lunes, 18 de enero de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (27)


CAPITULO
27

Los arduos trabajos de investigación de Lolei también fueron dando sus frutos. El primero que vio la luz fue un artículo publicado el domingo 9 de abril de 1967 en el diario El Popular de Olavarría, en adhesión al centenario de la ciudad y se tituló “Apuntes biográficos del Teniente Coronel Don Florencio Monteagudo”.
El texto, bastante extenso, ocupaba una página entera del matutino y estaba acompañado por una imagen fotográfica del militar. La misma nota, aunque abreviada, aparecería años más tarde, en la edición del viernes 19 de noviembre de 1985 en el diario El Día de La Plata, bajo el título “El Comandante Monteagudo – Un vecino de principios de siglo”.
El artículo firmado por Lolei narra lo siguiente:



Nació en la pequeña villa de Nuestra Señora de los Dolores (Dolores, provincia de Buenos Aires), el 7 de noviembre de 1852. Era hijo del coronel Juan Florencio Monteagudo y Echeverría, porteño, descendiente de la familia del doctor Bernardo Monteagudo. Su madre, doña Isabel Valdivieso, era santafesina, hija de padres chilenos y perteneciente a una de las familias más aristocráticas del país trasandino. El historiador Angel Justiniano Carranza la recuerda en su libro “La Revolución de 1839 en el sur de Buenos Aires”, al referir los acontecimientos revolucionarios que tuvieron lugar en aquella zona durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas: “…Esa misma noche, no encontrándose tela celeste para embanderar el pueblo, merced a un prodigio de actividad y abnegación, se tiñeron con añil varias piezas de bramante, por las patriotas señoras Benita Sánchez de Calvento (hermana del juez de Paz), Melchora de Valdivieso y sus hijas Marta y Laureana, su nieta Isabel, joven de peregrina hermosura, y otras damas; de manera que antes de las 24 horas más de 500 banderas flameaban al viento.”
Casada en primeras nupcias con el coronel Narciso del Valle, tuvo de éste tres hijo: José, Aristóbulo y Delfor del Valle. Al quedar viuda contrajo nuevamente matrimonio con el coronel Monteagudo y Echeverría, el 5 de junio de 1850. De este matrimonio nacieron además de Florencio, tres niñas: Ana, Rita e Isabel. Unidos por un gran afecto, los hijos de ambos matrimonios de doña Isabel Valdivieso se consideraron verdaderos hermanos en todo momento.
El 14 de junio de 1853 Florencio Monteagudo fue bautizado en la Iglesia de Dolores, siendo sus padrinos don Nicolás Coronel y doña Mercedes Somalo y Cires de Coronel. Junto con sus hermanos, Florencio pasó su primera infancia en el pueblo natal, donde realizó los estudios primarios. El 24 de enero de 1868 fallece su madre. En el libro 8, Folio N° 594 del Libro de Defunciones de la Parroquia de Ntra. Sra. de los Dolores (Dolores, provincia de Buenos Aires)se registra la siguiente partida:
“En veinte y cuatro de enero del año del Señor de mil ochocientos sesenta y ocho, el infrascripto Cura de esta Parroquia de Dolores dio licencia para sepultar el cadáver de Isabel Valdivieso, viuda de Juan Monteagudo, de cuarenta y dos años de edad, natural del país, domiciliada en el cuartel primero, que murió el día de hoy de cólera, testimonio de Julio Pereyra, de veintisiete años de edad, domiciliado en el cuartel primero, y de Manuel Pereira, de treinta y siete años de edad, domiciliado en el cuartel dos. Recibió los Santos Sacramentos. Hizo testamento, por señal de verdad lo firmamos: el Cura de la Parroquia, Manuel María Erausquín. Testigo: Manuel Pereira.

Revolución del 73
Su profunda vocación militar lo llevó a ingresar al ejército luego de concluir sus estudios secundarios en Buenos Aires. En el año 1873 fue dado de alta como oficial y con el grado de Teniente 1°, formando parte del Regimiento 4 de campaña que marchó a ocupar la frontera norte de Buenos Aires, prestando servicios en el fortín “Lavalle Norte”, a las órdenes del coronel Próspero Norri desde setiembre de ese año hasta el 1° de setiembre de 1874, fecha en la cual fue transferido al Regimiento 1° de Caballería de línea en Nogoyá (provincia de Entre Ríos)
En ese año de 1873 llegaba a su término la presidencia de Sarmiento. El ambiente político convulsionado presagiaba violencias inminentes. Acusados de fraudulentos los comicios presidenciales que consagraron la fórmula encabezada por el doctor Nicolás Avellaneda, no tardó en producirse un movimiento revolucionario, cuyo estallido ocurrió el 24 de setiembre de 1874, asumiendo la dirección del mismo en las provincias del interior el general Arredondo.
El gobierno nacional designó al general Julio Argentino Roca para sofocar la insurrección y este se dirigió con sus tropas al encuentro de Arredondo.
El Teniente 1° Monteagudo integraba  las tropas al gobierno comandadas por el general Roca, participando así en su bautismo de armas en defensa de las oficialidades de la Nación. El 2 de noviembre tomó parte en la batalla de Villa de la Paz, en la provincia de Mendoza, y el 7 de diciembre  en la de Santa Rosa, librada en la misma provincia. Sofocado el movimiento revolucionario, la valentía y arrojo mostrados por el Teniente 1° Monteagudo durante ambas jornadas le valieron la recomendación de sus superiores y el ascenso a Capitán, el 18 de diciembre de ese mismo año.
El diploma de ascenso, junto con otros dos más, fue obsequiado al Museo Histórico de la municipalidad de Dolores “Los Libres del Sur” por Don Luis Monteagudo Tejedor, hijo del militar.
Transferido al Regimiento 6° de Caballería de Línea, expedicionó a las órdenes del coronel Octavio Olascoaga hasta la provincia de Catamarca, desempeñando a su paso por Santiago del Estero “varias comisiones de importancia”, según consta en su foja de servicios. Pasó poco después a la primera línea de la frontera con el Chaco, a las órdenes del coronel Mariano Obligado y después a la segunda línea “La Soledad”, donde fue nombrado jefe del fuerte “Sunchales”, jefatura que desempeñó  hasta 1878.

En la frontera bonaerense
El 5 de setiembre de 1878 es ascendido al grado de mayor, teniendo en cuenta los relevantes méritos que nuevamente acreditan sus superiores. En ese mismo año pasa con su cuerpo a Carhué, en la frontera sudoeste de la provincia de Buenos Aires, haciendo desde allí las expediciones que preparaban la Campaña del Desierto, bajo las órdenes del teniente coronel Freyre.
Refiere el historiador Juan F. Lázaro en su estudio sobre “El origen y la evolución del partido de Adolfo Alsina”  que esas tierras, en el año 1876, continuaban fuera de la línea de frontera con los indios, pero que en el transcurso del siguiente año habrían de ser incorporadas definitivamente a la civilización. El 23 de abril de 1876 el coronel Nicolás Levalle hizo construir un fuerte sobre las barrancas del lago Epecuén, al que dio el nombre de General Belgrano y en el cual estableció la comandancia de las tropas a su cargo. En las adyacencias del fuerte se fundó un pueblo cuya pierda fundacional fue colocada el 21 de enero de 1877 y que se llamó Adolfo Alsina. A fines de 1878 un grupo de militares y vecinos presentaron un petitorio al gobierno, solicitando que se declarase al pueblo cabecera del partido y que se nombrara un comisario y un juez de paz, por cuanto el desarrollo alcanzado por la población así lo requerían. Y se advertía que en una próxima fecha en que debían marchar las tropas que constituían la guarnición “podían quedar los vecinos sin autoridad alguna y librados quizás a muy enojosas circunstancias”.
El mayor Monteagudo fue uno de los firmantes de este petitorio elevado al gobierno, cuyo texto y nómina de solicitantes inserta el historiador Lázaro en el estudio mencionado.
Durante la Campaña del Desierto, consta en la foja de servicios existente en el Ministerio de Guerra que “el general Levalle le confió durante la misma comisiones de peligro y confianza, por las cuales y por los hechos  de armas en que se ha encontrado, ha merecido recomendaciones especiales” (sic)

