lunes, 8 de agosto de 2016

La noche de Benjamín







–Muere –susurra Benjamín.
Sube por la escalera, los pasos cortitos y titubeantes. En silencio, para evitar el menor ruido. Tiene sólo una razón para temer, y es que el mínimo descuido pudiera resucitar el alma del enemigo. A esa hora de la noche, Benjamín tiene la certeza de que él estará sumergido en un profundo sueño. “Muere. Ahora”, piensa, los ojos bien abiertos, la mirada endurecida por las penumbras del corredor, su pequeña mano apretando el cuchillo, los pasos cortitos e inseguros, terminando de subir la escalera.
La habitación está al final de un pasillo crepuscular. La luz mortecina de un candelero extenuado marca su camino. Sombras de sombras agigantan la diminuta silueta a medida que se acerca. Un cuerpo al acecho desplegando infinitas deformaciones proyectadas en las paredes, en el techo, en la alfombra cetrina, en la puerta cerrada de la morada límite. Benjamín, fehaciente en su andar, absorto en su arrebato de muerte, transita los últimos pasos de su inocencia con la fe de los criminales. “Muere”, repite en un murmullo aterrador, como el eco de un mandato nacido en sus pesadillas, de los monstruos nocturnos que azuzaban su instinto de supervivencia.

La voz aguardentosa que cada noche frecuentaba sus sueños infantiles se parecía a la de su madre. Se repetía de mil maneras diferentes, en tonos tristes o lozanos, a modo de precepto o de invitación. Se lo decían las aves, los árboles desnudos del invierno, las paredes manchadas de moho, los niños sonrientes de la plaza, el señor de bigotes que vendía boletos del ferrocarril, la mano delicada de un serafín alado que él identificaba con su madre, los monstruos con cabezas de dragón y gigantes bocas dentudas que lo emboscaban en fríos y desolados laberintos: “él quiere hacerte daño, Benjamín: tenés que matarlo”.
Benjamín huía o despertaba. Y su madre siempre estaba junto a la cama para arrullarlo y consolarlo. Sus caricias lo liberaban del espanto. Y aunque él se resistiera a dormir otra vez, caía vencido por esa voz hechicera, por la dulzura materna que lo protegía de sus horribles alucinaciones. Él le pedía que no se fuera, que se quedara toda la noche a su lado, que lo defendiera de esa voz maligna que le impedía descansar.
Y Benjamín volvía a soñar con sus ángeles perfectos, con los cándidos juegos de niños, con verdes prados bucólicos en la aurora, con sus trenes de chocolate y los mares infinitos de los cuentos del jardín de infantes. Su cuerpo frágil y sereno se arropaba en los brazos de su madre. Apenas el resuello silencioso de su pecho sosegado interrumpía el sepulcral mutismo de la siesta. Y el susurro convincente de su madre dictándole al oído las instrucciones para coronar su plan. Llevaba dos pacientes años haciéndolo.
Benjamín callaba al amanecer. Las palabras lo estrangulaban; aunque deseaba contarle a su madre –y sobre todo a su padre– la misión secreta de sus clamores nocturnos, no podía hablar. ¿Acaso ellos creerían que un coro de objetos y seres desiguales le dictaban un designio maléfico en sus sueños? ¿No sería para ellos más fácil interpretarlo como simples fantasías infantiles, meras sugestiones creadas a partir de los cuentos que escuchaba cada día, de los numerosos programas de televisión que no hacían más que alimentar su frágil y tierna imaginación? No podía despegarse del recuerdo de cómo eran castigados los mentirosos en las fábulas que relataban los mayores. La mentira era un pecado inaceptable. Y aunque de su boca no saliera otra cosa que la cruel y tormentosa verdad, el miedo a ser acusado de mentiroso era más fuerte que su necesidad de espantar los trastornos que lo acosaban. Tenía miedo, sobre todo, de verse obligado a cumplir las órdenes de las voces para acabar con las pesadillas.
La madre dejó de inspirarle confianza en medio de una siesta, cuando la descubrió hablándole al oído en un tono que no le costó reconocer. La expresión melodiosa con que lo defendía de sus alucinaciones había mutado en el sonido cavernoso y macabro del monstruo de cien cabezas de dragón instigándolo a matar a su enemigo. Cuando se despertó y la vio allí, tendida a su lado, adivinó que su madre era el monstruo del sueño. El grito de espanto se multiplicó. Tuvo miedo, por ella y por él. Pero no podía concebir semejante idea. “Mamá no es un demonio, es un ángel que me cuida”, pensó enseguida. Sin embargo, se sintió abatido y solo. Cada despertar a su lado ya no fue el mismo.
El padre se rió de su ocurrencia cuando por fin le contó el nudo de sus visiones. Se decidió a hacerlo porque una opresión en la garganta ya no lo dejaba dormir. Y porque intuía –las voces cada noche eran más claras– que era él quien le haría el daño anunciado. “Tu felicidad depende de esa muerte, Benjamín”, le había gritado un perro negro mientras lo perseguía por calles derrumbadas y ensangrentadas. La dueña de esos perros tenía la cara de su madre.
Nadie lo acusó de mentiroso. Tampoco lo reprendieron, como presumía. El padre se mostró indiferente y entretenido con la historia. La madre lo anestesió con una mirada severa y gélida, pero no hizo ningún comentario. Benjamín se sintió invadido por una soledad desgarradora. Sabía que sin su ayuda las voces apocalípticas no podían ser destruidas. Por el contrario, cada noche, cada sueño, crecían en persistencia y luminosidad.
En cada despertar abrupto estaba la madre, la cabeza sobre la almohada, la mano tibia enjugando su sudor. Benjamín, sin rechazarla, la percibía como a una enemiga. Las pesadillas ya no menguaban con ella a su lado. Y el murmullo hipnótico con que lo aliviaba parecían estruendos infernales horadándole el alma.

