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martes, 22 de noviembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (48)




CAPITULO
48

Alguna vez Lolei escuchó, o leyó, o adivinó, que una madre te llena de miedos, mientras que un padre se esmera por hacer que los niegues. En ese juego de tensiones, gana el que se adapte a tu carácter con mayor eficacia.
Al viejo le surtió efecto objetivo la traslación de los temores maternos. Sus propios miedos hubiesen resultado una simple gestación personal, esos hijos de las sinrazones naturales, de no haber existido la constancia horadadora de mamá.
“Ahora, los miedos de mamá también son los míos, y se nota cada vez más, a medida que sus miedos son más grandes y frecuentes. Y que el más efectivo de los temores se agazapa a la vuelta de la esquina”, pensó Lolei.
Le ayudé a traducir el galimatías, sobre todo para tratar de entender la raíz de sus turbaciones, tan sensibles en esos días de sobresaltos e inseguridades que estábamos viviendo, entendiendo que nos hallábamos ante una sentencia irrebatible: lo que da miedo está cerca de la verdad.
-Te entró un julepe tremendo a la muerte-, le dije sin sutilezas ni tono alarmista.
-Claro, nene, qué te parece, claro que tengo un cagazo bárbaro. Vos te hacés el guapo porque sos joven, te quiero ver cuando estés como yo-, me rebatió con la mandíbula temblequeando, casi jadeando, visiblemente excitado.
-Dejame adivinar: –objeté sin emocionarme, tratando de mantenerme en estado de frialdad-, el miedo real, el que molesta, el que paraliza, te llegó cuando entendiste que tu madre estaba transitando el último tramo de un camino sin retorno. Y ahora sentís que quien se encamina hacia ese sendero…
-Ni lo nombres, no seas mal agüero –me interrumpió con un gesto de impaciencia-, no lo menciones, nene… Hacé el esfuerzo de no ser tan cruel por un rato. ¿Adónde querés llegar con estas indagaciones? ¿A vos te parece que tengo ganas de hablar de destinos ahora?
-Estamos tratando de dar un paso alentador para tu propio destino, viejo –le expliqué, mientras encendía un cigarrillo para él que, llamativamente, rechazó- Si no querés hablar de eso, lo evitamos; está bien. Pero no olvidemos que falta cada vez menos para el fin de año y todavía estamos en veremos.
-El destino es horrible, sólo hay que tratar de disfrutar el viaje   –filosofó repentinamente-. Pero una cosa es decidir sobre el futuro inmediato y otra muy distinta hablar sobre el futuro inevitable. ¿O no pretenderás que se unan los destinos ahora, para ahorrarnos el trabajo de prolongar la fatalidad?
A veces no decir nada, lo dice todo. Y lo curioso es que el otro, a veces, entiende. Pues Lolei comprendió, a través de mis ojos centelleantes, de mi mirada inquisidora y triste y rabiosa, que acababa de pronunciar una frase, por lo menos, infeliz. Con el dolor de una punzada en las bolas, estuve a punto de gritarle que tal vez la suya resultara una buena idea para los dos: él se libraría de una vez por todas de esa existencia parasitaria que cargaba y yo me liberaría de la carga que representaba la lucha inútil de seguir estirando esa existencia.
A esa altura del campeonato, sus habituales manifestaciones de desconfianza me transferían desazón, bronca, deseos irremediables de abandonar todo, a él más que a nadie. Como si lo hecho no fuera suficiente. Como si tantos meses de trajinar contra la corriente y ante todas las adversidades posibles se tratase de un acto guiado por algún interés ficticio y no por la auténtica apetencia de dar un rumbo favorable a su propia vida. Como si el viejo de repente quisiera darse el lujo de bajar los brazos y hacerme responsable de su desgracia. Y, a la pasada, inyectarme algún sentimiento de culpa ante un eventual fracaso de nuestras gestiones.
Por un momento –y no era un sentimiento nuevo- pensé en matarlo. Pero no con un martillazo en la cabeza, o asfixiándolo con la almohada, o tirándolo por la escalera, o encerrándolo para siempre en su inmundo cuchitril, o envenenando la comida; no, nada de eso. Nada de violencia, nada de un acto criminal. Matarlo con la indiferencia, la mejor manera de matar sin dejar rastros. Lisa y llanamente, tomar el primer colectivo y mandarme a mudar para siempre. Desapareciendo de esa casa, de esa ciudad. Desaparecer de su vida. Olvidarlo por completo. Dejarlo a la deriva, a la buena de dios. Que se las arregle, como lo hacía cuando no me conocía. Abandonarlo una vez más a su puta suerte.
Eso pensaba en el ímpetu de la indignidad que me provocaban sus chiquilinadas, su celo excesivo, su repulsiva incredulidad. Estuve a punto de llorar, de romper todo, cuando me acordaba de esa frasecita: “¿O no pretenderás que se unan los destinos ahora, para ahorrarnos el trabajo de prolongar la fatalidad?”, que hijo de puta este tipo, que pedazo de imbécil.
A veces, tan compenetrado en el minúsculo mundo que ambos nos habíamos creado, me costaba entender sus temores porque no captaba plenamente la profundidad de sus pensamientos, de su historia, de su devenir, y de las razones que le llevaron a construir esa realidad. A medida que nos conocimos, creí comprenderlo. Después pasaron varios años, y caigo en la cuenta de que aún no lo entiendo ni lo entenderé. Pero eso no importa.
Lo cierto es que en la turbulencia de aquellos días aciagos, la mínima manifestación de duda y desconfianza provocaban sentimientos tan antagónicos como desoladores. Cuanto más esfuerzo hacíamos por salir adelante, mayor dolor me provocaban esas estúpidas rencillas titubeantes con sabor a amenaza y a desprecio.
Más tarde comprobé que la misma metodología la aplicaba con todos sus seres cercanos. Su modo de autodefensa era el ataque, impiadoso, cínico e hiriente. Después de todo, eran expresiones entendibles para espantar los miedos. Y en este caso perdonables, porque se aludía a la muerte, el más poderoso y terrible de los miedos.
Al final, puras elucubraciones mías, pues la respuesta que le tiraba por la cabeza era la mirada feroz y un gesto igual de amenazante que sus palabras. Y el viejo, de inmediato, lo comprendía: había dicho una barbaridad, una pelotudez mayúscula, lo inapropiado en el momento menos apropiado. Y retomaba su postura mansa, como perro que se liga un reto por haber cagado en el living.
Para descomprimir el escenario, Lolei solicitó fumarnos un porro. Le dije que no tenía ni porros ni ganas. Se conformó con un venenoso cigarrillo de tabaco. Agradeció y bajó la vista. Aspiró con ganas, hasta ahogarse. Lo dejé toser, asmático, ruidoso. Yo lo observé un buen rato con amable desprecio. Y no porque lo menospreciara, sino para hacerle sentir en carne propia la falta de tacto de su ataque. Para que sintiera un poco de culpa.
La culpa puede ser el mayor recurso de persuasión. Pero al viejo la culpa siempre le quedaba holgada. Actuaba como si a las culpas las lavara para volver a usarlas al día siguiente. Un as en eso de lavarse las manos y traspasarle los sentimientos al que tenía enfrente, de suerte que el culpable terminaba siempre siendo el otro. Lo peor de todo es que conmigo lo lograba. Y al cabo de un rato, terminábamos haciendo y deshaciendo a su conveniencia.
Después del segundo cigarrillo llegó el vaso de agua, el masaje en la espalda, la caminata hasta el baño, la cena distendida y el “hasta mañana, que descanses” de cada noche, como si nada hubiera pasado.

