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jueves, 9 de junio de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (37)


CAPITULO
37

El doctor Mario Browne me atendió al día siguiente. Logré comunicarme desde un teléfono público a la salida de una clase en la facultad. Me presenté y expliqué los motivos de la llamada. Cuando nombré a Lolei pareció gratamente sorprendido. “Hace mucho no tengo novedades de él”, dijo. Solicité una entrevista personal. Aclaré que el viejo me había pasado una dirección de su oficina en la calle 8 y que justo en ese momento estaba a unas pocas cuadras.
Accedió sin reparos, “estaré aquí un rato más”, dijo.
Al cabo de diez minutos llegué frente al edificio. No me hizo pasar a su oficina, sino que me atendió en la puerta de calle, entre el bullicio de la peatonal. Browne aparentaba menos edad que Lolei, aunque era calvo, estaba vestido elegantemente y parecía serio y mesurado.
-He estado pensando en él-, me adelantó tras un formal saludo-¿Qué es de su vida?-, preguntó.
Expuse brevemente las vicisitudes más relevantes, haciendo hincapié en su estado de salud y las condiciones en que vivía. Mencioné la imperiosa necesidad de conocer el estado de su trámite jubilatorio.
Noté un creciente gesto de asombro y de incredulidad ante cada descripción que yo aportaba.
-Hay un problema: yo ya no tengo a mi cargo el expediente-, advirtió-. Después de ese inconveniente que tuvimos decidimos que lo más conveniente era pasarla a manos de un colega. Es raro que no te lo haya dicho.
Le manifesté que mi desconocimiento sobre el tema era casi absoluto; incluso le aclaré que recién el día anterior me había hablado de él por ese asunto y por ciertas trabas en el trámite.
-Y lo hizo porque yo se lo pedí, porque había mencionado algo como al pasar, meses atrás, y luego nunca más tocó el tema.
Me animé a preguntarle qué clase de problemas habían tenido y dijo que no importaba, “es un asunto del pasado, no tiene razón volver sobre eso”.
Al percibir que nuestra conversación ya se agotaba, le pedí datos del nuevo abogado. Hurgó en los bolsillos del pantalón, sacó una billetera y la revisó. Extrajo una tarjeta de presentación. No me la dio, sino que me hizo anotar un nombre, una dirección y un número de teléfono.
-Es la única que tengo-, se disculpó-. Andá a verlo cuando quieras a ver qué te dice. Lo único que puedo adelantarte es que la gestión está complicada, hay asuntos que no cierran; no quiero desmoralizarlos, pero veo difícil que le otorguen la jubilación, al menos en un corto plazo-, se sinceró.
No dije nada, ni siquiera atiné a preguntar las razones de su pesimismo.
Ya despidiéndome, reiteré el pedido hecho por Lolei: le dije que deseaba verlo, si no era mayor molestia, que pasara por su casa a visitarlo, más no sea como amigo. Dubitativo, Browne prometió que en algún momento lo haría.
-Me gustaría que viera usted mismo las condiciones en que está viviendo-, fue lo último que le dije.
Anoté mi número de teléfono por si deseaba llamar antes. Lo guardó en la misma billetera y nos despedimos con un apretón de manos.
-Nos vemos pronto-, agregué en el saludo.


Después de la entrevista con Browne me demoré en llegar a mi casa. Visité a una amiga, que vivía a pocas cuadras de la oficina del abogado. Charlamos un rato, entre mate y mate, sobre temas de la facultad. Como siempre me costó ventilar mis asuntos personales, preferí obviar la entrevista mantenida un rato antes.
Ya por esos días, cuando me preguntaban alguna novedad sobre el viejo, trataba de mostrarme optimista y sereno, a contar anécdotas de la vida conyugal –algunos amigos observaban en broma que Lolei era como mi pareja, y en parte algo de razón llevaban- o directamente a esquivar con elegancia la situación. Nunca me gustó cargar a mi gente cercana con angustias o preocupaciones íntimas. Pero en este caso, y después de batallar duro a solas, con el tiempo fui abriéndome en busca de compañía, de comprensión, de ayuda, de distensión. Y siempre, siempre recibí incondicionales respuestas y apoyo, sobre todo del minúsculo grupo de compañeros con quienes conviví en el trajinar diario durante aquellos meses.
Una visita sigue a la otra y, tal vez porque inconscientemente no deseaba volver a mi casa con malas noticias, pasé por una pensión de calle 50 a buscar otro de mis compañeros.
Era un hospedaje plagado de estudiantes y en la habitación de mi amigo no se acostumbraba a tomar mate. Las reuniones, sobre todo si eran de noche y más aún si hacía calor, se amenizaban con cerveza. Birra, faso, libros, música, inmejorables condimentos para solazarse después de un día intenso en actividad y abrumador en noticias. La reunión se extendió hasta casi la medianoche.
Volví demasiado tarde y, como era de esperar, Lolei estaba a los gritos. Alaridos estentóreos que oí desde la calle, desde el preciso instante en que coloqué la llave en la cerradura. Estaba agitado cuando entré a su casa.
Había estado llamándome durante las anteriores cuatro horas, según corroboré luego con el parte informativo de mis vecinas.
-Tranquilo, acá estoy-, dije con voz calma.
-Estas no son horas de llegar, hace como dos horas que te estoy llamando y no venís, ¿dónde estabas?-, inquirió con actitud policial. Y con un toque de mentira en sus dichos.
Yo, medio boleado como estaba, evité cualquier tipo de altercado y me tragué con soda la provocación. Eso de “estas no son horas de llegar” jamás me resultó simpático. Mi falta de libertad también tiene un límite.
Le avisé que esa noche la cena sería austera. “Tampoco yo voy a comer, así que guardá hambre para mañana”. Fui hasta mi departamento y al cabo de unos minutos bajé con un paquete de galletitas, una lata de paté y un vaso de leche fría.
Mientras untaba y repartía la limitada comida, le conté sobre mi encuentro con Browne y sobre el nuevo abogado. Cuando le comuniqué el nombre aseguró no conocerlo.
-¿Vendrá a verme?-, se interesó enseguida.
-Prometió venir-, respondí, contrariado por su repentino cuidado a la visita de su amigo antes que la marcha de su jubilación.
Cuando le narré sin mucho detalles el encuentro de la tarde, me resultó llamativo que no hubiese acotado ni preguntado nada al respecto. Decidí dar por terminada la jornada y anuncié mi partida.
-¿Estás borracho y un poquitín fumado, o me parece a mí?-, atacó de repente.
-¿Estás envidioso?-, combatí desde mi débil trinchera. Me miró sin decir nada-. ¿Estás envidioso porque no te traje nada?.
Adiviné en su cara que sí, estaba celoso. Me reí con ganas.
-Hasta mañana-, saludé aparatosamente.
-No te lo digo ahora porque estás cansado y seguramente no querés pelear, pero mañana tengo que contarte algo que se me había pasado por alto-, se cubrió con su típica pericia de viejo embustero.
Ni quise pensar de qué podría tratarse, le dije que “bueno, mañana me decís, ahora descansá”.
-Hasta mañana-, gritó cuando yo ya estaba entrando a mi casa.


