miércoles, 13 de enero de 2016

Mi primer peronista


Tenía guardado este breve recuerdo a mi abuelo desde hace varios meses. Lo escribí de un tirón, juntando imágenes y sonidos que nacieron en un sueño. Hoy se cumplen 25 años de su muerte y me pareció oportuno compartirlo en este foro. Sin tristeza y sin nostalgia. Con una alegría bien peronista...

Mi abuelo y su orquesta típica
Mi abuelo Antonio, sentado a la derecha, con boina blanca. Recuerdo de la "Orquesta Típica Riveiro", tomada en San Isidro el 5 de febrero de 1933.
Otra vez soñé con la marcha peronista. No sé si es la más maravillosa música para mis oídos dormidos pero sí estoy seguro que es un signo de buena salud. Estoy durmiendo con una placidez poco usual, ese es otro signo saludable. La marcha viene a servir de telón sonoro a un puñado de imágenes inconexas que grafican la calidad de mi memoria onírica. Por qué insiste el sonsonete triunfal de esa melodía y la voz de Hugo del Carril en entrometerse en mis sueños es una pregunta que me hago cada vez me despierto, mientras tarareo desde el desvelo el coro del tema. No me inquieta tanto esa presencia musical emblemática maquillando mis alucinaciones; me inquieta, sí, el saber que no siempre está acompañada de imágenes alusivas, porque no sueño ni con Perón, ni con Evita, ni con una marcha de trabajadores, ni con bombardeos, ni mucho menos con una incursión montonera, y ni siquiera con una plaza llena acompañando al general. No sé qué veo cuando escucho la marcha mientras duermo, pero siempre, cada vez que despierto, invariablemente, aparece incólume la figura de mi abuelo.
Descubrí que la marcha peronista, en mis sueños, está asociada a mi abuelo Antonio. Si escucho ese himno eterno significa que lo estoy recordando a él. Ese es otro signo de buena salud. Me agrada pensar que ambas son presencias emblemáticas que se reúnen, aunque sea por omisión, en una instancia tan especial. Esa marcha y ese hombre van en la misma dirección.
Mi abuelo Antonio fue el primer peronista que conocí. En sí mismo ese no era un rasgo importante para mi vida; mi abuelo era un hombre apacible, generoso, divertido, compañero, de una bondad especial. Su ideología política carecía de interés para mí. No estaba en el bagaje de mis reconocimientos hacia él esa condición, porque cuando yo lo reconocí como mi abuelo no entendía qué significaba ser peronista. Y hoy pienso que en todo ese cúmulo de virtudes, y otras que fui descubriendo con el paso de los años, estaba siempre latente su condición de peronista.
Me asaltan recuerdos demasiado evidentes de su adhesión política. Cierro los ojos y lo veo en el patio de mi casa, bajo la parra, tratando de encontrar los acordes de esa marcha con su viejo bandoneón, ante mi inocultable admiración por sentirlo tocar ese instrumento. También lo observo en el descubrimiento de determinados libros en su desprolija bibliotequita vidriada; allí alguna vez encontré un pequeño volumen de tapas rojas cuyo título, “La razón de mi vida”, vendría a ratificarme, años más tarde, un somero entendimiento sobre su lealtad al movimiento. Lo escucho defender la situación de los trabajadores ferroviarios a quienes alguna vez, mucho tiempo antes de que yo naciera, él llegó a representar desde la seccional local de “La Fraternidad”, y que ahora, cuando lo escucho sin entender, están atravesando una de las peores crisis conocidas, apenas unos años antes de que un presidente que se decía peronista llegara para poner la lápida en esa fosa que por ese entonces se estaba cavando. Por pequeñas situaciones como esas fui descubriendo que mi abuelo Antonio simpatizaba con un Movimiento que yo no comprendía.
Pero además de lo fehaciente, lo comprobable a través de lo meramente discursivo o material, desplegaba una serie de conductas que estaban adscriptas a su condición justicialista. Seguramente se trataban de acciones inherentes a su propia personalidad y a su rol de abuelo, pero para mí expresaban una forma de poner de manifiesto una serie de cualidades propias de una persona con una sensibilidad muy hermanada con los principios de esa ideología. Eran esa clase de prácticas que me mantenían cercano a él.
