme, tal vez entre los dos sería
más fácil.
En
verdad el tipo era corpulento y pesado, pero el movimiento más trabajoso de
apoyarle el culo en la cama no parecía imposible. Debíamos elevarlo unos
sesenta o setenta centímetros y una vez sentado, sería más sencillo
maniobrarlo.
-Podríamos
esperar a que llegue mi hijo-, insistió Estela, con claras muestras de evitar
el esfuerzo.
Para
colmo, no había otro hombre u otra persona con más fuerza que viviera en el
edificio y pudiera echarnos una mano. No nos quedaba otra alternativa que hacerlo
nosotros.
Noté
enseguida que Estela evadía la tarea no por falta de potencia –era un mujer
apenas más baja que yo pero el doble de robusta- sino por falta de valor. Me lo
dijo más tarde, cuando ya habíamos culminado el trabajo: le daba un poco de repugnancia
tomar contacto con esa mugre.
-¿Viste
la roña que tenía en la camisa, en las manos, en toda la ropa?-, explicó. Le confesé
que también sentí algo parecido, pero que no estábamos para remilgues.
Cuando
la convencí, la misión se cumplió sin
mayores inconvenientes. Yo lo tomé al viejo con las dos manos de uno de los
sobacos y Estela repitió la maniobra en el otro brazo. Hice palanca con mis
pies en el fondo de la cama para no patinar con los desperdicios de comida y de
un solo envión, a la cuenta de tres, logramos moverlo. Sé que toda la fuerza la
hice yo, pero Estela acompañó correctamente con el impulso y el esfuerzo
pareció menor para ambos. Imperceptiblemente me sequé las manos manchadas de
comida en la frazada de la cama.
El
viejo se repantigó y se quedó un buen rato con la cabeza gacha, como sopesando
algún dolor o lamentando alguna pérdida. Le pregunté si estaba bien y me dijo
que sí con la cabeza. Me miró fijamente a los ojos y por primera vez en la
noche –y tal vez por primera vez en mucho tiempo- me invadió una íntima sensación
que mezclaba de ternura, compasión y extrañeza. Duró apenas segundos.
A
esa altura comencé a observar todo con otra perspectiva. Y parecía como un
sueño vívido y a la vez lejano, un instante de suspensión involuntaria en el
que contemplaba desde la altura la imagen completa de la casa y distinguía a
tres personas visiblemente lejanas en un paisaje inverosímil, en una situación
extravagante y absurda, con gestos y pensamientos inconexos pero compartidos.
La
estridente voz de Estela me devolvió a la realidad. Le preguntaba al viejo si
se sentía bien, si le dolía algo; lo mismo que me había respondido momentos
antes. Ella hablaba pero no actuaba.
“Tendríamos
que limpiar este desastre”, propuse. Le pregunté al dueño de casa si tenía
escoba, trapos, un balde, y señaló hacia la puerta.
-En
la cocina debe haber algo-, indicó Estela.
-Fíjese
si puede cambiarle la camisa o limpiarle la ropa-, le pedí a mi vecina mientras
me dirigía al sitio indicado.
Era
una habitación de dos metros por cuatro, completamente a oscuras. Tanteé la
pared en busca de la llave para encender la luz. “No hay luz”, se adelantó el
viejo. Con las penumbras de la sala y del pasillo traté de enfocar para dar con
algún elemento. Olor a suciedad vieja, grasa añeja y costras de moho era lo que
sobraba. Ningún elemento de limpieza, por supuesto. Estela se ofreció en
traerlos desde su casa. Aunque servicial y dispuesta, no podía ocultar sus
ganas de dar por terminado todo y mandarse a mudar cuanto antes.
Cuando
ella salió volví a acercarme y a recoger los trastos más grandes que había en
el piso. “Gracias, nene”, escuché por primera vez del viejo. Aprovechó para
presentarse, estirando la mano.
-Soy
Hugo, pero me todos me llaman Lolei
-Lolei-,
repetí incrédulo, buscando la proveniencia del apodo. Le estreché mi mano y le
dije mi nombre. “Gracias por ayudarme”, repitió.