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(XXXVII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Chez M Hugues Danic
2 Rue Malbec Ap.E10
Bordeaux
France

20 Octobre 1985
Querido Hugo:
Muchísimo tiempo sin recibir noticias tuyas. ¿Qué pasa contigo? Espero que vaya bien y que no te aburras demasiado. Te escribí hace dos meses y sigo esperando respuesta. Tal vez me has escrito y no me entregaron tu carta.
Las clases se reanudaron hace un mes y acabo de cobrar mi sueldo. Debo bastante dinero, así que no me queda mucho. Recibo más pasta en las próximas semanas.
Mi vida tiene algunas complicaciones. Hace un mes me asaltaron en mi casa. Eran cuatro golfos, entraron, me pegaron una hostia, me amenazaron de muerte, me amordazaron, me ataron las manos. Después intentaron asomarme al balcón. Fingí un desmayo. Me salvé de puta casualidad. Me llevaron el chequero y gastaron bastante dinero. Ahora tengo miedo de que vuelvan.
Recibí una carta de Kate. Acaba de pasar dos semanas en Madrid. Menos mal que no estuvimos, ¡nos habríamos cogido un pedo fenomenal! Conocí a una chica en la borrachera que tienen en Bayona. Me dijo que me escribiría y que vendría a verme. No tuve más noticias, no creo que quiera salir conmigo.
Doy clases en la escuela de Turismo. Van unas chicas guapísimas, ¡joder! Tienen 20, 22 años y son muy majas.
Ya no bebo tanto, pero de vez en cuando me apetece y me cojo un pedo y ya está. Hay un refrán en francés que dice “Qui a bu boira”, es decir, “quien bebió, beberá”. No dice mentira.
Hace mucho calor aquí. Dentro de dos días estoy de vacaciones. Ya que no estás en Madrid, no iré. Sabes que si no puedo verte, no me apetece esa ciudad. A veces pienso en el banco donde bebíamos coñac juntos. Nos volveremos a ver, estoy seguro. Vuelve a Europa de prisa. Pienso muchísimo en ti. Todos los días miro el buzón y no encuentro cartas tuyas, me digo ‘¿qué pasa con este tío?’
Para ir a la escuela de Turismo debo pasar por los muelles. Hay varias tiendas. En una hay sostenes grandes. Entonces pienso en Josefina. También hay bragas sexys y me imagino a Mme. Chardy, me gustaría mandárselos y ver su reacción.
Volveré a Inglaterra en Navidad. Veré a mi familia, pues la echo de menos.
Te mando un abrazo muy fuerte. Escríbeme pronto. Siempre pienso en ti, pues te quiero un mogollón. Tu amigo

Alan

lunes, 6 de junio de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (36)


CAPITULO
36

-Con esta actitud, nos vamos a quedar acá hasta que nos muramos, algo se nos va a ocurrir-, le dije imperativo, cuando regresé, a la hora de la cena.
El viejo seguía cabizbajo, aunque en realidad parecía dormido. Cuando olió la comida de la bandeja abrió los ojos gradualmente, de a uno por vez, como para que la realidad no le pegara tan fuerte. Amagó con sentarse.
-¿Qué me trajiste?-, inquirió semidormido.
-Arroz con queso, no te imaginás lo rico que está el queso-, conté mientras me acercaba para ayudarlo a sentarse.
Se acomodó a la espera de su ración. Serví dos abundantes cucharadas en el plato y se lo alcancé. Le entró duro y parejo, como siempre.
“Es como el ego, que es fácil de alimentar porque come cualquier cosa”, me dije.
-Está pendiente un tema del que poco hablaste-, comencé a decir mientras el viejo seguía masticando-. Todavía queda el tema de tu jubilación, de los trámites que estabas haciendo, ¿cómo avanza eso? ¿Quién está a cargo del expediente?-, pregunté.
-Un abogado amigo, Marito Browne, él tiene todo-, respondió después de tragar.
-Marito Browne… me suena ese nombre. ¡Tu viejo amigo de la juventud! ¿Y hace mucho que no lo vés, que no tenés alguna novedad?-, dije. Su silencio y su cara de yo no fui fueron respuesta suficiente para entender cuánto tiempo haría que se había desligado totalmente del asunto. “¿Cuánto hace que no lo vés: seis meses, un año, dos años…?”
Siguió sin responder.
-Debe hacer como un año-, dijo al rato, después de meditar largamente.
“Si dijo un año deben ser por lo menos dos”, adiviné.
Me atraganté con varios cuestionamientos: ¿cuánto más dejaría pasar para averiguar por el estado de la jubilación? ¿Por qué esperó tanto tiempo en avisarme quién estaba detrás del caso? ¿No sabe que si no estás encima de ellos los abogados, por más amigos que sean, no mueven un dedo para acelerar ningún trámite?
Resultó que el tipo se pasó años esperando sentado desde la casa que su amigo cayera un buen día con la noticia: “Lolei, ya estás jubilado”, nos damos las manos, “gracias por los servicios prestados”, “ahora sí que estoy salvado”. ¿No hubiese sido mejor idea tratar de contactar a su abogado antes que mendigar por los asilos con la escritura de un departamento plagado de quilombos? Pero elegí callar.
Terminó de comer y me pidió algo para beber: “¿podrá ser un vaso de vino?”
-Por supuesto que no-, dije categórico-, no tengo una bodega en mi casa y además hoy es miércoles; los días se semana no se toma alcohol.
Se rió, buscando el remate de un chiste que no existió. “El vino cuesta dinero, y como dinero para vino no tengo, con agua de la canilla te sostengo”, poeticé.
-Te salió un versito-, descubrió gracioso.
-Anotalo para tu libro, te van a llenar de elogios-, grité desde el baño, donde cargaba una copa con agua.
-Decime adónde puedo encontrar a Marito-, sondeé.
-Debo tener anotado su dirección y su teléfono por algún lado, no sé adónde, dejame pensar, dejame pensar-, repitió con cara de estar pensando.
Me pidió que le alcanzara una agenda vieja apilada entre los libros de la cómoda. Espanté una cucaracha aventurera del lomo, le saqué un poco de tierra y se la di. Buscó un rato largo, mientras yo juntada los platos sucios de la cena. Encontró referencias en la letra M.
-¡Acá lo tengo!-, celebró. Mario Browne. Este es…
Había un número de teléfono y dos direcciones. Una de ellas correspondía a la oficina, en calle 8, sobre la peatonal.
-Está a la vuelta de la facultad-, apunté- puedo visitarlo mañana mismo.
Anoté todos los datos en un papel y corté el papel. Se quejó porque le rompí la agenda.
-Contame algo del estado del expediente, para saber cómo encararlo a este tipo-, lo corté sin responder a la protesta.
-Está trabada por razones técnicas-, dijo. Desde el IPS sostienen que no cumplí los treinta años de servicio necesarios para solicitar el beneficio, pero presenté un amparo porque fui cesanteado injustamente de mi cargo en el Ministerio de Educación, en los años de la dictadura. Me echaron y no recibí indemnización. Y al poco tiempo tuve que exiliarme para salvar mi vida. Cuando regresé al país, con la democracia, desconocieron mis antecedentes y no fui reincorporado. Desde entonces no he tenido un empleo formal y no agregué aportes jubilatorios. La última presentación de pruebas para el legajo fue en el 97, cuando tres testigos declararon en qué condiciones debí dejar mi trabajo. A partir de ese momento estoy esperando un dictamen. Marito confía en que será favorable, pero no sabemos cuándo saldrá la sentencia.
Prometí ocuparme de Browne a la brevedad. “Me harás un gran favor”, festejó, “esa puede ser la solución que buscamos”. Y antes de que me fuera, me llamó a su lado y tomó mi mano:
-Si llegás a verlo a Marito, decile por favor que venga a verme, aunque sea como amigo, por favor que venga-, rogó.
“¿Aunque sea como amigo?”, me dije. Imaginé que algo raro merodeaba en ese pedido, pero le resté importancia.
-Te lo prometo, Lolei, te prometo que Marito Browne vendrá a verte.


