CAPITULO
50
Una
mañana me sorprendió, a través del portero eléctrico, la voz de Mario Browne. Hacía
varias semanas le había dado las señas de mi departamento para cuando deseara
ir a visitar a Lolei.
Cuando
bajé a abrirle la puerta principal, también me recordó que le había dejado mi
número de teléfono. Había llamado, sin obtener respuestas. Comprobé que tenía
datos equivocados. Mientras subíamos las escaleras se lamentó no haber ido
antes, “demasiado trabajo”, se excusó.
-Tenés
visita –anuncié al entrar al departamento del viejo, que estaba leyendo la Gran
Enciclopedia Argentina, de Diego de Santillán, un tomo pesado y ajado, una
de sus lecturas predilectas por aquellos días por la brevedad de sus artículos.
Lolei
asomó la cabeza por encima del libro. Su amigo aún permanecía en el vano de la
puerta, entre temeroso y expectante. Lo invité a ingresar. Al viejo se le
dibujó una sonrisa enorme. Parecía un niño con juguete nuevo.
-¡Viniste!-,
exclamó. Era una frase muy familiar para mí.
Marito
Browne entró con andar lento. Lo observé mirar toda la casa, absorto,
desilusionado. Se le evidenciaba una mueca de incredulidad. Me miró a los ojos.
Le devolví un mohín de alegría. “Le agradezco que haya venido”, lo anticipé.
Venciendo
las dudas, se acercó a su antiguo amigo y le tendió la mano. Lolei le ofreció
asiento. Se afanaba por hablar, casi con desesperación. Yo me sumé a ellos.
“Los dejo solos”, anuncié. Y pedí a Browne que pasara por mi departamento
cuando lo creyera oportuno. “Suba por
esa escalera”, le indiqué señalando el imaginario recorrido.
Al
cabo de media hora lo oí llegar. Limpié la mesa cargada de apuntes y libros y
lo invité a sentarse. Ofrecí un mate. Aceptó tímidamente. “Sólo uno, llevo
prisa”, sentenció con desgano. Y se apuró a preguntarme, mientras yo cambiaba
la yerba: “¿Por qué no me llamaste antes?”.
Me
di vuelta y lo miré con el gesto de no haber escuchado. “¿Que por qué no te comunicaste
antes? ¿Cuánto hace que está en ese estado?”. La explicación fue breve; en
apenas unos minutos sinteticé los últimos meses junto a Lolei, es decir, desde
que yo lo había conocido. Una explicación bastante similar a la expuesta en
nuestro primer encuentro, cuando lo había visitado en su oficina.
-Hay
muchísimas cuestiones sobre él que aún desconozco. Sólo sé lo que me cuenta.
Sin ir más lejos, de usted me habló por primera vez el día anterior de haberlo
llamado. Si me lo hubiese dicho antes…
Browne
se tomaba unos segundos antes de cada respuesta, como si tuviera que acomodar
muchas ideas antes de hablar. Comentó que llevaba más de un año sin noticias de
su amigo, y por lo menos dos sin verlo. Los últimos contactos habían sido telefónicos.
Lolei solía llamarlo para conocer el estado de la jubilación, pero ya hacía
bastante que no se comunicaban. Aproveché para preguntarle sobre el trámite. Me
respondió algo similar a lo hablado antes con el otro abogado.
-Es
difícil que se la otorguen-, volví a escuchar, con idéntica modulación, con
mayor desesperanza. A esa altura era imposible de disimular el estado de
confusión en que se hallaba.
-No
puede seguir viviendo así-, remató.
-Ya
lo sé, ya lo sabemos –repliqué- Yo ayudo en todo lo posible, comprenda que no
tengo muchos medios para hacer más que esto. Desde el primer día, dejó en claro
que todas sus esperanzas están depositadas en su jubilación. Él ya no tiene
dinero. Yo aporto con lo indispensable: le pago la luz y le doy comida. Él
todavía está confiado que su retiro saldrá de un momento a otro. Usted sabe la
verdad.