Recién varios días después, cuando una conversación nocturna se encarrilaba en otras direcciones, Lolei desenmarañó, en forma desapercibida, aquella trama de miedos y resquemores que arrastraba desde hacía veinte años. O tal vez desde su propio nacimiento, o desde que comprendió que la vida es finita y cruel.
El miedo a la muerte determinó su suerte en España, cuando supo que su madre estaba mal de salud, que la cuerda de la vida se le terminaba. Comenzó a sentir la angustia de quien entiende que lo irremediable está a la vuelta de la esquina. Y en ese tironeo de desconsuelos, cayó en la cuenta de que su retorno al país era inminente y necesario. En sus propias palabras, “se estaba quedando sin nafta”.
Casi a manera de despedida, se trasladó a Salou, donde lo esperaba la muchacha rica y separada que había conocido tiempo antes. Ella cumplió con lo prometido y le gestionó un empleo en las vacaciones de verano.
Ese año, el 83, no viajó a la Argentina y los tres meses que habitualmente destinaba a visitar a sus parientes y amigos, los gastó en un trabajo cómodo y bien remunerado en un pequeño pueblo sobre el Mediterráneo, disfrutando de la playa y las generosidades proporcionadas por la muchacha. Un deleite y a la vez una pena, pues tenía la cabeza más predispuesta a la nostalgia que al placer.
Sin embargo, pasó un par de meses maravillosos, a la manera de los enfermos terminales. Antes de regresar a Madrid, adonde debía reincorporarse en la academia, volvió a dar su palabra de regresar en el verano siguiente, o bien hacerse una escapada cuando el tiempo de descanso se lo permitiera.
Nunca más visitó esa hermosa ciudad ni volvió a ver a esa jovial y sensual mujer.


Hacia octubre de ese año, en su patria añorada, caía por fin la dictadura y el pueblo se abalanzaba hacia las urnas. Se volvía a respirar libertad. El domingo 30, el candidato radical Raúl Alfonsín, viejo correligionario de su padre en los años de resistencia democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la Nación.

"El candidato radical Raúl Alfonsín, viejo camarada de su padre en los años de resistencia
democrática de los 60, ganaba las elecciones y accedía a la presidencia de la Nación..."

Por primera vez en el lustro que llevaba en su travesía europea, recibió una llamada telefónica de don Domingo, eufórico por la victoria de su partido. Le habló de la recuperación inmediata de la república y de las garantías constitucionales, del final de un ciclo nefasto y el comienzo de una nueva era para el pueblo argentino. Imbuido por un fervoroso optimismo, el longevo dirigente radical invitaba a su hijo a sumarse a la dura pero gratificante tarea de participar desde adentro en la restauración del país. En ningún momento hizo mención al estado de salud de doña Florentina.
Como siempre, el bienestar de la patria estaba por encima de su familia.
Lolei, contrariado, desdeñó la oferta, aún cuando en su interior se ajustaba desde hacía años la idea del regreso, pero por razones más profundas, más afectivas y más sanguíneas que las sugeridas por su padre. Con casi cincuenta años a cuestas, evocaba con mayor pesadumbre la inminente partida de su madre antes que el nuevo nacimiento de su patria.
Estuvo a punto de adelantar su viaje hacia Argentina en diciembre, pero a último momento decidió postergarlo.
En enero del 84, sufrió un duro percance: extremadamente borracho tras mezclar ginebra y marihuana, se cayó en la calle y se partió la cabeza contra un árbol. También se fracturó una mano.
Con algunos puntos de sutura y una escayola salió del hospital, donde lo tuvieron internado durante tres días. Los compañeros que lo llevaron quisieron engañar a los médicos aludiendo un accidente de tránsito, pero el olor a alcohol y a marihuana son muy delatores.
Le recomendaron asistir a alguna terapia para combatir sus adicciones. El viejo aceptó la propuesta, aunque no se considerara un adicto. Ni bien pudo salir de su casa, se embarcó en una caravana por los bares amigos.
Salió gateando de Malasaña y pasó la noche en el banco de la plaza 2 de Mayo.
La cosa empeoró. Su relación con Mme. Chardy se tornó inestable en lo laboral y apenas si superaba el apelativo de fogoso en lo pasional.
El simple hecho de echarse un polvo de tanto en tanto no rebajaba las tensiones internas dentro de la academia, donde Lolei evidenciaba día a día un desgano y una falta de interés llamativos. Las quejas de los alumnos por el flojo nivel de las clases impartidas por el profe argentino le ponían de muy mal talante a la directora. Las citas en la dirección a menudo culminaban con gritos escandalosos. Mademoiselle mostraba los dientes, lo reprendía con antipatía e indocilidad. El viejo, cada vez más irritable por sus desavenencias espirituales y sus preocupaciones personales, no se quedaba en el molde. Ya a esa altura era un avezado puteador políglota y le arrojaba un sustancioso rosario de insultos en español, en francés, en inglés y en un correctísimo argentino. La directora culminaba siempre las broncas con una consabida amenaza de expulsión.
Hacía años que Lolei escuchaba la misma perorata, pero comenzó a intuir que la amenaza podía materializarse y bien pronto. Las condiciones estaban dadas. Y máxime porque al viejo ya no le importaba quedarse sin trabajo, no le molestaba tener que irse de España. Algún día tendría que hacerlo. Y ese día, en su mente, estaba cerca.
Una noche, después de un polvo frío y maquinal, arrebujado en el sofá de la casa de la directora, Lolei franqueó su situación. Por primera vez ante ella abrió su corazón. Le habló como si estuviera frente a un amigo.
Mademoiselle escuchó comprensiva.
Cuando estaba de buenas, no compartía la decisión de que el viejo tomara distancia de la academia. Intentó contenerlo. Pero en su rigidez interior, prefirió mostrar su costado más rudo, el costado desinteresado de quien tiene el poder. Y lo alentó a seguir el camino que le dictara su corazón.
La relación personal conquistada fuera del instituto no le importaba. Lolei era sólo un juguete sexual para la directora, no lo extrañaría, se buscaría otro. Pero en lo laboral, pese a las constantes peleas, lo echaría de menos. La academia no contaba con un plantel numeroso de profesores; mayormente, por el pésimo trato propinado por la directora y por la mísera paga.
El profe argentino ya se había acostumbrado a ambas estrecheces y sería difícil hallar un reemplazo parecido. Que podría incorporar algún profesor de mejor nivel, no tenía dudas. También sería capaz de conseguirse una verga más jugosa con la cual satisfacerse, eso nunca le costaba. Tampoco era cuestión de obligarlo a quedarse. En su desapegada comprensión, no se esmeró más que en escucharlo.
El viejo se fue más aliviado, con un lastre menor en su alma aturdida. Y con la firme convicción, esta vez sí, de que sus días en España estaban contados.