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(XXXVI)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Chez M. Claverie
2 Domaine des Tourelles
33700 Merignac - France

21 Juillet 1985
Querido Hugo:
Acabo de volver de Inglaterra. Carlos no vino; lo esperé una semana pero no dio señales de vida. Me alegró que no lo hiciera, pues yo tenía sarna, que es muy contagiosa. Además, ni mi madre ni yo teníamos suficiente dinero y no habríamos podido aceptar el de Carlos. Tomar dinero de un huésped, eso no se hace. La próxima vez lo invitaré.
Espero que no te estés aburriendo en Argentina y que algún día regreses a España. Llevas razón cuando dices que ahora hay un océano entre nosotros, pero confío en que una vez que estés de vuelta y sólo estarán los Pirineos.
Las clases se reanudan dentro de dos meses. Tendré más trabajo, aunque de momento estoy a dos velas. Guardo dinero en el banco pero no lo sacaré porque está destinado a construir una casa en el futuro. Nunca volveré a vivir en Inglaterra; el gobierno es neofascista. Tampoco volveré a trabajar en la Academia de Chardy. Es una puta. La quería, y ahora ya no la quiero.
Tengo muchos defectos, pero nunca he puteado a nadie por nada.
Estuve en Inglaterra dos semanas. Fui a ver a Kate. Estaba tomando un baño cuando recibió tu carta. Se rió cuando le dijiste que debería casarse conmigo. La leí también y me reí mucho. Salimos juntos, nos cogimos un gran pedo. Kate me gustaba cuando estaba en Madrid. Cuando la vi en Navidad, me gustaba. Después volví a estar con ella y también me apetecía. Es muy maja y la quiero mucho. Se ve que me gusta Kate, pero no ligo.
Me marcharé dentro de un mes porque la pareja que me hospeda ha vendido el bar y deberé buscar un nuevo alojamiento. Tú dime cuándo estarás de vuelta en España. Me gustaría volver a verte y pasar mucho tiempo contigo. Sobre todo, quisiera cogerme una buena merluza contigo. Sabes que te quiero muchísimo. Espero que no estés enfadado si he hecho algo que te haya cabreado. Lo siento. Cuando me llamaste casi dijiste que estabas perturbado y por eso no me habías escrito. Enseguida me dije ‘este tío está cabreado porque le he hecho algo’. Si es verdad, te pido mil perdones. Te quiero mucho y siempre quiero ser tu amigo.
Escríbeme pronto. Da mis recuerdos a tus padres, que no me conocen y tal vez nunca me conocerán. Me despido. Te doy un abrazo muy fuerte. Vuelve pronto a Madrid. Te echo mucho de menos

Alan

sábado, 21 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (11)


