sábado, 27 de agosto de 2016

Crónicas viajeras (1)

Un pueblo escondido,
una mina abandonada,
una aventura fantástica



Pueblo Escondido se yergue en un paraje de encanto, en el corazón de la Sierra de los Comechingones. Durante setenta años funcionó como albergue para los trabajadores de la mina de tungsteno, hasta que fue abandonado en 1969. Sus antiguas construcciones se han transformado hoy en un refugio de montaña, restaurante y zona de acampe; y sus pasadizos olvidados decoran el fondo de un valle con ríos y vegetación que regalan un oasis a sus visitantes. Justo arriba del pueblo se halla la cumbre del Cerro Áspero y varias minas que fueron cerradas.  Una aventura de tres días, entre la naturaleza y la historia.



El inicio de la travesía hacia Pueblo Escondido comienza en Merlo, San Luis. El transporte que lleva a nuestro grupo recorre unos veinte kilómetros de asfalto y nos deja en el “filo”, el punto de inicio de la caminata. Por el lapso de una hora vamos ascendiendo por camino de tierra, mientras autos, motos y 4x4 nos sobrepasan a toda velocidad. Vamos livianos y relajados.  En el puesto de “Tono” nos espera el guía con el equipaje. Tras un breve descanso y un almuerzo ligero, nos ponemos las mochilas e iniciamos el trekking.
Lentamente nos vamos adentrando al corazón de la Sierra de los Comechingones, al sur del Cerro Champaquí, por un sendero de piedras y arbustos bajos, que va trazando un descenso pronunciado. Si bien el nivel de exigencia es moderado, para sobrellevar adecuadamente el viaje es recomendable tener un buen estado físico. Nos tocó un día soleado y fresco, ideal para mitigar el cansancio. El peso extra de las mochilas nos obliga a mantener un ritmo sensato. A menudo descansamos, reponemos energía. Seguimos la marcha, sin apuro. Queremos disfrutar la caminata, llenarnos los ojos con el paisaje, absorber la naturaleza. El tiempo no cuenta, parece detenido. Es lo que buscamos. Así la caminata, si bien ardua, termina siendo amena.
Aproximadamente cuatro horas más tarde, sentimos la presencia de las primeras sombras del día. Estamos internados en el valle dominado por el cerro Áspero. Sorteamos el arroyo y entramos.

"El peso extra de las mochilas nos obliga a mantener un ritmo sensato"
"Estamos internados en el valle dominado por el cerro Áspero..."


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La primera impresión que se percibe al poner un pie en este pueblo es una serenidad absoluta.
La caminata ha sido placenteramente agotadora. Sabíamos que nos dirigíamos hacia un lugar perdido en un oasis rodeado de montañas y surcado por arroyos y cascadas que en su andar nos ofrecen el único sonido capaz de desafiar al amo y señor de ese remanso dormido: el silencio. Sabíamos que íbamos a buscar ese silencio, esa tranquilidad por la cual, sentimos ahora, valió la pena el esfuerzo de varias horas de descenso por senderos pedregosos, con un algunos cóndores vigilándonos desde la altura como únicos testigos de nuestro andar. Y ahora que pisamos ese páramo, ese destino anhelado, nos preparamos para disfrutar, para desconectarnos, para llenarnos de su paz y de su historia.

"...cóndores vigilándonos desde la altura como únicos testigos de nuestro andar" 

Dejamos las mochilas, comemos algo, descansamos. Mientras esperamos que el arriero llegue con las carpas y las provisiones, salimos a conocer los restos de la ciudad vacía. Vamos conociendo su historia.
Y entonces lo que se percibe ahora ya no es serenidad absoluta. Nace una mezcla de sensaciones. De repente se siente la presencia fantasmal de un poblado activo, con un trajinar incesante de obreros subiendo y bajando de la mina, ubicada en el medio del cerro, allí donde nuestra vista no alcanza a divisar más que un diminuto hueco clavado entre las piedras.  
Vemos (nos imaginamos y tratamos de revivir), a medida que caminamos entre el puñado de edificaciones gastadas por el paso del tiempo, cómo sería Pueblo Escondido con vida, cuando la soledad no parecía pesar tanto como ahora, cuando el silencio no era el dueño supremo. La atmósfera del lugar nos invita a imaginar cómo sería este paraje mientras la historia transcurría en tiempo presente, con los espacios llenos, con almas verdaderas, con gente trabajando. Con gente…

