CAPITULO
30
El
incipiente desvelo de Lolei por la genealogía familiar transitó de la mano a su
preocupación por la pertenencia de clases. Esta idea, acicalada por una
herencia de imágenes familiares, puesta a prueba a partir de su llegada a La
Plata y reforzada con el matrimonio con una dama ilustre de la sociedad
platense, lo condujo de discusiones de lo más variadas.
Singularmente
anecdótica fue la controversia en que se vio envuelto mi amigo a partir de
publicaciones periodísticas sobre aspectos de la vida cotidiana de los
platenses y el asunto de las clases sociales.
Todo
comenzó con la aparición de una nota en un suplemento dominical del diario El
Día, que analizaba el comportamiento cotidiano de la sociedad. Era una
temática habitual del suplemento, con artículos que, a menudo, provocaban
numerosas respuestas de los lectores, manifestándose a favor o en contra de los
argumentos presentados, algunas veces mediante contestaciones que ameritaban
nuevas réplicas de otros lectores, de suerte que ciertos temas se extendían durante
varias ediciones.
En
ese caso, el artículo titulado “La Plata, pueblo grande, infierno chico”,
escrito por el lector Federico Martín, presentó una serie de testimonios
relevados por el cronista del matutino y venía a responder a una carta-nota
anterior de un lector, que había intitulado “Exclusivo para minorías”.
En “Pueblo Grande, Infierno Chico” se partía de una premisa que pretendía explicar los orígenes de la ciudad con su idiosincrasia, merced a un par de constantes que, alternadamente, le fueron dando su forma: por un lado, su cercanía con Buenos Aires; por el otro, su composición social.
“La
Plata -dice el autor-, está a mitad de camino entre la chatura pueblerina y su
trascendencia de metrópoli. La arquitectura es el remedo de viejos palacios, en
los que sus habitantes aguardaban el momento de viajar a la Capital. Así, esa
proximidad le fue restando posibilidades de desarrollo y alimentó la fantasía
del retorno en los pioneros, es decir, los primeros pobladores de la ciudad,
muchos de ellos provenientes de la gran ciudad. Estos sectores fueron los constructores
de una mayoritaria clase media, predominantemente empleados públicos y
privados, que fueron consolidando la imagen de la ciudad. De tal modo, se
establece que los límites de la ciudad están bien delimitados: así como su
trazado urbano, que no depara sorpresas y se da por conocido que cada tantas
cuadras hay diagonales y plazas y edificios públicos, del mismo modo la vida
social se sostiene sobre un destino sin sobresaltos, amortiguados por la
sensatez y el sentido común”.
Buen
ejemplo de esta postura es la opinión de un sociólogo, quien observa que “en La Plata no hay hippies, y si los
hubiera, tendrían que ser muy pulcros, para que se les permita entrar en las
facultades o en las oficinas”.
Bajo estas condiciones, “la familia formalmente constituida ha sido y es una institución básica. La pareja platense sigue inexorablemente un proceso: noviazgo, compromiso y casamiento. Y el casamiento, como los cumpleaños o los entierros, son motivos de reuniones familiares. De allí que pequeños ‘grandes’ escándalos adquieran dimensiones de catástrofe. Y también, por otro lado, el ‘no te metás’ es condición indispensable para tener la felicidad de un hogar seguro y ordenado en el que los hijos, sanos y robustos, crezcan bajo el amparo de un empleo seguro”.
Esto
es porque “La Plata, al carecer de una clase alta incapaz de dilapidar fortunas
y promover hechos resonantes, y también desprovista de una clase obrera que
conmueva con huelgas y luchas, los ‘grandes escándalos’ de la ciudad son el
resultado de la transgresión a normas prefijadas. Extrañas conductas de
familias conocidas o casamientos de apuro son sucesos que conmueven”.
“Bajo
el cuidado de esos límites, la clase media se diferencia de otros grupos
desvalorizados. Y los topes se establecen en el orden, la educación y la
vestimenta, es decir, en las apariencias, en las relaciones que se mantienen
más próximas a la hipocresía que al verdadero diálogo, de manera que los demás,
‘los otros’, sean semejantes a un coro griego”.