La batalla de Remecó
En la localidad de Remecó (departamento de Guatraché, provincia de La Pampa), tuvo lugar una de las más encarnizadas batallas contra los indios. Allí el mayor Florencio Monteagudo pudo demostrar no solamente su temeridad sino también su extraordinaria actitud como militar. El coronel Juan Carlos Walther, en su obra “La Conquista del Desierto”, refiere este encuentro en estos términos:
“…Ante la noticia que en la laguna Remecó se hallaba el capitanejo Lemir con sus indios, el teniente coronel Herrero dispuso que el mayor Florencio Monteagudo tratara de caer a la brevedad con una pequeña fuerza sobre sus tolderías, mientras que el resto de la columna lo seguía de cerca para apoyarlo oportunamente. El mayor Monteagudo llevó sobre sus enemigos una violenta e impetuosa carga, a pesar de ser allí las indiadas en proporción de 4x1 contra los nuestros. Los despedazó en todas partes donde obstinadamente trataran de hacer pie alentados por su mayor número, causándoles 27 muertos, muchos heridos, y tomándoles prisioneros mucho mayor número de indios y chusma que lo apresado en la primera toldería, como así también varias lanzas y armas de fuego. Los indios algo rehechos después de su derrota atacaron las tropas del mayor Monteagudo, pero avistando el resto de la columna del teniente coronel Herrero, se retiraron”.
Antonio G. del Valle en su libro “Recordando el pasado – Campañas por la civilización”, destaca también la brillante actuación de Monteagudo en la batalla de Remecó, subrayando la superioridad numérica –cuatro veces mayor- de los indios.}
Al día siguiente, 26 de enero, participó en otra batida similar en la localidad de Marecó, distante algunas leguas de Remecó. En esa oportunidad, se sumó a la inferioridad numérica de los soldados una terrible tormenta de viento y lluvia en medio de la cual se realizó el combate, que culminó con un nuevo triunfo para el ejército. Allí resultó muerto el capitanejo Lemor, cuyas indiadas fueron deshechas.
El coronel Olascoaga transcribe en su obra “Estudio topográfico de La Pampa y Río Negro” una carta que fuera enviada al general Nicolás Levalle, y cuyo original se encuentra en el archivo del Ministerio de Guerra. La esquela dice:
“Carhué, 29 de  enero de 1879. Muy grato me es participar a V.S. que la comisión del mayor Herrero que dejó ordenada V.S. a su retirada de aquí y que yo despaché el 18 del cte, ha dado el más espléndido resultado, pues habiendo batido a los salvajes  por tres veces consecutivas les ha causado 272 bajas… El mérito de esta operación V.S. sabrá justamente apreciarlo, pues en los combates reñidos hasta el piquete de infantes tuvo que contener con su nutrido y certero tiro a los salvajes, que con obstinación poco usada desde hace tiempo, hacían el ataque de nuestras fuerzas.
Al felicitar a VS muy cordialmente por el éxito de la jornada, debo recomendar especialmente el valor y excelente disposición del sargento mayor D. Benito Herrero y el mayor graduado Florencio Monteagudo y demás oficiales de la tropa que de ella han participado… habiendo tenido que batirse contra cuádruple número de enemigos.
Dios guarde a V.S. Clodomiro Villar. Jefe interino de la División Carhué”

Una misión difícil
En el mes de junio, dice el coronel Walther en el libro antes mencionado, Monteagudo integraba la segunda división que tenía por destino la región de Traru-Lauquen (hoy partido de General Acha, La Pampa). De acuerdo con el plan de operaciones trazado, Levalle, a medida que fuera avanzado iría dejando cada tanto pequeñas partidas o piquetes que servirían de enlace hasta Carhué. El propósito era explorar las sierras de Lihuel-Calel como así también el río Chadí-Leuvú (Salado). Iniciaron la marcha el 1 de junio, llegando el día 4 a Leuvucó. Allí levantaron el primer fortín y reiniciaron el avance tres días después. El día 11 Monteagudo encabeza una pequeña expedición, la cual consta en el diario de operaciones del general Levalle: “A las 6 pm mandé al mayor del Regimiento 6° de Caballería D. Florencio Monteagudo con 20 hombres a Utracán, distante 10 leguas de este punto, con el objeto de batir sus alrededores”.
Mucho  debía conocer Levalle las condiciones de este oficial para enviarlo a realizar una batida de salvajes que por su indómita belicosidad habían despedazado tropas mucho más numerosas que los escasos 20 hombres con que Monteagudo contó en dicha oportunidad.
Con razón habría de decir años después un diario: “Monteagudo combatía al frente de sus tropas si las había, o con dos soldados, o con uno, y hasta solo; a caballo o a pie, con espada, sable o lanza según la circunstancia. Atacaba serenamente resuelto y daba o recibía mandobles sin mirar para atrás, como los antiguos caballeros” (El Popular, 1 de julio de 1908)
Las tropas siguieron avanzando. Habiendo llegado a las tierras de Lihuel-Calel, acamparon allí hasta el día 18 de junio. Refiere el coronel Walther que el propósito no era sólo explorar la región, sino también hacer una batida sistemática de las márgenes del río Salado y la costa norte del Colorado, en cuyos densos montes se ocultaban las guerreras indiadas de Namuncurá, que habían reclutado un grupo considerable de ranqueles.

Tres caciques bravíos
Monteagudo, al frente de un puñado de hombres, inició un avance exploratorio desde Lihuel-Calel y en dirección al paso del Salado (próximo a la desembocadura del río Curicó en el Colorado). A poco de andar descubrió una indiada con la cual se trabó en lucha, consiguiendo no sólo triunfar sino también capturar –según Walther- a los tres más bravos caciques de los Pampas: Namuncurá, Agneer y Querenal. Estos habitaban la región de las sierras de Choique-Mahuida, siendo salteadores y asesinos de las tribus vecinas. Sustentando sus ideales, Agneer y Querenal defendieron tenazmente con su vida –continúa refiriendo Walther- las tierras que creían pertenecerles. En su informe, el mayor Monteagudo sostuvo que “Agneer y Querenal han muerto con una lanza en la mano y un puñal en la otra, defendiendo con el celo de una pasión salvaje el desierto que creían dominar eternamente”.
Nombrado nuevamente por Levalle para combatir a los indios, los alcanzó y batió en Chadelcofú, matando a los indios que se negaban a rendir.