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En su época de esplendor, entre finales del siglo XIX y el año 1969, año del cierre definitivo de la mina, en Pueblo Escondido vivían decenas de trabajadores. Había instalaciones de molienda, concentración y separación de minerales por medios mecánicos, una usina propia, hospital, hasta teléfono. Un cablecarril de 300 metros de longitud para bajar el mineral hasta la planta. Un surtidor de combustibles.  Había viviendas para los mineros solteros–en su mayoría bolivianos y chilenos-, otro complejo para los casados. Había casas más cómodas para los jefes, y más confortables aún para los gerentes.
Por esos años, el tungsteno es un material raro y útil. No se lo encuentra puro sino combinado con otros elementos, formando dos tipos de minerales, la scheelita y la wolframita. La mina del Cerro Áspero proporciona wolframita, que contiene hierro, tungsteno y manganeso. Es el elemento que se funde a mayor temperatura (unos 3410°), y es codiciado para muchos usos: la construcción de filamentos de lámparas incandescentes, de resistencias eléctricas y electrodos, y de herramientas para corte a altas velocidades, como discos abrasivos y puntas de mechas. Esas aplicaciones generan temperaturas elevadísimas, que se deben soportar sin mella. Una bombita incandescente –de las que ya casi no se comercializan en nuestro país– trabaja a unos 2900°.
Pero el uso por el cual el tungsteno realmente se considera estratégico es la realización de aleaciones de acero muy resistentes al calor y al impacto, sobre todo para la industria bélica. Blindajes para vehículos, proyectiles de cañón. De hecho, la máxima demanda mundial de tungsteno se produjo durante la Segunda Guerra. Las grandes vedettes fueron allí los acorazados en alta mar y los tanques en los combates terrestres. Por aquellos años, el ritmo de vida de Pueblo Escondido –y de la mina- es incesante.

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Las condiciones de vida de los trabajadores no son nada envidiables. Cada día, sin solución de continuidad, cuadrillas de mineros caminan cuesta arriba unos tres kilómetros desde el pueblo hasta la mina. Reemplazan a otros trabajadores que, tras cumplir su jornada de labor, bajan para descansar. Se trabaja a “cama caliente”. Al terminar cada turno, los obreros que bajan duermen en los mismos lechos que ocuparon aquellos que suben. Viven en el complejo habitacional de los solteros, de dos plantas, que admite hasta ocho camas cucheta por cuarto, donde duermen dieciséis personas.
Frente al arroyo, en viviendas más “lujosas”, viven los obreros casados. Hay pocas mujeres en el pueblo, que deben extremar precauciones cuando cruzan el puente hacia el sector de los solteros. Lo hacen a diario, porque a pocos metros está el comedor común, que hoy funciona como refugio comunitario, y allí las mujeres ofician de cocineras o se encargan de tareas de servicio. Los mineros permanecen hasta nueve meses en el pueblo y la abstinencia sexual se transforma en un enemigo difícil de combatir. Animarse a cortejar a unas de las mujeres de sus compañeros puede ser causante de feroces peleas. Las reglas del juego y las condiciones de vida son muy arduas para los mineros, en muchos sentidos. Para mitigar el obligado ayuno sexual, los mineros “solteros” deben caminar varios kilómetros a través de la montaña hasta el refugio de “El Yugoslavo”, un precario antro de piedras enclenques y techo de paja donde, esporádicamente, visitan a las prostitutas regenteadas por un oportunista baqueano que sabe dónde explotar tan rentable negocio. Un módico alivio entre tanta penuria.

Un descanso en el refugio de "El Yugoslavo".

