CAPITULO
47
En
su segundo regreso a la Argentina, Lolei se parecía más a un turista europeo
que a un argentino de regreso a su tierra. Su gente le remarcó que ya hablaba
“como un gallego más”. De pronto el coño, el carro, el autostop, el echar de
menos o el coger pedos se habían incorporado a su léxico con la misma naturalidad
de un inglés que aprende el castellano en una academia. Hablaba casi como si
fuese Alan.
Parecía
un rasgo pintoresco e insignificante, pero en el fondo denotaba una suerte de
mimetización acartonada y fría. Era de esperarse: “si hablas como un argentino,
te entenderían la mitad de las frases”, se justificaba Lolei. Su rápida
adaptación se vislumbraba también en su aspecto saludable: había engordado
algunos kilos porque “morfaba y chupaba como un condenado”.
Estuvo
unos dos meses en Mar del Plata, donde se reencontró con amigos de la juventud.
Recordaron viejas épocas de andanzas. Notó que la vida había hecho estragos con
algunos de ellos. Todos estaban cambiados: esposa, hijos, trabajo, es decir,
una vida familiar, ordenada y bien burguesa. Muchos habían progresado en lo
económico; otros se habían afianzado socialmente. Casi todos eran
profesionales. Notó, entonces, que vivían de la forma en que él había planeado
para sí mismo su existencia cuando aún era joven y aún vivía en Argentina.
Notó, finalmente, que él estaba viviendo una segunda juventud, una nueva
adolescencia desbordada, como en aquellos días en que las responsabilidades del
ciudadano correcto no estaban al tope de las prioridades.
Se
sintió satisfecho.
Luego
pasó unos días en La Plata, donde visitó a su tía Julia y a sus camaradas de
bares y burdeles. Tuvo intenciones de saludar a Lola, pero ella no estaba en la
ciudad.
En
septiembre, ya de regreso en Madrid, se reincorporó a la academia con
engrandecida energía. Volvió a encontrarse con sus compañeros. Realizó algunos
viajes por el interior de España antes del inicio de las clases.
Su
relación con Mme. Chardy fue amistosa y profesional. Al parecer, en su
ausencia, la directora había encontrado un nuevo galán que la favorecía
adecuadamente y con quien ella se sentía muy a gusto.
“Era
de esperarse -pensó el viejo-, y era lo que necesitaba: mademoiselle es joven
–apenas unos cinco años menos que yo-, y aunque no de mi total agrado físico,
es elegante, exitosa e inteligente. Me alegra la noticia. Además, el muchacho
es ajeno a la academia, lo cual significa que nosotros no lo conocemos. De ese
modo, cuando tenga la oportunidad de tirármela, lo haré sin la culpa de saber a
quién estaré engañando”.
De
hecho, cada vez que pudo frecuentar a la directora –es decir, cuando ella lo
pretendía y lo deseaba-, lo hizo sin ningún tipo de sobresalto moral, fiel a su
estilo.
Fue
a través de una serie de postales enviadas a su familia desde Portugal, en una
de sus frecuentes salidas legales con amigos, cuando el viejo dejó entrever que
la estancia española no se trataba de un idilio completo sino más bien una
tentativa de huida hacia adelante.
Las
sospechas comenzaron recién en su siguiente visita al país, cuando su familia
comenzó a atar cabos sueltos y a cotejar con documentación oficial el relato
construido por Lolei a través de las cartas y la narración de su “maravillosa
experiencia”. Lo que contaba se contradecía en varios puntos con lo que hacía.
De
pronto comprendieron que Lolei escondía mucho más de lo que exhibía.
En
una postal enviada a sus padres desde Portugal, adonde viajaba frecuentemente
con la sola misión de acreditar salidas y entradas de España, Lolei contó que
había ido a pasar una semana de vacaciones con amigos y amigas, que viajaron en
dos coches y era tal la cantidad de turistas que se encontraban en ese momento
que no hallaron sitio adónde dormir, “ni en Coimbra, ni en Estoril, ni en
Lisboa”. Es más, una noche no encontraron habitaciones ni en el Sheraton de la
capital lusitana. Según su versión, poco importaban las eventualidades, pues a
esa altura ya se “recagaban de risa de todo” y “aunque tuvieran que dormir en
el piso, ni locos regresarían a Madrid”.
La
duda surgió cuando al revisar el pasaporte, sólo por curiosidad, doña
Florentina descubrió que su hijo ingresó a territorio portugués vía Badajoz, un
día 4 de abril, y siguió rumbo a Lisboa. Desde allí envió la postal, el día 5.
Y la salida de Portugal fue sellada el día 6, en la carretera que conduce a
Villanueva del Fresno, al sur de Badajoz. La primera deducción fue que el grupo
de amigos permaneció dos días en Portugal, y no siete como anunciaba en la
postal.