CAPITULO
11

A los 19 años, Lolei se inscribió para cursar la carrera de Abogacía en la facultad de Derecho de La Plata. Emprendió el viaje tras el Festival de Cine del 54. Vivía con su tía Julia en un modesto departamento sobre calle 10 y comenzó a granjearse un lugar en los círculos más selectos. Mientras tanto, perfeccionaba sus estudios de idiomas inglés y francés, asistía a tertulias con los nuevos y numerosos amigos cosechados en el ámbito universitario. Vivía días de tranquilidad y disfrutaba del bienestar que le otorgaba un pasar económicamente holgado. 
El mayor de los hijos del ya concejal radical Domingo Cavalcanti y la maestra Florentina Palacios iba en camino a acrecentar el orgullo que sobre él cimentaron sus padres y gran parte de su numerosa familia.
Por aquellos días mantenía una nutrida correspondencia con antiguas amistades de su adolescencia en Mar del Plata, algunos de los cuales se quedaron en esa ciudad, en tanto que otros emigraron por razones de estudio. La mayoría de las cartas relataban nimiedades propias de jóvenes recién emancipados y sin mayores intereses que amoríos fugaces o sucesos mundanos que poco aportan a sus intereses intelectuales.
No es éste un dato menor. De esa época proceden los poemas más rematados de un Lolei que se va convirtiendo en un profuso lector y va puliendo sus primeras creaciones. Con el correr de los años, la comunicación con muchos de sus viejos camaradas iría menguando hasta casi desaparecer.
“Te escribo bajo los rayos de un tibio sol primaveral, sentada en mi lecho, admirando el paisaje que me ofrecen el arroyo y las pajas bravas del terreno baldío, mientras mis pensamientos se bullen pa’ acá, pa’acullá, pa’ donde dobla el viento”, cuenta su amiga Leda en una carta enviada desde Mar del Plata. La joven amiga divagaba entre superfluas acotaciones del quehacer terrenal y experiencias de índole más bien frívolas, con alusiones de un  humor y una animosidad rayanas a lo infantil. Con letra negligente y estirada, Leda gastó un par de carillas para notificar sin ampulosidad que acababa de leer una carta enviada a su hermana Delcia; para expresar su confianza de éxito en cierta asignatura que deberá rendir en la facultad; para pedirle que no utilice más el término ‘chuponcito’ porque le da asco; para acusarlo de desgraciado porque no responde a las cartas que le envían sus amigos al tiempo que cuenta, sin ponerse colorado, que entre sus actividades cotidianas juega a la canasta con sus amigos al menos dos horas cada día; para decirle, por eso, que puede irse ya sabe dónde; para tildarlo de engrupido y odioso, y pedirle más modestia a la hora de exigir regalos; para anunciarle que posiblemente se llegue hasta La Plata con el fin de saludarlo por su cumpleaños; para agregar que mientras escribe hay dos caballos que se están haciendo cariñitos; para recordarle que es un engrupido (“de falsas grandezas tapás tu pobreza con falso oropel”, como el tango Porque me das dique), y añadir que ese juicio es en broma pero debería hacerle un poco de caso; para revelarle que se termina la hoja y no vale la pena gastar otra para seguir escribiéndole; para, finalmente, en una posdata al margen y en sentido inverso, notificarle que volvió el Fini, todo tostadito y más churro que nunca.
No menos angustiante son los relatos de Marito Browne, compañero en el Colegio Nacional y camarada de fallidas empresas literarias, ahora en la Capital, también abocado al estudio de Derecho.
Con Marito, recordaría más tarde un viejo y achacado Lolei, compartieron los mejores años del secundario y fueron compinches de no pocas conquistas amorosas.
-La mejor parte la llevaba él porque era más pintón y charlatán, manejaba un Morris que era toda una novedad para la época, y no perdonaba una ocasión con ninguna mujer. No le daba pudor saberse un asqueroso-, se reía el viejo.
“Perdoname si molesto tu atención, superconcentrada en tu amada ausente, con estas vacías líneas”, poetizaba Browne antes de anunciar que su propia vida se deslizaba plácidamente como una góndola por las serenas calles del Venetto, sin líos ni patadas ni incendios. Le cuenta que está alejado del ambiente de las mujeres para poder rehacerse de su última relación, de la cual salió muy maltrecho. Una retirada estratégica, dice Marito. Porque quedó medio turulato del golpe de su contrincante. Y porque no puede reponerse, francamente. Pero promete que en cualquier momento llamaría a Mimí para ir alguna milonga, a ver si tiene alguna amiguita en buen estado.
De aquel pintoresco manojo de recuerdos epistolares, lo más importante se posa en el tratamiento que Marito elucubra sobre la embarazosa trama de desencuentros y tensiones en torno a Lolei y su historia con Helena y Teresa, una historia, por lo demás, de previsible desenlace. Browne ensaya una hipótesis que aclara poco: “Creo que la Negra Tere va al Mallinckrodt. En ese colegio a vos te conocen la Bubuchi, Mabel, Sara, la Negra López, Ivonne y la Bucky. Ahora bien, de todas esas, ¿quién conoce tu historia con Helenita? Indudablemente, la segunda: Mabel. Igualmente, no entiendo qué interés puede tener ella un hacerte daño irreparable y quebrantar tu gran pasión por la Tere. Podría ser peor que la bomba H y Gina Lollobrígida juntas. Bueno sería que ahora, que las cosas van como sobre rieles con la Negra, tengas que romper tu compromiso cuasi matrimonial porque sale a la luz otra vez el asunto de Helenita”
La respuesta de Lolei y los pormenores del intríngulis aún son un misterio para muchos.
Días después, el propio Browne acomete con la respuesta a una llamativa seguidilla de tres cartas en siete días enviadas por el profuso Lolei, entre abril y mayo del 54. La transcripción textual de sus líneas es esclarecedora:

Buenos Aires, 19 de mayo de 1954

Estimado novio oficial de la Negra Tere:
Recibidas tus cartas de los días 30/4/54, 2/5/54 y 6/5/54, y enterándome de su exitoso examen, declaro: me cago en vos. Me congratula que este, tu segundo compromiso del año (el primero fue con…) hayas podido salvarlo sin los tropiezos propios de un bestia como vos. Te felicito en serio por el éxito obtenido e insto a seguir por la senda de la superación para que la honra de tu familia y Mar del Plata toda tengan pronto, muy pronto, un boludo más con título. Así sea.
Continúo: voy a hablar un poco de mí porque si no esto es al fin de cuentas una sarta de boludeces que extractadas no dicen nada. Pero como de mí no hay nada que hablar, pasamos a otro tema. Noticias de la vida porteña no te puedo dar porque, como te conté antes, sigo alejado del ambiente. Con  decirte que recién hace dos días conseguí levantarme una mina, que es una “sierva”, lo único que conseguí en dos meses estando acá.
(Me voy a tomar la leche y sigo. Perdón, pero son las cinco)
Volví. Ahora que tomé el té soy bien peronista. El sábado salí con Antonio, que al final no sigue Medicina sino Derecho. El tipo este se va a pasar toda la vida eligiendo carrera. A Mimí hace como un mes que estoy por llamarla pero nunca la llamo; voy a ver si la llamo ahora para saber si tiene alguna milonga.
Acabo de llamarla pero no estaba porque se había ido a una academia de decoración. Hablé con la flaca Inés; te manda saludos y te felicita por el éxito obtenido.
Quiero aclararte que el día que me llamaste estaba en la escuela; si mal no recuerdo me telefoneaste un día jueves, y precisamente ese día tengo práctica de tiro (Tiro al blanco, con Mauser; no interpretes mal). Así que otro “año” que vengas tratá de que no sea un jueves.
El día que tenga guita (será de acá a veinticinco años) me voy a hacer una escapada a esa hermosa ciudad Eva Perón a pasar un fin de semana. Te avisaré unos días antes para que tengas preparada una fiesta, ¿entendido?
La semana pasada, caminando por Santa Fe, me encontré con… ¡Perla! Estaba más divina que nunca y la muy desgraciada se mandó una sonrisa que me dejó estúpido; te juro que si no fuera por la gente que había me la agarro y la chuponeo de arriba abajo.
Otro tema. Espero que a tu padre todavía no lo hayan detenido como decían… pero como están haciendo unas razzias bárbaras y se la tienen jurada… Yo no sé si allá pasó lo mismo que aquí el 25, que cuando los comités radicales de las secciones 7° y 8° se estaba festejando el triunfo (porque las noticias que traían los fiscales así lo hacían suponer), vino la policía y se llevó detenidos a los fiscales y los duplicados de las actas con los resultados. Y luego se anunció el triunfo del oficialismo. Si fue así como cuentan, debe ser fraude más vergonzoso de la historia política del país. Por eso espero que vos y tu familia estén bien y seguros.
Termino… Te mando unas fotos de la Fiesta de las Cruces en Ecuador. Después me las devolvés porque son las únicas que tengo y no puedo conseguir los negativos.
Ahora me voy a estudiar porque si no mañana me fondean en tres materias.
Saludos a cualquiera que veas y a vos un abrazo
M.B.