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(XLVIII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne - France

21 October 1987
Hugo:
Gracias por tu carta, que recibí esta tarde cuando regresé de Pau. Tenía clase de portugués. Ahora contestaré a tus preguntas: si echo de menos a Anne, pues no lo sé. La quería mucho, pero me hizo mucho daño. Claro que tenía sus defectos como yo, pero no los veía. Si hubiera querido podría haber vivido con ella otra vez; y no quise. ¿Sabes algo? Si me echas una vez, matas algo en mi corazón. Aunque perdone, no puedo olvidar. Esto ocurrió con Anne. Hasta cierto punto no la he perdonado, no por el mal que me hizo sino por las mentiras. Ella pasó a ser la víctima y yo un jodido cabrón, cuando en realidad fue al revés. Basta con ella: eligió su libertad, pues que sea libre. Aún la quiero, pero…
¿Por qué vine para Bayona? Otra respuesta. Pues porque antes salía con una chica de aquí que conocí durante las fiestas de Navidad, así que ya conocía la ciudad. Además queda muy cerca de la frontera española, que es muy importante para mí. Y porque aquí hay unas fiestas cojonudas que duran cinco días. En algo llevas razón: si Bayona estaría en otro lugar no hubiese venido. No me gustan las ciudades pequeñas, me siento más a gusto en las grandes. Ocurre que cuando Anne me echó tenía posibilidades de trasladarme a dos: Toulouse, con 300.000 habitantes, o Marsella, con 1 millón. Pero Anne había vivido en ambas ciudades y preferí romper todo contacto con ella, cualquier posibilidad de vínculo con ella y con su vida. Nada más. Pasemos a otro tema, este asunto comienza a encabronarme.
Hablemos de tu vida sexual, que ha conocido unas mejoras inesperadas. Cuidado, Hugo, si se meten más personas en la garita de señales, los ferrocarriles argentinos corren el riesgo de serios accidentes. Ya imagino los titulares en los periódicos: “Accidente ferroviario: Follones en la garita son detenidos con copas en la mano y bombachitas en el suelo”.
En este momento estoy estudiando en la Universidad de Pau. Por la tarde tengo clase de portugués. Voy seis horas a la semana. Ayer fui a dedo y tardé cinco horas en recorrer 100 kilómetros.
No suelo controlar en tus cartas si hay errores, ya que tu inglés es casi perfecto. Ayer leí detenidamente y lo comprobé. Has hecho unos avances fenomenales. Por más que se hable muy bien un idioma, se cometen errores. Yo mismo tengo errores cuando escribo en inglés. Tú casi no los cometes, así que te felicito. También llevas razón en que el castellano es más difícil y a mí se me nota, sobre todo por la falta de práctica. No me pasa eso con el francés, que lo hablo y lo escribo casi a la perfección; al menos es lo que la gente me dice. Pero ocurre algo: cuando pienso, lo hago en francés y cuando sueño, también lo hago en francés, excepto si el contexto del sueño está en inglés. Te pediré un favor: márcame los errores de mi última carta, trataré de corregirlos. No suelo leer mis cartas después de escribirlas.
Te doy un abrazo muy fuerte. Escríbeme pronto
Alan

PS: Sí, voy a seguir viviendo en Francia porque es un país que me gusta. Los franceses me gustan. No sé si me quedaré en Bayona, pero seguro permaneceré en este país. Tengo un  problema: cobro el subsidio de paro y terminarán de pagarme en enero, porque aquí se paga sólo un año. En dos meses no tendré más el derecho del subsidio y podría tener una crisis fenomenal en mi vida a partir del año próximo…

PS1: ¡A los folloneros de la garita, salud!

lunes, 4 de enero de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (24)


CAPITULO
24

Domingo Cavalcanti asumió su banca a fines de abril de ese año y se hizo cargo de la presidencia de la Comisión de Justicia e Instrucción Pública.
De inmediato, junto a Ángel Roig, se reunieron con el intendente socialista Jorge Lombardo, para ponerse a disposición y entender como intermediarios ante las máximas autoridades provinciales y nacionales en toda gestión que redundaran al bien común de la ciudad. Los legisladores se interesaron sobre la cesión de cincuenta hectáreas de tierra comunal con destino a la provincia, para construir una cárcel modelo tendiente a subsanar la ausencia de un establecimiento de esa naturaleza. El proyecto no prosperó.
Interesado en los progresos educativos, el diputado impulsó varias obras en distritos de la sección y mantuvo frecuentes encuentros con el ministro de Educación provincial, Dr. René Pérez, con quien plasmó además una relación personal de respeto y admiración.
En este contexto, propició el traslado del Instituto Mixto General Alvarado de Miramar, que redundó en una notoria ampliación de la matrícula y grandes beneficios para la localidad. También hicieron efectiva la entrega de más de veinte subsidios a entidades de bien público de Mar del Plata, fondos destinados a la ampliación de obras edilicias. Y compartió junto a autoridades educativas, de la corriente ruralista Coninagro y la Asociación de Cooperativas Argentinas de la iniciativa de comenzar a impartir el programa de enseñanza de la materia Cooperación en las escuelas primarias bonaerenses.
El diputado Cavalcanti acompañó al gobernador Anselmo Marini y sus ministros en la visita a diversas obras públicas a lo largo de la provincia. En una larga recorrida por los distritos de General Belgrano, Pila, Lezama y Chascomús, destacó la capacidad de gestión del gobernador “para encontrar soluciones a las urgencias de los vecinos, a través del diálogo y el contacto directo”.
Días después se manifestó a favor del ministro de Gobierno, Eduardo Esteves, que fue interpelado en la Cámara de Diputados por la actuación de la policía en una protesta de conscriptos frente al concejo deliberante de Miramar, que terminó con disturbios. “Es un hecho político, no policial, producto de un pleito interno”, arguyó el diputado. Y sentenció sus dichos resumiendo que “en vez de traer estos problemas vergonzosos a la Cámara, deberíamos ponernos a trabajar para el bien de todos”.
Paralelamente a su tarea como legislador, Cavalcanti cumplía con honorabilidad y solidez su cargo como dirigente del partido en su ciudad, labor que le valía la aprobación de sus correligionarios.
En una reunión en Mar del Plata con el presidente del  Comité  provincial de la UCRP, Raúl Alfonsín, a quien recibió junto a su coterráneo y también legislador, Ángel Roig, se empezó a delinear un nuevo rumbo para el partido, en el marco de las dificultades que se avecinaban a nivel nacional, merced a las fuertes presiones emanadas desde los poderes económicos y las fuerzas armadas.
El doctor Alfonsín era un abogado de 39 años que había sido concejal en Chascomús, diputado provincial durante los gobiernos de Frondizi y Guido y diputado nacional bajo la presidencia de Illia. Como flamante titular del comité provincial de la UCRP, ya se perfilaba como un cuadro de centro-izquierda que empezaba a alejarse de la línea unionista y conservadora del balbinismo, dirección que se acentuaría tras la caída del gobierno constitucional.
Hacia esa posición de orientaba  Cavalcanti, que meses más tarde sería designado como delegado de la UCRP Nacional en Catamarca para dirigir la etapa final de la campaña electoral, lo que dejaba visible su posicionamiento dentro del partido y en el plano político.
“La distinción conferida a nuestro convecino eleva así a una posición de trascendencia nacional a un auténtico radical, forjado en las duras luchas que no supieron de desmayos y que cobraron dimensiones singulares cuando ser opositor a los gobiernos traía aparejada una gran dosis de heroísmo”, destacaron los matutinos locales.
Pero la convención en la provincia del norte finalmente no se haría.