El
siguiente indicio fue cuando mencionó que en Coimbra no habían conseguido
alojamiento, y le llamó la atención que desde Lisboa se hayan trasladado a más
de doscientos kilómetros para tratar de alojarse. No le sorprendió que
visitaran Estoril, a menos de treinta kilómetros de la capital. Pero irse de
Lisboa hasta Coimbra, una ciudad situada hacia el norte, a más de dos horas de
viaje, sólo para buscar adónde dormir, habiendo tantas ciudades y poblados
cercanos adónde acudir, eso sí le llamó la atención.
La
madre de Lolei olfateó un tufillo a engaño.
De
repente localizó en las hojas del pasaporte una importante cantidad de sellados
con ingresos a Portugal, y salidas realizadas en el mismo día. La mayoría era
por Badajoz, alguna vez por Fuentes de Oroño o Valverde del Fresno.
“Tu
madre será maestra y jubilada, pero no es tonta”, dijo Lolei que le dijo doña
Florentina al darse cuenta de estas pequeñas irregularidades halladas y los
secretos escondidos detrás de la evidencia. “Déjelo que ya es un muchacho
grande, debe saber lo que hace”, dijo Lolei que le dijo doña Florentina que
dijo don Domingo al momento de trasladarle la inquietud.
-Lo
más curioso del caso –reconoció Lolei- es que mamá me advirtió de estos
descubrimientos unos años después, cuando yo ya había regresado definitivamente
al país. Y contó que no me lo dijo antes porque temió que su sospecha fuera
verdad. Y no hubiese soportado saber que su hijo la estaba pasando de
pesadillas en España. A papá, como siempre, le importó un carajo. A él se lo
reveló enseguida, y el tipo se lavó las manos, ni se calentó. Por eso
decidieron mantenerlo oculto, para no hacerse aumentar su preocupación. Pero en
definitiva ellos también mintieron: se mintieron a sí mismo. Y sobre todo mamá,
que se hizo una malasangre terrible. Ni siquiera en las cartas que me escribía
mencionaba el tema. Y yo a la distancia me daba cuenta de que no estaba bien.
Cuando respondía y mostraba mi intranquilidad, en la siguiente carta ella
apenas hacía referencia a lo que yo cuestionaba. Yo empleaba el mismo
procedimiento y contestaba con evasivas. Jamás le mencioné ningún incidente; la
impresión que le trasladaba era de una buenaventura que no se ve ni en las
películas, y pensaba que ella se lo creía todo. Nunca le mencioné de mis
borracheras, de mis peleas, de mis altercados laborales, de cómo los extrañaba
verdaderamente. Claro que le decía que los echaba de menos, pero a la manera
que se añora cuando se está lejos de alguien, no con la real profundidad del
sentimiento. Eso no se lo contaba a mi madre. Verás, una noche me cogí un pedo
tan descomunal que terminé en el hospital con la cabeza rota y una muñeca
fracturada. Me caí en la calle, eso es todo; perdí el equilibro y me estrolé en
la vereda. No me acuerdo de nada, sólo lo que me contaron Josefina y Alex, que
iban conmigo y me llevaron al hospital. La cuestión es que me dieron cuatro
puntos en la frente y estuve con la mano escayolada unos cuarenta días. La
versión que entregué a mis padres, por supuesto fue groseramente inventada: “un
accidente de tránsito, me atropelló una moto”, dije. Me pareció inoportuno
confesarles que había sido producto de una borrachera, porque supuestamente
había dejado de beber después de mi internación en el Melchor Romero. Imaginate
a mi madre si hubiese sabido la verdad… Por eso inventamos esa red de mentiras,
donde cada uno contaba lo que le convenía y el otro creía también lo que
convenía, excepto la verdad. Cuando mamá encuentra ese detalle en el pasaporte,
descubre que mis permanentes salidas de España no eran sólo por placer, sino
que entrañaban otros propósitos, inasibles para ella. Pero en vez de
manifestarme su preocupación se lo tragó sola, se inventó varias hipótesis con
el solo fin de convencerse de que mi versión de los hechos era verdadera. Ella
me dijo alguna vez que quien no es madre no puede entender jamás lo que es el
sufrimiento de una madre. Tal vez llevaba razón. Y lo cierto en este
intríngulis de interpretaciones es que ambos decidimos fingir, acordamos
tácitamente en que el artificio era más veraz que la mera verdad. Por eso
tampoco adiviné que detrás de sus palabras escritas con aparente prolijidad
había un sentimiento de angustia irrefrenable. Lo descubrí recién al año
siguiente, en otro viaje a Mar del Plata, cuando vi que mi madre, que ya no era
joven pero se mantenía enérgica y briosa, se había avejentado a pasos
agigantados. Y estaba notablemente desmejorada de aspecto y de salud. Sin que ella me lo pidiera, supe
había llegado el momento de regresar.