Varias consideraciones hizo Lolei, muchos años después, acerca de esta carta. Aunque en principio, poco y nada referido a la Negra Teresa y su supuesto compromiso.
-Era muy joven y estaba enamorado de ella, pero también pensaba mucho en Helenita, no sé, no tiene importancia ahora, no vale la pena hablar de eso-, comentaba el viejo, mientras barajaba un manojo de fotos de la época-. La cuestión fue que Marito tardó años en visitarme, en eso estuvo bastante acertado. Nos encontrábamos todos los veranos en Mar del Plata, a veces también en el invierno. Reencuentros habituales con toda la barra. Probablemente en el Bristol, donde integrábamos el grupo más numeroso. En esos años, en el Bristol se realizaban los bailes más distinguidos y al cual solamente tenían acceso los jóvenes de familias pertenecientes al sector de la aristocracia. Había porteros que actuaban con cierta severidad si alguien ajeno al medio intentaba colarse. También asistíamos a los famosos bailes que se organizaban en el Salón Dorado del Club Mar del Plata, donde recién promediando los 50, los jóvenes se atrevían a poner sus pies en tan selecto reducto. Eran tiempos en que Eduardo Armani con su jazz y Julio De Caro con su típica iban imponiendo un nuevo ritmo, por supuesto muy refinado. Debe haber por ahí fotografías de alguna velada tanguera con De Caro. A veces íbamos a Tajamar, la boite que Osvaldo Fresedo abrió en avenida Tejedor y Constitución. Fue la segunda boite de la ciudad; la primera fue Pancho Fredy, que estaba a unas pocas cuadras. A Marito le gustaba el tango mucho más que a mí; siempre fue habitué de las milongas en Buenos Aires. De todos modos, creo que le interesaba más las mujeres de los bailes que cualquier orquesta.
Con una inmensa caja llena de fotografías en blanco y negro apoyada sobre su regazo, esa tarde el viejo se aprestaba a despacharse una vez más con una de sus interminables historias juveniles. Me acomodé en la silla, encendí dos cigarrillos, le alcancé uno y escuché. Me gustaba oír sus historias.
-En Mar del Plata, igualmente, preferíamos pasar más tiempo en la playa que ninguna otra cosa. Toda nuestra vida transcurrió en torno al mar, eso es un hecho. Hay infinidad de historias en Playa Grande, en la Bristol, en La Perla. Nosotros nos juntábamos en La Perla, alquilábamos siempre la misma carpa cada verano. Mirá esta foto-, me dijo, alcanzándomela.
Era de enero del 55, en ese balneario. Un grupo unido y alegre, en la puerta del gran toldo. “Ahí están Alicia, César, Adolfo Sierra, Nancy, la gringa Mayer, las Díaz Vaccari (la rubia es Mimí, la de al lado es Inés), el Fede Dillon, el despeinado soy yo”, describió.
Al fondo de la imagen, algo alejada, como si no hubiese querido unirse al grupo para la foto (o no la hubiesen invitado) aparecía una mujer que miraba sonriente la cámara. Estaba sentada, casi acostada sobre una silla. “Parece una colada”, le dije, “pero no le hace asco a la cámara”. Le veía cara conocida; la había encontrado en otro retrato, estaba casi seguro de reconocerla por el peinado. “Esa es la Negra Tere”, se le escapó.
Sí, era la mentada Teresa, la misma que había visto tocando la guitarra dentro de una carpa; la misma que, en una foto de dos veranos anteriores, posaba solitaria en esa playa, sentada sobre la arena y con las manos sosteniéndose las rodillas, con el mismo peinado pero el pelo negro más corto, con una sonrisa tímida y fresca, un traje blanco, sus ojos claros refulgentes bien abiertos.
No pude más que decirle “qué linda era la Tere, viejo”. De verdad que era muy bella.
-Habíamos peleado, por eso se alejó del grupo para la foto-, interrumpió.
-Aunque no se la ve muy enojada, fijate la sonrisa; el irritado parece ser otro, sos el único al que no se le ven los dientes...
Sonrió con la boca y con los ojos, y me alcanzó otra foto en la que estaba otra vez la Tere, con un pañuelo al cuello, un modesto saco de lana y la sonrisa más ancha pero igual de atractiva. Estaba rodeada de dos mujeres, una morocha de pelo corto y cierta gracia, y una rubia con peinado ondulado y gesto melancólico. “Esta es Mabel”, dijo señalando a la primera; “la otra es Helena”.
-Me quedo con la Negra Tere de acá a la China-, apunté de inmediato.
-Igual esa foto es vieja, debe ser del 50 o 51- apuntó.
Me fijé en el reverso y le notifiqué la fecha: enero del 55, más o menos como las otras. “Ahora entiendo por qué la cara de culo: la de Helenita, la tuya en la playa y la que estás poniendo justo ahora”. Cambió enseguida el gesto, largó una sonora carcajada y le mandó saludos a mi vieja. Me pidió otro cigarrillo, que le alcancé ya encendido.