La última actividad como legislador de la que se tiene testimonio fue la presentación de un proyecto de ley, en conjunto con su par Juan Carlos Maffía, por el que se autorizaba al Banco de la Provincia de Buenos Aires para acordar al Poder Ejecutivo un crédito destinado a la construcción e instalación de establecimientos para alojar y reeducar a menores sometidos a proceso.
La iniciativa se argumentaba sobre “la lamentable situación que se origina por la carencia de institutos que puedan cumplir una tarea de verdadera readaptación con los menores delincuentes, ya que al ser alojados en convivencia con avezados malhechores, la tenencia por el Estado contribuye a una mayor corrupción, con el grave problema que ello entraña para los damnificados y para la sociedad”.
Una semana después, el 28 de junio, devino el golpe militar de la Revolución Argentina, que derrocaba a Arturo Illia de la presidencia de la Nación, de Anselmo Marini de la gobernación y de Jorge Lombardo de la intendencia marplatense.
El golpe de Juan Carlos Onganía, en su carácter de dictadura permanente, disolvió los cuerpos legislativos, la Corte Suprema de Justicia y los partidos políticos.
Pero lejos de quedarse en lamentos, Cavalcanti, junto a varios dirigentes marplatenses, participó de la reunión convocada por el Comité Provincial, que con mucha discreción y a instancias del Dr. Raúl Alfonsín, se realizó en la ciudad de Avellaneda. Tiempo después Alfonsín fue detenido por un breve tiempo por haber pretendido abrir el comité.
Con el tiempo fue estrechando sus contactos con los sectores de centroizquierda, como el socialismo y comenzó a desarrollar, desde la Provincia de Buenos Aires, un pensamiento socialdemócrata dentro del radicalismo, que tendría un considerable impacto en la juventud. Rechazó expresamente la lucha armada como camino de progreso social y apoyó la consigna “elecciones libres y sin proscripciones”.  La lucha dentro del partido iba tomando nuevas aristas.
Para Cavalcanti, entusiasta defensor de las formas democráticas y firmes convicciones, pero a su vez un vehemente antiperonista, los caminos de negociación fueron estrechando sus caminos y, ya debilitado moral y físicamente, con 65 años a cuestas, fue cediendo terreno al paso de nuevas figuras en la conducción del comité. Tomó distancia, mas sin abandonar la pelea.
Era respetado por sus pares, a tal punto que poco a poco fue transformándose casi en una leyenda viviente del radicalismo marplatense y en fuente permanente de consulta. Pero bajó notoriamente el perfil batallador que le valió su prestigio y ya no tuvo mayor peso en las decisiones importantes. Participaba en actos menores, reconocimientos y agasajos a correligionarios que, como él, iban alejándose gradualmente de la escena política.



La última aparición pública probada data del mes de mayo de 72, en una comida en Miramar que tendría como presencias destacadas al ex presidente Arturo Illia y al ex gobernador Anselmo Marini, además del vicepresidente del comité provincial, Yoliván Biblieri, el titular del comité local, Albano Honores, y otros dirigentes menores.
Al almuerzo realizado en el restaurante “Rincón” asistieron unas setenta personas.
“Llamó la atención la escasez de gente -el restaurante tenía amplios claros- y fueron también pocos los aplausos a los oradores que expusieron al término del almuerzo”, graficó el cronista del matutino marplatense La Capital sobre el acontecimiento.
Los discursos fueron mayormente moderados, como si estuvieran en consonancia con la cantidad de público presente y el real contenido del agasajo. Allí, Domingo Cavalcanti fue arengado desde que se dispuso a hacer uso de la palabra –“Vamos… dale con todo, bien fuerte”, dicen que recomendó en un murmullo un joven que estaba a su lado-, pero su breve discurso sólo hizo centro en la figura del general Perón y el peronismo, eludiendo las vicisitudes del partido y el contexto que se atravesaba por aquellos días. “El 25 de mayo de 1973, luego de siete años de desgobierno vergonzoso, se entregará, dicen, el gobierno a quien elija el pueblo”, expresó, invitando a “no escuchar el canto de las sirenas de quienes proponen el frentismo”. A Perón lo calificó como “ese prófugo que prostituyó el país” y al peronismo, “década infame”. Y concluyó: “esa época no volverá porque el pueblo no lo quiere”.
El caudillo miramarense Honores, luego, enfatizó que “la lealtad a las ideas políticas es lo último que debe perder el hombre” y atacó la convocatoria de Héctor Cámpora –candidato de Perón y luego presidente de la Nación- para conformar la plataforma del Frente Cívico de Liberación Nacional, que reuniría a varias fuerzas políticas, entre ellas un sector del radicalismo. “Estoy de acuerdo en que debemos servir a la República, a la democracia y la libertad, pero jamás servir a aquel que nació de un mal vientre cuando nosotros nacimos de madres dignas”, sintetizó.
“Vivimos momentos difíciles, y el mejor modo de no equivocarnos es ser fieles a nosotros mismos y al partido. Vemos cómo se va oscureciendo el panorama, pero podemos encontrar nuestra brújula en los principios radicales que pueden poner fin a un país estancado. Pero algo debe quedar en claro: el radicalismo no va a estar en frente alguno”, fueron las mesuradas palabras de Anselmo Marini.
La alocución de cierre estuvo a cargo del ex presidente Illia, quien con su habitual acento cansino, de pie y con las manos en los bolsillos, hizo una defensa del estado de derecho, puntualizando que “el derecho no impide la revolución”. Pero descartó que la solución a los males del país sean los pactos. “No queremos dictaduras ni gobiernos que improvisan, porque en esto no se puede improvisar”, dijo. Y concluyó argumentando que “todos hablan de un cambio. Y es verdad, todo cambia. Pero el cambio debe tener como única base revolucionaria firme el derecho vivo, el derecho permanente”.
Hubo aplausos y, de inmediato, el desbande.


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(XXIV)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
Les Viviers
Claouey
33950 - France

19 April 1984

Querido amigo Hugo:
Gracias por tu carta, la recibí hace dos días. Me alegró mucho. Me pone contento saber que vas bien y que los problemas que tuviste se han resuelto. Yo sigo trabajando de cartero, sólo me queda una semana y ya está, “buenos días, Francia”. Este trabajo que tengo no me gusta mucho, es muy soso, pero me pagan bastante bien. Suelo ganar hasta 12.000 pesetas por semana y con ese dinero mes las apaño. Me cojo muchos pedos, y el problema es que al día siguiente me cuesta levantarme.
He recibido una carta de Anna “yo no me trago su leche” Keene. Se siente un poco chunga, tiene deudas y pronto quiere volver a España, pero no cree poder hacerlo. Preguntó por ti.
Me alegra saber que Pepé ha recibido el dinero que le debía. Se lo habría mandado antes si lo hubiera tenido. Es un tío muy majo, se portó muy bien conmigo, igual que tú. Cuando vuelva a Madrid pagaré el dinero que debo a José Luis. Ya sé que es un hijo de la gran puta pero es ajeno a mi carácter no pagar mis deudas.
¿Así que fuiste de copas con Sam Grant? ¿Se puso a leer su biblia en el bar? Es un buen chaval. ¿Tienes noticias de Ronnie? ¿Ya no te llevas bien con él? Personalmente yo no creo que sea mala persona, el problema es que algo no le va bien en el coco, es medio chiflado. También recibí una carta de Mme. Chardy. Me pidió que pusiera unos anuncios en la facultad de Manchester. Ya lo hice.
Me dijiste que te habían pasado algunas cosas, ¿qué cosas?
Bueno, empiezo a despedirme. Escríbeme pronto y dime si son correctos algunos de estos dichos: “meter la hoz en mies ajenas”, “ser gallina en corral ajeno”, “poner a uno como hoja de perejil”. Te doy mis señas de Francia, al principio de la carta. Voy a estar por allí a partir del 1 de mayo. Acudiré a la manifestación que tendrá lugar ese día y haré lo de siempre: Bodega + Botella = Tajada. (La gente unida/siempre estará bebida)