“Cómo
se llegó a esto -se pregunta el cronista-, y bajo la argumentación de que
‘trabajar cansa’, dice que “durante los primeros años algunos sectores
pretendieron, en similitud a la sociedad porteña, detentar la exclusividad del
acceso a determinados lugares. Pero estos grupos familiares eran grupos de
escasa fortuna, y su grado de independencia llevó a situaciones tales como la
de un conocido miembro de esa ‘sociedad’, que debió empeñar todas sus medallas
y trofeos para pagarle siquiera a su cochero”.
“Por
esa razón los círculos no duraron mucho, y menos cuando los funcionarios
públicos dependían de los avatares de la política, y las llamadas profesiones
liberales pasaron a ser para la clase media más que un ascenso de status, la
permanencia en los puestos de mayor jerarquía.
“Una
profesora de inglés cuenta que antes, cuando se llevaba un muchacho a la casa,
se le preguntaba de qué familia era; el interés ahora es qué estudia o qué
profesión tiene. Un médico alude a que La Plata es un lugar difícil para
trabajar, por un lado, porque la mayoría de la gente está mutualizada y las
esperas para cobrar los honorarios suelen ser extensos, y por otro, porque al
conocerse todos, muchos se creen con derecho a no pagar por ser conocidos o
vecinos. La Plata carga con el destino incierto –insiste el autor de la nota-
de ser un barrio porteño, pero que poco a poco va dejando de serlo. La ciudad
crece. Pero la hegemonía cultural sigue estando en Buenos Aires”.
Y,
como dice un graduado de filosofía que trabaja en un restaurante céntrico, “esta
ciudad produce filósofos para que sirvan las mesas de los empleados públicos”.
O, como opina un literato, “los únicos que llegan son los futbolistas”. En sí,
predomina una vida pueblerina con viejos grandes prejuicios. Lo ilustra una
joven estudiante de 22 años, que dice sonriente que “las mujeres de La Plata
tratan de copiar lo que pasa en Buenos Aires, pero con una maxi más corta, una
mini más larga, y sin animarse a fumar en la calle por miedo a ‘quemarse’.
Claramente, resume que si a esta ciudad le cortaran el contacto con Buenos
Aires, le pasaría lo mismo que a un enfermo grave a quien le sacaran el
pulmotor…”
“El
predominio de las clases medias, ante la carencia de clases altas, marcan el
orden cultural y las costumbres de la ciudad, de las familias y de la sociedad.
Las clases altas prácticamente no existen”, concluye.
El
resultado de esta interpretación generó una andanada de respuestas y
comentarios, entre apoyos y detractores furibundos.
Uno
de ellos fue mi amigo Lolei, quien bajo el seudónimo de Florencio Carlos
Miranda (nunca explicó las razones por las que se disimuló tras ese alias),
replicó con una amplia y no menos polémica carta en la que trata de dejar en
claro su visión sobre la cuestión. Apelando a un estilo pretencioso, algo de
ironía y otro toque de ilustración, fundamentadas con citas bibliográficas,
Lolei-Miranda refuta desde el título la premisa de la nota: “En La Plata
también hay clase alta”.
Desde el vamos se apunta con una respuesta y a la vez una pregunta ante la afirmación del autor de la nota ‘Pueblo Grande, Infierno Chico’, que afirma que La Plata carece una clase alta, capaz de dilapidar fortunas y promover hechos razonantes. “Me pregunto si el redactor de la nota –indaga Lolei-Miranda- cree que la clase alta para ser tal debe imprescindiblemente tirar la plata por la ventana, producir acontecimientos que den que hablar a medio mundo o bien tener una conducta escandalosa más o menos permanente. Esto me recuerda un libro de Arturo Jauretche en uno de cuyos capítulos, mordazmente dedicado a Beatriz Guido, se refiere a la imagen que el ‘medio pelo’ tiene de la clase alta, y que la escritora parece compartir”.
‘Parece
compartir’ sería decir, lisa y llanamente, comparte. Pues, en rigor, Jauretche
dedica un capítulo entero de “El medio pelo en la sociedad argentina” a
la escritora rosarina, capítulo que llamó sin ambages ‘Una escritora de medio
pelo para lectores de medio pelo’, y en el que vilipendia taxativamente su
libro “El incendio y las vísperas”, analizando desde la clase alta y su
discurso, su comportamiento sexual y los símbolos políticos hasta la noción de
las clases dentro de la novela y la postura que la propia escritora siente
sobre sí misma.