Al
poco tiempo de un nuevo regreso a Madrid, Alan fue echado a la academia y
decidió volver a Inglaterra. Hacía bastante tiempo que sumaba reñidas
discusiones con la directora, como corresponde a dos personas de carácter
fuerte e inflexible.
Alan
era un gran profesor y se llevaba de maravillas con los alumnos. Sin embargo,
los continuos desbarajustes en que incurría por la ingesta excesiva de alcohol
y otras hierbas, fueron modificando su carácter en el seno del instituto. El
inglés llevaba una vida más disipada que la de Lolei, cuando no estaban juntos.
Solía amanecerse en las calles, o en bancos de algún parque, tras alguna
borrachera que lo dejara inconsciente. A veces, en ese estado, concurría al
trabajo. Y allí se trenzaban de lo lindo con mademoiselle.
Ella
era una persona severa a la hora de las reglas y solía imponer pautas
irrestrictas; una de ellas, la concurrencia a clases en perfectas condiciones
de higiene y presencia. Se enojaba cuando algún profesor se aparecía con el
traje desaliñado, el pelo revuelto o un aliento de perro descompuesto. Hay que
ver cómo se ponía cuando algún profesor aparecía con evidentes signos de
borrachera y olor a marihuana en la ropa. Lolei sufrió sus buenos escarmientos
por situaciones como esas. Pero luego mademoiselle se calmaba; bastaba llenarle
un rato la boca con una polla y todos contentos.
Alan
no era de agachar la cabeza y dejarse atropellar, por más que la directora
tuviese razón en regañarlo. Él abrigaba un rencor indiscutible: Mme. Chardy
pagaba unos salarios casi de miseria y era una persona muy tacaña y ventajera.
Y eso a Alan no le gustaba nada. Y para trabajar a disgusto y por un dinero que
apenas alcanzaba para vivir de prestado, era mejor buscar otros rumbos. Este
planteo, realizado desde el lugar del patrón, es más concreto y efectivo: “si
no os gusta este curro, pues búscate otro”. Y Alan, agotado, decidió marcharse.
Lolei
sintió profundamente la partida del inglés. Se habían tomado un gran cariño
mutuo. Alan solía decirle, en tren de confesiones de borracho, que era como el
padre que nunca tuvo. Del mismo modo, el viejo replicaba que era como el hijo
que siempre deseó.
Eran
grandes confidentes, también sin una copa de por medio.
Por
eso, el viejo sintió que un pedazo de sí mismo se desprendía con la partida de
Alan. Poco a poco fue comprendiendo que sus días en España tenían cada vez
menos sentido.
La
idea del regreso se agigantaba como la luna.
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(XLVII)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Calle
3 N° 492 1°E
1900
La Plata
Argentina
De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne
France
4
October 1987
Querido
amigo Hugo:
Te
escribo otra carta. Espero que hayas recibido la anterior, que escribí en cinco
minutos. Te deseo que vayas bien, también tus familiares. ¿Sabes algo? Desde
hace un mes tengo un diario, que pongo al corriente cada tarde. Esta vez hay
dos cosas que han cambiado: primero, escribo en francés, porque me resulta más
fácil el idioma; segundo, en vez de escribir a Harry (un personaje que tú
destruiste) ahora lo hago a mi mejor amigo Hugo.
Ya
sabes que me gusta escribir. Además, no pretendo vivir una eternidad. Y cuando
me vaya a la gran bodega celestial me gustaría dejar algo, si no, si
desaparezco sin dejar nada detrás, será como si no hubiera vivido nada. Creo
que he visto y vivido un montón de cosas que merecen ser mencionadas.
Por
lo pronto sigo parado. De vez en cuando hago algunas chapuzas que me permiten
sobrevivir, no muy bien, pero… Dentro de tres meses ya no tendré el derecho a
cobrar el subsidio de paro. Ahí sí estaré jodido, sin ingresos. No sé que voy a
hacer. Llevo tres semanas sin beber por falta de tiempo y de dinero. Esta
semana he escrito a Pepé y a Julito. La semana pasada fui a St. Jean de Luz y a
Biarritz con un amigo. La pasé genial. Ahora estoy en Pau, en casa de un amigo.
Acabo
de matricularme en la Facultad. Haré otra tesina, ya que cuando Anne me echó
dejé todo. Espero lograrlo esta vez. La tesina la haré en castellano.
¿Tú
no tienes idea de cuándo volverás? Cuando fui a Madrid vi a la dueña de la casa
donde estaba Felicitas. Vi a su marido. Hablamos juntos un ratito y la culpa de
todas las borracheras y todos los pedos gordos fue tuya. ¡Te echaron la culpa
de todo!
Te
doy un abrazo fuerte. Tu amigo que no te olvida
Alan
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