Alan


PS: Te cuento un chiste: Un muchacho escribe una tarjeta a Dios. Le pone: “Querido dios, soy de una familia muy pobre, no tenemos dinero, llevamos 8 días sin comer. Además, voy a tener 8 años la semana que viene. Por favor, querido dios, mándeme 8.000 pesetas para que mi familia me pueda comprar un regalo”. Los carteros la leen, se conmocionan, se apiadan del niño. Hacen una colecta y logran mandarle 4.000 pesetas. En la tarjeta ponen “de parte de Dios”. Al poco tiempo, el muchacho escribe otra tarjeta para dar gracias: “Querido dios, gracias por el dinero que me mandó. Recibí 4.000 de las 8.000 pesetas que le pedí. No se preocupe Ud., sé lo que habrá pasado: esos hijos de puta que trabajan en la oficina de correos deben haberme robado el resto”

Lolei. Memorias de lo inconfesable (23)


CAPITULO
23

A fines de febrero del 64, en su carácter de titular del comité local, Domingo Cavalcanti fue anfitrión de un encuentro con el secretario general de la vicepresidencia de la Nación, Dr. Francisco Monteagudo, que fue acompañado por varios dirigentes partidarios a nivel nacional. Significó, en parte, una reunión familiar, ya que el alto funcionario guardaba un parentesco cercano con su flamante nuera, Lola Monteagudo Tejedor, que había contraído matrimonio con su hijo Lolei en febrero del año anterior. Del agasajo participó la pareja, ocasionalmente de vacaciones en la ciudad.
Por esos días encabezó un encuentro con los diputados nacionales García Puente, Alfonsín y Tróccoli, quienes se aprestaban a participar del acto de proclamación de candidatos del oficialismo.



También participó de la multitudinaria recepción en honor al Dr. Mario Giordano Echegoyen, designado como embajador argentino en la República de Suecia. Entre los asistentes al ágape realizado en el club Mar del Plata estuvieron ministros bonaerenses, legisladores, altos funcionarios, concejales municipales, dirigentes, partidarios de la UCRP, autoridades universitarias y figuras representativas de los sectores del comercio, la banca y la cultura de la ciudad.
Cavalcanti, henchido de orgullo por el cargo diplomático de su gran amigo, ofreció una exaltada demostración de afecto. Luego hicieron lo propio el dirigente local Nicolás Trivissonno y el ministro de Educación de la provincia, Dr. René Pérez. El agasajado recibió numerosas atenciones. Y, muy emocionado, agradeció a todos los presentes los cálidos conceptos dirigidos a su persona.
Lolei reconoció que no prosperaron las gestiones de su padre para obtener una plaza entre la comitiva que acompañaría al delegado al país escandinavo.
-No fue algo que yo solicitara, más bien tiendo a creer que fue una idea que se le ocurrió para acrecentar su orgullo de padre y de político. Hoy creo que, en caso de haber existido concretamente la oferta, no hubiese dudado en aceptarla, aunque mi actualidad y mis prioridades en ese momento fueran otras. Y también creo hoy, si me apurás un poco, que ese ofrecimiento ni siquiera fue real. Lo cierto es que papá siguió sosteniendo su férrea conducta, trabajando a destajo por el partido y por el pueblo marplatense. Su camino a la diputación ya se avizoraba en un horizonte cercano.

La pronta visita de Ricardo Balbín a la ciudad, la primera tras delegar su candidatura y que permitiera la llegada al poder de Illia, lo encontró envuelto en una disputa que terminó en escándalo. Es que desde la Provincia se impulsó una importante reforma en el funcionamiento del Hospital Regional. La medida tuvo amplias repercusiones entre los trabajadores y las partes políticas que la defendían o atacaban. Invitado por Radio Mar del Plata a debatir la cuestión, el presidente del Comité de la UCRP se refirió al decreto de anulación dando su apoyo. En el auditorio estaba sesionando la comisión Pro Defensa de la Reforma, quienes al escuchar los conceptos de Cavalcanti, lo invitaron a participar del debate. El dirigente se negó y se retiró de la sala.
Un grupo de personas, mayormente mujeres, lo siguieron hasta la calle. En medio de imprecaciones e insultos, la discusión se agitó. Cavalcanti realizó un gesto airado hacia los manifestantes y como respuesta recibió una sonora cachetada y un carterazo por la cabeza.
La agresión fue ampliamente repudiada y ocupó un considerable espacio en los medios locales y nacionales. “Protagonizó varias escenas como esas”, volvería a recordar su hijo, sin precisar mayores detalles.


A fines de ese año se concretaba uno de sus proyectos más anhelados, anunciado durante su asunción a la jefatura del partido: la inauguración de la nueva sede del comité, ubicado en San Martín 3784. La construcción del edificio contó con la adhesión de un buen número de partidarios que colaboraron con la adquisición de bonos rescatables emitidos para la ocasión.

