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CAPITULO
46
La
adaptación de Lolei en tierras europeas resultó menos costosa gracias a la
camaradería de los muchos amigos que fue cosechando. Tanto es así que, tras
permanecer unos meses en la pensión que lo cobijó a su llegada, logró mudarse a
un departamento cercano al Paseo de la Castellana, sobre la calle Marqués de la
Riscal, donde vivía un médico a quien había conocido en el bar de Pepé. Este
médico, llamado Alex, se había separado hacía poco tiempo y disponía de espacio
suficiente en su piso. La idea era achicar gastos y allí cayó el abuelo con sus
bártulos. Le quedaba cómodo, además, porque estaba a pocas cuadras del trabajo
en la academia.
En
pleno proceso de mudanza, y aprovechando las vacaciones de verano en Europa,
Lolei viajó hasta la Argentina para visitar a su familia. Permaneció durante
unos diez días en Mar del Plata, en julio del 79. Evaluó su presente. Sus
allegados insistían para que se quedara. Justificaban esa posición en que su
vida ya no corría riesgos.
Pero
Lolei se sentía a gusto en Madrid. Aunque extrañaba su tierra y a los suyos, se
hallaba frente a un potencial de actividades que eran impensadas al momento de
su partida. Planeó regresar y permanecer, por lo menos, tres o cuatro años más
en Europa. Alegó excelentes medios de progreso personal y laboral, y la cercana
posibilidad de recorrer sitios anhelados durante toda su vida.
Por
supuesto que escondió la cruenta recaída en sus adicciones y dejó pasar que en
su condición de extranjero no cumplía con las leyes españolas y era, lisa y
llanamente, uno de los tantos inmigrantes ilegales que poblaban la madre
patria. Vivir a hurtadillas no le agradaba. Pero tampoco le incomodaba tener
que moverse entre las sombras. Prometió a su familia volver a visitarlos al año
siguiente, también en el período del receso estival europeo.
Regresó
a Madrid y se instaló con Alex. El médico fue muy generoso, pues no sólo lo
acogió en su hogar sino que además lo ensambló en su círculo de amistades y
conocidos. De ese modo, sumaba compañeros también fuera de la academia.
Cuando
logró una posición más sólida y pudo ahorrar dinero suficiente –sumado al que
había llevado desde Argentina- comenzó a recorrer, siempre junto a sus amigos,
distintas ciudades de España. Viajaban en caravanas de uno o dos automóviles,
cada fin de semana, hacia pueblos cercanos a Madrid. A veces visitaban sitios
cercanos a la frontera con Portugal o con Francia, y aprovechaban para cruzarse
y sellar en el pasaporte su salida y posterior ingreso al país. Con este
trámite podía permanecer más tranquilo en España en los siguientes meses. No
era casual entonces que la mayor de las veces el viejo saliera de paseo con
otros amigos extranjeros en su misma situación.
Este
tipo de formalidades, maquillados en tours de placer, lo hizo
consuetudinariamente en los siguientes cinco años que duró su travesía por
aquellas tierras.
Hacia
octubre del 79, merced a gestiones de Alex, consiguió un trabajo como
intérprete para un empresario que debía realizar una pequeña gira por Francia,
Suiza y Alemania. Aunque Lolei sabía que el francés no era su fuerte, se esmeró
en pulir su estilo y, gracias a la ayuda de sus amigos francoparlantes –incluso
Alan, que lo hablaba y escribía mejor que su castellano- se sintió lo suficientemente
seguro como para aceptar la misión. Ganaría muy buen dinero. Además, en la
academia no mostraron inconvenientes en otorgar una licencia por el tiempo que
fuera necesario.
Su
itinerario se inició desde Madrid y continuó tres días más tarde en París. En
el medio, tuvo la posibilidad de recorrer los Países Vascos; quedó encantando
con Elgóibar y San Sebastián. Siempre por tierra, continuó viaje hasta la
capital francesa, donde permaneció los siguientes dos días.