Mi abuelo incurría en actos de renuncia y abnegación que merecían mi devoción. Era capaz de sacrificar su condición de ateo y aceptar ser mi padrino de confirmación, sin oponerse a sus principios, y sólo para no desairar mi elección. Era capaz de ofrecer siempre su mano laboriosa para ayudarme a cumplir con tareas manuales en las que yo demostraba una ineptitud mayúscula. Si yo debía construir un mangrullo o un disfraz para la escuela, allí estaba él para poner su sabiduría, su paciencia, hacer la mayor parte del trabajo y dejarme bien plantado con el deber. Si yo quería fabricar una espada de madera o un karting a bolilleros para jugar con mis amigos, él renunciaba a su descanso para socorrerme, para armar la mejor espada posible, para crear un vehículo tan bello y digno que no merecía ser tripulado por alguien como yo. Si yo quería escuchar historias, siempre tenía a mano anécdotas de su pasado, relatos de héroes reales y ficticios, crónicas disparatadas, chistes de lo más verde que se podían aceptar. Hablaba con la misma soltura e interés de sus años de maquinista en el Federico Lacroze, de su orquesta de tango en los días de juventud, de la preferencia musical por D’Arienzo, de su preferencia futbolística por René Pontoni o el Charro Moreno, de las gestas populares de Yrigoyen y de Perón, de las andanzas de Gilgamesh el Inmortal o de Patoruzú, de cómo un tal Quevedo era atrapado arriba de un árbol cagando o de cómo limpiarse el culo con un ínfimo trozo de papel, y yo podía pasar horas y horas escuchándolo como si me estuvieran contando el secreto del universo. Si yo quería oírlo tocar un tango o jugar a la canasta con él, el bandoneón y los naipes siempre estaban a mano para no decepcionarme. Mi abuelo Antonio se dejaba ganar a las cartas e improvisaba acordes nostálgicos con el tecleo de su instrumento, y aunque interpretara La Cumparsita, siempre se acompañaba con un silbido casi imperceptible de la marcha peronista. En gestos como esos, pequeños pero impregnados de un altruismo vastísimo, aprendí a reconocerme con los valores más altos que un hombre puede alcanzar.

Mi abuelo Antonio llegó a Rojas de la mano del tren. Primer hijo de un inmigrante español casado dos veces, nació en Villa Bosch en 1913, y fue el único varón entre sus cuatro hermanas menores. Siendo muy chico sufrió la pérdida de su madre. Apenas si terminó la primaria en una escuela de una barriada todavía emergente, mientras acompañaba en la crianza de sus hermanas. Leía novelas de aventuras y pasaba tardes enteras mirando pasar el tren. Soñaba con subirse a uno y dejarse llevar por los rieles del destino. Decidió que quería ser maquinista. Amó la música. Formó una orquesta típica de tango, donde fue líder y bandoneonista, y recorrió clubes y bailes del conurbano y de la capital. Conoció la noche. Con mucho esfuerzo, se fue transformando en el sostén de la familia en épocas de crisis económicas y pobreza. Vio caer a Yrigoyen y sufrió con la dictadura golpista y los gobiernos fraudulentos. Ya arriba de la diésel del ramal Lacroze, imaginó un horizonte de buenaventura allí donde el destino se dispusiera a llevarlo. Él marchaba a la par del tren. En Carmen de Areco enamoró a quien sería su esposa. Con mi abuela Delia se casaron a comienzos de los años 40 y en esa ciudad nació su primogénito, Carlos. Eran días de transición. En el 43 vio caer al presidente Castillo y siguió con expectativas la asunción de un nuevo secretario de Trabajo que llegaba para poner paños fríos a la tirante relación entre el gobierno y los sindicatos. Ese militar se proponía dignificar el trabajo. Y mi abuelo, que ya habitaba en las huestes de La Fraternidad, fue acompañando el fervor de los obreros que comenzaban a ser reconocidos con justos beneficios. Siempre de la mano del tren, preparaba su marcha hacia un nuevo destino. En Rojas se instalaron en una pequeña casa frente a la estación. El 17 de octubre del 45 pudo haber participado de la gesta trabajadora para reclamar por la liberación del encarcelado general Perón, pero prefirió quedarse en su casa, junto a su familia, porque esperaban una llegada especial. Dos días más tarde nació su segundo hijo, Rubén, que treinta y dos años más tarde pasaría a ser mi padre. Sin saberlo, era también el eslabón necesario para el anclaje definitivo en la ciudad. Poco tiempo después, ya con Perón en la presidencia y muchos derechos conquistados, se mudó a unas pocas cuadras, a un barrio donde recalaron un montón de ferroviarios como él, y pudo construir su propia casa. La erigió con un jardín al frente, una parra en el ingreso al patio