Orgulloso, Cavalcanti expresó su deseo de que la nueva sede partidaria contribuyera al total y definitivo afianzamiento del radicalismo, como una obra de inestimable proyección de futuro no sólo para el partido sino además para la ciudad.
La presentación del local coincidió con el lanzamiento de candidatos para las elecciones de marzo del 65, y contó con la presencia de Ricardo Balbín, entre otros destacados dirigentes. Allí se conoció que integraría la lista de postulantes a diputados provinciales por la quinta sección, ocupando el cuarto lugar detrás de Raúl Espondaburu, el también marplatense Ángel Roig y Omar Goñi.
La UCRP marplatense que conducía Cavalcanti encaró una decidida campaña proselitista sustentada en promesas de más educación, salud y obra pública, y el respaldo directo del gobierno provincial de Anselmo Marini y el nacional de Arturo Illia.
Los rivales directos en la contienda eran el Partido Socialista Democrático y la Unión Popular, que se encuadraba en torno del peronismo.  En la UCPR se mostraban confiados por hacer una buena elección, que le permitiera recuperar bancas en el Concejo y dar pelea concreta al Socialismo en el camino a la intendencia.
Los antecedentes a nivel municipal mostraban que el partido oficialista había obtenido un cómodo triunfo en las elecciones comunales del 63, con 42.407 votos, quedando en segundo lugar el voto en blanco –reproduciendo la tendencia a nivel nacional- y la UCRP tercero, con 14.535 sufragios, lo que marcó una considerable diferencia. La directriz, dos años después, no tendría demasiadas variantes.
Las elecciones legislativas del 14 de marzo se efectuaron con absoluta normalidad, dentro de los parámetros de la época. A nivel nacional, la Unión Cívica Radical del Pueblo triunfó en Capital Federal, Santiago del Estero, Santa Fe, Misiones, Chubut y Entre Ríos; los peronistas (emboscados bajo otro nombre) en Buenos Aires, Córdoba, La Pampa, Santa Cruz y el Chaco; los neoperonistas en Río Negro, Neuquén, Tucumán y Salta; los conservadores en Mendoza, Corrientes y San Luís y la UCR bloquista en San Juan.
El total de sufragios dio a la Unión Popular (peronismo, que no le quedó otra alternativa que enmascararse tras un nombre de fantasía) 2.883.528 votos y a los radicales oficialistas 2.724.259.
En la provincia de Buenos Aires, Unión Popular (24) y la UCRP (18) casi monopolizan las bancas, quedándose con 42 de las 46 en disputa; la Unión Cívica Radical Intransigente se quedó con 2 y el Partido Socialista Democrático con otras 2.
En la Quinta Sección, la perteneciente a Mar del Plata, la victoria fue para la UCRP, que obtuvo 98.830 votos, seguido por los 91.436 de la Unión Popular y los 29.890 del Socialismo Democrático. De esta forma, al partido ganador le correspondieron 5 de los 11 lugares disponibles; 4 fueron para la UP y 2 para el PSD. Resultaron electos diputados Raúl Espondaburu, Ángel Roig, Omar Goñi, Domingo Cavalcanti y Pedro Viders por la UCPR; Francisco Vistale, Juan Carlos Savio, Enrique Guerci y José Gómez Acosta por la Unión Popular; y Judit López Faget y Carlos Durán por el partido Socialismo Democrático.
En Mar del Plata hubo sorpresas: fue claro el triunfo del peronismo, encuadrado detrás de la Unión Popular, en un distrito donde la lucha parecía polarizada entre el oficialismo y el radicalismo.
“En el quehacer político siempre hay una historia de lo que se promete hacer y otra historia de lo que se hace. Lo único que queda como saldo es el escepticismo de un pueblo –cuando no se cumple- que sabe que detrás de las palabras declamadas se esconden las obras y las esperanzas frustradas. Por eso la política que actualmente se practica en Mar del Plata por un oficialismo que solo mira, defiende y sirve a su propio interés, se ha convertido para la población en la continua práctica de una demagogia con fines electoralistas. Ahí está el motivo de ese extraordinario triunfo de la ciudadanía marplatense y el porqué la UP polarizó la enorme mayoría de la voluntad ciudadana”. Así explicaba la victoria el concejal electo Eduardo Tesseire, candidato en primer término.
En ese sentido, el diputado electo Cavalcanti, en su carácter de presidente de la UCRP local, destacaba el resultado obtenido: “Confiábamos en un logro favorable, pero los guarismos demuestran que el socialismo democrático ha perdido totalmente su predicamento en esta ciudad. Me siento satisfecho por los resultados y el hecho positivo de haber aumentado en más de 10 mil votos respecto de 1963 y haber superado al socialismo democrático”.
Rodeado de numerosas muestras de afecto y felicitaciones, el futuro se presentaba promisorio para el veterano dirigente radical, tanto en sus aspiraciones partidarias como personales.
El acceso a una banca en la legislatura provincial era un premio a su valerosa trayectoria como hombre público. Su activa participación y sus ideas democráticas lo llevaban a nuevos rumbos, pero con las mismas convicciones.
Sin embargo, la aventura no duraría demasiado.


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(XXIII)
Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Academia de Idiomas Gref
Calle Santa Engracia 62 4°
Madrid – España

De: Alan Rogerson
I Bradgate Street
Ashton –II-Lyne
Tameside - Manchester

8 February 1984

Querido Hugo:
Gracias por la tarjeta. Te debo decir que me emocionó. Da las gracias a todos los que firmaron.
Tengo una buena noticia: he conseguido trabajo. El día 27 de abril me marcho para Francia. Voy a trabajar en un camping a 55 kilómetros de Burdeos. Tendré que limpiar los servicios, las duchas, las caravanas antes de que lleguen los turistas. Me van a pagar 600 francos por mes. No es mucho, pero tampoco hago demasiado. Tampoco pago alojamiento ni nada. Además, me pagan el billete de ida y vuelta, pues me quedaré hasta el 16 de septiembre.
Conseguí este trabajo a través de mi sobrina. Cuando termine, me marcharé para España o para Portugal. Lisboa me interesa mucho, hay una English House allí. No sé, pues si tú no estarás en Madrid, ¿para qué volver? Tengo muchos amigos allí, pero si mi mejor amigo no estará, prefiero no ir. De todos modos aún no lo he decidido.
Cuando pienso en ti, en Pepé, en Julio y en toda la gente que conozco en Madrid me dan ganas de volver, pero cuando tengo la cabeza vacía, el corazón me dice que vaya a Lisboa. ¿Cuáles son tus planes? ¿Qué debería hacer? Espero que estés en Madrid. Me dijiste una vez que “lo que no pasa en un año, pasa en un día”. Llevabas razón.
Fíjate si no: hoy conseguí trabajo como cartero. Empiezo el 13, el día de mi cumpleaños. Con este empleo podré ahorrar dinero, pues me pagarán 13.000 pesetas por semana, unas 55.000 al mes. (¡Lo logré a través de un enchufe socialista, que son los mejores!)
También doy clases. Tengo una, que doy a un niño a quien le cuesta leer. Por la ayuda me pagan 900 pesetas por hora. Más adelante daré clases de francés y de castellano, pero sólo a los que tienen nivel bajo.
Dije a todo el mundo que Danny vendría para acá en mi cumpleaños. Le llamé por teléfono y dijo que no vendrá. El médico le pidió que no bebiera, que tendría problemas fatales si sigue bebiendo; el riñón no le va bien y sólo tiene uno. Me puse muy triste cuando oí la noticia. Es una persona cojonuda y lo quiero.
Me voy a despedir. Escríbeme pronto y dime qué harás en el verano. Dime si quieres que escriba a tus padres y por último da mis recuerdos a todos y dales las gracias. Un abrazo muy fuerte de tu amigo que no te olvida
Alan


PS: ¿Por qué no fuiste a Akela? José Luis se va a enfadar contigo. Le caigo muy bien y le habría gustado firmar esta tarjeta. Se ha portado como un padre conmigo y a Berta la considero como una madre. Los dos son “mi familia española”.

sábado, 24 de octubre de 2015

Lolei y la democracia



Lolei, entre la lucha colectiva y la resignación


En pocas horas hay elecciones en todo el país. Elegiremos un nuevo presidente. No es cualquier cosa. Tenemos por delante un gran desafío. Ir nuevamente a las urnas y ser responsables de poder elegir otra vez a quienes nos representarán para conducir el destino de nuestra patria  es una conquista que debería enorgullecernos como sociedad. Nos costó mucho poder alcanzar y mantener esto. Nos costó persecuciones, muertes, desapariciones, crisis económicas, represiones, desigualdad, especulaciones financieras, vaciamiento patrimonial, sometimiento cultural. Estuvimos de rodillas y hoy estamos en el sano proceso de querer volver a levantarnos.
Hoy, más allá de las diferencias de proyectos políticos y de los intereses individuales de cada uno de nosotros como votantes, estamos frente a la posibilidad de usar, con total libertad, la mejor herramienta a nuestro alcance para sentirnos protagonistas. Está en nuestras manos el derecho y el deber de conducir nuestra propia historia. Y esto es algo que no tendríamos que pasar por alto.
La democracia todavía puede ser perfectible, pero sigue siendo el mejor sistema con el cual podemos proclamar a nuestros gobernantes, asumiendo el compromiso de luchar por la justicia, la libertad y la soberanía de nuestro pueblo.