Le
relaté las peripecias por trasladarlo a otro sitio. Añadí la alternativa
propuesta por Lolei de usar el departamento como garantía de pago. Incluso
comenté, como al pasar, que hasta había ofrecido que yo me quedase con la
vivienda, a cambio de asegurarle su bienestar. Mario Browne escuchaba atónito.
De manera solapada, estaba pidiéndole ayuda.
Al
no obtener ninguna contestación, le pedí, ahora sin vueltas, que pasara a
visitarlo más seguido.
-Le
haría muy bien, yo soy su único contacto con el mundo, nadie se acerca a
verlo-, justifiqué.
-Por
algo será-, cuestionó subrepticiamente.
Lo
corté en seco:
-Tal
vez tenga razón. Pero a mí no me importa su pasado, ahora estoy más preocupado
por su futuro.
Me
devolvió el mate y se levantó de la silla. Mientras bajábamos aseguró que
volvería a visitarlo. “Como un viejo amigo”, aclaró. Y con esa aclaración despejó
una duda que yo no había sabido pedir abiertamente por simple timidez: ya no
movería un dedo por la jubilación. Ni siquiera “como un viejo amigo de nuestras
mejores épocas de la juventud”.
Desde
la puerta saludó a Lolei y reiteró su promesa de volver. Cuando lo despedí, ya
en la calle, me asaltó la seguridad de que no regresaría.
Fue
la última vez que lo vi.
Después
de mi entrevista con el abogado que me había entregado su legajo, me comuniqué
con el otro, ese ad honorem que le había prometido al futuro ministro.
Hasta ese momento no lo había tenido en cuenta, pero en el medio de la
desesperación creciente acudí a sus servicios. Ese abogado era mi tío. No
recuerdo si ya estaba al conocimiento de las complejidades del asunto, pero cuando
le detallé lo sucedido en los últimos meses y las dificultades presentes,
inmediatamente se puso a disposición. A los pocos días viajó desde Buenos
Aires, dónde vivía, hasta La Plata.
Tuvo
su primer contacto con Lolei, quien lo recibió aparatosamente. El viejo
acostumbraba a aceptar a todo tipo de huésped –sobre todo si era nuevo y venía
conmigo- con una amabilidad edulcorada y ampulosa. Le gustaba caer en gracia y
sabía cómo hacerlo. No se ahorró ningún elogio al hablar de mí.
En
ese tren de proclamaciones volvió a decretar frente a los dos su deseo de
obsequiarme todo lo que tenía, en agradecimiento por mis esfuerzos. Y fue más
directo: “este departamento lo ofrecí en varios asilos para ancianos y nadie lo
aceptó. Entonces le dije que será para él. Mi intención es que todo sea para él,
la casa y, sobre todo, mis libros”.
Esta
voluntad me la había manifestado en infinidad de ocasiones, pero nunca le di
crédito. Estaba en sus genes ese carácter desprendido, su falta de apego por ciertas
cosas. En parte se demostraba por qué tenía tan pocos bienes materiales. Y los
pocos que tenía, los atesoraba en un estado total de negligencia.
Alguna
vez hasta me propuso vendérmelo, como había procurado en vano en algunas
instituciones que recorrí. A veces le costaba entender que el dinero no se
producía esforzando el vientre.
“De
pedo puedo pagarte la luz, mirá si voy a comprar un departamento, viejo
demente”, le respondía certeramente.
Pero
como él insistía, y una mente avezada suele pensar más que dos enclenques y
desanimadas, con la visita de mi tío nació una posibilidad hasta entonces
impensada. Era una alternativa viable: yo podría “comprar” su departamento a
través de una sesión de los derechos hereditarios, pero yo no tomaría posesión
del inmueble mientras el viejo estuviera vivo. A cambio, debía hacerme cargo de su internación y de su salud.
La idea surgió como una opción terminante, pues a esa altura, el trámite
jubilatorio había tenido un rechazo concluyente.
De
esta resolución nos enteramos tras la visita que hicimos con mi tío al propio
riñón del Instituto de Previsión Social. Dimos con la jefa del área a cargo de
las tramitaciones, tras una vana gestión realizada por mí meses antes y la
insistencia profesional de mi tío, muy experimentado en recorrer pasillos y
oficinas de la más efectiva burocracia estatal.