La insurrección de Tejedor
En el año 1880 una nueva lucha fratricida vuelve a conmocionar al país.
 El gobernador de la provincia de Buenos Aires, Dr. Carlos Tejedor, se levanta contra el gobierno nacional. El presidente Avellaneda se ve obligado a trasladar provisoriamente la capital de la República al municipio de General Belgrano, decretando la intervención de la provincia insurrecta. Por su parte, Tejedor declara a Buenos Aires en estado de defensa, y Nación y Provincia inician inmediatamente sendos aprestos militares.
En esta oportunidad, el mayor Florencio Monteagudo, nombrado segundo jefe del Regimiento 12 de Caballería, peleó también en defensa del gobierno nacional. Consta en su foja de servicios que combatió en la jornada más sangrienta de esta insurrección: el combate de Puente Olivera, cuyas alternativas narraría tiempo después el propio doctor Tejedor en su obra “La defensa de Buenos Aires”.
Monteagudo marchó luego con su regimiento a la intervención de la provincia de Corrientes.
Merece destacarse esta eventualidad por cuanto Monteagudo combatió contra las fuerzas leales al gobernador aún cuando su casamiento con Dolores Tejedor (sobrina carnal del gobernador bonaerense) estaba próximo a celebrarse.
Supo así cumplir con su deber de militar honesto a carta cabal y por encima de ambiciones personales o mezquinas apetencias: “Los cinco galones que ostentaba sobre su kepí y llevaba con orgullo sobre su cabeza venerable los tiene bien ganado”, publicará El Popular el 18 de julio de 1908.
Que el doctor Tejedor supo comprender la actitud de Monteagudo y valorarla es prueba elocuente, en tanto que al año siguiente, el 24 de agosto de 1881, fue conjuntamente con su esposa Da. Etelvina Ocampo, padrino de casamiento de su sobrina. La boda se celebró en la Iglesia Nuestra Señora de Balvanera. Los padrinos de Monteagudo fueron su hermanastro, doctor Aristóbulo del Valle, y la esposa de éste, Julia Tejedor de del Valle (hermana de Dolores Tejedor). Más aún, el doctor Tejedor pidió expresamente a su sobrina que los hijos que tuviera agregaran al apellido paterno (Monteagudo), el de Tejedor, materno, deseo que los descendientes cumplieron.
Enviado algún tiempo después a la frontera norte de Santa Fe en carácter de Jefe Accidental de la misma, Monteagudo desarrolló allí una labor sumamente eficaz y proficua. No solamente organizó expediciones que batieron numerosas indiadas salvajes, sino que también hizo levantar buena cantidad de fortines en defensa de la colonia Presidente Avellaneda, situando Monteagudo la comandancia de sus fuerzas en la localidad de Avispones.
Al estallar la revolución de 1890 consta en su foja de servicios que permaneció destacado en Olavarría a las órdenes del gobierno nacional.

Sus últimos años
Ascendido a teniente coronel por la valiosa labor que realizara en la frontera de Santa Fe, no pudo permanecer mucho tiempo más en servicio activo, pues como años después diría de él el doctor Drago frente a el ataúd de Monteagudo: “A medida que se acercaba el lauro con que posterioridad debía orlar su frente, la vida de privaciones que entonces caracterizaba a los campamentos, que no tenían más techo que la bóveda celeste, ni otro abrigo que el que le proporcionaban las ramas de arbustos raquíticos, le generó una dolencia fatal”
Retirado de la vida militar se radicó con su familia en la ciudad de La Plata a principios de siglo. Allí adquirió una hermosa casona en la calle 6, en el solar donde posteriormente se levantó el moderno edificio del Colegio Eucarístico. Pasó sus últimos años dedicado a tareas rurales en un campo que poseía en copropiedad con su hermano, el doctor Aristóbulo del Valle y don Mariano Demaría. Falleció el 30 de junio de 1908.
Los diarios más importantes de Buenos Aires y de La Plata destacaron desde sus columnas la muerte de este distinguido militar. El sepelio de sus restos fue una imponente manifestación de duelo, congregándose en la Iglesia de San Ponciano, donde se realizó una misa de cuerpo presente, una concurrencia que colmaba las naves del templo. Personalidades y distinguidas figuras de la sociedad porteña y platense se hicieron presentes: el arzobispo de La Plata, monseñor Francisco Alberti, José Camilo Crotto, Delfor del Valle, Raymundo Salvat, coronel Ramón Falcón, Mariano Demaría, Julia Tejedor de Del Valle, Luis Monteverde, Horacio Oyhanarte, José Abel Verzura, Julio Arditi Rocha, Juan Vilgré Lamadrid, entre otros.
El diario “La Voz de la Iglesia” publicó la siguiente nota necrológica: “Ha caído uno de nuestros más gloriosos soldados que ha dado brillo y renombre a las armas argentinas, al par que dignificó con una vida honesta de creyente sincero la sociedad en que vivió. Descendiente de patricios, supo llevar su apellido limpio y digno del origen… Dios premie las virtudes del meritorio soldado que tan señalados servicios ha prestado a la sagrada causa y a la patria”.
NOTA: Las hermanas Dolores Tejedor de Monteagudo y Julia Tejedor de del Valle (esposas de Florencio Monteagudo y Aristóbulo del Valle, respectivamente) pertenecían a una antigua y distinguida familia avecinada en el Río de la Plata desde las tempranas épocas del virreinato. Muchos de sus miembros ocuparon meritorios y expectables cargos en el Gobierno y el Ejército, como el teniente coronel Miguel Tejedor, jefe del Cuerpo de Blandengues de la Frontera; Antonio Tejedor, alférez combatiente durante las invasiones inglesas y militar de la Independencia, recordado por Ángel Justiniano Carranza en su obra “Bosquejo histórico acerca del doctor Carlos Tejedor y conjuración de 1839”; Dionisio Tejedor, capitán del ejército del General José María Paz, de quien era Ayudante de Campo y cuya trágica e injusta muerte relata el mismo general Paz en sus “Memorias” y Domingo F. Sarmiento en “Facundo”; Nicolás Tejedor, joven fogoso y enemigo del entonces gobernador Juan Manuel de Rosas, y en cuyo domicilio –dice Carranza en el libro antes mencionado- solía reunirse el Club de los Cinco que complotaba contra Rosas, y uno de cuyos integrantes era el doctor Tejedor. Este último, años después alcanzó la primera magistratura bonaerense, cargo en el cual lo había precedido su pariente, D. Pastor Obligado, primer gobernador constitucional de la provincia de Buenos Aires. Julia y Dolores Tejedor eran hijas del doctor Martín Tejedor y de Da. Jerónima Monterroso (prima hermana de Ana Monterroso, esposa del general Lavalleja). Huérfanas a temprana edad, fueron criadas por Carlos Tejedor y su esposa Etelvina Ocampo.
Los hijos del teniente coronel Florencio Monteagudo y Dolores Tejedor son Dolores Monteagudo Tejedor de Marziali; Luis (casado con Mariana Irma Martínez Alchurrut); Carlos (casado con María Esther López Merino) y Abel (casado con Elsa Ardigó).

Para completar la información, no está de más apuntar que del matrimonio entre Luis Monteagudo Tejedor y Mariana Irma Martínez son hijos Luis Alberto Monteagudo Tejedor (casado con Miriam Mirambell) y Lola Irma Monteagudo Tejedor (casado con Hugo Lionel Cavalcanti Palacios).  Esta última boda se celebró el 30 de enero de 1963 en La Plata, siendo los testigos las señoritas Corina Galarregui y Alicia Fabregat por la novia y el doctor Luis Monteagudo Tejedor (h) y el señor Alberto Palacio por el novio. La ceremonia religiosa fue el 1 de febrero en la Parroquia San Ponciano. Fueron los padrinos la señora Florentina Rosario Palacios y el señor Luis Monteagudo Tejedor.

