Capítulo 2
CAPITULO
3
Con
el correr de los días, las viejas vecinas –las vecinas viejas- fueron
acrecentando sus quejas por los ruidos molestos y el ambiente nauseabundo que
manaba del departamento E. Si bien es cierto que la radio no paraba de sonar y
que la limpieza brillaba por su ausencia (paradójicamente brillaba), también es
verdad que la situación no ameritaba tanto escándalo.
El
descontento provenía, fundamentalmente, de parte de Dora, que cada mañana
fumigaba los pasillos con desodorante de ambiente, prendía uno o dos saumerios
y, acto seguido, daba un portazo para dar testimonio de su molestia. También
Elena, que vivía justo debajo del E, no disimulaba su irritación por la
situación. Luego supe que la discordia entre los vecinos era de vieja data y
tuvo su punto fulgurante cuando la humedad proveniente del patio interno del
departamento E, que por no tener techo se inundaba cada vez que llovía, terminó
ganando el piso inferior y destruyendo buena parte de los techos y paredes de
la casa de Elena. El desconocimiento a los justos reclamos de la vieja la sumió
en un profundo disgusto, sumado a lo costoso que resultó la reparación de los
daños materiales. Alguien comentó que a causa de este episodio Elena sufrió una
crisis nerviosa que derivó en una internación.
También
María Luisa, como propietaria y antigua moradora de su departamento, unió su
clamor de fastidio pero manteniendo su habitual mesura, como si lo hiciera más
por sostener una buena relación con sus viejas convecinas que por propia
convicción.
En
rigor de verdad, la actitud de estas señoras se ceñía a indirectas, comentarios
por lo bajo, chistidos acusadores, diatribas a la distancia. Hasta donde sabía,
ninguna de ellas se había acercado al departamento E para pedirle a su dueño
que bajara el volumen de la radio, que aseara la casa o que, por lo menos,
mantuviera cerrada la puerta e hiciera lo que se le plazca en su más absoluta
intimidad. Entonces cabía la posibilidad de que el viejo no se diera por
aludido a los improperios o que sí entendiera que iban dirigidos a él y les
restara total importancia. Íntimamente yo intuía que al tipo le chupaba un
huevo todo.
En
una visita mensual a Dora para cumplir con el pago de las expensas, la noté más
fastidiosa que nunca. Era muy dada a refunfuñar por poca cosa, lo venía notando,
pero esa vez hablaba con una convicción que no le conocía. Me anotició sobre
una reunión de consorcio celebrada recientemente, en la cual los propietarios
del edificio debatieron los pasos a seguir con “el caso del departamento E”
porque “así no se puede vivir más”.
Lógicamente
yo no fui invitado porque los inquilinos no teníamos poder de decisión en
cuestiones de esa índole. Tampoco estuvieron Estela y las chicas del A. El
problema es que ninguno de los propietarios de los departamentos alquilados o
deshabitados asistió al cónclave. Como consecuencia, entre Dora, Elena y María
Luisa, las únicas propietarias y habitantes del edificio, se elaboró el plan
destinado a subsanar el asunto.
Bebía
mi café mientras Dora hablaba sin parar y yo escuchaba sin chistar. La
propuesta esencial que surgió del encuentro fue la expulsión del inquilino.
Asombrado por la dureza de la resolución, rompí el silencio y quise saber si
eso era posible, y en caso de serlo, cómo llevarían adelante la sanción. La
explicación, como lo esperaba, tenía muchos grises, demasiados oscuros. Una
cosa es el deseo y otra bien distinta hacer realidad ese deseo.
En
principio, me advirtió que Hugo -allí me enteré el nombre del viejo alto que
leía acostado- era casi dueño de su departamento, que en realidad era de una
tía, que ya se había muerto hacía varios años, y se quedó viviendo acá desde
entonces, pero no es el propietario, aunque creo que le quedó como herencia, de
suerte que bien mirado podía ser tratado como inquilino. Yo escuchaba, sin
entender demasiado adónde quería llegar. Pregunté de qué manera podrían
echarlo, quién llevaría adelante la operación de desalojo, si era posible tomar
esa determinación. La respuesta me empezó a asustar un poco.
Según
Dora, ya se habían comunicado con un hermano que Hugo tenía en Mar del Plata,
para que estuviera al tanto de su situación y pudiera mediar con él, o
llevárselo para allá, o hacer algo. Pero el hermano, tajante, respondió “que se
arregle solo, no me interesa su vida, yo no tengo más hermanos”, dejando en manos
del trío de señoras el dictamen que creyeran más apropiado.
-¿Entonces?-,
pregunté.
-Entonces
-continuó Dora-, vamos a llamar al hospital neuropsiquiátrico para que se lo
lleven. Él ya estuvo internado en Melchor Romero hace unos años, y si ahora
denunciamos abandono de persona, porque en estas condiciones no puede seguir
viviendo, tendrán que venir a buscarlo y llevárselo.
Me
animé a cuestionar si no había alguna alternativa menos drástica que deshacerse
de una persona, por ejemplo, planteándole las molestias de manera directa, de
modo tal que se pueda llegar a un entendimiento y recuperar la armonía para
todos.
-Ese
hombre no entiende razones- me retó. Vos no sabés lo que es ese hombre, no te
imaginás de quién estamos hablando.