“Sin
la existencia de las gordis este éxito editorial sería incomprensible. Requiere
de un público en que se dé en la mismas medidas que en su libro, la ignorancia
y la petulancia intelectual, la falsedad en la posición y el aplomo para actuar
del que la ignora, y que participe de una visión del país completamente
sofisticada a través de una lente de convenciones deformantes y tenidas por
ciertas (…) Por eso digo: una escritora de medio pelo para lectores de medio
pelo”, sintetiza
el autor antes de introducirse en un exhausto y picante recorrido por las
conductas relevantes de la novela. Pero aun así esta digresión no llega a
convalidar la visión que Lolei-Miranda pretendía demostrar para usar como
ejemplo en su carta, según él mismo me lo contó mientras recordaba este
episodio. Es más, incluso sugirió que el comentario sobre la obra de Jauretche
y su visión sobre Beatriz Guido ni siquiera tenía relación con el tema que se
proponía tocar.
Nosotros
seguimos con la carta, que leímos de forma completa: “Sobre la necesidad de
poseer ‘fortuna’ para que una familia sea de clase alta, refiere Ignacio
Anzoátegui en ‘Vidas de muertos’, biografiando al poeta Carlos Guido y
Spano, que ‘su hogar era el hogar porteño que andaba mal de dinero y andaba
bien de antepasados’, pero esto último les permitía ‘codearse con las otras
familias copetudas de estancia y fama’. O sea que la clase alta estaba
representada por los que poseían ‘apellido’ y plata, y también por los que
ostentaban sólo lo primero, sin que lo segundo fuera requisito sine qua non
para lograr la correspondiente aceptación social”.
“En
cuanto a la ‘capacidad para dilapidar fortunas’, sostiene Julio Mafud en ‘Los
Argentinos y el Status’: ‘Consumir como derrochar es una de las
formas de adquirir prestigio social. Se compra no desde el status en que se
está sino de aquel que se desea estar. Los miembros bien estructurados en la
clase alta están estabilizados en su correlación de posición económica y
consumo. No les sirve éste para mostrar su prestigio social. No ocurre así con
las otras clases que tienen como ideal el prestigio y la conquista de status.
Los miembros de la clase alta no tienen, por lo general, la necesidad de
confirmar su status. El caso más espectacular de lo que decimos son los
grupos o las clases de los nuevos ricos. En la clase alta el tiempo de
la estada en el status ha borrado esa inseguridad.
“La
Plata, a partir de su fundación y con el correr del tiempo, recibió la
‘inmigración’ de familias de prosapia patricia -y/o con prestigio social
equivalente- que sin fortunas para dilapidar (ni necesidad de hacerlo, ni de
haberlas poseído) se radicaron aquí y constituyeron –como antes en Buenos Aires, de donde
provenían- una auténtica clase alta señorial. Algunas participaron de la no muy
ostentosa vida mundana de La Plata; otras lo hicieron sólo muy ocasionalmente.
Cabe mencionar familias como las de Guido Lavalle, Durañona, Sánchez Viamonte,
Monteagudo Tejedor, Ortiz de Rosas, Pividal Paunero, Riglos, Lynch, Ramos
Mejía, Molina Carranza, Cajarabillo, Nuñez Monasterio, Rivero y Hornos,
Albarracín Sarmiento, Ocampo, Figueroa Balcarce, Oyuela, Bermejo, Molina Salas,
Lastra, Sáenz Quesada, Malter Terrada, Díaz Bavio, Rebollo Paz, Dillon,
Escobar, etc. Cito sólo algunas a título de ejemplo, para afirmar la existencia
de una clase alta en La Plata. Insisto: sin fortunas para dilapidar, pero de
clase alta.