Tuvo
mucho trabajo en reuniones donde debía apelar al francés, al inglés y al
castellano intermitentemente, lo cual dejó una buena impresión ante su eventual
jefe y los socios extranjeros. En sus tiempos libres, recorrió la ciudad, bebió
moderadamente y dejó parte de sus viáticos a consagradas putas francesas.
Voló
hacia Alemania, donde debían concretar una nueva entrevista. Pero un repentino
cambio de planes hizo que no se movieran del aeropuerto de Frankfurt y, tras
varias horas de espera, se marcharon hacia Barcelona, donde finalmente quedó
libre. Visitó Andorra, recorrió la zona y llegó hasta Salou, en Tarragona,
donde conoció a una muchacha catalana que no tardó en prodigarle suntuosos
favores carnales.
El
idilio duró apenas tres días, tiempo suficiente para que el viejo se pegara una
inusual enamorada.
Pero
debía retornar a Madrid. Llegó a pensar en no hacerlo. Bajo la promesa de que
volvería pronto, emprendió camino a la capital. La mujer, que era bastante
adinerada y estaba separada de su segundo esposo, prometió conseguirle un puesto
rentable si regresaba a Salou.
“Las
cosas tienden a mejorar cada día”, pensó el viejo.
Cuando
se reincorporó a la academia, Lolei se encontró con menos trabajo que el
habitual. Había sido reemplazado por un tal Carlos durante su ausencia y ahora
estaría solamente al frente de una de las tres clases que tenía. Disgustado,
reprendió a la directora por la decisión.
Mme.
Chardy, quien no era precisamente una emperatriz de los buenos modales, lo
amonestó severamente y lo amenazó con la expulsión. Discutieron. El viejo se
fue dando un portazo que retumbó en todo el edificio. Ganó la calle perseguido
por un distinguido rosario de insultos.
En
Akelda, la fonda donde se reunían habitualmente los profesores después de
clase, se encontró con Alan y René, ya medio en pedo. Les contó lo sucedido.
Alan, con su clásico cinismo, le advirtió que la directora había tomado una
decisión lógica, “si eres el peor profesor de la historia de la academia”, le
dijo. René debió interponerse entre sus amigos para evitar el desastre.
El
viejo, exaltado y ya entonado por la ginebra, le había tirado un trompis que no
llegó a destino por un sorpresivo reflejo del inglés, quien esquivó el manotazo
haciéndose a un lado. Las copas de los tres ocupantes se hicieron añicos contra
el suelo. Calmados, el trío de borrachines recompuso la mesa y el diálogo.
Tratando
de enfriar el enojo de Lolei, se dedicaron a escuchar su descargo. Uno de ellos
le hizo ver que la medida sería temporal, que su reemplazante no duraría mucho
tiempo en el puesto, que el único grupo que aún tenía a cargo era el mejor de
los grupos posibles, que con una sola clase y los alumnos particulares ganaba
un dinero pasadero, que a partir del año siguiente seguramente recuperaría esa
plaza. El viejo meditó y aprobó las razones.
El
otro, en cambio, fue más conciso: “Mme. Chardy está enfadada contigo porque
eres el único que no se la ha tirado, ¡qué joder!”. Y en parte, recordaría
Lolei años más tarde, llevaba toda la razón. La directora era rígida y tenaz, a
veces autoritaria y fría como un témpano, pero también una puta insaciable. “Le
gusta la polla más que a ti la caña”, resumió Alan. “En este momento no debe
tener quien le haga su cariñito”, agregó René, “y por eso se comporta como una
víbora resentida. Verás cómo se calma cuando alguien le eche un buen polvo”.
El
viejo sabía que muchos profesores del plantel de la academia se habían acostado
con la directora, y él era uno de los pocos que aún no le había echado un
polvo. Alan tampoco se la había tirado. Pero compensaba un poco porque cuando
tuvo la ocasión, le confesó que no lo haría nunca, pues le parecía una señora
muy respetable, y además no solía inmiscuirse en relaciones con sus superiores.