-Helena siempre andaba con cara de culo, como quien  vive con desgano, enojada con el mundo. Una pena, porque cuando podía –o cuando quería- era simpática, era amable, a veces hasta mostraba rasgos de buen humor. Pero se reía poco. Y eso la afeaba. La gente que no ríe se vuelve fea. No duramos mucho tiempo juntos, imaginate.  Eran muy amigas con la Tere, con Mabel, con Alicia, con Mimí también. Mimí tuvo un flirteo con Marito en el último año de la secundaria, pero no prosperó porque a él le gustaba demasiado andar atrás de otras polleras. Después siguieron siendo amigos, incluso creo que se llevaron mejor. La cuestión es que cuando me peleo con Helena empiezo a estar más seguido con Teresa, comenzamos a tener mayor confidencia, a contarnos más cosas que nos pasaban. La Negra Teresa siempre me había gustado, esa es la verdad. Pero había un inconveniente: Teresa no sabía de mi noviazgo con Helena. Es todo un embrollo complicado de explicar y fácil de entender. Todas estas muchachas eran un año menor que yo, lo cual significa que cuando yo terminé la secundaria, ellas entraron en el último año. La Tere ya estaba viviendo en Buenos Aires, Mabel se fue para allá ese mismo año y Helenita se quedó en Mar del Plata. Por esas cuestiones de mujeres, que personalmente me da trabajo entender, Helena y Mabel tuvieron una pelea, estando aún en Mardel. En ese tiempo me pongo de novio con ella, con Helena. Por entonces la Negra, que ya estaba en Buenos Aires, toma distancia de Helena, por carácter transitivo. A se pelea con B, y C hace lo mismo con B porque su cercanía a A. En fin. Yo trato de sacar ventaja y a medida que afianzo mi relación con Helena, dejo a Mabel y la Tere por los suelos, haciendo hincapié en la Tere, que había tomado partido por la otra y no por ella. No sé por qué insistía en castigarla si en verdad era la que me gustaba. A los pocos meses me separo de Helena, en no muy buenos términos. En el verano del 54 empiezo a noviar con la Negra, no sin dejar por los suelos a Helena. Después yo me voy a estudiar a La Plata y ella a Buenos Aires. Allá se encuentra con Mabel, que se traslada a la capital para hacer el último año de la secundaria, en el mismo colegio, el Mallinckrodt. Mi compromiso con la Negra Teresa marchaba de lo mejor; yo estaba enamorándome por primera vez en mi vida y creo que ella también. Pero la distancia complicaba un poco las cosas, pese a estar a pocos kilómetros. También estorbaba la relación el hecho de que sus padres no terminaban de aceptarme. Pese a ser abiertos en ese aspecto, nunca me dejaron entrar a su casa y cuando nos encontrábamos, lo hacíamos en un bar o en alguna plaza. De todas formas fueron pocas las citas que tuvimos en Buenos Aires antes de que todo estallara. Después me entero que Mabel y Helena se habían amigado. Por ende, también se habían reconciliado Helena y Teresa. Los años me fueron enseñando la capacidad destructiva de dos o tres mujeres que conocen a un hombre y sus intimidades, sus debilidades. No fue tanto como vaticinaba mi amigo Marito (“peor que la bomba H y Gina Lollobrígida juntas”) pero tampoco fue un lecho de rosas. El desgaste fue lento y mis artimañas no resultaron suficientes para salvarme. El final de la historia puede resumirse en esas dos fotografías: la primera, el grupo de amigos juntos en la playa con la Negra a un costado, alejada de todos pero más que nada de mí; la segunda, la misma Negra rodeada de sus amigas, pocos días después. A veces la amistad perdura más que el amor, ¿no? Ahora no estoy seguro cuándo se concretó nuestra ruptura. Sí sé que fue mi primer desengaño amoroso en serio, el primero que me dejó alguna herida en el corazón…
Cuando yo largué una ruidosa risotada, porque me causó gracia el trillado “herida en el corazón”, noté que Lolei inclinaba la cabeza hacia la fotografía que sostenía en su mano derecha, una mirada aciaga, casi perdida, que parecía recorrer el tiempo más allá de la imagen, como queriendo encontrar la eternidad de esa otra mirada que le devolvía el retrato.
-Tenés razón, era muy linda la Negra-, me dijo con una voz solemne mientras giraba la foto para mostrármela; era la de la Tere en la playa, sentada sola con la sonrisa tímida y graciosa-. Y eso es todo-, anunció-: una historia más de amores y desencuentros, sin ningún brillo, sin ninguna distinción, como no sea de que me pasó a mí. Tal vez un presagio para lo que vendría.
Le pregunté si la había visto después, qué había pasado con ella, con Helena, con Mabel, y como respuesta recibí un pedido inesperado.
-Dejame un rato solo que quiero dormir. Vení más tarde y traé cigarrillos y vino y te cuento una historia sobre Marito que te vas a caer de culo de la risa.