“Paulatinamente
consolidaron un prestigio social platense –sin abolengo patricio- familias de
clase media cuyos miembros se destacaron meritoriamente en actividades
profesionales, intelectuales, políticas o docentes: Alconada, López Merino,
Mercader, Vignart, Gneco, Saraví, Ringuelet, etc. Es discutible que este grupo
haya pretendido ‘detentar la exclusividad de acceso a determinados lugares
(sic)’. En primer lugar porque los ‘determinados lugares’ se reducían a un
solo: el Jockey Club. Fuera de él, ignoro qué otro bastión social podía tratar
de defender ‘esa sociedad platense’ a la que despectivamente alude el autor de
la nota. El ejemplo del caballero que no podía pagarle ni a los cocheros es
irrelevante para emitir un juicio general. Gente que gasta más de lo que gana
hay en todas partes y sinvergüenzas también. Pero acá no se trata de una
cuestión de ‘clases sociales’ sino de
ética personal.
“La
nota adolece de inexactitudes varias en otros aspectos y que resultan de un
superficial intento de ‘hacer sociología’ por un lego en la materia, que además
parece sentir poca simpatía por La Plata, su gente y su ambiente”.
Y
firma el artículo Florencio Carlos Miranda, para nosotros, simplemente Lolei.
Quince
días después, en el mismo suplemento, se dedicó una página entera con
respuestas a esta carta de lectores firmada por Miranda, ya que, según explican
en la introducción de la nota, a partir de esa aparición el correo del diario
recibió abultadas declaraciones, a favor y en contra, incluso varios llamados
telefónicos en busca de información accesoria.
A
modo de resumen, se publicaron entonces algunas de esas sentencias, muchas de
las cuales merecen ser transcriptas literalmente para poder analizar la dimensión
de la discusión.
La
primera es de un tal Miguel Guasp, quien propone que la carta de Miranda “sólo
puede ser producto de una grosera mala interpretación”, y que a su entender
“tal lector sólo debe haber leído las cinco primeras líneas de la nota, en la
que no se pretende dar una definición de clases, sino hacer una caracterización
de la ciudad de La Plata, que tiene –y eso lo sabemos todos- una gran mayoría
de su población distribuida entre los sectores de la clase media. Que haya uno
que otro apellido con lustre añoso esparcido por allí, no hace al fondo de las
cosas. Y mucho menos si, con prosapia patricia y todo, la tan mentada clase
alta platense no tiene más remedio que mandar a sus hijos a trabajar a los
ministerios (no de ministro, justamente) y se pasa haciendo economías para
poder alcanzar a fin de mes. Entonces, no queda más remedio que aceptar la
verdad de lo dicho por Federico Martín”.
En
forma algo más extensa, un anónimo J.J. afirma que “tengo 56 años de vida en
esta ciudad. Me eduqué en La Plata, tengo aquí mi hogar, mis amigos, mi trabajo
y mi mundo”. Declara que tiene un “profundo conocimiento de la idiosincrasia de
su gente”. Y asegura luego que “a esta altura de mi vida llego a la conclusión
de que, efectivamente, no hay gente de clase alta capaz de dilapidar fortunas y
promover hechos resonantes”.
Este
lector confunde la personalidad de Miranda (tal vez por no haber leído el
título de la sección en que se publicó su escrito: Cartas de los lectores) y se
dirige a él llamándolo “señor periodista”. Entonces le recuerda: “Usted señala
un conjunto de familias de nombres de tinte legendarios de las que me tocó
conocer sus descendientes (Guido Lavalle, Durañona, Albarracín Sarmiento, etc)
Lo invito a que eche un vistazo a los apellidos que llenan la página de
sociales de algunos diarios porteños y podrá darse cuenta que, junto a ellos,
los aristócratas de esta ciudad son tan pobrecitos que todo intento de
comparación resulta atrevida… Los platenses tenemos la desgracia de querer
aparentar lo que no somos. Estamos enfermos de status y cualquier
familia que empieza a figurar un poco siente de inmediato la necesidad de la
apariencia. La Plata está poblada por gente presupuestada (que vive del
presupuesto), con sueldos poco menos que magros y una vocación de matemáticos
que les permite arreglárselas para poder vivir. Sin embargo, si uno los ve
caminar por la calle y no sabe si son dueños de una fábrica o simples
empleados… Así es, amigo periodista, la gente de La Plata: llena de vanidad,
con pretensión de figurar. Viven amontonados en una pieza, pero en la puerta no
les falta un auto último modelo. Fíjese que La Plata es la ciudad con más autos
en relación al número de habitantes, lo que contrasta con el poderío comercial
o industrial que tiene. Cuando usted encuentra un amigo, la primera pregunta
es: ‘qué auto tenés?’ Así es La Plata”.