“Puta
madre”, pensé, e intenté hilvanar rápidamente la poca información que tenía
sobre el tal Hugo: hombre solo que hereda casa de una tía, seguramente un viejo
soltero, tiene un hermano que no lo reconoce, tan bueno no debe ser; estuvo
internado en un loquero, ¿por qué estuvo internado?, nadie se le acerca y vive
encerrado, en el medio de una mugre insoportable, pero ¿de qué vive?,
seguramente tiene su jubilación, ¿y cuándo la cobra si nunca sale de su casa? ¿Y
adónde va a ir a parar si se hace lo que estas viejas quieren?¿Pueden sacar a
la calle a alguien así porque sí?. Varias preguntas y conjeturas apresuradas,
sin respuestas. Mejor era seguir escuchando las razones de Dora, que no
renunciaba a su idea de sacárselo de encima, aunque los métodos sonaran
disparatados.
Apocadamente me animé a soltar algunas de las
preguntas que me había hecho en mi mente, con el fin de obtener más detalles. A
su manera –dominada por la indignación, imperturbable en su dictamen- me
abrevió lo que conocía de su vida.
-Vive
en ese departamento desde hace varios años, unos diez o doce. En realidad ese
lugar era de su tía Julia, que murió hace unos siete años. Desde entonces se
quedó solo en la casa. Tiempo antes había sabido refugiarse en ese lugar, por
ejemplo cuando se separó de su esposa, pero se quedaba unos meses y se iba y
volvía y volvía a desaparecer, actitud que preocupaba a su familia, incluso a
sus padres. Los padres fallecieron antes que Julia. Todos eran buena gente. Él
estuvo exiliado en España, en la época de la dictadura. Antes lo habían
internado en Melchor Romero por problemas con el alcohol. Se ponía violento
cuando tomaba. Una noche corrió a la tía con una cuchilla y la salvé yo, la
encerré en mi departamento hasta que vino la policía y a él se lo llevaron.
Julia igual lo defendía mucho y ni bien salió lo volvió a acoger como si nada
hubiese pasado. Es abogado, pero nunca ejerció. Trabajó en un ministerio, hace
ya muchos años, y después, cuando regresó de Europa, se dedicó a dar clases de
inglés, creo que en escuelas. Es una persona muy culta, muy preparada. Con su
ex esposa no se habla, una señora de lo más distinguida, no sé cómo se casó con
este engendro. Se perdió por el alcohol, y seguramente las drogas. Más de una
vez lo vi salir del cabaret de la esquina, completamente borracho. Un
degenerado. Igual, por momentos era una persona amable. Solía invitarlo a tomar
café a mi casa, hace ya muchos años, cuando mi marido todavía estaba vivo. Hasta
que un día me faltó algo de plata que había sobre la mesa, un dinero destinado
a pagar impuestos. Seguramente aprovechó mi ida hasta la cocina, porque estaba
haciendo café, y cuando se fue me di cuenta que me faltaba algo. No era mucho,
lo suficiente para comprar una botella de ginebra. Supuse que él se lo había
llevado, no me quedaba otra cosa que pensar. Cuando se lo dije días después,
porque yo no me guardo nada, lo negó rotundamente, se enojó mucho, me trató de
mentirosa y sinvergüenza, me gritó, me dijo un montón de barbaridades. Ahí se
terminó la relación. Ahora debe años de expensas y también pensamos en hacerle
juicio para poder cobrar. El problema es que casi no tiene más plata. Hasta
ahora vive de lo que le quedó de la herencia de los padres, que vendieron un
caserón que tenían en Mar del Plata. En realidad se repartieron la herencia entre
los hermanos, porque además tiene una hermana, creo que también vive en Mar del
Plata, no sé nada de ella. Los padres estaban en una buena posición económica;
el padre fue diputado, era radical, la madre era maestra, una excelente mujer,
igual que la tía.
Cuando
logró hacer una pausa le pregunté cómo hacía para comer, si nunca salía de su
casa. “Sé que todos los mediodías le traen un plato de comida desde una iglesia
evangélica que está acá a la vuelta, y con eso debe tirar hasta la noche. Ellos
también le lavan la ropa. Esta gente quiere quedarse con la casa, viste cómo
son los evangelistas, no hacen favores de puro buenos que son. Dos o tres veces
por semana una chica le ayuda a limpiar y le hace los mandados. No sé con qué
recados cumplirá, ahora lo que es la limpieza, deja mucho que desear. A lo
mejor limpia de acuerdo a lo que cobra, y me imagino que mucho no le deben
pagar. Esa chica es amiga de Estela, la de acá enfrente, así imaginate lo que
debe ser, otra roñosa”.
Hastiado
por tanto resentimiento y a la vez confundido por las revelaciones, decidí que
era momento de irme. Le entregué el dinero de las expensas, me guardé el recibo
en el bolsillo y agradecí por el café.
-Quedate
tranquilo que esto va a cambiar muy pronto y todos podremos vivir en paz-, me
anunció esperanzada Dora cuando ya traspasaba la puerta.
Apenas llegué a mi casa escuché el sonido del
aerosol y el portazo distintivo.
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(III)
San
Sebastián, 19-X-79
Queridos
papá y mamá: Estoy por pasar a Francia, luego a Inglaterra y Alemania. Vuelvo a
Madrid en 20 días. Un abrazo
Lolei
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Elgóibar
(Guipúzcoa), 20-X-79
Queridos
papás y Julia: Sigo recorriendo los Países Vascos, pero creo que dentro de tres
días estaré en París, donde tendré que trabajar bastante. Les mando una postal
para que vean un poco lo bonito que es este lugar, y tan distinto a vivir en
una capital. Yo estoy bien y contento, aunque los echo de menos y siempre
pienso en ustedes. Un abrazo y un beso grandísimo
Lolei
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Frontiere
Franco-Espagnole, 21-X-79
Querida
Julia: Tengo un trabajo como intérprete y ya estoy en Francia. Sigo luego a
Alemania, Suiza e Inglaterra. Cuando llegue a Madrid, donde estoy de licencia
en mi trabajo, te escribiré. Un gran abrazo
Lolei
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