En Pueblo Escondido las diferencias sociales son visibles. Los mineros solteros, que viven hacinados “de este lado” del arroyo, deben cruzar el puente hacia “el otro lado”, en un paso obligado en el camino hacia la mina. Del “otro” lado, las condiciones de los habitantes son algo más favorables. A ambos lados del largo corredor que atraviesan, los mineros observan las casas donde vive el personal jerárquico de la empresa - jefes, ingenieros, contadores-, que tienen dos o tres habitaciones, baño privado, muebles, camas cómodas. La ferretería, la enfermería, el almacén son linderas a esas casas.
 Al final del pasillo, ven la puerta siempre cerrada de la estancia de los jefes, un lugar al cual acceden en pocas ocasiones. Detrás de esa puerta hay un espacio reservado, casi exclusivo. Un patio amplio, una casa con varias habitaciones, baños con agua caliente e inodoro. A los ojos de los obreros, un verdadero lujo, un ámbito insospechado e inaccesible. En el último tramo del pasaje que los depositará en el camino escarpado hacia la mina ven la pequeña mansión de gerente, en el punto más alto del pueblo. Desde allí, como una torre vigía, el regente puede custodiar todo el pueblo, de punta a punta, de arriba abajo. Es la torre de control. Es la cúspide del pueblo, de la escala social del pueblo.

El puente que une los dos sectores principales del pueblo

Sector de habitaciones de los mineros

 
"A ambos lados del largo corredor que atraviesan, los mineros
observan las casas donde vive el personal jerárquico de la empresa..."

Rueda hidráulica generadora de energía


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En el Pueblo Escondido la historia se funde con el paisaje. Sus antiguas construcciones se han transformado hoy en un refugio de montaña, restaurant y zona de acampe; y sus pasadizos olvidados decoran el fondo de un valle con ríos y vegetación que regalan un oasis a sus visitantes. El lugar donde nos alojamos no tiene luz eléctrica ni agua caliente. Pero como no caminamos hasta allá para buscar comodidades, en ese momento resultan solo datos accesorios. 
Fernando, nuestro guía, y Alan, su acompañante,  el “guía local”, disponen la organización de nuestra estadía. Tras el armado de las carpas, nos internamos en el refugio comunitario para mitigar el frío pegados a la salamandra. Mientras esperamos la cena, se juega a las cartas, se ayuda en la cocina, se descorcha un vino (regalo divino), se conversa. Se comparten la pizza y los chocolates. Nos desbandamos hacia un descanso deseado y merecido.

Nuestro campamento

A pesar de que nadie pegó un ojo por el frío, a la mañana siguiente nos levantamos temprano. El sol todavía no se hace ver. Desayunamos fuerte. Nos preparamos para alcanzar la cima del Áspero. El ascenso será lento. A medida que se avanza va entendiendo por qué eligieron ese nombre para el cerro. Por suerte hay sol y el aire es fresco. Casi al final del tramo más difícil, nos detenemos. Trepamos unos veinte metros de un ínfimo sendero casi vertical y llegamos a la entrada de la mina. Recorremos las ruinas de esos túneles húmedos y oscuros que alguna vez dieron sentido al pueblo. Apreciamos la obra del hombre sacando provecho de nuestra naturaleza. Es una hermosa experiencia. Una hora más tarde, llegamos a la cumbre. El esfuerzo tiene su recompensa. Desde allí todo es inmenso. El viento, el sol, el silencio. Se siente bien ahí arriba. Una grata forma de paz.

"El ascenso al cerro Áspero será lento..." 

La cima del Áspero. "Se siente bien ahí arriba..."