Desde hace algunos años, cada vez que estamos frente a una elección tan importante vuelvo a acordarme de mi amigo Lolei. No solamente porque con él hablábamos de política y tratábamos de entender las causas y las consecuencias del ejercicio de la política en los actos más básicos de nuestras vidas, sino porque su propia historia estuvo atravesada, en buena medida, por el hecho político, como mecanismo de supervivencia, de lucha y de herencia familiar.
A mí me interesaba la parte familiar. El padre de Lolei fue un apasionado actor de su tiempo. Como militante y luego como dirigente en varios niveles, abrazó una causa y defendió con todas sus convicciones. Mal o bien, luchó por lo que pensaba con la mirada puesta en el prójimo.
Lolei me habló mucho sobre su padre y su militancia. (Más adelante nos ocuparemos con más amplitud de esa historia). Sentía un raro orgullo por él, si bien no compartió sus ideas por completo. La activa participación del padre de Lolei comenzó en Mar del Plata, hacia comienzos de 1940. Dentro de la Unión Cívica Radical, llegó a ocupar varias veces una banca en el concejo deliberante, fue la voz cantante de numerosas discusiones, presidió el partido a nivel local, estableció vínculos con destacados dirigentes del movimiento, profesó un antiperonismo furioso, llegó a obtener un lugar en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires. 

Domingo Cavalcanti (padre de Lolei)  en un acto
realizado en la plaza San Martín de Mar del Plata.
(Diario "La Mañana", 10 de mayo de 1958)
Se consideraba un auténtico defensor de la democracia, aunque supo aclamar y ovacionar el golpe de Estado de 1955 que derrocó a Perón. No se guardó ningún elogio para la autoproclamada “Revolución Libertadora” que destituyó a un presidente elegido por el pueblo para asumir el poder de facto. En criterios como esos radicaban las diferencias con Lolei. Cuando se es “anti –algo” se es capaz de defender lo indefendible con tal de no ceder un milímetro a evidentes postulados de la realidad.
Mi amigo Lolei se decía radical por herencia paterna, pero a veces pensaba más como peronista por sus propias convicciones. En esa disyuntiva pasó buena parte de su vida. Cuando su padre debió dejar la banca de Diputados en 1966, por el golpe de Juan Carlos Onganía, Lolei ya estaba trabajando en el ministerio de Economía. Luego pasó a la cartera de Educación. Aprendió a callarse sus ideas por conveniencia. El horno no estaba para bollos y el silencio significaba no solo salud sino trabajo. Lolei sí creía en la democracia. Y no le agradaba ver al peronismo proscripto. Si había que vencer al peronismo, debía ser a través de las urnas, pensaba Lolei. No por eso había dejado de votar a Arturo Illia en 1962, justamente con el partido Justicialista sin la posibilidad de participar en la contienda. Pero ya se sabe que las convicciones, a veces, también tienen sus límites intelectuales.
Diez años después del golpe de Onganía, que había dejado a su padre en el inicio de su ocaso como dirigente político, Lolei vio desde adentro cómo el denominado Proceso de Reorganización Nacional encabezado por Videla y sus secuaces detentaban la presidencia para poner en marcha una maquinaria de destrucción nunca antes vista. Desde su rutinario puesto de trabajo en Educación, se arriesgó a reclamar por el regreso de un sistema democrático y a denostar la presencia en el poder de los dictadores. Se le dio por alzar la voz en el momento menos indicado. Tuvo que ser aleccionado con un par de sesiones de masajes corporales: unos golpecitos, algunos días de encierro, un poco de picana. Se salvó de la muerte o la desaparición, pero las heridas internas nunca le sanaron. Lo dejaron “libre”: primero sin empleo, luego sin futuro. No eran días positivos en su vida personal y decidió marcharse. Esperó desde España.
En 1983 celebró a la distancia el triunfo de Raúl Alfonsín, un hombre a quien su padre conocía desde sus primeros pasos en la arena política, allá por mediados de los años 60. Se ilusionó por su presente y se entusiasmó por el futuro de su país. Se lamentó por no haber estado aquí para sentir de cerca el fervor popular por un nuevo regreso de la democracia. Pensó que la luz estaba encendida otra vez y no quería volver a perderse en la oscuridad. Pero Lolei ya no era el mismo. Él creía que, en ese momento, era necesario participar. “La democracia se consolida con la participación de todos nosotros”, me decía que se decía en aquellos días. Participación y compromiso, esas eran palabras necesarias para que la historia no volviera a repetirse.
Pero cuando había decidido regresar, su salud ya estaba resentida. No tenía fuerzas y su espíritu había flaqueado bastante. Sintió que era demasiado tarde. Cuando realmente estaba en condiciones óptimas de asumir el compromiso de la lucha, las limitaciones estructurales eran tan grandes que debía optar por cuidar su propia vida antes que arriesgarse a morir por una causa. Mucha gente murió por defender una causa justa y Lolei, en silencio, los admiraba, y se lamentaba no haber tenido encendido el espíritu de defender con el cuerpo lo que le dictaba su alma. Cada uno es un hombre de su tiempo y él no tuvo las agallas necesarias para enfrentarse a ese tiempo. Los poderes fácticos subsisten, en gran medida, en base al temor del pueblo. Eran días de miedo y Lolei lo sintió. Cuando creyó que el miedo a la lucha había desaparecido, lo que se había engendrado en su interior era otro miedo, más profundo, más paralizante y más elemental. Su presente y su futuro eran un enigma. Estaba enfermo y con pocos medios de subsistencia. La preocupación pasó a ser individual. La causa democrática debe ser colectiva, y Lolei ya no estaba para responsabilidades comunes. "Para mí, el tiempo de la lucha colectiva ya pasó”, me dijo.
En parte llevaba razón y en parte se equivocaba. Lo que se había evaporado era su propio tiempo para la discusión colectiva, eso era cierto. Él creía que el poder del pueblo se construye desde la democracia, desde la participación individual con conciencia colectiva. Cuando quiso ejercer ese deber, no había condiciones de seguridad que se lo permitieran. No era fácil expresarse sin arriesgar nada. Luego se le hizo tarde. La  democracia se fue rehaciendo a los tumbos, pero así y todo fue alcanzando una próspera consolidación, con diferencias y discusiones, con proyectos no del todo convenientes para muchos, con una mayoría postergada por decisiones mezquinas que favorecían a pocos. Pero seguía en pie. Para quienes vivieron épocas de terror como él, existían condimentos dignos de ser celebrados. Lo que sí le preocupaba era una creciente pérdida de interés por la verdadera participación, esa que debemos ejercer como ciudadanos activos para querer modificar la realidad. El rol del sujeto democrático debía exceder el simple acto de poner un sobre con la boleta más conveniente dentro de una urna y esperar otros dos años para repetir el procedimiento. Había algo que estaba fallando.