-No
es nada, ahora tenemos que arreglar este quilombo que ha hecho-, le sugerí, y
sonreí. Me devolvió la sonrisa.
Trataba
de descomprimir la situación y el agobio que lo asaltaba. Le pregunté si tenía
una toalla o algo con qué limpiarse. Me dijo que en el baño podría que haber
algo. Crucé hasta el dormitorio y sobre la cama encontré una toalla de mano.
Tenía olor a humedad pero estaba limpia. Se la alcancé y le dije que se fregara
las manos y se sacara la cascarria de la ropa mientras yo acomodaba el desorden
del piso. Fui apilando porquerías a un costado.
Mientras
yo trabajaba, él se frotaba el cuerpo con negligencia, como si no tuviera ganas
ni fuerza. Y me indagaba.
-¿En
qué departamento vivís?
-En
el I, el altillo del segundo piso.
-¿Y
con quién vivís?
-Solo,
gracias.
-¿Cuánto
hace que estás acá?
-Desde
principios de este año.
-¿Y
a qué te dedicás?
-Estudio.
-¿Qué
estudiás?
Le
dije lo que estudiaba
-Mirá
vos, siempre quise hacer esa carrera pero nunca me animé. Te debe gustar leer
entonces.
-Sí,
bastante, y veo que a usted también-, agregué, en obvia referencia a la inmensa
biblioteca que durante tantos meses había contemplado y que vista desde
adentro, descifré que era mucho más grande, pues los volúmenes se sumaban de a
cientos en el resto de la casa.
Entró
Estela con un balde, un trapeador, una escoba. Los depositó junto a la cama,
demostrando una vez más las pocas intenciones que tenía de colaborar con la
limpieza. Hablaba sin parar. Entendí el mensaje de mi vecina y puse manos a la
obra con el trapo de pisos.
-Vos
ya no podés seguir viviendo así Lolei- le dijo-. Tenés que conseguir a alguien
que te cuide, no podés estar solo.
En
silencio, yo me dedicaba a fregar y a escuchar. Junté la comida, que era lo más
sucio dentro de todo lo sucio del lugar. Barrí los deshechos y los junté con la
pala.
-Con
qué plata le voy a pagar a alguien para que me cuide si no tengo-, contestó
Lolei.
-Aynoséperoasínopodésseguir-,
reprendió Estela.
-Listo
-dije-, vamos a tratar de arreglar esta mesa.
Fue
como hablarle a una pared. Ella seguía en otra cosa.
“Hugo,
así como lo ves, es abogado y es profesor de inglés, pero no quiere trabajar
más, fijate cómo vive, y ya casi no puede caminar”, me comentó a mí; “tenés que
ser un poco más cuidadoso”, le dijo a él; “yo siempre le digo que no sea tan
desordenado”, me dijo a mí; “mirá cómo estás quedando, y la casa esta es un
assssco”, le dijo a él.
El
viejo ya no respondía a los sermones y me miraba de reojo mientras yo luchaba
con la mesa. “Decí vos que la Marcela viene dos veces por semana a limpiarte
porque si no esto sería un chiquero”, dijo para todos.
Una
de las patas se había quebrado a la altura de la base, de modo tal que
ubicándola en el sitio original, podía sostenerse hasta conseguir cómo arreglarla
adecuadamente.
-Si
no se apoya con todas sus fuerzas como hizo hoy, va a aguantar-, le informé.
Lolei aprobó la sugerencia con un movimiento de cabeza.
-¿Y
ahora cómo hacemos para que vayas a tu cama? Sería conveniente que aproveches
que está este chico para ayudarte-, dictaminó Estela.
-Tengo
hambre-, dijo Lolei con un dejo cercano a lo lacrimoso. Y dejando en claro que
no tenía intenciones inmediatas de acostarse en la cama. O, por lo menos, irse
a la cama con la panza vacía. Su cena, o lo que debió ser su cena esa noche,
había desaparecido.
-Yo
tengo que cocinar, recién llego de la facultad y también tengo hambre, ¿quiere
que le traiga un poco?-, ofrecí.