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Cuenta el geólogo Jorge Sfragulla, de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la Universidad Nacional de Córdoba, que “el yacimiento fue descubierto en 1894 por Guillermo Bodenbender, uno de los padres fundadores de la geología argentina. Era un geólogo alemán que vino como discípulo de Luis Brackebusch, a quien Sarmiento había traído a la Academia de Ciencias de Córdoba durante su presidencia. Bondenbender vivió 58 años en Argentina y su obra fue amplísima”.
La mina de Cerro Áspero funcionó desde finales del siglo XIX hasta 1969. Cerró al bajar el precio internacional del tungsteno, mientras al mismo tiempo el mineral de mayor calidad se iba agotando. Pero “la sentencia de muerte del yacimiento se dio por la entrada en el mercado mundial del tungsteno de la República Popular China, en la década de 1980. En la actualidad, el 85 por ciento del tungsteno que utiliza la industria mundial proviene de China, un 5 por ciento de Rusia, un 3 por ciento de Canadá, y el 7 restante de un puñado de países. La mayor concentración de minas de tungsteno en el mundo se encuentra en el sureste de China”.
Antes del aluvión chino, Argentina era exportadora de tungsteno. En esa época, alrededor del 70 por ciento de la producción nacional provenía de la zona de Concarán, en San Luis, mientras que el 30 restante se extraía de Córdoba.
En nuestro país el mineral de tungsteno se encuentra dispuesto formando “ojos” de algunos centímetros, contenidos en vetas de cuarzo, que es sumamente duro, de hasta un metro de espesor. Por ese motivo la extracción se hacía desde galerías cavadas en la roca, que seguían la veta hasta los 35 metros de profundidad. Se volaban con dinamita. Aún hoy pueden encontrarse algunas galerías con sus bocas abiertas. Por contraste, en China el mineral de tungsteno es arrastrado por los ríos, lo que hace que obtenerlo sea mucho más barato.
En la mayor parte de Europa las minas de tungsteno también cerraron con la irrupción del gigante chino. La última que aún continúa en producción es la de Panasqueira, en Portugal. En los últimos años, el tungsteno comenzó de nuevo a remontar sus precios internacionales debido a restricciones impuestas por China, con lo cual hubo expectativas de reabrir algunas minas. Esa idea no llegó, sin embargo, al Cerro Áspero.

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Tras bajar del cerro nos espera una reparadora comida. El sol comienza a esconderse tras la montaña y el frío se empieza a sentir. También el cansancio. Quienes tienen algo de resto físico se animan al rappel junto a un arroyo. Otros nos abrigamos junto a la salamandra. 

"Quienes tienen algo de resto físico se animan al rappel junto a un arroyo..."

La noche va cayendo pero aún es temprano. Y el tiempo libre abunda. Algunos nos cruzamos al otro lado del puente y nos refugiamos en el restaurant. Una exquisita cerveza artesanal, una modesta picada. De ese lado el ambiente es más cómodo. Hay calefacción, hay baño. Esa estancia, que alguna vez fue la vivienda de los jefes, es la más refaccionada y confortable del pueblo, donde funciona un servicio de alquiler de habitaciones. Es atendida por uno de los responsables de mantener “abierta” la ciudad, sobre todos los fines de semana y los feriados largos, las épocas de mayor concurrencia. Esa tarde hay varios caminantes “independientes”, de esos tantos que eligen pasar un par de días de descanso y se animan a caminar a través de las sierras sin guías. Hay quienes lo hacen en un día; van a la mañana y regresan a la tarde. Es un plan posible; sólo hay que conocer el camino  y animarse.

"...nos llenamos con un locro bien cargado..."

De regreso a nuestro refugio, nos llenamos con un locro bien cargado, de esos que levantan la temperatura. Y buena falta que hace. En todo el grupo está muy presente el frío pasado la noche anterior. Con una sustanciosa comida y ganas de no revivir esa sensación, nos arropamos lo más posible y nos metemos dentro de la bolsa de dormir con el cuerpo caliente. No hubo quejas al día siguiente. Esta vez dormimos y descansamos de maravilla.
La mañana siguiente es el día de dejar el pueblo, pero no el final de la aventura. Debemos volver al punto de partida. Todavía nos quedan varias horas de caminata. Queda visitar el Salto del Tigre, una imponente cascada de 27 metros al que se accede tras desviarse un par de kilómetros del sendero de regreso. Allí almorzaríamos antes de emprender hacia nuestro destino final, el mismo punto donde arrancó la aventura.

Salto del Tigre

Levantamos el campamento, preparamos el equipaje, desayunamos. Poco a poco nos vamos despidiendo de ese encantador vergel. Todavía ronda en mi espíritu esa agradable sensación experimentada cuando llegué al lugar: serenidad absoluta. Me acuerdo de las palabras del guía apenas arribamos: “es un lugar en el que te van a dar ganas de quedarte a vivir”. Tenía razón. Todos los viajeros dicen lo mismo apenas lo conocen. Pero  esa ilusión suena exagerada. El acceso a Pueblo Escondido no es sencillo, el aislamiento es completo, las comodidades no sobran. No debe ser difícil vivir allí. No es para cualquiera. Sin embargo, la sensación que sí se considera es la de regresar algún día. Siempre se desea volver al lugar donde se disfruta, donde una suerte de plenitud te llena el alma.
Pueblo Escondido es uno de esos lugares.