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(XXVII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Les Viviers
Claouey
33950 - France

1 Juin 1984
Querido amigo:
Gracias por tu carta, la recibí esta mañana. Siento que hayas tenido problemas con Josefina y con Julio. Espero que se resuelva pronto.
Estoy en el bar con un café, no beberé alcohol esta tarde, ya que anoche fui a una fiesta. Todo era gratis, así que cumplí con mis obligaciones y cogí un pedo fenomenal. Volví a las 3 de la madrugada, me levanté a las 8 con una resaca que ni veas. En la fiesta me puse a hablar con un tío y tu nombre surgió. Este señor me dijo “mais oui, Monsieur Cavalcanti, il est le pire professeur de l’Academie, n’est-ce pas? Il ne donnera jamais de cours a mes enfants, aux elections en France pour élire le pire professeur d’Espagne, moi et beuacoup beuacoup de gens avons vote pour lui, les enfants dorment bâillent y ronflent pendant ses cours en plus d’est toujuors pété” ¿Qué te parece, tío? Eres conocido en Francia también.
Acabo de terminar de trabajar, estoy muy cansado. Dime, Hugo, ¿cuáles son tus planes respecto a este empleo en la Embajada Argentina? ¿Estarás en Madrid o en otro sitio? Porque si te vas, quizás no te vuelva a ver nunca más y me dolería mucho. A veces pienso que un día iré a tu país, comeré con tu familia, y después de la comida yo te diré: “¿Hugo, te apetece dar una vuelta?”, y vamos de cabeza al bar y nos cogemos una tajada gorda.
Estoy soñando, como siempre, pero a mí gusta soñar de vez en cuando. Sé que los sueños casi nunca se realizan.
Cuando Josefina te dice esas cosas no le hagas caso, no me jodiste la vida. Cuando estuve en Madrid, gracias a ti la pasé mejor y además me diste mucho dinero, que te debo. Para mí no es importante, sabes que no le concedo importancia a la pasta. Lo importante fue tu amistad y tu afecto, que no olvidaré jamás. Y otra cosa: si no hubieras sido mi amigo, habría bebido la misma cantidad de alcohol, solo o con otra persona. Así que no te preocupes, si pudiera yo haría exactamente lo mismo con la misma persona: tú, mi amigo Hugo. Ya está.
Para terminar, te pediré un favor. Te lo pagaré, claro. ¿Me puedes mandar un paquete de Bisonte, el periódico El País y, si puedes, un plano del Metro? Si no puedes no te preocupes. Te mando un abrazo fuerte fuerte. Cuídate y escríbeme pronto
Alan

miércoles, 13 de enero de 2016

“Las escuelas matan la creatividad”


En el ciclo de charlas TED, Ken Robinson plantea de manera entretenida y conmovedora la necesidad de crear un sistema educativo que nutra (en vez de socavar) la creatividad.

Un día descubrí las charlas TED y no pude parar de seguirlas.Para quienes no lo conocen, TED es una organización sin fines de lucro cuya misión es difundir ideas que valen la pena. Comenzó como una conferencia de cuatro días en California en 1984 y ha crecido para apoyar a aquellas ideas que intentan cambiar el mundo por medio de distintas iniciativas.
La misión es esparcir ideas transformadoras.
En los eventos TED, los principales pensadores y hacedores del mundo son invitados a dar la charla de su vida en 18 minutos o menos. Por estos lares las charlas son organizadas por TEDx Río de la Plata, y el último ciclo se realizó en Tecnópolis, con varios oradores.
Se me ocurre una tarea: que entren a www.ted.com  y miren charlas durante toda una tarde. Hay cientos de conferencias, de toda clase de temas e inspiración. Elijan las que más les interese. A mí me atrapó, antes que otras, esta de Ken Robinson, que trata sobre la educación y los espacios de creatividad en los niños. Son menos de veinte minutos que ofrecen una alternativa de repensar el sistema educativo y sus jerarquías.





Sir Ken Robinson es educador, escritor y conferencista británico; Doctor por la Universidad de Londres, es considerado un experto en cuanto a la creatividad y la calidad de la enseñanza. Realizó una charla para TED donde presenta el argumento de que las escuelas matan la creatividad. Con casi 36 millones de visitas, es una de las ponencias más populares en todo el mundo.
En esta charla, Robinson habla sobre la increíble creatividad que tienen los niños y que los adultos malgastamos. Tienen una enorme capacidad para la innovación y la creatividad es tan importante dentro de la educación como la alfabetización, por lo que hay que tratarla con el mismo respeto.
Muchos tenemos un gran interés en la educación, pues es la herramienta con la que formamos el futuro. Los niños que inician su educación ahora estarán jubilándose para la década de 2060. La educación se basa en preparar a los niños y jóvenes para el futuro, pero no tenemos idea de cómo será el mundo en los siguientes 5 años y se supone que los estemos educando para ello.
Los niños no tienen miedo a equivocarse, claro que equivocarse no es lo mismo que ser creativo, pero si no estamos preparados para equivocarnos, nunca se nos va a ocurrir algo original. Cuando los niños se vuelven adultos, tienen miedo a equivocarse, llegan a un mundo que estigmatiza los errores y los sistemas educativos trabajan con la idea de que los errores son lo peor que se puede hacer.
Todo sistema educativo en la tierra tiene la misma jerarquía de materias: hasta arriba están las matemáticas y la lengua, después las humanidades y al fondo quedan las artes.
Nuestros sistemas educativos predican la idea de la habilidad académica. La razón es que el sistema fue inventado en un mundo donde no existía la educación pública, para cuando vio la luz, lo hizo para cumplir las necesidades del industrialismo.
Entonces, la jerarquía quedó construida sobre 2 ideas: La primera es que las materias que están hasta arriba son las que resultan más útiles para el trabajo. Quizá durante la escuela nos hayan alejado de cosas que nos gustaban, bajo la premisa de que nunca conseguiríamos trabajo de ello. La segunda es la habilidad académica, que ha dominado nuestra forma de ver la inteligencia. Todo el sistema educativo funciona alrededor del ingreso a la universidad. De acuerdo con la UNESCO, dentro de los próximos 30 años se graduarán más personas que en toda la historia de la humanidad. De pronto los títulos dejan de valer, cuando en otros tiempos, tener un título era igual a tener trabajo.
Es un proceso de inflación académica, toda la estructura de la educación se transforma bajo nuestros pies, llega el momento de reinventar nuestra forma de ver la inteligencia. Robinson comenta que sabemos 3 cosas sobre la inteligencia: la primera es que es diversa, la segunda es que es dinámica y a tercera es que es distintiva. Es necesario volver a pensar los principios fundamentales con los que estamos educando a nuestros hijos.
Las charlas TED celebran el don de la imaginación humana, un don que debemos usar sabiamente. Resulta importante valorar nuestras capacidades creativas por la riqueza que representan y así valorar a nuestros niños por la esperanza que representan. Nuestra labor es educarlos integralmente para que puedan enfrentar el futuro.


Mi primer peronista


Tenía guardado este breve recuerdo a mi abuelo desde hace varios meses. Lo escribí de un tirón, juntando imágenes y sonidos que nacieron en un sueño. Hoy se cumplen 25 años de su muerte y me pareció oportuno compartirlo en este foro. Sin tristeza y sin nostalgia. Con una alegría bien peronista...

