CAPITULO
29
Recién
a la noche siguiente de la limpieza volví sobre los papeles de la valija.
Indagué sobre su contenido. Me anotició acerca de los proyectos inconclusos. Y
hasta se atrevió a señalarme como la persona indicada para darle forma y
continuidad.
Por
supuesto que me negué; ese era su trabajo, su aspiración, el fruto de sus
esfuerzos. Yo no era escritor ni quería serlo. “No soy bueno en el arte de la
escritura, no tengo intereses literarios, los escritores a menudo me parecen un
hato de ególatras insufribles, vanidosos y petulantes. No quiero ser escritor”,
simulé con energía, con la intención de rechazar su extravagante pedido.
No
hizo caso a mi queja. Ofreció su agenda para que contactase a los especialistas
que habían colaborado, a los familiares que podían seguir apuntando detalles.
Me mostró números de teléfono y direcciones, muchos de ellos de la capital
federal. Sospeché que la mayoría ni siquiera estaría con vida, porque las señas
anotadas tenían por lo menos treinta años, de la época en que las
investigaciones estaban en plenitud. Insistió en que se trataba de gente muy
responsable y con capacidad de acceder a referencias fidedignas y difíciles de
hallar.
Traté
de no ser descortés y simulé cierto interés. Le seguí el juego, no sin
recalcarle las dificultades de la propuesta. Se mostró esperanzado en mi
aparente capacidad. Emitió elogios serviles e innecesarios, como queriendo
convencerme.
Hasta
que entendí de inmediato hacia dónde dirigía sus verdaderas intenciones. Lo
dijo como al pasar, pero lo dijo: “incluso podés verla a Lola, ella a vos te va
a recibir bien si no le hablás demasiado de mí”.
Por
primera vez en los tres meses que llevábamos conviviendo me pidió que me
pusiera en contacto con su ex esposa. Lo que quería, en realidad, era que ella
supiera en las condiciones en que se encontraba. Quería anoticiarla de su
estado, quería que sintiera pena por su presente. Lo que yo ya sabía, en parte
por lo que el viejo había contado, en parte por comentarios de mis vecinas, era
que Lola no quería verlo ni en fotos. De la misma manera que había respondido
su hermano Juan Manuel, cuando decidió desconocerlo por completo. “Yo ya no
tengo esposo”, podría haber dicho con total razón, pues estaban separados desde
hacía muchos años, pero también con una acepción similar a la utilizada por el
hermano. Es lo que equivale a decir “para mí este tipo está muerto”. Y esa era
una verdad que el viejo también conocía, aunque en esos días de agobiante soledad,
le costaba admitirla.
Él
mismo aseguró, apenas nos conocimos, que la relación con Lola había concluido
en “malos términos” y que hacía años no se veían, pese a vivir a diez cuadras
de distancia. Pero la realidad –su realidad- lo había sensibilizado a tal punto
que no le importaba implorar perdón o lástima con tal de salvarse.
En
ese momento encontró la excusa de su antiguo trabajo familiar para usarme como
intermediario.
Entendí
sus razones, siempre las entendí. Le prometí ocuparme. Pero nunca moví un dedo
para acercarme a ella. Porque quien no estaba en condiciones de sufrir un nuevo
revés en la cruzada rutinaria de sacar adelante la compleja existencia del
viejo, era yo.
Por
suerte se olvidó bien pronto de la propuesta del trabajo. Comprendió que por
aquellos días las urgencias estaban centradas en otras cuestiones.
Más
tarde fuimos retomando el tema, cuando el clima de nuestra convivencia nos daba
lugar a relajarnos, a distendernos a pesar de la acumulación de amarguras que
íbamos cosechando con el correr de los días.
El
constante desandar por los antiguos papeles que recreaban parte de su pasado
personal, de su familia y de los reconocidos personajes de la historia a
quienes dedicó tantos esfuerzos, a ambos nos servía de terapia.
A
Lolei se agradaba indagar en ese pasado glorioso del que era parte y se sentía
muy a gusto ejecutando su rol de narrador. Creo que también le servía para
redescubrirse en sus años de juventud, cuando la vida lo conducía hacia
intereses que ahora resultaban mustios e innecesarios.
A
mí, en cambio, me servía como ejercicio para cultivarme de saberes ignorados y un pasatiempo para resistir
a los momentos difíciles que estábamos viviendo. Y fue útil para la revelación
de otras instancias transcendentales de su vida.