Julio de 2016






Fotos: Andrea  Wendik, Marcelo Molinatti y Horacio Molino. Gracias Horacio Molino por dejarme compartir tu video. Y a la gente de Argentina Extrema por sus servicios.

lunes, 8 de agosto de 2016

La noche de Benjamín







–Muere –susurra Benjamín.
Sube por la escalera, los pasos cortitos y titubeantes. En silencio, para evitar el menor ruido. Tiene sólo una razón para temer, y es que el mínimo descuido pudiera resucitar el alma del enemigo. A esa hora de la noche, Benjamín tiene la certeza de que él estará sumergido en un profundo sueño. “Muere. Ahora”, piensa, los ojos bien abiertos, la mirada endurecida por las penumbras del corredor, su pequeña mano apretando el cuchillo, los pasos cortitos e inseguros, terminando de subir la escalera.
La habitación está al final de un pasillo crepuscular. La luz mortecina de un candelero extenuado marca su camino. Sombras de sombras agigantan la diminuta silueta a medida que se acerca. Un cuerpo al acecho desplegando infinitas deformaciones proyectadas en las paredes, en el techo, en la alfombra cetrina, en la puerta cerrada de la morada límite. Benjamín, fehaciente en su andar, absorto en su arrebato de muerte, transita los últimos pasos de su inocencia con la fe de los criminales. “Muere”, repite en un murmullo aterrador, como el eco de un mandato nacido en sus pesadillas, de los monstruos nocturnos que azuzaban su instinto de supervivencia.

La voz aguardentosa que cada noche frecuentaba sus sueños infantiles se parecía a la de su madre. Se repetía de mil maneras diferentes, en tonos tristes o lozanos, a modo de precepto o de invitación. Se lo decían las aves, los árboles desnudos del invierno, las paredes manchadas de moho, los niños sonrientes de la plaza, el señor de bigotes que vendía boletos del ferrocarril, la mano delicada de un serafín alado que él identificaba con su madre, los monstruos con cabezas de dragón y gigantes bocas dentudas que lo emboscaban en fríos y desolados laberintos: “él quiere hacerte daño, Benjamín: tenés que matarlo”.
Benjamín huía o despertaba. Y su madre siempre estaba junto a la cama para arrullarlo y consolarlo. Sus caricias lo liberaban del espanto. Y aunque él se resistiera a dormir otra vez, caía vencido por esa voz hechicera, por la dulzura materna que lo protegía de sus horribles alucinaciones. Él le pedía que no se fuera, que se quedara toda la noche a su lado, que lo defendiera de esa voz maligna que le impedía descansar.
Y Benjamín volvía a soñar con sus ángeles perfectos, con los cándidos juegos de niños, con verdes prados bucólicos en la aurora, con sus trenes de chocolate y los mares infinitos de los cuentos del jardín de infantes. Su cuerpo frágil y sereno se arropaba en los brazos de su madre. Apenas el resuello silencioso de su pecho sosegado interrumpía el sepulcral mutismo de la siesta. Y el susurro convincente de su madre dictándole al oído las instrucciones para coronar su plan. Llevaba dos pacientes años haciéndolo.
Benjamín callaba al amanecer. Las palabras lo estrangulaban; aunque deseaba contarle a su madre –y sobre todo a su padre– la misión secreta de sus clamores nocturnos, no podía hablar. ¿Acaso ellos creerían que un coro de objetos y seres desiguales le dictaban un designio maléfico en sus sueños? ¿No sería para ellos más fácil interpretarlo como simples fantasías infantiles, meras sugestiones creadas a partir de los cuentos que escuchaba cada día, de los numerosos programas de televisión que no hacían más que alimentar su frágil y tierna imaginación? No podía despegarse del recuerdo de cómo eran castigados los mentirosos en las fábulas que relataban los mayores. La mentira era un pecado inaceptable. Y aunque de su boca no saliera otra cosa que la cruel y tormentosa verdad, el miedo a ser acusado de mentiroso era más fuerte que su necesidad de espantar los trastornos que lo acosaban. Tenía miedo, sobre todo, de verse obligado a cumplir las órdenes de las voces para acabar con las pesadillas.
La madre dejó de inspirarle confianza en medio de una siesta, cuando la descubrió hablándole al oído en un tono que no le costó reconocer. La expresión melodiosa con que lo defendía de sus alucinaciones había mutado en el sonido cavernoso y macabro del monstruo de cien cabezas de dragón instigándolo a matar a su enemigo. Cuando se despertó y la vio allí, tendida a su lado, adivinó que su madre era el monstruo del sueño. El grito de espanto se multiplicó. Tuvo miedo, por ella y por él. Pero no podía concebir semejante idea. “Mamá no es un demonio, es un ángel que me cuida”, pensó enseguida. Sin embargo, se sintió abatido y solo. Cada despertar a su lado ya no fue el mismo.
El padre se rió de su ocurrencia cuando por fin le contó el nudo de sus visiones. Se decidió a hacerlo porque una opresión en la garganta ya no lo dejaba dormir. Y porque intuía –las voces cada noche eran más claras– que era él quien le haría el daño anunciado. “Tu felicidad depende de esa muerte, Benjamín”, le había gritado un perro negro mientras lo perseguía por calles derrumbadas y ensangrentadas. La dueña de esos perros tenía la cara de su madre.
Nadie lo acusó de mentiroso. Tampoco lo reprendieron, como presumía. El padre se mostró indiferente y entretenido con la historia. La madre lo anestesió con una mirada severa y gélida, pero no hizo ningún comentario. Benjamín se sintió invadido por una soledad desgarradora. Sabía que sin su ayuda las voces apocalípticas no podían ser destruidas. Por el contrario, cada noche, cada sueño, crecían en persistencia y luminosidad.
En cada despertar abrupto estaba la madre, la cabeza sobre la almohada, la mano tibia enjugando su sudor. Benjamín, sin rechazarla, la percibía como a una enemiga. Las pesadillas ya no menguaban con ella a su lado. Y el murmullo hipnótico con que lo aliviaba parecían estruendos infernales horadándole el alma.