Cuando hablaba de esto con Lolei, yo era un muchacho de vientipocos años que había sido adolescente durante los 90. Formaba parte de una generación nacida en los años del miedo, del terror silenciado, que interpretaba el hecho político como un acto de mera aspiración personal, en el que los políticos se enriquecían a costa del esfuerzo de la mayoría. No estaba en nuestra agenda de jóvenes ni el interés por entender nuestro pasado ni la conformación de un futuro por fuera de lo personal. El individualismo primaba en nuestras decisiones, de suerte que si me iba bien en la vida yo era el único artífice de mi éxito, pero si nos iba mal era por culpa de una clase de dirigentes políticos que tomaban malas decisiones y se robaban todo lo que debería ser para el pueblo. No existía el entorno ni la coyuntura. Las cosas sucedían porque sí. Éramos como sujetos inanimados, sin conciencia social, sin más esperanza que la de salvarse uno mismo a cualquier precio. Votábamos porque una ley así nos lo exigía; del resto se encargarían los políticos. Nosotros estábamos para llenar nuestras modestas vidas de acuerdo a las directrices de una autosatisfacción regida por las leyes del mercado de consumo. Si alguien tenía el tupé de tratar de inquietarnos con una propuesta medianamente ligada a “lo político”, huíamos despavoridos a refugiarnos bajo las faldas de la moral y las buenas costumbres mal aprendidas del ciudadano de bien que no se mete en cuestiones oscuras. Nosotros éramos buenos y los políticos eran malos. Y si el país se iba a la mierda por malas decisiones de los políticos, nosotros nos quedábamos cruzados de brazos, esperando un milagro que llegara desde el puto cielo para revertir la cagada. “No fuimos nosotros, fueron ellos”, decíamos señalando con el dedo acusador a los “verdaderos” responsables, como si con eso nos bastara para exculparnos. Éramos la herencia viviente de gobernantes nefastos, y nada podíamos hacer para modificar esa realidad.
Lolei no entendía esa parte del pasado reciente de jóvenes como yo, mayormente desinteresados en la construcción de una realidad colectiva y, además, educados con todas las limitaciones posibles sobre el conocimiento de nuestra historia. No podía entender la resignación, la falta de esperanza de nosotros los jóvenes. “Yo –me decía- soy quien debo estar resignado. No tengo tiempo de pensar más que en mí mismo porque tampoco tendré tiempo de vivir otro cambio. Lo mío es apenas sobrevivir. Pero vos que sos joven, si no podés soñar con cambiar esta mierda, realmente vos y este país van a estar perdidos en serio”.
Pese al consejo, la resignación era un estandarte que mi amigo Lolei mantenía elevado a cada momento de nuestros días de convivencia. Era contradictorio pero razonable a la vez. Yo no comprendía todavía que gran parte de esa claudicación tenía una derivación directa con el entorno político que nos rodeaba.

Ahora recuerdo un par de situaciones.  A poco tiempo de conocernos, a mediados del año 2000, se suicidó el Dr. René Favoloro. Un tiro en el corazón se rajó ese hombre que se hizo grande por curarlos. Tomó una decisión extrema que horrorizó y sorprendió a todos, y dejó en evidencia cómo una sociedad corrupta, manejada y dirigida por dirigentes y hombres corruptos, podía conducir a las peores consecuencias. “Quizá el pecado capital que he cometido, aquí en mi país, fue expresar siempre en voz alta mis sentimientos, mis críticas, insisto, en esta sociedad del privilegio, donde unos pocos gozan hasta el hartazgo, mientras la mayoría vive en la miseria y la desesperación. Todo esto no se perdona, por el contrario se castiga…”, escribió el cirujano en su carta de despedida.
Ese hecho conmovió mucho a mi amigo Lolei.  Entendió que la esperanza dejaba de ser un valor elevado. Poco podía esperarse de un país regido por un puñado de privilegiados adormeciendo a todo un pueblo y postergándolo al indecoroso rol de mirón en una fiesta privada, exclusiva. Habían pasado casi veinte años desde la vuelta de la democracia pero el pueblo seguía sin despertar. Y lo que es peor, según palabras de mi amigo que recuerdo con una nitidez extraordinaria, “nos están cogiendo sin forro y sin vaselina, y pareciera que eso nos gustara”. Si el pueblo no se ponía en movimiento, esta vez sí estaríamos perdidos.

La otra situación tiene que ver directamente con Lolei.
Desde el día en que lo conocí y durante los siguientes tres años que vivió, Lolei estuvo esperando el beneficio jubilatorio al cual tenía derecho por haber trabajado toda su vida. El único problema era que sólo podía justificar veintitrés de los treinta años que obligaban la ley para obtener su jubilación. No importaba que hubiese tenido que exiliarse durante seis años por razones políticas, luego de ser echado de su puesto, y no haber sido reincorporado a ningún trabajo cuando regresó. Tampoco bastaron la infinidad de legajos presentados ante el Instituto de Previsión Social ni mis pedidos de auxilio ante toda clase de autoridades para tratar de que ese hombre de sesenta y cinco años, en estado de indigencia, sin ningún tipo de ingreso, pudiera tener una ínfima retribución que le permitiera pasar el resto de sus días dignamente. Sencillamente, no llegaba a los treinta años de aporte y punto; con eso bastaba para que le sea negado el derecho como trabajador a tener una jubilación decente.
Lolei murió sin haber recibido siquiera una miserable pensión.




Extractos de la carta enviada por Lolei en noviembre de 1996 al Instituto Provincial
de Jubilaciones y Pensiones, solicitando un beneficio jubilatorio que nunca recibió. 
Con el paso de los años comprendí que esa injusticia tenía un claro trasfondo ligado directamente a cuestiones políticas. Me pregunté cuántas personas como él sufrieron el mismo rechazo y tuvieron que conformarse con terminar en medio de tamaña ignominia, a cuántos argentinos como Lolei les fue negado ese derecho elemental. Entendí que la exclusión es una decisión política. Que los representantes elegidos por el pueblo tomaron determinadas medidas para beneficiar a unos y dejar afuera a otros. Que la reparación de derechos corre por cuenta de los gobernantes, es cierto, pero no sería del todo posible si el pueblo se mantiene dormido, en la cómoda quietud de dejar que la dirigencia actúe en detrimento de las mayorías. Y que el hecho político no debe ceñirse al mero acto de la votación. Si queremos cambiar la realidad que nos rodea, es nuestro deber dejar de ser sujetos pasivos para transformarnos en animadores del cambio.
No puedo evitar imaginar qué hubiese sido de Lolei si la dirigencia de aquellos años hubiera tenido la voluntad política de restituir derechos elementales, como se hizo años más tarde, aunque todavía muchos se quejen de ese tipo de actos de justicia y vilmente los menosprecien. El cambio de época me hizo entender a qué se refería mi amigo Lolei cuando me decía que, pese a su momento de resignación, no hay que abandonar ninguna lucha, porque las transformaciones siempre son posibles.
Les guste o no les guste a muchos, esas grandes transformaciones vienen acompañadas de una mirada inclusiva, en dar oportunidades donde otros las niegan. Y, les guste o no les guste a muchos, entre ellos a quienes pensaron y siguen pensando como el padre de Lolei, las grandes transformaciones siempre llegaron cuando la democracia nos dio gobernantes que, con aciertos y errores, pensaron en las mayorías.
Hoy la democracia nos da ese tipo de posibilidades y dejarlas pasar es una condena a nosotros mismos  como pueblo. Las grandes esperanzas no se construyen en soledad. La democracia se defiende con participación. Y la política hoy es la mejor herramienta para expresarnos y sentirnos parte de un proceso de integración, que promueve las oportunidades individuales y los valores colectivos.
Creo que a todos nos mueve una consigna, y es que podemos ser mejores como personas y como sociedad. Que el bien común lo hacemos entre todos. Podemos y debemos exigir una mejor calidad de gobernantes. Debemos acompañarlos con el voto y luego no abandonarnos, porque la libertad de elegir no nos exime de nuestras responsabilidades como ciudadanos. En las ganas de mejorar y en ser protagonistas está la clave. Celebremos que hoy podemos serlo.
Creo que Lolei hubiese estado feliz de vivir en un país como el que tenemos hoy.