trasero y utilizó el extenso terreno del fondo para instalar una huerta con la cual abasteció a su familia con alimentos sanos, de primera mano, que él mismo trabajaba. Bajo el amparo de ese primer peronismo vivieron días de una feliz prosperidad. Sintió que el fruto de su esfuerzo, de sus largas horas comandando la locomotora, yendo y viniendo desde su nuevo lugar en el mundo hasta la Capital, estaba dando resultados. Mis abuelos criaron a sus hijos en el límite de la dignidad. El mayor, buen estudiante y gran futbolista, culminó sus estudios secundarios y emigró a Buenos Aires para seguir Derecho, mientras redoblaba sus esfuerzos por defender cada fin de semana sus amados colores del glorioso Jorge Newbery. Se recibió de abogado luego de sortear un mar de peripecias. El menor, mi papá, no abrazó el hábito del estudio y apenas terminó la primaria comenzó a trabajar. No existe para el peronismo más que una sola clase de hombres: los que trabajan, inculcó el general, y mi abuelo lo entendió y lo transmitió a sus hijos. Papá cumplió hasta la exageración. Aprendió, con una autosuficiencia envidiable, tantos oficios como le dio el tiempo: fue cadete, electricista, carpintero, albañil, mecánico, técnico en electrodomésticos, comerciante, vendedor, viajante, ciclista, iluminador, billarista, coreuta, pintor. Aprendió a ganarse la vida trabajando y mi abuelo siempre lo acompañó, con la enseñanza, con el ejemplo, con el cuerpo. Mi abuelo dio al mundo y a la patria fieles soldados a la ética peronista; para él, el peronismo ya había dejado la huella imborrable en su conciencia y sentía que había sembrado las más fértiles semillas que podía ofrecer a la causa. Esos ejemplos todavía me provocan una inmensa admiración. Cuando nací, en diciembre del 77, tres años después que mi hermano Marcelo y uno y medio después que Rubén, en el momento de mayor desenfreno asesino de la última dictadura militar, mi abuelo Antonio, a sus 64 años, fue una de las primeras personas en darme la bienvenida a este mundo. Me paseaba en sus brazos por la clínica Pergamino mientras acompañaba a mi mamá, que se reponía de la que sería su última cesárea. En ese recorrido cansino por los pasillos del sanatorio, estoy seguro de que me silbaba la marcha peronista. Cuando mi entendimiento llegó a que lo reconociera como mi abuelo, el tenía el mismo aspecto con el cual lo distinguí por siempre. Alto, calvo, con un poco de pelo canoso bajo las sienes y la nuca, siempre afeitado, de piel blanca ligeramente rosada, grandes anteojos de marcos marrones, cuidadoso, sonriente, meticuloso, ordenado, paciente. Lo recuerdo llevándome de la mano al jardín de infantes, y devolviéndome a mi casa porque yo me negaba a entrar a la escuela. Pocos años después, ordenándole que me dejara llegar solo a mi clase de dibujo, porque yo me sentía lo suficientemente grande para ser acompañado por alguien, y él cumpliendo con mi pedido, riéndose de esa infantil ocurrencia de creerme más independiente de lo que era. Lo recuerdo sentado bajo la parra del patio, en su silla plegable color verde, escuchando audiciones de tango en su Spika, leyendo sus libros, sus historietas, sus revistas El Gráfico, que luego serían mías. Lo recuerdo con esa infinita paciencia de jubilado activo, al punto en que cuando me preguntaban qué carajo quería ser cuando fuera grande, yo sacaba pecho y sin dudarlo respondía: “¡Jubilado!”. Yo quería ser jubilado como él, pero todavía no sabía que debía ser peronista como él. Porque en esos años yo no entendía todas las enseñanzas que me había inoculado a través de ínfimas señales, en silencio, con señales laterales, esa clase de guiños. Tampoco sabía que la jubilación era un beneficio creado y apuntalado por el peronismo. No se trataba de vivir sin trabajar, como muchos réprobos y “gorilas” (él me enseñó el significado de esa crucial denominación) al movimiento interpretaron después; la jubilación consistía en recibir la merecida retribución a un puñado de años de empeño, arrojo, abnegación y sacrificio laboral. Mi abuelo lo merecía. Merecía ese descanso, merecía un premio por haber creado la familia que creó y merecía, más que nada en el mundo, ser mi abuelo y dedicarse a ser abuelo por siempre. Si yo quería ser jubilado es, sencillamente, porque quería ser como era él cuando lo conocí, cuando me ayudó a comprender un mundo demasiado grande para mí, lleno de responsabilidades, de entrega al prójimo, de renunciar al tiempo propio en beneficio del otro. Puso en mis manos, aunque yo no lo supiera, un puñado de conceptos para vivir y ser como un auténtico y cabal peronista.