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(XI)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle Norte 8 (Chalet)
Salou – Tarragona

De: Alan Rogerson
I Bradgate Street
Ashton –II-Lyne
Tameside - Manchester

6 August 1983
Querido amigo:
Espero que te encuentres bien. Yo, regular. Como ya lo ves, estoy en Manchester, en casa de mi madre, y estoy aquí después de haberlo pasado muy mal. Tardé cinco días en llegar y la mala suerte que tenía todavía me asombra. Te lo voy a explicar todo.
Quedé con Claudia aquel día, un domingo, pues me dijo que me iba a pagar un billete para Lyon. Pero desgraciadamente, como un par de gilipollas, perdimos el autocar en Tarragona y tuvimos que pasar la noche en un hotel.  A las siete de la mañana cogimos el tren para la frontera. Te llamé un poco antes, fui a buscarte dos veces pero no estabas en la casa.
Llegamos a la frontera, yo casi cagándome, pasé a Francia. No me pidieron el pasaporte. No me gustó tanto el lugar. Desde ahí cogimos el tren para Narbonne, donde Claudia había quedado encontrarse con su novio. Este llegó en coche y pasamos la noche en un camping, en Toulouse. Al día siguiente ellos volvieron para España.
Claudia me dejó 1.000 pesetas, con ese dinero me las apañé. Te explico cómo: estuve esperando más de tres horas, hasta que un tío me cogió (en español, cabrón, no en argentino), me dejó a 100 kilómetros de Burdeos. Desde ahí una pareja de Manchester me llevó hasta Burdeos. Joder, Hugo, ¡nos cogimos un pedo en el coche!, y la noche la pasé en la calle, como tantas veces en Madrid. Al día siguiente intenté encontrar trabajo en Burdeos. Una hostia: me gasté casi toda la pasta, me quedaban 400 pesetas. De Burdeos me fui a un pueblecito cercano, donde pasé la noche. Hice autostop a París, y llegué en 6 horas.
¡Qué suerte! En París hay muchos camiones que van para Inglaterra, pero aquel puto día, ninguno. Fue al mercado de mercancías, al mercado del Norte. Pedí a muchos camioneros, pero nada, una chorrada. Pedí a uno que me llevara hasta el norte, para mi sorpresa dijo que sí. Me llevó a 120 kilómetros de la costa y del puerto. Anduve 4 kilómetros hasta el peaje. Un marica me llevó a Dunkerque. Pasé todo el puto día allí pidiendo a los camioneros que me llevaran a Inglaterra.
Era el viernes, y yo había salido el lunes. Un policía me aconsejó que me fuera a Calais, a 25 kilómetros de allí. Otra vez a dedo. Llegué en muy poco tiempo. Pasé casi 12 horas esperando. En Calais había un mogollón de ingleses. En vez de pasar por la aduana (viajeros sin coche) pasé por la aduana de coches. Había tantos que los polis no me vieron. Fíjate, Hugo, yo tenía 60 pesetas; me colé, tenía miedo. Me decía ‘¿qué me pasará si me piden el billete, y si me echan al calabozo y tengo que pagar?’. Cosas por el estilo me daban vueltas por la cabeza.
Cuando vi los acantilados de Dover sentí una alegría… Me dije ‘estoy en mi pueblo, estoy en mi tierra’. Pero esta vez bajé del barco con tres toneladas de mierda en mis calzoncillos. Afortunadamente no pidieron los billetes, pasé por la aduana y me sentí a tope, ¡de puta madre! Esperé tres horas. ¡Hijos de puta!, los ingleses no paraban. Pedí a un tío que me llevara a Londres. Me dejó en Windsor, ciudad en la que viven los ricos, la gente repipi, unas sabandijas. El tío era alemán y le acompañé porque no conocía Inglaterra. Windsor queda a 40 kilómetros de Londres, así que le pedí una ayuda porque quería ir directamente a Londres. Me dio 600 y con ese dinero cogí el tren. Llegué a la casa de Danny a las dos de la mañana. Estaba durmiendo pero se alegró mucho cuando me vio. Al mismo tiempo me recibió con una mala noticia: un buen amigo mío estaba muerto, lo habían asesinado.
Me fui a las 8 de la mañana. Cogí el autocar en Londres, que mi madre había pagado. Y eso es todo. Recorrí unos 600 kilómetros, crucé el Canal y llegué a Londres con 600 pesetas. Debería considerarlo como una hazaña. Pero cuando pienso en ello me vienen malos recuerdos: los últimos dos meses para mí significaron una puta mierda. Quiero olvidarme de ellos, no quiero que se repitan. Estoy hasta los putos huevos de no comer, de dormir en la calle, de tener deudas y no tener dinero para pagarlas, etc, etc, etc. Me gustaría agradecerte, hiciste todo lo posible por mí en Salou. Me salió muy mal por culpa de estos dos hijos de la gran puta; tú te portaste muy bien, de puta madre, tío. Pero el resultado fue lo mismo gracias a Nacho y Elena (y no digo que yo sea guapo, pero personalmente le considero bastante feo; no lo digo para desquitarme, es la verdad)
Otra cosa, Hugo: no sé si esto es la verdad o no, sólo te repito lo que me dijo Claudia respecto a los pajeros. Claudia me dijo, que le dijo Nacho, que me habían echado de la Academia porque me cogí un pedo. Yo paso de esta mentira. Pero lo más importante es que Nacho dijo a Claudia que vos eras un borrachín y que eras una persona sucia. Iba a decirte esto por teléfono aquella mañana, pero no tenía tiempo, te lo juro. Ahora, esto es lo que me dijo Claudia. ¿Por qué mentiría? ¿Con qué clase de gente estás viviendo? Si puedes, jódeles. No por mí, porque no les considero como seres humanos, sino por ti, porque tarde o temprano te van a joder. Sonrisas por delante de ti, puñaladas por detrás.
Ahora estoy pintando y empapelando la casa de mi madre. Cuando haya acabado volveré a Londres, dentro de un par de semanas. Llegué el sábado, tomé un baño, salí y ¡joder!, me cogí un pedo. La borrachera se repitió el domingo. Temo porque el futuro no me ofrezca mucho. Estamos aquí a dos velas y las posibilidades de trabajo apenas existen, pero voy a luchar como he luchado en el pasado. No quiero que los errores que he cometido se repitan. Quiero ser independiente, poder ayudar a la gente en vez de ser pedigüeño… Pero estoy soñando… Bueno, si no soñáramos cómo aguantaríamos la realidad de esta puta vida que te jode cada vez que puede…
Escríbeme pronto, querido amigo, escríbeme aquí, mi nuevo hogar…
Un abrazo

Alan 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Lolei. Memorias de lo inconfesable (10)