Ahora Benjamín camina a paso firme por el pasillo, esquivando sus propias sombras disfrazadas de fantasmas. Ya no le teme a los fantasmas; los ha dominado del modo más infantil: obedeciendo a sus órdenes. El cuchillo parece inmenso en su manito de juguete. Una sonrisa aciaga desfigura los últimos rasgos de pureza de su rostro. Se detiene un segundo frente a la puerta. Teme hacer ruido. Sigilosamente, aferra el picaporte y abre.
Avanza con decisión hasta la cama. Una penumbra exterior le permite ver la silueta tumbada del enemigo. Está de cara al lugar vacío de su acompañante. Aprieta los dientes y empuña el cuchillo con fervor. Alza el brazo en toda su extensión, dispuesto a imprimirle la mayor fuerza que pudiera concentrar para clavarlo de un golpe.
Benjamín está tan seguro que no titubea ni un momento cuando su padre despierta de repente y lo mira con un gesto de terror inenarrable. El aullido largo y siniestro también despierta a su madre, que duerme en la cama de Benjamín.
–Muere –grita Benjamín con su vocecita aguda, y se abalanza hacia la cama.
La habitación se llena de un silencio fúnebre.
Cuando la madre llega hasta la puerta, el cuchillo ya está clavado hasta el mango en la garganta de su esposo. La sangre emerge a borbotones. El charco crece rojo, caliente, goteando desde la almohada hasta el piso; crece mientras la última exclamación del muerto aún flota en la habitación. Benjamín está tieso. Estudia su obra con fascinación, en silencio; el gesto duro y vencido de su padre se perpetuará en su memoria. Es la imagen del vencido, la representación abreviada del terror inesperado. Es esa cara que Benjamín ha perfeccionado en su mente mientras recibía el oculto mensaje de terminar con aquella vida perturbadora.
–Muere suspira Benjamín. Pero su padre ya no lo escuchó.

De "Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece" (Dunken, 2006)

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