-Sí,
por favor-, suplicó, y entendí que la necesidad de alimentarse era mayor a lo
que imaginaba.
Por
un momento me sentí en un aprieto porque no sabía a ciencia cierta si tenía
comida suficiente para los dos. No eran épocas de abundancia y tampoco era un
apasionado de la cocina. Pasar más de quince o veinte minutos preparando una
cena lo interpretaba como una pérdida de tiempo, con lo cual mi alimentación se
reducía a rápidas porciones nacidas de provisiones de primera necesidad, que no
abundaban en la alacena. Sin embargo ya estaba en el juego y no podía echar
atrás mi oferta.
Me
aseguré de que se quedara donde lo habíamos dejado y le pedí que aguardara,
“espéreme un rato, veré que puedo inventar”, le dije.
-No
te olvides, por favor, volvé- insistió.
Le
prometí que volvería al cabo de diez o veinte minutos con la cena, le pedí que
tuviera un poco de paciencia. Salimos junto con Estela, que no paró de hablar
hasta que nos separamos, justo en la puerta de su departamento.
-Qué
suerte que te encontré, no sé que hubiese hecho sola -repitió una vez más-.
Cualquier cosa que necesites, no dudes en llamarme-, planteó antes de
desaparecer dentro de su casa. Agradecí y subí.
Tuve
suerte, porque esa noche tenía víveres suficientes para dos personas. No era
mucho, pero supuse que alcanzaría: tres milanesas medianas, arroz, una lata de
atún. Puse calentar el agua en la olla y metí las milanesas en el horno.
Aproveché
para darme una ducha. Apenas salí del baño escuché un grito largo y ampuloso
que me reclamaba. Me vestí a toda prisa y bajé a grandes zancadas las
escaleras, temeroso de que le hubiese pasado algo al viejo.
-Nene,
pensé que no ibas a venir, que te habías olvidado-, me atajó con un tono que
sonaba a reprimenda. Manteniendo la calma le expliqué amablemente que estaba
cocinando, que la comida no se hacía sola, que por favor esperara un momento. Le
reclamé paciencia. “Dijiste diez o veinte minutos”, me recordó como hablando
para sí mismo. “Pasaron quince”, repliqué. “Ya vuelvo”, dije sin darle tiempo a
que respondiera.
Di
vuelta las milanesas, cociné el arroz y le añadí la lata de atún. Calenté unos
trozos de pan viejo en el horno. Sin pensarlo mucho, decidí que comería junto a
él, en su casa. Agregué mayonesa al arroz y un poco de queso rallado. Serví
todo en una fuente, preparé la vajilla –dos platos, cuchillos, tenedores,
servilletas, vasos- y bajé. Le pregunté si no le molestaba que compartiera la
cena con él. Me dijo que no, por supuesto que no.
Dejé
con cuidado los elementos en la mesa y me acerqué para trasladarlo a la silla.
Se negó, “yo como acá”, advirtió, “no puedo pararme”. No insistí. “Es lo único
que tengo para ofrecerle”, comenté mientras en un plato servía una porción
abundante de arroz y cortaba una milanesa en trozos medianos. Se lo di y me
acomodé frente a él. El viejo, con destreza, tomó el plato con la mano
izquierda, lo apoyó en sus rodillas y con la mano derecha entró a darle.
Devoró
todo al cabo de pocos minutos. Elogió los sabores, aunque no me pareció que
hubiese saboreado mucho con el ímpetu en que engullía la comida. Le convidé una
segunda porción y sin dudarlo dijo que sí, que estaba muy rico. Corté la última
milanesa y rebalsé el plato con el resto del arroz. Le alcancé un trozo de pan,
que también aniquiló, cargándolo con comida. Casi no emitimos palabra en ese
lapso. Le hice un par de preguntas que no respondió, tan concentrado estaba.
Cuando
acabó me miró largamente, en lance de querer más. Temía que se atorara y le
ofrecí algo de beber.
-Un
poco de agua está bien-, pidió.
-Es
lo único que tengo-, previne.
