sábado, 7 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (3)


Capítulo 2

CAPITULO

3

Con el correr de los días, las viejas vecinas –las vecinas viejas- fueron acrecentando sus quejas por los ruidos molestos y el ambiente nauseabundo que manaba del departamento E. Si bien es cierto que la radio no paraba de sonar y que la limpieza brillaba por su ausencia (paradójicamente brillaba), también es verdad que la situación no ameritaba tanto escándalo.
El descontento provenía, fundamentalmente, de parte de Dora, que cada mañana fumigaba los pasillos con desodorante de ambiente, prendía uno o dos saumerios y, acto seguido, daba un portazo para dar testimonio de su molestia. También Elena, que vivía justo debajo del E, no disimulaba su irritación por la situación. Luego supe que la discordia entre los vecinos era de vieja data y tuvo su punto fulgurante cuando la humedad proveniente del patio interno del departamento E, que por no tener techo se inundaba cada vez que llovía, terminó ganando el piso inferior y destruyendo buena parte de los techos y paredes de la casa de Elena. El desconocimiento a los justos reclamos de la vieja la sumió en un profundo disgusto, sumado a lo costoso que resultó la reparación de los daños materiales. Alguien comentó que a causa de este episodio Elena sufrió una crisis nerviosa que derivó en una internación.
También María Luisa, como propietaria y antigua moradora de su departamento, unió su clamor de fastidio pero manteniendo su habitual mesura, como si lo hiciera más por sostener una buena relación con sus viejas convecinas que por propia convicción.
En rigor de verdad, la actitud de estas señoras se ceñía a indirectas, comentarios por lo bajo, chistidos acusadores, diatribas a la distancia. Hasta donde sabía, ninguna de ellas se había acercado al departamento E para pedirle a su dueño que bajara el volumen de la radio, que aseara la casa o que, por lo menos, mantuviera cerrada la puerta e hiciera lo que se le plazca en su más absoluta intimidad. Entonces cabía la posibilidad de que el viejo no se diera por aludido a los improperios o que sí entendiera que iban dirigidos a él y les restara total importancia. Íntimamente yo intuía que al tipo le chupaba un huevo todo.
En una visita mensual a Dora para cumplir con el pago de las expensas, la noté más fastidiosa que nunca. Era muy dada a refunfuñar por poca cosa, lo venía notando, pero esa vez hablaba con una convicción que no le conocía. Me anotició sobre una reunión de consorcio celebrada recientemente, en la cual los propietarios del edificio debatieron los pasos a seguir con “el caso del departamento E” porque “así no se puede vivir más”.
Lógicamente yo no fui invitado porque los inquilinos no teníamos poder de decisión en cuestiones de esa índole. Tampoco estuvieron Estela y las chicas del A. El problema es que ninguno de los propietarios de los departamentos alquilados o deshabitados asistió al cónclave. Como consecuencia, entre Dora, Elena y María Luisa, las únicas propietarias y habitantes del edificio, se elaboró el plan destinado a subsanar el asunto.
Bebía mi café mientras Dora hablaba sin parar y yo escuchaba sin chistar. La propuesta esencial que surgió del encuentro fue la expulsión del inquilino. Asombrado por la dureza de la resolución, rompí el silencio y quise saber si eso era posible, y en caso de serlo, cómo llevarían adelante la sanción. La explicación, como lo esperaba, tenía muchos grises, demasiados oscuros. Una cosa es el deseo y otra bien distinta hacer realidad ese deseo.
En principio, me advirtió que Hugo -allí me enteré el nombre del viejo alto que leía acostado- era casi dueño de su departamento, que en realidad era de una tía, que ya se había muerto hacía varios años, y se quedó viviendo acá desde entonces, pero no es el propietario, aunque creo que le quedó como herencia, de suerte que bien mirado podía ser tratado como inquilino. Yo escuchaba, sin entender demasiado adónde quería llegar. Pregunté de qué manera podrían echarlo, quién llevaría adelante la operación de desalojo, si era posible tomar esa determinación. La respuesta me empezó a asustar un poco.
Según Dora, ya se habían comunicado con un hermano que Hugo tenía en Mar del Plata, para que estuviera al tanto de su situación y pudiera mediar con él, o llevárselo para allá, o hacer algo. Pero el hermano, tajante, respondió “que se arregle solo, no me interesa su vida, yo no tengo más hermanos”, dejando en manos del trío de señoras el dictamen que creyeran más apropiado.
-¿Entonces?-, pregunté.
-Entonces -continuó Dora-, vamos a llamar al hospital neuropsiquiátrico para que se lo lleven. Él ya estuvo internado en Melchor Romero hace unos años, y si ahora denunciamos abandono de persona, porque en estas condiciones no puede seguir viviendo, tendrán que venir a buscarlo y llevárselo.
Me animé a cuestionar si no había alguna alternativa menos drástica que deshacerse de una persona, por ejemplo, planteándole las molestias de manera directa, de modo tal que se pueda llegar a un entendimiento y recuperar la armonía para todos.
-Ese hombre no entiende razones- me retó. Vos no sabés lo que es ese hombre, no te imaginás de quién estamos hablando.