-Acá
te maltrataron un poco-, le comenté a Lolei-. Incluso te trataron de ‘señor
periodista’.
-Hubo
peores-, me dijo. Seguí leyendo y comprobalo.
De
hecho, el que seguía, directamente lo mandó a estudiar. “Me permito aconsejarle
al señor Miranda –enuncia J.I. Martínez- que para publicar una nota del tipo de
la que apareció en el Suplemento el 21 de marzo, debería asesorarse con algunas
de las publicaciones existentes al respecto, como la “Historia Espiritual de
La Plata”, de Miguel Font, los Círculos Anuarios Sociales, que se
publicaron en nuestro país hasta 1930, la Reseña Histórico-Social Platense que
se está por publicar, o la colección de los diarios La Opinión y El
Día. De esa manera evitaría el imperdonable error de mencionar como
familias fundadoras a algunas que se radicaron en nuestra ciudad hasta 20 o 30
años después de que Dardo Rocha colocara la piedra fundamental, omitiendo otras
legítimamente fundadoras como Rocha de la Fuente, Arana, Argüello, Lascano,
Lecot, Reyna Almadez, Aramburu, de la Serna, Villa Abrille, Lavié, Susini,
Sandoval, Portela Goyena, Sempé, Arauz Founrouge, Delheye, Gambier, Cotti de la
Lastra, Montes de Oca, Mallo Huergo, Pera Echagüe, Ferrando, Blomberg, Silva
Lezama, Lima, Guezalez, Incháurregui, González Arzac, Rivas, Casco, Sagastume,
Rebagliatti, Curth, Szelagowsky, Rivarola, Tiscornia, Traynor, Guido Spano, Ves
Losada, Almeida, Irle, Rezábal Lagenheim, que tanto contribuyeron a la vida
cultural, social y política de nuestra ciudad. Todo esto sin dejar reconocer
que muchas de las familias mencionadas por el señor Miranda, están bien
incluidas”.
-Este
te cagó, viejo- apunté-, puso más nombres que vos… Se nota que estaba más
instruido que vos. O más al pedo...
-No
seas pelotudo, pendejo -se quejó Lolei-, y aprendé a leer bien porque este
fulano ni siquiera responde a los planteos que yo había hecho. Agrega nombres
de épocas anteriores a las que yo refiero. Y después de todo termina reconociendo
que lo mío no estaba mal.
-Buen
consuelo, que poco aporta -le dije.
Ya
me pesaban los párpados, pero continué con el artículo.
“Hay
un detalle interesante. Así como las publicaciones de marras motivaron las
correspondencias, también fomentaron el anonimato. Tal vez fuera la ‘famosa’
lista de Miranda la que, por sus implicaciones, invitara a obviar datos
personales. Como conclusión puede no ser válida; pero son los hechos: más de la
mitad de las cartas recibidas carecían de remitentes. Una variante que no es de
las más comunes”
-Eso
quiere decir más o menos –le comenté-, que no fuiste el único en usar
seudónimo. Bueno, al menos usaste un nombre, se ve que la mayoría ni siquiera
eso. Una reyerta clasista de tilingos anónimos…
Pero
Lolei ni siquiera consideró mi comentario. Entonces seguí:
“Lo
insólito de la carta de Miranda –se indigna N.E.S.- es dar nombres. No es que
niegue el señorío de esas familias (entre ellas tengo parientes y amigos) y me
une un entrañable afecto a los Ocampo y los Oyuela. No me parece que les cause
mucha gracia esa desubicada mención que resulta un Index para grupos
subversivos. Pero, lo peor de todo, lo espantoso y contradictorio, es ese
reducido grupo de ‘personalidades intelectuales, políticas y docentes’. Así
como en todas las clases hay inmorales, en todas ellas hay y hubo intelectuales
y docentes. Para no caer en la falta de clase de dar nombres, señalaré que, si
bien es cierto que uno o dos miembros de una o dos de las familias que menciona
el señor Miranda fueron personalidades, tal cosa no depende en modo alguno de
la categoría social (máxime en familias que son conocidas, más que nada, por lo
abundantes), pero hubo y hay una legión de intelectuales y docentes de prosapia
que desbordan sabiduría, capacidad y permanecen en el recuerdo de los alumnos
para toda la vida, como la vigencia de sus enseñanzas”.