En
sus obras pretéritas se hallaba parte de su historia, la que quería recordar
pero también la que anhelaba olvidar. Y en ese espiral nos encaramábamos los
dos con el simple fin de sobrellevar el presente. Para uno y para otro la
revisión cumplía significados disímiles y ahora no dudo que él fue cosechando
más alegrías que tristezas en ese infausto ejercicio de remover la memoria.
Todo
tiempo pasado fue mejor: nadie como él para probarlo.
El
descubrimiento de esos archivos me ayudó a instalar temas de conversación que
se extenderían por varias jornadas. Sin quererlo, fui proponiendo una suerte de
circuito escolar: un día, una tarde, cualquier noche, yo me mostraba interesado
por tal o cual personaje; entonces Lolei se abocaba a preparar minuciosamente
una suerte de clase que me impartiría en el próximo encuentro.
En
sus horas de soledad, cuando yo dedicaba mi tiempo a mis obligaciones, él
juntaba todo el material a su disposición, repasaba datos, reunía recortes y
escritos, alimentaba su memoria, y cuando volvíamos a juntarnos, por lo general
a la hora de la cena, yo me sentaba frente a él y me dedicaba a escuchar las
lecciones que me había preparado.
Ese
método nos ayudó a acortar varios días, varias semanas de aprendizajes y
distracciones.
Uno
de los trabajos más extensos de su frondosa valijita estaba dedicado a Florencio
Monteagudo, militar de destacada actuación y antepasado directo de quien fuera
su esposa. Fue el primero de la lista de desconocidos ilustres con el cual me
entretuvo varias noches, entre cigarrillos y copas.
El coronel Florencio Monteagudo tuvo su homenaje en 1968. “Para mí fue un reconocimiento merecido”, opinó Lolei. Yo no aprobé su entusiasmo. Él siguió: “Por disposición del ministerio de Educación de la provincia, adonde yo trabajaba en ese momento, se impuso su nombre a la Escuela N° 28 de La Providencia, un pequeño pueblo ubicado en el partido de Olavarría”.
“Con
la imposición del nombre de Coronel Florencio Monteagudo a una escuela se rinde
homenaje a un argentino vinculado al sentimiento de la población de Olavarría
por sus méritos en la acción de la conquista del desierto y por sus virtudes de
vecino ejemplar”,
dice la resolución firmada por el ministro Alfredo G. Tagliabue en la
Resolución N° 09132, con fecha del 23 de octubre del 67.
-Yo
ya había hecho un aporte sobre la vida de Monteagudo, considerado valioso y
publicado en el diario El Popular en abril de ese año. El texto acompañó
el expediente que solicitaba la autorización para la distinción.
Me
alcanzó la hoja del diario, tamaña sábana y amarillenta por el paso de los
años. Le dije que el artículo era demasiado extenso y la letra, ilegible. El
desplegó otra hoja, donde constaba el anuncio del acto. Pero no me lo dio. De
inmediato lo dobló y guardó.
-El
acto fue un domingo por la mañana y acompañó una multitud. Estuvieron
autoridades de la ciudad, gente de Educación, alumnos, padres, pobladores. El
himno nacional fue ejecutado por la Fanfarria del C-2. Después un ex alumno
leyó la resolución del ministerio. Se descubrió una placa en la entrada del
edificio, a cargo de los padrinos del establecimiento. Fueron Amalia Lacroze de
Fortabat, en representación de la cantera Cerro Negro, junto a Marta del Valle,
sobrina, y Lola, nieta de don Florencio. El cura de Sierras Bayas bendijo la
placa y habló la directora de la escuela, Edith Pelloni de Kees. Después se
leyó una carta enviada por Abel Monteagudo Tejedor, hijo del coronel Florencio Monteagudo
y tío de Lolita. Para terminar, actuaron alumnos y volvió a actuar la
Fanfarria. Yo acompañé a Lola y a Marta en carácter de descendientes del
coronel. Formamos parte de una comitiva invitada para la ocasión. El día
anterior visitamos el diario El Popular, donde reconocieron mi aporte.
En las dos jornadas que estuvimos en Olavarría tomé contacto con gente del
lugar que contó algunas historias del coronel en su estadía en la ciudad.