Mi abuelo y su orquesta típica
Mi abuelo Antonio, sentado a la derecha, con boina blanca. Recuerdo de la "Orquesta Típica Riveiro", tomada en San Isidro el 5 de febrero de 1933.
Otra vez soñé con la marcha peronista. No sé si es la más maravillosa música para mis oídos dormidos pero sí estoy seguro que es un signo de buena salud. Estoy durmiendo con una placidez poco usual, ese es otro signo saludable. La marcha viene a servir de telón sonoro a un puñado de imágenes inconexas que grafican la calidad de mi memoria onírica. Por qué insiste el sonsonete triunfal de esa melodía y la voz de Hugo del Carril en entrometerse en mis sueños es una pregunta que me hago cada vez me despierto, mientras tarareo desde el desvelo el coro del tema. No me inquieta tanto esa presencia musical emblemática maquillando mis alucinaciones; me inquieta, sí, el saber que no siempre está acompañada de imágenes alusivas, porque no sueño ni con Perón, ni con Evita, ni con una marcha de trabajadores, ni con bombardeos, ni mucho menos con una incursión montonera, y ni siquiera con una plaza llena acompañando al general. No sé qué veo cuando escucho la marcha mientras duermo, pero siempre, cada vez que despierto, invariablemente, aparece incólume la figura de mi abuelo.
Descubrí que la marcha peronista, en mis sueños, está asociada a mi abuelo Antonio. Si escucho ese himno eterno significa que lo estoy recordando a él. Ese es otro signo de buena salud. Me agrada pensar que ambas son presencias emblemáticas que se reúnen, aunque sea por omisión, en una instancia tan especial. Esa marcha y ese hombre van en la misma dirección.
Mi abuelo Antonio fue el primer peronista que conocí. En sí mismo ese no era un rasgo importante para mi vida; mi abuelo era un hombre apacible, generoso, divertido, compañero, de una bondad especial. Su ideología política carecía de interés para mí. No estaba en el bagaje de mis reconocimientos hacia él esa condición, porque cuando yo lo reconocí como mi abuelo no entendía qué significaba ser peronista. Y hoy pienso que en todo ese cúmulo de virtudes, y otras que fui descubriendo con el paso de los años, estaba siempre latente su condición de peronista.
Me asaltan recuerdos demasiado evidentes de su adhesión política. Cierro los ojos y lo veo en el patio de mi casa, bajo la parra, tratando de encontrar los acordes de esa marcha con su viejo bandoneón, ante mi inocultable admiración por sentirlo tocar ese instrumento. También lo observo en el descubrimiento de determinados libros en su desprolija bibliotequita vidriada; allí alguna vez encontré un pequeño volumen de tapas rojas cuyo título, “La razón de mi vida”, vendría a ratificarme, años más tarde, un somero entendimiento sobre su lealtad al movimiento. Lo escucho defender la situación de los trabajadores ferroviarios a quienes alguna vez, mucho tiempo antes de que yo naciera, él llegó a representar desde la seccional local de “La Fraternidad”, y que ahora, cuando lo escucho sin entender, están atravesando una de las peores crisis conocidas, apenas unos años antes de que un presidente que se decía peronista llegara para poner la lápida en esa fosa que por ese entonces se estaba cavando. Por pequeñas situaciones como esas fui descubriendo que mi abuelo Antonio simpatizaba con un Movimiento que yo no comprendía.
Pero además de lo fehaciente, lo comprobable a través de lo meramente discursivo o material, desplegaba una serie de conductas que estaban adscriptas a su condición justicialista. Seguramente se trataban de acciones inherentes a su propia personalidad y a su rol de abuelo, pero para mí expresaban una forma de poner de manifiesto una serie de cualidades propias de una persona con una sensibilidad muy hermanada con los principios de esa ideología. Eran esa clase de prácticas que me mantenían cercano a él.
Mi abuelo incurría en actos de renuncia y abnegación que merecían mi devoción. Era capaz de sacrificar su condición de ateo y aceptar ser mi padrino de confirmación, sin oponerse a sus principios, y sólo para no desairar mi elección. Era capaz de ofrecer siempre su mano laboriosa para ayudarme a cumplir con tareas manuales en las que yo demostraba una ineptitud mayúscula. Si yo debía construir un mangrullo o un disfraz para la escuela, allí estaba él para poner su sabiduría, su paciencia, hacer la mayor parte del trabajo y dejarme bien plantado con el deber. Si yo quería fabricar una espada de madera o un karting a bolilleros para jugar con mis amigos, él renunciaba a su descanso para socorrerme, para armar la mejor espada posible, para crear un vehículo tan bello y digno que no merecía ser tripulado por alguien como yo. Si yo quería escuchar historias, siempre tenía a mano anécdotas de su pasado, relatos de héroes reales y ficticios, crónicas disparatadas, chistes de lo más verde que se podían aceptar. Hablaba con la misma soltura e interés de sus años de maquinista en el Federico Lacroze, de su orquesta de tango en los días de juventud, de la preferencia musical por D’Arienzo, de su preferencia futbolística por René Pontoni o el Charro Moreno, de las gestas populares de Yrigoyen y de Perón, de las andanzas de Gilgamesh el Inmortal o de Patoruzú, de cómo un tal Quevedo era atrapado arriba de un árbol cagando o de cómo limpiarse el culo con un ínfimo trozo de papel, y yo podía pasar horas y horas escuchándolo como si me estuvieran contando el secreto del universo. Si yo quería oírlo tocar un tango o jugar a la canasta con él, el bandoneón y los naipes siempre estaban a mano para no decepcionarme. Mi abuelo Antonio se dejaba ganar a las cartas e improvisaba acordes nostálgicos con el tecleo de su instrumento, y aunque interpretara La Cumparsita, siempre se acompañaba con un silbido casi imperceptible de la marcha peronista. En gestos como esos, pequeños pero impregnados de un altruismo vastísimo, aprendí a reconocerme con los valores más altos que un hombre puede alcanzar.