Le
alcancé lo que sobraba de mi plato y subí a mi departamento. Cuando llegué con
una botella de agua fría ya había limpiado todo el recipiente. Serví en un vaso
y lo bebió a grandes sorbos. Pregunté si hacía mucho que no comía. “Desde el
mediodía”, dijo.
-Ese
guiso que se cayó de la mesa, ¿de dónde lo sacó?, pregunté.
-Me
lo trajo la señora de la iglesia evangelista que está a la vuelta, todos los
mediodías me alcanzan un recipiente con la comida que sirven en el comedor, de
eso guardo un poco para la noche-, explicó.
-¿Cuánto
hace que está en estas condiciones?-, pregunté.
-No
me acuerdo, ya hace algunos meses que no salgo de acá, tengo problemas para
caminar y me cuesta subir y bajar las escaleras- dijo-. Voy a encender la radio-,
agregó, interrumpiendo mi cuestionario.
Recién
entonces noté la ausencia de ese sonido homogéneo que escuchaba cada vez que
pasaba frente a su puerta y que atormentaba tanto al vecindario. Me pidió que
se la alcanzara. Estaba sobre la mesa de luz, lejos del alcance de su mano.
Era
una Spika en muy buen estado, con la funda de cuero marrón bastante cuarteada.
La encendió y apareció la voz de un locutor que yo no conocía y que hablaba
sobre el reciente estreno de Amores
Perros, una película mexicana dirigida por Alejandro González Iñárritu y
musicalizada por Gustavo Santaolalla. El comentarista, cargado de orgullo
local, destacaba la presencia del músico argentino y analizaba lacónicamente
las alternativas de la historia.
Le
comenté a Lolei que había visto esa película la semana anterior, y me parecía de lo mejor que había visto ese
año.
Lo
que no le dije, pero de inmediato relacioné, fue que uno de los personajes, El
Chivo, protagonista de una de las tres historias en que se divide la película,
se parecía notablemente a él. Al menos en su aspecto desaliñado, su barba
tupida, su hogar desahuciado. Solamente faltaban los perros para hacerle
compañía, o para que le den un sentido a su vida, algo por quiénes ocuparse.
Después
de evaluarlo brevemente, le comenté lo de El Chivo. Me contó que le gustaba mucho
el cinematógrafo (me extrañó que alguien todavía se refiera con ese arcaísmo al
cine), había visto miles de películas en su vida, pero ya hacía algunos años
que no iba más a los cines. Y no estaba muy al tanto de lo nuevo.
Por
su habitual curiosidad -aunque sospeché que lo hacía más que nada para extender
la conversación y no quedarse solo, o ir ganándose mi atención-, me pidió que
le explicara por qué él se parecía a ese personaje. Me acomodé en la silla y le
conté la parte de la película que trataba sobre El Chivo.
Todavía
no sabía que además del aspecto físico, había pequeñas señales de su historia coincidentes
con la de mi vecino.
La
historia de la película ocurría en México. El Chivo era maestro en una
universidad, en los años 70, pero se volvió guerrillero y dejó a su familia
cuando su hija, Maru, era muy pequeña. Tenían un buen pasar económico. Él tuvo
problemas con la ley y por sus ideas comunistas fue encarcelado. Empezó a beber
en gran cantidad. Tras salir de la cárcel, ya mayor, se fue vivir a una casa
abandonada, rodeado de muchos perros callejeros. Sobrevivía realizando encargos
para mafiosos. Se transformó un reputado sicario. Un día le llega un encargo:
un tipo de apellido Garfias le pagaría para eliminar a su socio y hermanastro.
Durante varios días, le siguió la pista, hasta que, a punto de dar el golpe,
sucede un accidente de autos. Ese choque lo protagonizan los personajes de las
otras dos historias: Valeria, una modelo española, hermosa, a quien finalmente
le tienen que amputar una pierna, y Octavio, un muchacho que se quería trincar
a la cuñada, la mujer de su hermano, y que en el momento del accidente llevaba
a su perro herido. El perro de Octavio se llamaba Coffee, y era un portento en
peleas clandestinas. Le hacía ganar buena plata al dueño. En una de esas
peleas, mientras venía maltratando a su rival, el dueño de este se venga
pegándole un tiro. Con el animal herido, Octavio y su amigo lo llevan al auto
para tratar de salvarlo, pero antes, se vuelve al lugar de la pelea y apuñala
al tipo que le había disparado el Coffee. Salen a los santos pedos, perseguidos
por los amigotes del acuchillado. Ahí es donde pasan un semáforo en rojo y se
estrolan con la mina. El Chivo pasaba por ahí cuando ocurre el accidente.