Más
tarde encontré el recorte de El Popular que anunciaba la realización de
la ceremonia. Comprobé que el relato de Lolei se ajustaba de forma notable al
programa de actividades previsto. Admiré su memoria. Pero hubo un párrafo de la
noticia que me llamó la atención: bajo el título de “Arribo de descendientes
del Cnel. Monteagudo”, se contaba que “ayer en horas de la tarde visitaron
este diario la señorita Marta del Valle, la señora Lola Monteagudo Tejedor de
Cavalcanti y el doctor Hugo Cavalcanti Palacios, sobrina, nieta y nieto
político del coronel Monteagudo. Los citados descendientes del prócer asistirán
al acto de imposición del nombre a la Escuela N°28”.
Descubrí
una impostura que preferí no comentar al viejo para evitarle dar explicaciones:
el muy ladino se hacía llamar “doctor”. Luego comprendí que tal falsedad no era
casual, sino más bien un recurso de grandeza ajustable a sus pretensiones. Ya
se sabe que un “doctorado” otorga prestigio, sobre todo a quienes no lo
ostentan.
Dime
de qué presumes y te diré de qué careces, reza un axioma popular. Empezaba a
entender ciertos cacareos de mi amigo.
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(XXIX)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Academia
de Idiomas Gref
Calle
Santa Engracia 62 4°
Madrid
– España
De: Alan Rogerson
Chez
Pazinette
Cidex 307/1
33950 – Lège-Cap Ferret
France
27 Juillet 1984
Querido Hugo:
Antes
de todo perdona la mala carta que te escribo pero estoy en el hospital,
sufriendo mucho. No te enojes por las demoras. Te explicaré detenidamente lo
que me pasó, pues en este momento ando mal de salud. Tengo el cuerpo escayolado
hasta la cintura, parezco un monstruo.
Iba
en bicicleta. La dejé en el bar donde había estado dos días antes y me había
cogido un pedo fenomenal. Cuando recuperé la bicicleta no había bebido nada.
Recorrí unos doscientos metros y de repente un coche, conducido por un alemán,
me atropelló. Él venía hablando con su mujer cuando ocurrió el accidente.
Reconoció que la culpa fue suya.
No
sentí nada. Yo estaba en el suelo, con el cuerpo roto, sangre por todos lados.
Me llevaron al hospital, me radiografiaron. Tenía el cuello fracturado, y
también la pierna. Me pusieron una escayola y deberé soportarla durante los
próximos 3 meses. El médico me dijo “casi quedaste tullido”. Afortunadamente no
me hará falta una silla de ruedas; tuve mucha suerte. Ahora ando con muletas
porque tengo la pierna fracturada y la pantorrilla jodida.
La
gente se ha portado muy bien, me brindaron la mejor atención. Ahora no sé qué
haré. Tal vez vuelva para Inglaterra. De todas maneras, deberé estar al menos
un mes aquí. Tengo que volver al hospital a realizarme más estudios. Calculo
que estaré en Madrid en noviembre o en enero, no lo sé.
No
puedo mover la cabeza, y si la muevo corro el riesgo de quedar tullido para
siempre. No hagas caso a la carta anterior que te escribí. El dolor me impulsó
a escribir guarradas. Lo siento mucho porque eres mi mejor amigo y te quiero
mucho. No soy una persona muy paciente y esta escayola me jode mucho. Pero la
aguanto y no dejo comerme el coco. Además, tengo un walkman, que es un pequeño
magnetófono con el cual puedes moverte a todos lados. El problema es que gasta
muchas pilas.
Por
lo visto, no recibiste las tres cartas que te mandé. Sabes, respecto a las
cosas sencillas de la vida, no creo que los españoles no sean muy competentes.
Recibí una carta de Rob con una foto de la cría, es muy bonita. Cuando vuelva
al hospital preguntaré al doctor si puedo pasar algunos días en España contigo.
Ojalá me dé permiso.
Sé
que esta carta contiene muchos errores, pero compréndeme, tengo pereza y además
me cuesta inclinar la cabeza. Escríbeme pronto, querido amigo. Un gran abrazo
Alan
PS:
No escribas ‘zip postal’, porque no tiene significado; ‘zip’ significa un
cierre de pantalón. Lo que tú quieres decir se escribe ‘post code’
PS1:
Cuéntale a Pepé lo que me pasó. Dale mis saludos. Recibí una carta de Kate
Devine y me preguntó por ti. Escríbeme pronto. ¿Así que hiciste reír a la gente
en la fiesta? ¿Qué has hecho, mostrar la polla?
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