Mi abuelo Antonio llegó a Rojas de la mano del tren. Primer hijo de un inmigrante español casado dos veces, nació en Villa Bosch en 1913, y fue el único varón entre sus cuatro hermanas menores. Siendo muy chico sufrió la pérdida de su madre. Apenas si terminó la primaria en una escuela de una barriada todavía emergente, mientras acompañaba en la crianza de sus hermanas. Leía novelas de aventuras y pasaba tardes enteras mirando pasar el tren. Soñaba con subirse a uno y dejarse llevar por los rieles del destino. Decidió que quería ser maquinista. Amó la música. Formó una orquesta típica de tango, donde fue líder y bandoneonista, y recorrió clubes y bailes del conurbano y de la capital. Conoció la noche. Con mucho esfuerzo, se fue transformando en el sostén de la familia en épocas de crisis económicas y pobreza. Vio caer a Yrigoyen y sufrió con la dictadura golpista y los gobiernos fraudulentos. Ya arriba de la diésel del ramal Lacroze, imaginó un horizonte de buenaventura allí donde el destino se dispusiera a llevarlo. Él marchaba a la par del tren. En Carmen de Areco enamoró a quien sería su esposa. Con mi abuela Delia se casaron a comienzos de los años 40 y en esa ciudad nació su primogénito, Carlos. Eran días de transición. En el 43 vio caer al presidente Castillo y siguió con expectativas la asunción de un nuevo secretario de Trabajo que llegaba para poner paños fríos a la tirante relación entre el gobierno y los sindicatos. Ese militar se proponía dignificar el trabajo. Y mi abuelo, que ya habitaba en las huestes de La Fraternidad, fue acompañando el fervor de los obreros que comenzaban a ser reconocidos con justos beneficios. Siempre de la mano del tren, preparaba su marcha hacia un nuevo destino. En Rojas se instalaron en una pequeña casa frente a la estación. El 17 de octubre del 45 pudo haber participado de la gesta trabajadora para reclamar por la liberación del encarcelado general Perón, pero prefirió quedarse en su casa, junto a su familia, porque esperaban una llegada especial. Dos días más tarde nació su segundo hijo, Rubén, que treinta y dos años más tarde pasaría a ser mi padre. Sin saberlo, era también el eslabón necesario para el anclaje definitivo en la ciudad. Poco tiempo después, ya con Perón en la presidencia y muchos derechos conquistados, se mudó a unas pocas cuadras, a un barrio donde recalaron un montón de ferroviarios como él, y pudo construir su propia casa. La erigió con un jardín al frente, una parra en el ingreso al patio trasero y utilizó el extenso terreno del fondo para instalar una huerta con la cual abasteció a su familia con alimentos sanos, de primera mano, que él mismo trabajaba. Bajo el amparo de ese primer peronismo vivieron días de una feliz prosperidad. Sintió que el fruto de su esfuerzo, de sus largas horas comandando la locomotora, yendo y viniendo desde su nuevo lugar en el mundo hasta la Capital, estaba dando resultados. Mis abuelos criaron a sus hijos en el límite de la dignidad. El mayor, buen estudiante y gran futbolista, culminó sus estudios secundarios y emigró a Buenos Aires para seguir Derecho, mientras redoblaba sus esfuerzos por defender cada fin de semana sus amados colores del glorioso Jorge Newbery. Se recibió de abogado luego de sortear un mar de peripecias. El menor, mi papá, no abrazó el hábito del estudio y apenas terminó la primaria comenzó a trabajar. No existe para el peronismo más que una sola clase de hombres: los que trabajan, inculcó el general, y mi abuelo lo entendió y lo transmitió a sus hijos. Papá cumplió hasta la exageración. Aprendió, con una autosuficiencia envidiable, tantos oficios como le dio el tiempo: fue cadete, electricista, carpintero, albañil, mecánico, técnico en electrodomésticos, comerciante, vendedor, viajante, ciclista, iluminador, billarista, coreuta, pintor. Aprendió a ganarse la vida trabajando y mi abuelo siempre lo acompañó, con la enseñanza, con el ejemplo, con el cuerpo. Mi abuelo dio al mundo y a la patria fieles soldados a la ética peronista; para él, el peronismo ya había dejado la huella imborrable en su conciencia y sentía que había sembrado las más fértiles semillas que podía ofrecer a la causa. Esos ejemplos todavía me provocan una inmensa admiración. Cuando nací, en diciembre del 77, tres años después que mi hermano Marcelo y uno y medio después que Rubén, en el momento de mayor desenfreno asesino de la última dictadura militar, mi abuelo Antonio, a sus 64 años, fue una de las primeras personas en darme la bienvenida a este mundo. Me paseaba en sus brazos por la clínica Pergamino mientras acompañaba a mi mamá, que se reponía de la que sería su última cesárea. En ese recorrido cansino por los pasillos del sanatorio, estoy seguro de que me silbaba la marcha peronista. Cuando mi entendimiento llegó a que lo reconociera como mi abuelo, el tenía el mismo aspecto con el cual lo distinguí por siempre. Alto, calvo, con un poco de pelo canoso bajo las sienes y la nuca, siempre afeitado, de piel blanca ligeramente rosada, grandes anteojos de marcos marrones, cuidadoso, sonriente, meticuloso, ordenado, paciente. Lo recuerdo llevándome de la mano al jardín de infantes, y devolviéndome a mi casa porque yo me negaba a entrar a la escuela. Pocos años después, ordenándole que me dejara llegar solo a mi clase de dibujo, porque yo me sentía lo suficientemente grande para ser acompañado por alguien, y él cumpliendo con mi pedido, riéndose de esa infantil ocurrencia de creerme más independiente de lo que era. Lo recuerdo sentado bajo la parra del patio, en su silla plegable color verde, escuchando audiciones de tango en su Spika, leyendo sus libros, sus historietas, sus revistas El Gráfico, que luego serían mías. Lo recuerdo con esa infinita paciencia de jubilado activo, al punto en que cuando me preguntaban qué carajo quería ser cuando fuera grande, yo sacaba pecho y sin dudarlo respondía: “¡Jubilado!”. Yo quería ser jubilado como él, pero todavía no sabía que debía ser peronista como él. Porque en esos años yo no entendía todas las enseñanzas que me había inoculado a través de ínfimas señales, en silencio, con señales laterales, esa clase de guiños. Tampoco sabía que la jubilación era un beneficio creado y apuntalado por el peronismo. No se trataba de vivir sin trabajar, como muchos réprobos y “gorilas” (él me enseñó el significado de esa crucial denominación) al movimiento interpretaron después; la jubilación consistía en recibir la merecida retribución a un puñado de años de empeño, arrojo, abnegación y sacrificio laboral. Mi abuelo lo merecía. Merecía ese descanso, merecía un premio por haber creado la familia que creó y merecía, más que nada en el mundo, ser mi abuelo y dedicarse a ser abuelo por siempre. Si yo quería ser jubilado es, sencillamente, porque quería ser como era él cuando lo conocí, cuando me ayudó a comprender un mundo demasiado grande para mí, lleno de responsabilidades, de entrega al prójimo, de renunciar al tiempo propio en beneficio del otro. Puso en mis manos, aunque yo no lo supiera, un puñado de conceptos para vivir y ser como un auténtico y cabal peronista.
Mi abuelo Antonio me inició en el concepto del buen fútbol, cuando el fútbol todavía no había sido acaparado por el aparato mediático. Me hablaba de Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau como si los hubiese conocido en el patio de su casa. Me nombraba a Imbelloni, Farro, Pontoni, Martino y Silva como si se tratasen de compañeros de escuela. Enumeraba hazañas de los Matadores del 68 como si se tratasen de verdaderas epopeyas patrias. Pronunciaba elogios ampulosos de Bernabé Ferreyra, de Pipo Rossi, de Arsenio Erico, del Indio Guaita, del Tanque Rojas. Añoraba el juego como arte de la combinación llevado al extremo virtuosismo. Me decía que en Alfredo Di Stéfano y Pelé había visto la máxima expresión de ese deporte. Él era hincha de San Lorenzo de Almagro, equipo al que vio salir campeón por última vez en el 74 en un Torneo Nacional. De ese combinado destacaba a su goleador, Héctor Scotta. Mi abuelo festejó el último título justo el año en que murió Perón. Años más tarde lo vio descender, pero ya no guardaba un fervor tan consagrado hacia la escuadra de sus amores. Como si con la gloria pasada le bastara para sentirse realizado. Quizás ya intuía que no vendrían épocas dignas de celebración.
En el último tramo de su vida no solamente vio cómo su San Lorenzo se quedaba a pasos de obtener algún título; cómo su peronismo desintegrado trataba de resurgir de las cenizas de años y años de persecución, descrédito y masacres de líderes y militantes; cómo su siempre añorado ferrocarril transitaba una crisis que sería terminal. Con más de setenta años a cuestas, ya en la recta de entrar en los ochenta, se fue manteniendo en su paciencia y gastando sus días rodeado de su familia, extremando las rutinas de cuidados de su salud. Mi abuelo Antonio, ante el primer síntoma de un simple resfrío, solía meterse en la cama y ponerse a resguardo de la mínima complicación, no sin aplicarse cuantiosas dosis de Vick VapoRub en su pecho. Toda su vida había actuado igual. Pese a los achaques de la edad, se mantenía robusto y vigoroso. Vio tambalear el gobierno democrático que había sucedido a la última y más sangrienta dictadura, sintió cómo su magra jubilación se diluía por los efectos hiperinflacionarios, ensayó un modesto gesto de alegría cuando el candidato justicialista se imponía en las elecciones adelantadas del 89. Como muchos, llegó a pensar que otro gobierno peronista vendría a salvar a la patria de un desastre inevitable. Poco tardó en darse cuenta que ese riojano con cara de gnomo y patillas tupidas no era lo que el pueblo esperaba. Con profunda tristeza lo escuchó decir “ramal que para, ramal que cierra”, firmando el certificado de defunción a una historia de lucha y soberanía conquistada con Perón, que había sido insignia y gloria del movimiento y que venía sufriendo sucesivos desguaces desde su derrocamiento, allá por el 55. Para peor, los dirigentes de esa Fraternidad que él había sabido defender con hidalguía, se erigieron en cómplices del desarme definitivo. Ese hombrecito y sus secuaces no hacían honor a los principios de la marcha.
En el comienzo de esa década que terminaría siendo nefasta para el país, mi abuelo vería transitar los últimos tramos de su vida. La muerte del ferrocarril que lo había traído hasta su pueblo, donde con dignidad había instalado las raíces definitivas para sus descendientes, aún no estaba consumada, pero su destino era ineludible. No sé si lo dijo, pero lo sentía. Sentía que nada volvería a ser como antes. Sentía que ya no podría hinchar el pecho para volver a entonar con orgullo la marcha que lo había hecho grande. Nunca más lo escuché silbar ni zumbarla con su bandoneón. Sin que yo me diera cuenta en esos momentos, sus ojos ya no brillaban con la misma intensidad que siempre lo recordaba. Tal vez vivía con nostalgia anticipada que la muerte de los ramales un poco era también la suya. No lo sé; se trata de una ligera interpretación que me surge ahora. Sí sé que esos meses, los últimos, fueron largos y vertiginosos, con la velocidad de una locomotora.
En junio del 90 volvimos a jugar una final de un mundial. En Italia, nuestra selección quería repetir la conquista de cuatro años antes, con Diego Maradona como genio indiscutible de esa gesta. Mi abuelo, en ese entonces, ya estaba maravillado por la magia colosal de ese zurdito cósmico que lo había hecho olvidar a esas glorias de las que me hablaba. Ese petiso era lo mejor que había visto, era poesía en movimiento. Pero en ese mundial de Italia no era el único que lo deslumbraba. Estaba fascinado por un tal Caniggia, a quien un par de años antes le había visto hacer un gol a San Lorenzo, jugando para River, que le valieron elogios inapropiados para su palabrería. Decía que esos dos muchachos juntos eran capaces de cualquier proeza si se lo proponían. Una vez más, yo no entendía el alcance de sus presagios. Creí comprenderlo, años más tarde, cuando lo recuerdo llorando después del gol a Brasil. Todo eran gritos de alegría, de desahogo, de bronca acumulada aquel mediodía en que los brasileros nos dieron una baile de antología en los octavos de final, y faltando diez minutos apareció el Mago, con un tobillo estropeado, acumulando rivales por el medio de la cancha y con un toque de otro partido, dejarlo solo al rubiecito que corría como el viento, que gambeteó al arquero y mandó la pelota adentro del arco, para lograr una las hazañas más memorables de Argentina en un mundial. Todo eran gritos de alegría en mi casa, pero mi abuelo lloraba. En silencio, con los ojos hinchados de lágrimas, lloraba. Y yo no sé si lloraba por el significado de ese gol, por el tamaño de la jugada pergeñada por sus dos jugadores favoritos, por el regocijo de ganar un partido imposible ante un rival superior que, encima, era Brasil -porque esas lágrimas no tuvieron el mismo caudal de los penales atajados por Goyco contra Italia ni en la final perdida en el último suspiro con Alemania-, o porque intuía que, en ese movimiento de genialidad eterna que observaba a través de la pantalla, estaba atesorando en su recuerdo el último gran gol que vería en su vida. Era un llanto de alegría y de angustia, porque quizás ya sabía, mientras Caniggia gambeteaba a Taffarel, que un tumor le estaba invadiendo las entrañas y no tendría tiempo de volver a ver una obra como esa. Era un triunfo heroico y quizás el más amargo de todos. Por eso lloraba. Y yo no me di cuenta de eso porque estaba demasiado excitado en la celebración, pero esas lágrimas contenían un anticipo de su despedida, emocionándose y emocionándome con una de las grandes pasiones que supo transmitirme en silencio. Se fue yendo con las retinas acuosas plenas de talento.
Cuatro meses más tarde un cáncer de próstata se lo llevó para siempre. Yo tenía doce años y desde ese momento comencé a extrañarlo. El tiempo fue acomodando su recuerdo en un sitio de privilegio que no abandona. Y que sale a flote cuando paso por la estación de tren abandonada, con las vías muertas desde poco tiempo después de su partida, o cuando vuelvo a ver ese gol encumbrado contra los brasileros. Pero sobre todo cuando escucho nuevamente esa marcha emblemática vitoreada por un pueblo que vio resurgir sus esperanzas con los ideales que la vieron nacer.
A veces me gustaría encontrarlo otra vez solamente para decirle que Maradona fue tan grande como él suponía, y que más tarde aparecería un tal Lio Messi que te hacía oprimir el pecho de placer al verlo jugar a la pelota. Me gustaría encontrarlo para contarle que ese turquito con cara de gnomo destrozó todas las conquistas del peronismo y sumió al país en la peor crisis de su historia, pero que más tarde apareció un flaco desde el sur profundo para devolverle al pueblo argentino toda la dignidad perdida. Que ese flaco agitó la bandera de la esperanza y, como lo hizo el general que él vio nacer, restituyó todas las conquistas saqueadas por los mercenarios del poder. El flaco se fue pero dejó a su mujer, la presidenta coraje, que soportó tantos ataques como nadie lo había soportado antes, ni siquiera el propio general. Y, por si fuera poco, puso en marcha nuevamente los trenes dormidos por el abandono. Y el pueblo volvió a ganar las calles para celebrar, para devolverle la letra y el sentido a esa marcha.
Cada vez que sueño con la marcha peronista rememoro a mi abuelo y añoro no tenerlo vivo para que aprecie con sus propios ojos llorosos que su vida y su lucha valieron la pena, y para agradecerle que en cada gesto mínimo que tuvo hacia mí me haya enseñado a valorar su historia, que es también un poco la historia de todos.
Mi abuela Delia, su mujer, lo sobrevivió veinticuatro años. Se fue un 17 de octubre.
Esa fecha me da muchas razones y personas para recordar.
A partir de ese día son, por lo menos, tres.