CAPITULO
10

Lolei aprendió a leer de corrido a los cuatro años, en días donde los jardines de infantes tenían una mínima aceptación entre los marplatenses y las primeras instrucciones se impartían en el hogar. Su familia lo dotó de una educación esmerada y complaciente, aunque bajo las estrictas normas del catolicismo.
Tanto él como sus hermanos cumplieron con los ritos cristianos de igual modo en que se procede con los nuevos adherentes a la religión dominante: a la fuerza y sin dar explicaciones. Ya siendo grande, bastante grande, incluso bastante después de haber cumplido con el rito del matrimonio en una reverenciada parroquia platense, renegó de este tipo de conductas y se prometió a sí mismo renunciar formalmente a la fe cristiana por el escarnio al que fue sometido por obligación en su más tierna infancia. Los años pasaron y no movió un solo dedo para cumplir con su íntimo juramento. E imploró la presencia de cualquier dios hasta los últimos días en este mundo. A muchos nos pasa lo mismo.
Aprendió a leer a su pesar, pero esto sí lo agradeció sin emitir ningún tipo de imprecación. Criarse bajo el amparo de una madre estricta, metódica, inteligente y por si fuera poco, docente, tuvo que merecer su provecho. También sus tías colaboraron en su formación.
Desde bien temprano adquirió el gusto por los libros y por la escritura. La biblia y cuadernillos de catecismo estaban entre las obras del catálogo permitido. Sin embargo, las opciones no se ceñían sólo a lo religioso o lo rigurosamente pedagógico. Los cuentos de Quiroga, de Lugones de Poe, novelas breves de autores como Mark Twain o Miguel Cané y otras un poco más extensas como Julio Verne, Emilio Salgari, Pío Baroja o Balzac, le estaban permitidas.
Apenas empezado el primer grado de la escuela primaria se animó con las letras inaugurales de Borges. A los ocho años comenzó a estudiar inglés con una profesora particular, amiga de la familia, y a los trece inició el francés en la Alianza Francesa de la ciudad. En la escuela secundaria se animó al latín y al italiano, pero quedó a mitad de camino.
Confesó haber leído el Quijote a los trece y no gustarle tanto como cuando lo abordó ya siendo mayor. Le pasó lo mismo con la Comedia del Dante, el Decamerón de Bocaccio, la Eneida de Virgilio, las Vidas Paralelas de Plutarco, o el Martín Fierro de Hernández. Aborreció a Joyce, por incomprensible e innecesario. Se aburrió con Proust y algunos rusos como Tolstoi y Dostoievsky. Se turbó con Kafka y Arlt. Disfrutó a Oscar Wilde en su idioma original. Después se volvió mayorcito.
Su tío Felipe, a escondidas de su madre –y sobre todo de su padre- le prestó El ocaso de los ídolos de Nietzche cuando aún no había cumplido los quince. Después llegó con El Manual Apasionado, de Emile Cioran, en una traducción que luego juzgaría mediocre. Los Tiempos NuevosEl Hombre Mediocre, de José Ingenieros, cayeron en sus manos por aquellos días. Inter medias, consumía pasmosos novelones rosas y se desgastaba la vista con policiales de autores norteamericanos.
No descartaba las historietas yanquis o las viñetas nacionales que le sustraía a su tía María Esther. Aprendió a detestar sin miramientos al pato Donald y sus badulaques sobrinitos. Se divertía con las obras del español Jardiel Poncela;  Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, estaba entre sus favoritas. Autodidacta y ecléctico en sus gustos, Lolei se disciplinaba mirando de reojo a la realidad, mientras deletreaba sus primeras líneas con su prolija caligrafía de señorita.
-Con Marito Browne y el Pepe Colturi –rememoró el viejo-, cuando empezamos la secundaria en el Colegio Nacional, allá por el 48, pensamos en idear una revista escolar de arte que presentara trabajos de los alumnos. Había algunos que escribían poesía. Otros pintaban o hacían buenas ilustraciones. Los costos no daban y no teníamos apoyo de las autoridades. No llegamos ni a ponerle nombre a la idea. Sin embargo, no sentimos la experiencia fallida como un fracaso. El fracaso es una buena oportunidad para empezar de nuevo con más inteligencia.
-Esa sentencia suena a almanaque o a sobrecito de azúcar-, retruqué.
-Era una frase que había dicho Henry Ford alguna vez, y como había muerto en esos años, se había puesto medio de moda en las revistas de interés de la época-, explicó-. Decidimos que lo más inteligente era no intentarlo más. Para qué andar renegando, ¿no?. Pero empezamos a reunirnos dos veces por semana en un bar, primero nosotros tres, para debatir obras e intercambiar libros. Comentábamos las novedades literarias, leíamos los suplementos culturales de los diarios, nos prestábamos novelas, repasábamos cosas que escribíamos nosotros. Las críticas a veces eran feroces, creo que con justificada razón. Pepe Colturi escribía bien, pero abusaba de su tendencia a imitar el estilo de los románticos, y cansaba un poco. La primera vez que se lo hicimos notar se enojó, pero después asumió la culpa y se excusó alegando que no podía evitarlo. Sin estilo no hay poesía, y el Pepe no tenía estilo propio. Con el paso de los días dejó de leer sus poemas y después ya nunca más los compartió. Creo que nunca más escribió. Supe que se recibió de médico en el 62. Marito, en cambio, fingía ser mal escritor y buen lector, lo que a mi juicio era justo al revés. Se entusiasmaba rápido y le ponía energía a lo que emprendíamos. Siempre estaba un poco más informado que el resto y no le costaba llevar la batuta de las reuniones. Hasta que un día no pudo con su genio de mujeriego y sumó a la mesa a un par de amigas, dos chicas más jóvenes. Una era Mimí Díaz Vaccari y la otra una tal Graciela, que duró poco. Mimí después incorporó a la Negra Teresa, que incluyó al Fede Dillon, que fue acompañado de Mabel Ribero y un ñato de apellido Aicega. Al principio los encuentros eran productivos para la causa; todos participaban con ideas, llevaban libros y breves ensayos escritos. Al poco tiempo nos fuimos transformando en un grupo de amigos que hablaba de cualquier tema, menos de libros. Llegaron los noviazgos, las arrimadas, las sobremesas ginebreadas. Las citas devenían en caminatas por las playas, en paseos en automóvil, en escapadas a alguna casaquinta. Me hice muy amigo de la Negra Tere. Y hasta flirteamos. Marito se enganchó con Mimí. La tertulia literaria se esfumó. Y la lectura volvió a ser una aventura silenciosa y personal.



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(X)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle Norte 8 (Chalet)
Salou – Tarragona

De: Alan Rogerson
C/Jordan 14 Planta 5-9
Madrid
18 July 1983
Querido Hugo:
Recibí tu carta hoy. El lunes fui a ver a Rob y Jon, me dijeron que las cartas llegaron el sábado. Espero que estés bien, mucho sol, mucha tajada, etc. Yo no ando tan mal, tengo bastantes clases, digo bastantes pero no saco mucho dinero, unas 5000 pesetas a la semana. Sigo pagando a Pepé. ¿Te acuerdas Hugo que yo tenía una clase particular? Bien, al final la tía no me pagó, ella creía que me había pagado, y nada, intenté convencerla que me debía 3-4 mil pesetas pero se empeñó en que no, así que me chungó.
Me voy muy pronto de aquí. Voy a estar en Madrid dos semanas más y después a Francia. Voy a pasar por San Sebastián porque es el camino más rápido. Espero que la policía no me pille porque no tengo dinero suficiente para pagar la multa. Además voy a decirle que salí varias veces y la poli no me selló el pasaporte, y ya está.
Precisamente hablaste de Ann Bennet. Ahora estoy en su casa. René y Rosa se han ido al pueblo y tuve que marcharme. El portero era un cabrón y quería fichar mis datos, así que me fui. Ann Bennet dejó una nota en el bar de Pepé, quedé con ella el sábado, fuimos a la verbena del barrio este, nos cogimos un pedo juntos y volví a su casa. Me quedaré con ella un par de semanas. Llevo casi un mes sin ver a Anna Keene, voy a llamarla esta tarde. El viernes que viene voy al pueblo para la boda. Voy a dedo, puesto que tengo que comprar algunas cosas y no tendré dinero para el pasaje. Yo también he estado pensado en el estado físico de René antes, durante y después de la boda. Me imagino sus palabras el lunes: ‘¡Anoche me cogí un pedo, joder; Rosa se enfadó conmigo, joder!’.
Hay muy pocas clases aquí. Se han ido Grant, Nadia, Bessie, Alex. Sigue aquí Roland, Vinicio, yo, Mary, Anne de Ponyer.
Anoche dormí en la calle porque estaba muy en pedo y no quería llamar a Ann Bennet a las cuatro de la mañana. No voy mucho al bar de Pepé, sólo para comer. Voy a Moncloa y a la cafetería. Anoche estuve allí hablando con José; te da sus recuerdos. No pensaba que fuera posible, pero he cumplido un imposible: tengo crédito en el bar en Moncloa. Espero tener más muy pronto.  No te puedo llamar por dos razones: he perdido el número y no tengo teléfono, así que será mejor que me llames a la Academia.
Ah, quedé con Eva hace una semana y la puta cabrona me dejó plantado. También me enrollé con una modelo en la calle de René, me invitó a su casa, fumamos un par de canutos y cuando intenté ligar la muy puta me echó de su casa.
Pues escríbeme pronto, no pienso que venga la francesa. Take care,
Alan


PD: Pienso que mi madre está bien. Llamé a la casa de Ann y mi sobrina me dijo que había ido a orillas del mar, así que, nada.