-Más
que acusarte de cañuto, chismoso y soplón, poco dejó el comentario de este
indignado N.E.S.-, acoté tras finalizar la lectura.
A
esta altura ya me estaba aburriendo y tras cada párrafo apostillaba, a modo de
resumen, lo leído. Notaba que también la atención del viejo iba cediendo y que,
incluso, apenas si escuchaba lo que yo decía. A todas luces, la contienda
resultaba, para mi modo de ver las cosas, total y absolutamente baladí, pero a
la vez funcionaba como interpretación de sus más recónditas inquietudes. Ante
la falta de respuesta a mis definiciones, yo avanzaba con la lectura del
artículo, que se hacía a cada línea más interminable.
-Me
gustó lo del Index para un grupo subversivo-, comentó Lolei apenas
riéndose cuando estaba por emprender el próximo apartado.
“Después
de atiborrar con una colección inaudita de confusiones –alega un desconocido
V.G.M.- Miranda sólo tiene un acierto: reconocer que la vida mundana de La
Plata no es muy ostentosa que digamos. Yo quisiera recomendarle a ese señor una
profundización de sus estudios sociológicos. Así podría encontrar una
definición de clase alta que se acercara más o menos a la realidad.
Lamentablemente, las fuentes que cita (Arturo Jauretche, Ignacio Anzoátegui,
Julio Mafud) tienen muy poco que ver con un estudio científico de la sociedad
en que vivimos y, hasta ahora, nadie reconoce a ninguno de ellos como
autoridades o peritos en la materia. Había una vez en la Argentina –y
discúlpeme si lo empiezo como un cuento-, un tiempo en que apellido y fortuna
se emparentaron: los fundadores de la Patria (los patricios, que menciona
Miranda) resultaron tener mucho que ver con los dueños de los campos, del trigo
y de las vacas. Después las cosas cambiaron, como el país, que fue creciendo y
recibiendo inmigrantes. Llegó un punto en que el apellido, por sí solo, pasó a
cuarto intermedio. Y me atengo a la definición de clase que da Gino Germani,
para explicarle que ellas se distinguen de acuerdo a la relación que guardan
sus miembros con la economía. Así que resulta que alguien es de clase alta
(usted, yo, el vecino), cuando cuenta con suficientes medios económicos como
para merecerlo. Lo demás sólo son matices que no hacen al fondo de las cosas.
Entonces resulta que un hijo de familia con apellido linajudo, pero con
antepasados que perdieron su fortuna en algún vericueto de la historia, es tan
clase media como el descendiente del inmigrante con quien –linaje aparte- no
tiene más remedio de codearse en la Universidad, la oficina o los Tribunales. O
a lo mejor resulta que este último pertenece a la ‘clase alta’ si sus ancestros
–o él mismo- se tomaron el trabajo de
conseguir medios suficientes. Así las cosas, resulta que la lista puede ser muy
exacta –y en ella se citan numerosos apellidos ligados de una forma u otra con
nuestra historia nacional- pero no resuelve nada si de clases se trata. Para
terminar, me quedo con lo dicho por Federico Martín: en La Plata no existe una
clase alta ni nada que se le parezca, aunque muchos tuvieran intenciones de que
así fuera”.
-Este
quía -le dije con tono calmo, mirándolo a los ojos-, tiene argumentos endebles,
pero argumentos al fin, además de una visión sociológica claramente orientada,
como se aprecia en la definición de Gino Germani por sobre la desacreditación
de don Arturo Jauretche, a quien desconoce como ‘perito en la materia’. Ahora, me
parece a mí, el tipo le apunta al cura pero le pega al campanario, ¿o el
equivocado soy yo?