Cretino, o de la Entrevista Periodística

-Sócrates, estoy manejando la prensa de Anaximandro. Mira, me ha enviado a preguntarte si aceptarías hacer con él un ciclo de cinco debates públicos sobre la nueva cosmogonía.
-Desde luego, nada me agradaría más que eso, Cretino. ¿Cuánto pagan?
-¡Por Zeus, Sócrates! ¡Esto se programa por amor a la sabiduría! Son debates en el ágora con entrada libre y gratuita.
-¿Gratis? No, no me interesa entonces. Por menos de 600 dracmas no salgo de casa. Convoca a Tales, a Heráclito, al que quieras. Necesitan más difusión que yo.
-¡Pero ellos siempre repiten el mismo rollo! Que en el principio fue el agua, que fue el fuego... No se les cae otra idea y van a todos los debates. La gente se aburre.
-Bueno, qué sé yo, llama a Aristófanes. Es problema tuyo, Cretino.
-¡Oh, Sócrates, qué difícil me la haces! De acuerdo, veré si puedo conseguir a Apeles, el de las pinturas, como patrocinante, para que te lleves una moneda. Pero, oye, más allá del dinero, lo que importa es la verdad, llegar a la verdad, iluminar con la verdad.
-¿De qué estás hablando, Cretino? No me dirás que crees eso. Lo que busca Anaximandro es publicidad, poder, y por eso me quiere a mí, para tener más audiencia.
-¡Por los Dioscuros! Me rompes el corazón, Sócrates. ¿Tú, justamente tú no crees en la verdad?
-Por supuesto que creo en ella.
-¿Y entonces? ¡Me vuelves loco! ¿No es fundamental el debate para llegar alguna vez a la verdad?
-¿Para qué, Cretino? Todo el mundo ya conoce la verdad.
-¡Por Zeus tonante! ¿Cómo que todo el mundo ya conoce la verdad?
-Sin duda. Anaximandro conoce la verdad, tú la conoces, yo la conozco. El público entero la conoce.
-¿Y por qué los debates siempre están llenos?
-¡Ay, Cretino! ¿También crees que el público va a las Olimpiadas para encontrar la verdad? El placer está en ver quién la gambetea mejor, quién persuade con más estilo, quién se contradice menos, quién enmascara con más arte la verdad, quién dará la estocada que dejará fuera de combate al rival. ¡Vamos, Cretino! Eres grande, no me hagas repetir tanta obviedad...
-De acuerdo, Sócrates... Tú ganas, como siempre. Pero dime una cosa, ¿qué sentido tiene tomarse tanto trabajo para ocultar la verdad?
-Porque la verdad es insoportable, Cretino.