La respuesta, una flagrante mentira del inglés, no satisfizo a mademoiselle, pero
le agradó su sinceridad y nunca más lo acosó. Tenían muchas peleas y ninguna
escondía tales intenciones.
En
cambio con Lolei la cosa era diferente. Desde un comienzo se relacionaron con
amabilidad y el viejo tal vez no quiso ver en el trato delicado de la
directora, la sutileza de sus verdaderas sugerencias. Algún compañero le
aconsejó seguir a los impulsos de Mme. Chardy: “verás cómo cambia su carácter
contigo cuando la satisfagas como ella quiere”.
A
la mesa se agregaron Josefina, una hermosa y simpática madrileña elogiada por
su escote, que enseñaba francés en la academia, junto a su novio, un muchachote
insulso como una esponja.
Cambiaron de tema la conversación y en ese
trance, Lolei comprendió la futilidad de la pelea y recordó que con la pasta ganada
en su trabajo de intérprete podía apañárselas un buen tiempo, hasta recuperar
los cargos perdidos.
Pronto
se olvidó de la discusión y agradeció en silencio los consejos de sus amigos. Se
propuso ponerse en carrera para recuperar su amistad con mademoiselle y, por
supuesto, echarle su correspondiente polvo.
Hasta
las siguientes vacaciones, cuando emprendió su segundo viaje a la Argentina,
Lolei fue notando que sus aspiraciones nacidas a partir de la llegada
intempestiva a Madrid, iban cumpliéndose con más éxito del imaginado. Si no
fuera por sus repetidas recaídas alcohólicas, que le dejaban a menudo
malestares físicos de los cuales le costaba cada vez más recuperarse, no es
impreciso afirmar que la vida le estaba dando una merecida revancha.
Casi
sin darse cuenta, lo que se inició como un exilio forzado e hijo del miedo, se
fue transformando en un renacer holgado y entretenido. Gozaba de su existencia
disipada, con trabajos relajados, viajes recreativos y algazaras morrocotudas
plagadas de bebidas, algo de drogas y algo de sexo.
Apenas
si dedicaba tiempo a la lectura. Y poco y nada a escribir, más no sea extensas
y detalladas cartas a sus familiares y amigos.
Bien
pronto se fue olvidando de sus berretines clasistas y de sus antepasados
gloriosos. El brillo patriótico de los Monteagudo, las gestas intelectuales de
los Tejedor, de los del Valle, de los Palacios, se esfumaron como un recuerdo
pasajero.
A
diferencia de muchos compatriotas exiliados por la amenaza de la dictadura,
Lolei tuvo una supervivencia casi feliz y consagrada a las intemperancias, no
ya a pensar con nostalgia la patria abandonada. Ya comenzaba a darse cuenta que
su situación era muy distinta a la mayoría y que su devenir europeo
correspondía a razones de índole personal. Se animó a confesarse a sí mismo que
su condición de “exiliado” sonaba a exageración.
Así
y todo, decidió justificar su existencia con una pereza inusual hacia los
pensamientos profundos. Decidió que las cosas debían seguir su rumbo, sin
detenerse a pensar por qué sucedía lo que sucedía.
Las
cosas libradas al azar, al más inescrupuloso azar.
Tenía
dinero, amigos, bebida, drogas y mujeres con quienes solazarse. Mme. Chardy supo
disfrutarlo en ese arrebato de optimismo que cosechó por aquellos meses.
*************************
(XLVI)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Calle
3 N° 492 1°E
1900
La Plata
Argentina
De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne
France
Pau,
23 Août 1987
Querido
amigo Hugo:
Muchísimas
gracias por tu carta. No podía escribirte porque perdí tus señas y esperaba que
lo hicieras a Inglaterra. Mi madre me envío tu carta hace unos días.
Como
ves ya no vivo con mi novia. Me echó, por razones suyas, no entendí nada. Un
día regresé a casa y encontré mis cosas en la calle. Me arrojó un papel por la
ventana pero no me tomé la molestia de recogerlo, di media vuelta, cargué las
cosas y me fui. Volví a verla hace un mes. Me pidió que volviera y me negué.