Mi abuelo Antonio me inició en el concepto del buen fútbol, cuando el fútbol todavía no había sido acaparado por el aparato mediático. Me hablaba de Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau como si los hubiese conocido en el patio de su casa. Me nombraba a Imbelloni, Farro, Pontoni, Martino y Silva como si se tratasen de compañeros de escuela. Enumeraba hazañas de los Matadores del 68 como si se tratasen de verdaderas epopeyas patrias. Pronunciaba elogios ampulosos de Bernabé Ferreyra, de Pipo Rossi, de Arsenio Erico, del Indio Guaita, del Tanque Rojas. Añoraba el juego como arte de la combinación llevado al extremo virtuosismo. Me decía que en Alfredo Di Stéfano y Pelé había visto la máxima expresión de ese deporte. Él era hincha de San Lorenzo de Almagro, equipo al que vio salir campeón por última vez en el 74 en un Torneo Nacional. De ese combinado destacaba a su goleador, Héctor Scotta. Mi abuelo festejó el último título justo el año en que murió Perón. Años más tarde lo vio descender, pero ya no guardaba un fervor tan consagrado hacia la escuadra de sus amores. Como si con la gloria pasada le bastara para sentirse realizado. Quizás ya intuía que no vendrían épocas dignas de celebración.
En el último tramo de su vida no solamente vio cómo su San Lorenzo se quedaba a pasos de obtener algún título; cómo su peronismo desintegrado trataba de resurgir de las cenizas de años y años de persecución, descrédito y masacres de líderes y militantes; cómo su siempre añorado ferrocarril transitaba una crisis que sería terminal. Con más de setenta años a cuestas, ya en la recta de entrar en los ochenta, se fue manteniendo en su paciencia y gastando sus días rodeado de su familia, extremando las rutinas de cuidados de su salud. Mi abuelo Antonio, ante el primer síntoma de un simple resfrío, solía meterse en la cama y ponerse a resguardo de la mínima complicación, no sin aplicarse cuantiosas dosis de Vick VapoRub en su pecho. Toda su vida había actuado igual. Pese a los achaques de la edad, se mantenía robusto y vigoroso. Vio tambalear el gobierno democrático que había sucedido a la última y más sangrienta dictadura, sintió cómo su magra jubilación se diluía por los efectos hiperinflacionarios, ensayó un modesto gesto de alegría cuando el candidato justicialista se imponía en las elecciones adelantadas del 89. Como muchos, llegó a pensar que otro gobierno peronista vendría a salvar a la patria de un desastre inevitable. Poco tardó en darse cuenta que ese riojano con cara de gnomo y patillas tupidas no era lo que el pueblo esperaba. Con profunda tristeza lo escuchó decir “ramal que para, ramal que cierra”, firmando el certificado de defunción a una historia de lucha y soberanía conquistada con Perón, que había sido insignia y gloria del movimiento y que venía sufriendo sucesivos desguaces desde su derrocamiento, allá por el 55. Para peor, los dirigentes de esa Fraternidad que él había sabido defender con hidalguía, se erigieron en cómplices del desarme definitivo. Ese hombrecito y sus secuaces no hacían honor a los principios de la marcha.
En el comienzo de esa década que terminaría siendo nefasta para el país, mi abuelo vería transitar los últimos tramos de su vida. La muerte del ferrocarril que lo había traído hasta su pueblo, donde con dignidad había instalado las raíces definitivas para sus descendientes, aún no estaba consumada, pero su destino era ineludible. No sé si lo dijo, pero lo sentía. Sentía que nada volvería a ser como antes. Sentía que ya no podría hinchar el pecho para volver a entonar con orgullo la marcha que lo había hecho grande. Nunca más lo escuché silbar ni zumbarla con su bandoneón. Sin que yo me diera cuenta en esos momentos, sus ojos ya no brillaban con la misma intensidad que siempre lo recordaba. Tal vez vivía con nostalgia anticipada que la muerte de los ramales un poco era también la suya. No lo sé; se trata de una ligera interpretación que me surge ahora. Sí sé que esos meses, los últimos, fueron largos y vertiginosos, con la velocidad de una locomotora.