Octavio estaba muy malherido y su amigo, muerto. Entonces le vacía la billetera
y se lleva al Coffee. En su guarida lo atiende y lo cura. Mientras se preparaba
para estudiar a su próxima víctima, El Chivo cumple con otro trabajo y cocina a
tiros a un tipo que estaba comiendo en un restaurante de lo más pituco. Escapa.
Al otro día compra el diario para ver la noticia de su crimen y al voltear la
página ve un obituario que anunciaba la muerte de su ex esposa y madre de su
hija, a quienes no veía desde su partida, hacía décadas. El Chivo llora,
recuerda. Decide ir al entierro, espiar desde lejos a su hija Maru. La hermana
de su ex esposa lo reconoce e intenta acercarse, pero él vuelve a escapar.
Cuando regresa a su casa descubre que el perro que se encontró en el accidente,
había matado al resto de los animales. Enfurecido, trata de asesinar al Coffee,
lo increpa con dureza pero se arrepiente. Parece ver en el perro un reflejo de
su propia vida y decide dar un vuelco a su existencia. Imbuido de tristeza
sigue adelante. Finalmente logra secuestrar al hombre que le habían encargado
matar. Lo lleva a su casa y lo amordaza. Lo tiene así durante un día. Entonces
llama al socio y hermanastro que había solicitado su servicio. Cuando llega a
la casa lo obliga a entrar. Lo ve a su medio hermano vivo, atado a un poste,
sucio, abatido. Ensaya un juego siniestro. Le dice que si está tan interesado
en ver muerto a su socio, pues que lo mate él. El que estaba atado adivina
sorprendido quién estaba detrás del plan. El Chivo golpea al que llegó y lo ata
frente al otro. Los deja así toda la noche y se va a dormir. A la mañana
siguiente se levanta de lo más pancho, se lava, se afeita, se pone ropa limpia,
se calza un par de anteojos. Está irreconocible, parece otra persona. Arma una
valija, lleva mucho dinero ganado con sus trabajos. Se despide de los
hermanastros, dejándole un arma en el piso. Empieza una pelea para ver quién se
desata primero y la alcanza, mientras se insultan mutuamente. Están ese
cometido cuando El Chivo, junto al Coffee, abandona la casa para siempre. Pero
la cosa no termina ahí, porque antes pasa por la casa de su hija, se asegura de
que no haya nadie y entra. Le deja el dinero de su último encargo debajo de la
almohada. Mira sus fotos, sus cosas. Después llama por teléfono y le deja un
mensaje en el contestador automático, le pide perdón por haberla abandonado.
Será una sorpresa para ella porque le habían hecho creer desde niña que su
padre estaba muerto. Ya tiene decidido abandonar la ciudad, rearmar su vida. Se
dirige a un taller y vende el automóvil de uno de los rehenes que quedaron en
la casa. El dueño elogia al perro, pregunta cómo se llama. El Chivo le dice que
se llama Negro. Toma el dinero, lo guarda y salen caminando los dos, El Chivo y
el Negro, hacia lo desconocido, con un crepúsculo hermoso en el horizonte,
mientras una música aciaga clausuraba la historia.
Por
unos cuantos segundos permaneció en silencio, pensativo.
-Es
una historia triste, con muchos desencuentros-, comentó.
-No
lo sé, es una buena historia y punto-, sinteticé para ganar tiempo.
La
verdad es que estaba cansado, aún debía limpiar lo que había usado para cocinar
y tenía que terminar de leer un libro para la clase del día siguiente. Me
preguntó qué estaba leyendo y se lo dije. “No recuerdo haberlo leído”, comentó.