Ahora Benjamín camina a paso firme por el pasillo, esquivando sus propias sombras disfrazadas de fantasmas. Ya no le teme a los fantasmas; los ha dominado del modo más infantil: obedeciendo a sus órdenes. El cuchillo parece inmenso en su manito de juguete. Una sonrisa aciaga desfigura los últimos rasgos de pureza de su rostro. Se detiene un segundo frente a la puerta. Teme hacer ruido. Sigilosamente, aferra el picaporte y abre.
Avanza con decisión hasta la cama. Una penumbra exterior le permite ver la silueta tumbada del enemigo. Está de cara al lugar vacío de su acompañante. Aprieta los dientes y empuña el cuchillo con fervor. Alza el brazo en toda su extensión, dispuesto a imprimirle la mayor fuerza que pudiera concentrar para clavarlo de un golpe.
Benjamín está tan seguro que no titubea ni un momento cuando su padre despierta de repente y lo mira con un gesto de terror inenarrable. El aullido largo y siniestro también despierta a su madre, que duerme en la cama de Benjamín.
–Muere –grita Benjamín con su vocecita aguda, y se abalanza hacia la cama.
La habitación se llena de un silencio fúnebre.
Cuando la madre llega hasta la puerta, el cuchillo ya está clavado hasta el mango en la garganta de su esposo. La sangre emerge a borbotones. El charco crece rojo, caliente, goteando desde la almohada hasta el piso; crece mientras la última exclamación del muerto aún flota en la habitación. Benjamín está tieso. Estudia su obra con fascinación, en silencio; el gesto duro y vencido de su padre se perpetuará en su memoria. Es la imagen del vencido, la representación abreviada del terror inesperado. Es esa cara que Benjamín ha perfeccionado en su mente mientras recibía el oculto mensaje de terminar con aquella vida perturbadora.
–Muere suspira Benjamín. Pero su padre ya no lo escuchó.

De "Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece" (Dunken, 2006)