“Puta madre”, pensé, e intenté hilvanar rápidamente la poca información que tenía sobre el tal Hugo: hombre solo que hereda casa de una tía, seguramente un viejo soltero, tiene un hermano que no lo reconoce, tan bueno no debe ser; estuvo internado en un loquero, ¿por qué estuvo internado?, nadie se le acerca y vive encerrado, en el medio de una mugre insoportable, pero ¿de qué vive?, seguramente tiene su jubilación, ¿y cuándo la cobra si nunca sale de su casa? ¿Y adónde va a ir a parar si se hace lo que estas viejas quieren?¿Pueden sacar a la calle a alguien así porque sí?. Varias preguntas y conjeturas apresuradas, sin respuestas. Mejor era seguir escuchando las razones de Dora, que no renunciaba a su idea de sacárselo de encima, aunque los métodos sonaran disparatados.
 Apocadamente me animé a soltar algunas de las preguntas que me había hecho en mi mente, con el fin de obtener más detalles. A su manera –dominada por la indignación, imperturbable en su dictamen- me abrevió lo que conocía de su vida.
-Vive en ese departamento desde hace varios años, unos diez o doce. En realidad ese lugar era de su tía Julia, que murió hace unos siete años. Desde entonces se quedó solo en la casa. Tiempo antes había sabido refugiarse en ese lugar, por ejemplo cuando se separó de su esposa, pero se quedaba unos meses y se iba y volvía y volvía a desaparecer, actitud que preocupaba a su familia, incluso a sus padres. Los padres fallecieron antes que Julia. Todos eran buena gente. Él estuvo exiliado en España, en la época de la dictadura. Antes lo habían internado en Melchor Romero por problemas con el alcohol. Se ponía violento cuando tomaba. Una noche corrió a la tía con una cuchilla y la salvé yo, la encerré en mi departamento hasta que vino la policía y a él se lo llevaron. Julia igual lo defendía mucho y ni bien salió lo volvió a acoger como si nada hubiese pasado. Es abogado, pero nunca ejerció. Trabajó en un ministerio, hace ya muchos años, y después, cuando regresó de Europa, se dedicó a dar clases de inglés, creo que en escuelas. Es una persona muy culta, muy preparada. Con su ex esposa no se habla, una señora de lo más distinguida, no sé cómo se casó con este engendro. Se perdió por el alcohol, y seguramente las drogas. Más de una vez lo vi salir del cabaret de la esquina, completamente borracho. Un degenerado. Igual, por momentos era una persona amable. Solía invitarlo a tomar café a mi casa, hace ya muchos años, cuando mi marido todavía estaba vivo. Hasta que un día me faltó algo de plata que había sobre la mesa, un dinero destinado a pagar impuestos. Seguramente aprovechó mi ida hasta la cocina, porque estaba haciendo café, y cuando se fue me di cuenta que me faltaba algo. No era mucho, lo suficiente para comprar una botella de ginebra. Supuse que él se lo había llevado, no me quedaba otra cosa que pensar. Cuando se lo dije días después, porque yo no me guardo nada, lo negó rotundamente, se enojó mucho, me trató de mentirosa y sinvergüenza, me gritó, me dijo un montón de barbaridades. Ahí se terminó la relación. Ahora debe años de expensas y también pensamos en hacerle juicio para poder cobrar. El problema es que casi no tiene más plata. Hasta ahora vive de lo que le quedó de la herencia de los padres, que vendieron un caserón que tenían en Mar del Plata. En realidad se repartieron la herencia entre los hermanos, porque además tiene una hermana, creo que también vive en Mar del Plata, no sé nada de ella. Los padres estaban en una buena posición económica; el padre fue diputado, era radical, la madre era maestra, una excelente mujer, igual que la tía.
Cuando logró hacer una pausa le pregunté cómo hacía para comer, si nunca salía de su casa. “Sé que todos los mediodías le traen un plato de comida desde una iglesia evangélica que está acá a la vuelta, y con eso debe tirar hasta la noche. Ellos también le lavan la ropa. Esta gente quiere quedarse con la casa, viste cómo son los evangelistas, no hacen favores de puro buenos que son. Dos o tres veces por semana una chica le ayuda a limpiar y le hace los mandados. No sé con qué recados cumplirá, ahora lo que es la limpieza, deja mucho que desear. A lo mejor limpia de acuerdo a lo que cobra, y me imagino que mucho no le deben pagar. Esa chica es amiga de Estela, la de acá enfrente, así imaginate lo que debe ser, otra roñosa”.
Hastiado por tanto resentimiento y a la vez confundido por las revelaciones, decidí que era momento de irme. Le entregué el dinero de las expensas, me guardé el recibo en el bolsillo y agradecí por el café.
-Quedate tranquilo que esto va a cambiar muy pronto y todos podremos vivir en paz-, me anunció esperanzada Dora cuando ya traspasaba la puerta.
 Apenas llegué a mi casa escuché el sonido del aerosol y el portazo distintivo.


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(III)



San Sebastián, 19-X-79
Queridos papá y mamá: Estoy por pasar a Francia, luego a Inglaterra y Alemania. Vuelvo a Madrid en 20 días. Un abrazo
Lolei


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Elgóibar (Guipúzcoa), 20-X-79
Queridos papás y Julia: Sigo recorriendo los Países Vascos, pero creo que dentro de tres días estaré en París, donde tendré que trabajar bastante. Les mando una postal para que vean un poco lo bonito que es este lugar, y tan distinto a vivir en una capital. Yo estoy bien y contento, aunque los echo de menos y siempre pienso en ustedes. Un abrazo y un beso grandísimo
Lolei

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Frontiere Franco-Espagnole, 21-X-79
Querida Julia: Tengo un trabajo como intérprete y ya estoy en Francia. Sigo luego a Alemania, Suiza e Inglaterra. Cuando llegue a Madrid, donde estoy de licencia en mi trabajo, te escribiré. Un gran abrazo

Lolei

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