Desde entonces no le he escrito ni llamado por teléfono. Me dijo por qué lo
había hecho y sus razones no me convencieron. Además, se equivocó. Pues tanto
peor, porque como dicen en francés “une de perdue, dix de retrouveés”, algo así
como “una perdida, diez encontradas”. La verdad es que me dolió, me hizo gran
daño, pues la quería mucho. Pero ya está. A otra cosa.
Después
de eso fui a buscar trabajo en la costa. Caí en el hospital por beber demasiado
y no cuidarme. Volví a Inglaterra para el casamiento de mi sobrina. Lo pasé muy
bien. Al regreso llevé a mi madre a Lourdes, para ver a una virgen o algo
parecido, donde pasamos una semana. Ella se volvió a Inglaterra y yo partí
hacia Portugal. Me quedé una semana, como siempre, bebiendo y yendo de juerga.
Una
tarde me paseaba por la calle, con un pedo gordo, y una prostituta me preguntó
si quería follar. Le dije que no, pero luego dije que sí y subimos a su casa.
Se quitó las bragas, yo quedé en pelotas. No sé por qué en ese momento cambié
de idea y me fui después de haber pagado. Estaba borracho y otra vez no se me
endureció la polla.
Ahora
estoy en Bayona, cerca de la frontera española. Vivo con otra gente. Trabajo
como peón en un liceo de Biarritz. Estamos arreglando el tejado. La tarea
consiste en romper el asfalto con hachas y colocar un nuevo revestimiento. Es
un trabajo duro y no me gusta. Tal vez consiga como profesor de inglés aquí en
Bayona. Lo sabré pasado mañana.
Este
fin de semana estaré en Pau, a 100 kilómetros de Bayona, en casa de un amigo
que es profe de Historia en el Liceo de esta ciudad. La semana pasada estuve en
las fiestas de Bayona, que significan cinco días seguidos de borrachera. Ahí
perdí todos mis documentos. Así que mañana tendré que ver a un abogado por
razones financieras. Sin querer di mucho dinero a una chica con quien salía y
un buen día desapareció. Tuve que dar parte a la comisaría y ahora, si no
podemos arreglar el problema juntos, habrá un juicio.
Te
contaré de mi viaje a Madrid. Fui a hacer una tesina sobre la inmigración
española en Francia en 1920-1930. Pero en vez de concurrir al Ministerio a
consultar los archivos me pasé el tiempo, adivina dónde, bebiendo. Vi a Pepé y
a Esther, que estaban muy contentos de verme. Vi a Mme. Chardy e hicimos las
paces. Dije que ya no bebía. Es mentira, pero tampoco iba a decirle que bebía
como siempre. Con Carlos tomamos varias copas. Está estudiando en la facultad y
rindió varios exámenes. Su padre debe haber pagado un dineral. Sigue tan pajero
como antes; me es simpático, me cae muy bien ese chico. Fui a menudo al bar de
Julio. Comí dos veces con Carmen y sus niños; hablamos de viejos tiempos. Por
supuesto que nos acordamos de ti, en términos de amistad. Todos te recuerdan
bien. Vi a Rob en Akela pero fingió no conocerme; no insistí en entablar
ninguna conversación. Estuve con Felicitas; trabaja en un bar llamado La Flor y
está a la vuelta de Akela. Me ofreció cañas y tortilla. Fui bastante a
Argüelles, el bar donde ponen música, ese en el que nosotros nos sentábamos
enfrente para beber nuestro Fundador. Todos me acogieron de maravillas.
¿Tú
cuándo volverás a España? Me gustaría verte otra vez. Ojalá puedas hacerlo.
Espero que la salud de tus padres mejore. Si tardas mucho en recibir esta carta
no creas que ya no quiero escribirte. Ves bien que he tenido mis problemas,
además de perder tus señas. También puedes enviarlas a Inglaterra, así siempre
recibiré tus cartas.
Te
doy un abrazo enorme, tu amigo que nunca te olvida
Alan
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