“No se pierde mucho”, apunté.
“En
otro momento podrías contarme de qué se trata”, pidió.
Y
en esa breve solicitud adiviné de inmediato las intenciones de mi vecino: debía
volver a la casa, debía volver a hacerle compañía, a contarle historias y,
seguramente, a llevarle comida. No se lo dije, pero lo entendí así. “No faltará
oportunidad”, comenté mientras comenzaba a apilar los trastos que debía
llevarme.
Le
pregunté si deseaba que lo acompañara hasta la cama y se negó. “Esta noche voy
a dormir en el sofá”, afirmó.
Me
pidió que le alcanzara de la habitación unas frazadas y una almohada. Lo ayudé
a acostarse, vestido como estaba, con la misma camisa sucia que no quiso
cambiarse, y lo tapé. Dejé la radio sobre la mesita que estaba al lado de la
cama y aproveché para bajar el volumen.
Le alcancé el libro que estaba sobre la
cómoda.
Lo hojeé antes de dárselo. Era un volumen de cuentos en inglés, One Arm, de Tennesse Williams, bastante
estropeado y lleno de marcas y subrayados hechos por él. Tenía un lápiz negro
entre las hojas, que utilizaba para remarcar a medida que leía. Comentó que
últimamente sólo leía cuentos o textos breves, diccionarios o enciclopedias,
porque no tenía memoria suficiente para obras de largo aliento. Y que prefería
hacerlo en inglés para no perder las costumbres del idioma.
Pregunté
por última vez si estaba bien, si necesitaba algo.
-No
necesito nada, gracias pibe, gracias por la comida y por hacerme compañía-,
dijo.
-Mañana
paso y arreglo la pata de la mesa, tengo algunas herramientas en mi casa-, dije
ya despidiéndome.
Me
tendió una vez más la mano y se la estreché. “Eres un chaval muy majo, algo
dentro de mí me dice que nos llevaremos muy bien”, agregó.
Acepté
el elogio en silencio y sin entender por qué me hablaba como si estuviésemos
viviendo en Madrid o en La Coruña.
-Te
espero mañana. Y por favor no cierres la puerta-, solicitó casi gritando cuando
ya estaba saliendo. Volví a abrirla y la trabé desde adentro con un tacho lleno
de papeles que estaba junto a un pequeño escritorio de roble.
-Hasta
mañana-, oí mientras caminaba por el pasillo.
El
volumen de la radio se subió y la voz del locutor volvió a llenar los pasillos
del edificio.
-Hasta
mañana-, murmuré tras cerrar la puerta de mi altillo.
************************************************************
(V)
Madrid,
3-I-80
Querido
Carlos Alberto: Aquí le mando otra vista de esta ciudad tan bonita donde vivo.
Espero que las vaya juntando y se haga un álbum con vistas de aquí. Le deseo
que haya pasado muy felices fiestas con sus padres, hermanos y abuelos. Muchos
cariños para todos y un gran abrazo para Ud. de su tío
Lolei
*****
Alcalá de Henares, 6-I-80
Queridos papá y mamá: He pasado un día formidable con mis amigos, el Dr. Benjamín Red y señora, y Alex y Romy Zulueta y Esguerra. Ellos llevaban cámara y nos tomamos muchas fotos, que luego les enviaré por carta. Una muy ‘histórica’ es la casa de Cervantes, ¿qué tal?. Ya pasado mañana se me termina el cachondeo pues empiezo a laburar con el ritmo habitual. Bueno, hasta mi próxima postal de Badajoz y Portugal. Un abrazo inmenso de
Lolei
*****
Queridos
papá y mamá: Estoy pasando mi fin de semana en Toledo, con un amigo. Esto es
hermosísimo. Pero esta noche me regreso a Madrid, pues empiezo a trabajar el
lunes a las 7. Un gran abrazo de
Lolei
*****
Toledo,
13-I-80
Querida
Julia: Como verás este año me puedo permitir vacaciones porque ya gano más y me
siento más seguro. La semana que viene salgo para Portugal, te mandaré unas
líneas desde allí. Beso enorme de
Lolei
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