CAPITULO
49
Una
calurosa madrugada de noviembre volví a mi casa muy borracho. Sólo recuerdo
haber espiado en el departamento del viejo, apenas abriendo una hendija de la
puerta, tratando de hacer el menor ruido posible.
Extrañamente
fui silencioso –se sabe lo sutil del engaño perceptivo que provoca la ebriedad,
cuando se pretende ser cauto casi siempre se termina haciendo un escándalo-, y
Lolei dormía un sueño pesado y profundo.
Raro
y feliz escenario. Raro que no me estuviera esperando despierto, como hacía
cada vez que salía y volvía a cualquier hora; feliz porque después de tanto batallar,
al fin había logrado desprenderse de su miedo a ser abandonado y podía
descansar con placidez, aún siendo consciente de que yo no me encontraba en la
casa.
Con
una euforia sosegada, cerré la puerta y recorrí tambaleante la escalera hasta
mi altillo. Como pude llegué a la cama y me derrumbé.
El
mundo se hizo noche y cualquier recuerdo reciente se evaporó en un sueño
parecido a la muerte.
Bajé
tarde, bastante después del mediodía, con una resaca aplastante, casi
sonámbulo. A mitad del trayecto hasta el primer piso, me atajó Dora con un
gesto de antipatía y fastidio que no le conocía. Me ordenó –no me invitó ni me
lo pidió: me lo ordenó- que pasara a su casa.
-¿No
lo escuchaste anoche a tu amiguito?-, inquirió furiosa.
Con
una gallarda tranquilidad de recién amanecido, le dije que no, para nada. Había
dormido como un oso polar, agregué con inocente alegría. Pregunté por qué me
decía eso.
-Se
pasó toda la noche llamándote. Ya tu nombre lo tengo grabado en la cabeza.
Estuvo gritándolo dos, tres, seis horas. ¿Cómo puede ser que no hayas oído
nada?-, gruñó Dora.
El
tono de su voz iba mutando y a medida que agregaba palabras a las frases su voz
iba incrementando el volumen. Una vez más aseguré no haberlo escuchado.
-¿En
serio, por qué, pasó algo?-, pregunté con mínima preocupación.
-¿Vos
estás drogado?- me abarajó la vieja, inquisidora.
-Sólo
que por ahí algo borracho, creo, bebí un poco de más anoche-, confesé.
-Se
te nota en la cara-, dijo.
Volví
a preguntar si había pasado algo.
-Desde
las siete de la mañana empezó a llamarte, con ese sonsonete inaguantable que ya
me tiene hasta acá –Dora se cruzó la frente con la mano, como haciéndose un
corte-. No te miento, por lo menos dos horas gritó. Ya me preocupaba. Hasta que
empezó a decir “me caí, me caí”. Pedía auxilio. Estuve a punto de ir a tu casa,
pero supuse que nos estabas. Si hubieses estado tendrías que haberlo escuchado.
¿En serio no lo oíste? Los gritos retumbaban hasta en la calle.
-Estaba
muy dormido-, atiné a agregar con desgarradora obviedad.
Dora
siguió: “por suerte apareció una gente que vino a ver el departamento F. Cuando
los escuché andar en el pasillo, salí y les comenté lo que ocurría. Eran dos
hombres jóvenes. Les dije que golpearan la puerta, debe estar sin llave. Uno de
ellos le preguntó si se encontraba bien; Lolei respondió que se había caído.
Pidió que entraran. Ellos pasaron y lo levantaron. Después me contaron que
estaba cerca del baño y lo dejaron en el sofá. Salieron asustados. No se
explicaban cómo alguien podía vivir en semejante chiquero. Ahora está la puerta
abierta y no dejó de llamarte. Estoy harta de sus gritos. Esto no da para más.
Estos hombres vinieron a ver el F con intenciones de alquilarlo. Ahora, decime
una cosa, ¿vos te pensás que van a volver? ¿Pensás que alguien en su sano
juicio vendría a vivir a este edificio teniendo semejante espectáculo acá
adentro?”.
Estropeado
como estaba, era difícil procesar tantas novedades y cuestionamientos. Le
expliqué sucintamente los avances y las derrotas que veníamos sorteando. Pero
Dora, aún alterada por esa mañana desgraciada que había pasado, se mostró más
inflexible que nunca y, como si no le importara nada de lo que yo contara, me
aplicó un ultimátum:
-Esta
vez va en serio: si antes de fin de año esta situación no se soluciona, este
hombre se va del edificio por la fuerza. Lo hablé con los propietarios y con
los inquilinos. Ya me asesoré con gente amiga, con abogados y con funcionarios,
y están todas las condiciones para llevárselo de la forma que fuere necesario.