(Platón, “Cretino, o de la Entrevista Periodística”).

jueves, 7 de enero de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (26)


CAPITULO
26

Los nuevos intereses sociales le llegaron al viejo de la mano de su unión con Lola Monteagudo Tejedor, con quien se había casado el 31 de enero de 1963 en el Registro Civil de La Plata y un día después en la Parroquia San Ponciano. Los esponsales celebraron su luna de miel en Mar del Plata, debido al poco tiempo que disponían para reincorporarse a sus respectivas obligaciones. No hubo noche de bodas a la manera tradicional.
La veta artística y el interés por el estudio de los antepasados se fueron mezclando con una llamativa escrupulosidad y el trabajo por recabar datos perdidos de la historia familiar fue creciendo durante sus primeros años de matrimonio, de la mano con la inestabilidad de la pareja. Sin embargo, para esta tarea contaba con la invaluable colaboración de su cuñado Luis. Fue él en realidad quien lo había entusiasmado. Y Lolei aprovechó el impulso de las valiosas averiguaciones que Luis tenía archivadas desde antes de conocerse.
Tiempo más tarde, cuando las cosas parecían estar mejor, hasta Lola se sumó al grupo de investigadores y supo interesar a viejos amigos historiadores y genealogistas en la empresa de buscar reseñas y testimonios de su propia familia. Pero el mayor aliento hacia la operación siempre llegó de parte de Lolei.
El panorama laboral mejoraba, y también su matrimonio. Las crisis seguían pero ya no con tanta frecuencia. Ninguna llegó al punto de repetir el día de la tetona.
El primer día del año 67, fue ascendido al cargo de Jefe de División de Programación (tipo B) del Departamento de Coordinación y Control de la Dirección de Radiotelevisión Educativa del ministerio de Educación de la provincia de Buenos Aires. El gobernador de facto Francisco Imaz dirigía la provincia y el dictador Juan Carlos Onganía gobernaba la nación.
-Fue un alivio en varios aspectos-, reconoció el viejo.
Mientras tanto, la carrera de Abogacía seguía en pie: a fines del 66 logró aprobar Derecho Procesal II y al año siguiente se eximió en Derecho Comercial II y Derecho de la Navegación. Avanzaba poco a poco, sin apuros pero sin abandonar, estudiando en los pocos momentos que sus numerosas actividades se lo permitían.
Lo que nunca lo abandonaban a Lolei eran los miedos. Ya no sus antiguos miedos a la muerte, a la soledad, a la indiferencia, al encierro, a la oscuridad, esos temores que lo acompañarían hasta su último suspiro. Ahora nacía uno nuevo, de naturaleza artística. Uno que sufren la mayoría de los hombres y mujeres que deciden un día convertir el ejercicio de las letras en parte de sus vidas. Miedo a ser malos, miedo a no ser reconocidos. Miedo a que sus esfuerzos queden en el olvido. Miedo al ridículo. Miedo al fracaso. Miedo al desprecio. Miedo a sentirse solo, a saberse incomprendido. Pero sobre todas las cosas, miedo a ser mal escritor. Miedos irracionales, en definitiva, pero lo suficientemente poderosos para conformar una burbuja tóxica en un ambiente dominado por las apariencias. Entonces lograba contrarrestar los miedos con las apariencias. Y en el torbellino de un círculo vicioso de simulaciones y dudas, tomaba oxígeno en los comportamientos mundanos y macanudos, mientras respiraba en su interior un aire intimidante y receloso. Intuía que el miedo paraliza y no estaba dispuesto  a dejarse dominar.
Si el miedo a ser mal escritor trasponía las fronteras e invadía sus numerosos proyectos, sabía que estaría perdido. Fue tal vez la única gran batalla que activó para mantenerse a flote.
Y en cierto modo, con altibajos y no por mucho tiempo, logró ganar.


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(XXVI)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Les Viviers
Claouey
33950 - France

20 Mai 1984
Querido amigo Hugo:
Gracias por tu carta, la recibí esta tarde. Te respondo enseguida por si mañana tengo pereza.
Siento mucho que no vayas a trabajar a la costa. Julio te ha hecho una putada que no veas, ¿verdad? No le conocía como tú y no creía que fuera una persona rencorosa, pero ¡qué cabrón es! De veras lo siento mucho, tío, porque sé que Bernidorm te habría gustado y que habrías podido ganar unas pelas durante los meses de verano. ¿Ahora qué harás? ¿Te quedas en Madrid durante el verano o vuelves a la Argentina?
Te escribí hace una semana, no creo que hayas recibido la carta. Pues entonces te cuento lo que hago: durante la semana curro mucho y sobre todo no bebo, pero los fines de semana me cojo unos pedos gordos. Voy a un bar a 1 kilómetro de aquí, en bicicleta. La gente ya me conoce. El patrón me invitó y una vez que no tenía dinero me dijo “no te preocupes” (primer paso para el crédito, ¿verdad?)
El fin de semana pasado me enrollé con el primo del patrón; es un buen chaval, de París. Fui a su casa, escuchamos discos. Yo me puse en pedo, por supuesto. Vamos a comprar choco para fumar juntos. Este viernes saldremos con una pandilla de amigos suyos. Me conocen también en otro bar. Los dueños son muy majos y me tutean, algo raro en Francia.
Todavía no he conseguido ligues, dado que no busqué mucho. Casi me enrollé con una chica, una de las que me desnudó cuando yo cogí un pedo gordo. Los dos terminamos en pedo, nos besábamos y al mismo tiempo hacíamos el pasodoble: un paso para atrás, dos para adelante. No quiso follar conmigo. Nos despedimos y ya está, no pienso que vuelva a verla. Qué lástima, ¿no?
Así que tú y Ronnie sois amigos… pues ten cuidado, no me fío de él. No digo que sea mala persona, pero está medio chalado. Vive en otro mundo, un mundo donde la palabra amistad no existe; él nunca podría llegar a ser amigo mío, amiguete sí, amigo no. Lo que te hizo fue una guarrada. Sólo te digo que tengas cuidado, nada más.
Deberías llevarte mejor con Vinicio, él es el profesor más aburrido de la Academia y tú eres el peor profesor. Tenéis muchas cosas en común, así como alumnos bostezando, roncando, durmiendo… Mme. Chardy debería poner un anuncio en El País: “Tengan clases con Hugo el Plomo o con la especialidad de la casa, Vinicio el Patoso”. ¿Qué te parece, amigo?
Te cuento lo que haré después de mi estadía en Francia. Si todo va bien espero estar en Madrid el 16 o 17 de septiembre, pero tengo la posibilidad de un trabajo en el País Vasco, así que no sé. Entonces pasaré dos semanas en Madrid y quisiera pasarlas contigo. Podemos ir a Portugal si quieres. Podría pagarte el viaje, pues espero tener unas 50.000 pesetas cuando llegue.
Otra cosa, muy importante. Si no vas a la costa, empezarás a experimentar los mismos problemas que tuve yo, o sea, falta de clases. Si te encuentras en un apuro quiero que me lo digas y te mandaré pasta. He ahorrado bastante dinero, así que no habrá ningún problema si lo necesitas. La pasta está aquí conmigo, sólo hace falta que me lo digas, ¿entendido?
Me voy despidiendo. Te doy un abrazo muy grande, escríbeme pronto, siempre espero tus cartas

Alan