Lolei
pensó y masticó una respuesta concreta, que terminó siendo tan gris como su
camisa:
-A
ese pelotudo lo conocía bien, Víctor Gabriel Marosco, que con ese nombre no
puede opinar un carajo. Como ya viste, analiza la cuestión de clases sólo por
lo económico. Y se olvida –o directamente obvia- de las cuestiones de status
psicológico, de su jerarquía social en el devenir histórico de la patria. Es un
pelotudo, es un pelotudo-, repitió un par de veces más, dejándome, en
definitiva, más confundido que antes. Y pensando si tal vez no era él quien
apuntaba mal…
-La
nota ya termina-, lo interrumpí. ‘Los extremos’, dice un último apartado. Y
comienza: “Ofensas, felicitaciones; los lectores Martín y Miranda –más el
segundo que el primero- cosecharon reacciones diversas. ‘Soy platense, pero
vivo la mitad del año aquí y otro tanto en Mendoza –explicó Fabián G.- Cuando
mis familiares me mostraron la nota de Martín, decidí guardarla junto con mis
papeles para no olvidarme de llevarla en el próximo viaje. Nunca he visto una
pintura tan exacta de lo que es La Plata y de cómo es su gente’. Menos efusiva
Myriam P. se molestó por ‘la inconveniencia de sacar historias de un viejo
anecdotario (la del caballero que no podía pagarle ni a los cocheros, por
ejemplo) que en La Plata, -donde ‘somos pocos pero nos conocemos mucho’, como
dice Martín- todos tenemos lo suficientemente presente como para identificar
sin problemas nombres y apellidos’. Coincide totalmente J.G., agregando que ‘sólo
un marginado puede sentirse tentado a criticar la vida de los platenses. Pienso
que en el fondo, ni Martín ni Miranda tienen el punto de vista justo. El
primero tiene una imagen superficial de lo que es la gente de la ciudad. El
segundo vive en otra época”.
Bostecé
como un oso, alegué cansancio y anuncié mi partida. El viejo aprobó en
silencio. Cumplimos con el rito del baño y lo acosté. Nos despedimos sin
comentarnos la experiencia de leer sus polémicas clasistas en la prensa.
Ambos
sabíamos que no valía la pena. Existían maneras más dignas de gastar el tiempo.
*****************************************************
(XXX)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Academia
de Idiomas Gref
Calle
Santa Engracia 62 4°
Madrid
– España
De: Alan Rogerson
Chez Pazinette
Cidex 307/1
33950 – Lège-Cap Ferret
France
15
Septembre 1984
Querido Hugo:
Gracias
por tu carta, la recibí hace un ratito. Te escribo enseguida porque sé lo que
tengo para decirte; mañana tal vez ya no lo sepa.
Recibí
una buena noticia hace una semana. Volví al hospital porque tenía el brazo
entumecido. El médico dijo que la fractura se había sellado y que me quitarán
la escayola dentro de 4 semanas, o sea, el 12 de octubre. El 14 voy a asistir a
un bautizo; cogeré un pedo.
Llevo
un mes sin emborracharme. La última vez desperté a todos los clientes del
hotel, cantando. No me daba cuenta que estaba cantando en voz tan alta. Le
desperté también a él, que vive en un piso al lado. Me echó una furiosa bronca
que ni veas, pero al día siguiente se rió.
Un
amigo mío se fue de aquí. Iba a hacer escala en Barajas y le di tu número de
teléfono para que te llamara. Es argentino. Por lo visto no lo hizo, si no me
lo habrías contado.
Me
preguntas cómo vivo y de qué vivo. Pues de la bondad y la generosidad de esta
familia, que se ha portado de maravillas. Cuando cobre la pasta que me deben
los alemanes, voy a darles la mitad. Les debo tanto.
¿Y
después? Pues no sé. Pienso que cuando me quiten esta mierda me largaré. Tengo
que ganar dinero, sólo me quedan 15.000 pesetas y necesito pagar el billete del
tren. Tengo que ganarme la vida de cualquier forma, ya veré cómo. Tal vez me
vaya después del bautizo. Pero, ¿para qué hacer planes?
Espero
poder ir a Madrid para celebrar tu cumpleaños. Haré todo lo posible, te lo
juro, porque presiento que irás a la Argentina y te quedarás allí. Conseguirás
un buen cargo en un cuerpo diplomático o algo así. Te echo mucho de menos y
sueño a menudo con una borrachera juntos. Te mando un reportaje que encontré en
la revista Cambio 16; espero que te guste y no te ofenda. Ofenderte sería lo
última cosa que deseo.
Escríbeme
pronto. Da mis recuerdos a Pepé y a su familia. Y a todos los demás. Tu amigo
que no te olvida y nunca te olvidará
Alan
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