Que quede claro que no es una amenaza en tu contra, pero vos te hiciste cargo
de Lolei y ahora sos el responsable de sacarlo de acá por las buenas. Y si no
es por las buenas…
Más
claro imposible, me dije. Sin más alternativas, más no sea para calmar el encrespado
ánimo de mi vecina, prometí que todo cambiaría para bien, para bien de mi amigo
Lolei y de los habitantes del edificio.
-Eso
espero-, me despidió, con visible suspicacia.
El
viejo me recibió triunfante y crispado. Taladró mi herido cerebro de preguntas.
No se privó de agregar algún improperio, que preferí no escuchar para no
empeorar el momento. Volvió a contarme lo que había pasado y lo escuché como si
resultara una novedad para mí. Ponía mi mejor cara de asombro y de compunción a
medida que avanzaba en su relato.
-No
me lo hagas más-, me retó Lolei, ofendido.
-¿Hacerte
qué, viejo?-, retruqué.
-Eso
de venir a cualquier hora y acá dejarme tirado, solo como a un perro, sin
atenderme cuando te llamo-, explicó muy suelto de cuerpo, con un énfasis de
coronel de película y una mueca bravucona. Como si fuera un vómito, la boca se
me llenó de insultos, pero me los tragué y mantuve la calma.
-¿Acaso
nunca te emborrachaste hasta perder la noción del tiempo, hasta desmayarte del
cansancio y no escuchar que un tren te pasa por al lado? Me imagino que sabés
de qué te hablo. Bastantes pedos te has agarrado en tu vida-, justifiqué.
-No
seas hijo de puta, pendejo, no me vengas a achacar mi pasado. Hoy me
caí y no fuiste capaz de venir a levantarme. Si no fuera por esos muchachos tan
generosos todavía estaría tirado en el suelo. Y vos durmiendo la mona, como si
nada-, dijo.
Aguantando
como podía, volví a explicarle que estaba dormido, borracho y cansado, y si no
bajé fue porque no escuché su llamado. Volví a preguntarle si en verdad nunca
le había sucedido algo similar. Pero era como querer dar explicaciones a
alguien que no está interesado en recibirlas. No recuerdo el orden de sus
palabras, la conformación ni el sentido de la frase; como puñales, oí que dijo
“pendejo”, “hijo de puta”, “desalmado de mierda”, “falopero”.
Y
el vómito que tenía atragantado de repente salió. Ya venía con el motor medio
averiado, con algún tornillo flojo, y se me zafó la cadena. Se acabó la
amabilidad y la comprensión. Se acabó la paciencia y la buena disposición.
Quien empezó a gritar fui yo. Y mi amigo recibió su escarnio.
El
viejo respondió y creo que, de haber podido mantenerse parado en sus dos patas,
me hubiese encarado para pegarme. De hecho, cuando en un momento de la agarrada
me acerqué hasta su cama, llevado por el envión de la furia y de las puteadas,
me tiró un violenta trompada que esquivé de puro milagro. Llevaba buena orientación:
directo a la jeta. En el retroceso me puse en guardia.
-¡Vení,
pegame si sos tan gallito!- me gritó.
Fuera
de sí como estaba, lo apunté. Me di cuenta que no podía pegarle un viejo
acostado en una cama, aunque lo mereciera. Me frené. Volvió a enfrentarme:
“¡Pendejo cagón, hijo de puta!”, espetó. Manoteé una de las mugrientas
zapatillas junto la cama y me puse en posición de ataque. Me frené. Recibí otra
afrenta y sin dejarlo terminar lo sacudí.
El
golpe le resonó en el antebrazo izquierdo, que había cruzado sobre su cara para
protegerse. Buenos reflejos: el zapatillazo le iba derecho al naso, un apéndice
difícil de errarle. El segundo azote lo atajó con el otro brazo. Creo que le
quedó marcado el logo de la suela. Se supo en desventaja y me rogó que frenara.
Aún la súplica llevaba añadido un “hijo de puta”. Me retiré unos metros y le
arrojé con fuerza la zapatilla, no para pegarle, sino para que sintiera el
rigor. Le rozó la cabeza y se estrelló contra la pared. Siempre manteniendo una
mínima distancia de la cama, alcé la segunda zapatilla.
-¡Basta,
basta!-, empezó a gritar.
Me
quedé firme con el amague. Escuché desde afuera un portazo. Pensé que sería
algún vecino, alarmado por el escándalo. Entonces yo cerré la puerta con
violencia, como para que supieran que la cosa estaba caldeada. Hice lo mismo
con la ventana que daba al patio. Por lo menos en ese ambiente sellado se
ahogarían un poco los gritos.