En junio del 90 volvimos a jugar una final de un mundial. En Italia, nuestra selección quería repetir la conquista de cuatro años antes, con Diego Maradona como genio indiscutible de esa gesta. Mi abuelo, en ese entonces, ya estaba maravillado por la magia colosal de ese zurdito cósmico que lo había hecho olvidar a esas glorias de las que me hablaba. Ese petiso era lo mejor que había visto, era poesía en movimiento. Pero en ese mundial de Italia no era el único que lo deslumbraba. Estaba fascinado por un tal Caniggia, a quien un par de años antes le había visto hacer un gol a San Lorenzo, jugando para River, que le valieron elogios inapropiados para su palabrería. Decía que esos dos muchachos juntos eran capaces de cualquier proeza si se lo proponían. Una vez más, yo no entendía el alcance de sus presagios. Creí comprenderlo, años más tarde, cuando lo recuerdo llorando después del gol a Brasil. Todo eran gritos de alegría, de desahogo, de bronca acumulada aquel mediodía en que los brasileros nos dieron una baile de antología en los octavos de final, y faltando diez minutos apareció el Mago, con un tobillo estropeado, acumulando rivales por el medio de la cancha y con un toque de otro partido, dejarlo solo al rubiecito que corría como el viento, que gambeteó al arquero y mandó la pelota adentro del arco, para lograr una las hazañas más memorables de Argentina en un mundial. Todo eran gritos de alegría en mi casa, pero mi abuelo lloraba. En silencio, con los ojos hinchados de lágrimas, lloraba. Y yo no sé si lloraba por el significado de ese gol, por el tamaño de la jugada pergeñada por sus dos jugadores favoritos, por el regocijo de ganar un partido imposible ante un rival superior que, encima, era Brasil -porque esas lágrimas no tuvieron el mismo caudal de los penales atajados por Goyco contra Italia ni en la final perdida en el último suspiro con Alemania-, o porque intuía que, en ese movimiento de genialidad eterna que observaba a través de la pantalla, estaba atesorando en su recuerdo el último gran gol que vería en su vida. Era un llanto de alegría y de angustia, porque quizás ya sabía, mientras Caniggia gambeteaba a Taffarel, que un tumor le estaba invadiendo las entrañas y no tendría tiempo de volver a ver una obra como esa. Era un triunfo heroico y quizás el más amargo de todos. Por eso lloraba. Y yo no me di cuenta de eso porque estaba demasiado excitado en la celebración, pero esas lágrimas contenían un anticipo de su despedida, emocionándose y emocionándome con una de las grandes pasiones que supo transmitirme en silencio. Se fue yendo con las retinas acuosas plenas de talento.
Cuatro meses más tarde un cáncer de próstata se lo llevó para siempre. Yo tenía doce años y desde ese momento comencé a extrañarlo. El tiempo fue acomodando su recuerdo en un sitio de privilegio que no abandona. Y que sale a flote cuando paso por la estación de tren abandonada, con las vías muertas desde poco tiempo después de su partida, o cuando vuelvo a ver ese gol encumbrado contra los brasileros. Pero sobre todo cuando escucho nuevamente esa marcha emblemática vitoreada por un pueblo que vio resurgir sus esperanzas con los ideales que la vieron nacer.
A veces me gustaría encontrarlo otra vez solamente para decirle que Maradona fue tan grande como él suponía, y que más tarde aparecería un tal Lio Messi que te hacía oprimir el pecho de placer al verlo jugar a la pelota. Me gustaría encontrarlo para contarle que ese turquito con cara de gnomo destrozó todas las conquistas del peronismo y sumió al país en la peor crisis de su historia, pero que más tarde apareció un flaco desde el sur profundo para devolverle al pueblo argentino toda la dignidad perdida. Que ese flaco agitó la bandera de la esperanza y, como lo hizo el general que él vio nacer, restituyó todas las conquistas saqueadas por los mercenarios del poder. El flaco se fue pero dejó a su mujer, la presidenta coraje, que soportó tantos ataques como nadie lo había soportado antes, ni siquiera el propio general. Y, por si fuera poco, puso en marcha nuevamente los trenes dormidos por el abandono. Y el pueblo volvió a ganar las calles para celebrar, para devolverle la letra y el sentido a esa marcha.
Cada vez que sueño con la marcha peronista rememoro a mi abuelo y añoro no tenerlo vivo para que aprecie con sus propios ojos llorosos que su vida y su lucha valieron la pena, y para agradecerle que en cada gesto mínimo que tuvo hacia mí me haya enseñado a valorar su historia, que es también un poco la historia de todos.
Mi abuela Delia, su mujer, lo sobrevivió veinticuatro años. Se fue un 17 de octubre.
Esa fecha me da muchas razones y personas para recordar.
A partir de ese día son, por lo menos, tres.

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