De
todas formas, lo peor había pasado. El griterío siguió. Yo estaba ciego de ira
y fuera de mis cabales. Por un instante se me cruzó una idea sanguinaria, muy a
tono con el impulso que había tomado la pelea. Pero como un rayo de lucidez,
como en un sueño flotante en donde se ve la escena completa, en donde yo mismo
me veía desde arriba, y veía al viejo arrebujado e indefenso entre la maraña de
sábanas, con sus pelos canosos y revueltos, y su boca desdentada, y sus manos
huesudas, su aspecto decrépito, lo vi completo. Vi la decadencia, la
humillación, la vana lucha de un hombre sin futuro, sumido en la más profunda
ignominia, vi al hombre que yo sería dentro de cincuenta años, vi al hombre
abandonado a su miserable suerte de subsistir sin esmerarse en dar pelea, vi al
amigo que estaba dependiendo de mí para prolongar su triste agonía, y aunque
reconociera la injusticia de aquella dantesca escena que veníamos montando
desde hacía veinte minutos, vi frente a mí la muerte.
Y
me derrumbé. Literalmente, me derrumbé de rodillas contra el piso, con la mente
perturbada, con las fuerzas cansinas. Y estallé en un llanto como no recordaba
haberlo hecho jamás. Y lloré a lágrima tendida, con la cabeza contra el piso,
con los puños apretados, pegándole al mosaico hasta recrudecer el dolor, hasta
sentir que los huesos se me rompían. Levanté la cabeza y con los ojos cargados
miré a Lolei. Y lo vi rígido, con la cara acalambrada, sin ningún atisbo de
remordimiento. Como un simple espectador de una obra de teatro. Mudo.
Asombrado. Ajeno.
Permanecí
un rato observándolo, tratando de hallar un explicación a algo. Me paré y me
acerqué a él, sollozando.
-Después
bajo-, le dije y di media vuelta. Fue la primera vez que no me despidió. Fue la
primera vez que me fui de su casa con la última palabra.
-¿Qué
fue todo ese griterío ahí adentro? ¿Vos estás bien? Nunca te vi así-, dijo Dora
cuando me salió al cruce en el pasillo. Se notaba que había estado con la oreja
pegada a la puerta, atenta al escándalo proveniente del departamento E.
Al
advertir mi salida, me esperó con la puerta de su casa entreabierta, como quien
está espiando. Yo no respondí. Creo que se dio cuenta, con sólo mirarme, que no
hacía falta decir nada. Me invitó a pasar, me ofreció café. Negué con la
cabeza. Seguí viaje y desde la mitad de la escalera, me di vuelta y le dije:
-Quédese
tranquila que esto se acaba antes de fin de año.
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(XLIX)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Calle
3 N° 492 1°E
1900
La Plata
Argentina
De: Alan Rogerson
Atherbea
12 Chemin de Barthès
Bayonne
France
28
October 1987
Querido Hugo:
Acabo
de enterarme por qué no me has contestado antes: te mandé una carta enseguida,
se la di a un chaval y le dije que la hiciera pesar antes de enviarla; no lo
hizo, sólo puso un sello y la mandó. Supongo que por esa razón no la
recibiste.
Bueno,
ahora espero que vayas bien. Pienso a menudo en ti y en este momento no sé por
qué me estoy acordando de la comida que preparaste en la casa de René. Me río
mucho de cuando dejaste una gran mierda en el fregadero, vomitaste en los
cagaderos y, sobre todo, te comiste mi comida. Me imagino la reacción de René
al día siguiente al ver la mierda que habíamos dejado. Debe haber dicho:
“¡Anoche se cogieron un terrible pedo, joder. Rosa se enfadará, joder!”
¿Sabes
algo? El otro día estaba paseando por la ciudad y topé con un argentino que
visitaba Bayona. Charlamos un buen rato, recorrimos la ciudad. Se llama Eduardo
y me dio sus señas. Le hablé de ti, claro, y si hubiese tenido tus señas a mano
se las habría dado.
Llevo
mucho tiempo sin beber, es porque no tengo mucho dinero en este momento. Tal
vez escriba a Kate esta semana.
Encontré
un diario que tenía en Madrid. Cubre el período de mi última estancia en esa
ciudad y en Salou. Hay cosas interesantes: por supuesto, los pedos en The
Victoria Pub, el día del parque de diversiones, cuando debieron parar la jaula
que se mecía porque estaba borracho; los autos chocadores, el día de tortillas
y salchichas en la playa Alison, el Fundador que bebimos ese día, Nacho y su
hermana… todo eso me trae bellos recuerdos. ¿Dónde están los buenos tiempos,
Hugo?
He
escrito a Mme. Chardy, a Pepé, a Julio el de la cafetería. Su mujer, Carmen, te
quiere mucho.
Te
doy un abrazo muy fuerte. Escríbeme pronto
Alan
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