El
dato de la jefa lo había conseguido a través de un coterráneo, poseedor de
cierto cargo dentro del instituto, cuando hubo dejado su banca en la
legislatura provincial. Recuerdo que lo visité junto a mi madre en su oficina
de La Plata, con el fin de obtener alguna intermediación en el caso. La reunión
se produjo a poco de hacerme con el expediente y la novedad sobre el casi
seguro rechazo. El ex diputado nos recibió respetuosamente, pero no encontró
soluciones a nuestros requerimientos. Sin embargo, nos ofreció el nombre de la
encargada de esa jurisdicción, a quien debíamos consultar para conocer las
incidencias del asunto. Ante la dificultad de llegar a la empleada por nuestros
propios medios –para un ciudadano común, con nulo recorrido en recovecos
administrativos, llegar a entrevistar a un jefe de área suponía horas de
espera- desistimos de intentarlo. En ese momento, nos desentendimos. Pero
luego, con el expediente en nuestro poder y la ayuda del nuevo abogado, el
panorama resultó más favorecedor. Y aunque la espera no fue exigua, fuimos
recibidos por la encargada.
Su
respuesta no varió respecto de lo anunciado los dos abogados, pero surgida de
boca de la funcionaria, resultaba más contundente. La jubilación no sería
aprobada y había que reiniciar las tramitaciones. La diligencia demoraría años.
Con
esta certeza irrevocable, resurgió aquella idea. No quedaba demasiado tiempo y
las dificultades eran cada vez mayores. Quedaba una más: en caso de hacerme
cargo de Lolei, lo más conveniente era trasladarlo hasta mi ciudad, de modo tal
que mi familia quedaría a su cuidado, al tiempo que yo podría continuar con mis
estudios en La Plata.
Una
nueva incertidumbre estaba planteada: ¿Lolei aceptaría ir a vivir a una pequeña
ciudad del interior, de cuya existencia ni siquiera sospechaba hasta mi
llegada, y donde seguramente pasaría los últimos días de su vida?
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(L)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Calle
3 N° 492 1°E
1900
La Plata
Argentina
De: Alan Rogerson
Chez
M. Vergerio
10 Rue
Général Marguerite
33400
Talence
France
14
décembre 1988
Querido Hugo:
Mucho
tiempo sin que nos escribamos, ¿verdad? La culpa la tenemos los dos. No
obstante, no dejo de pensar en ti y sobre todo en nuestra amistad. Muchas cosas
han ocurrido desde la última vez que tuve noticias de ti.
Como
verás, ahora estoy en Burdeos. Vine por dos razones: primero, quería estar cerca
de Anne y segundo porque había encontrado trabajo en una escuela. La ciudad de
Burdeos no me gusta, nunca me gustó ni me gustará, aunque sea más grande que
Bayona. Estuve un año en Bayona. Viajaba a ver a Anne todos los fines de
semana. Si no hubiera salido con ella, nunca habría vuelto, pero… Después Anne
se fue a París a buscar trabajo y yo me quedé aquí.
Anne encontró trabajo en casa de una gran actriz, Anouk Aimeé. Esa mujer es una tirana. Anne debía cuidar sus gatos (tenía 24), se portó muy mal, siempre le gritaba y maltrataba, a ella y a su personal. Hacía escenas de teatro permanentemente. Es una cuestión que no sabemos de las grandes estrellas: son muy simpáticas en el escenario, pero en la vida real… Alguien debería decirles que todos cagamos igual.
Anouk Aimeé. "Alguien debería decirles que todos cagamos igual" |
Yo
sigo trabajando en la escuela. Tengo unas pocas clases pero voy ganando mi
vida. Me pagan 2.500 pesetas por hora. Además en marzo tengo que ir a
Inglaterra con mis alumnos, donde pasaremos juntos una semana. En unos días
viajo a mi país para la Navidad; pasaré una semana, más o menos. El trabajo se
reanuda el 9 de enero.
Me
extrañaría que me quedara en Burdeos. No estoy a gusto aquí, es una ciudad
burguesa y la gente se las echa de rey, son tíos que se creen muy repipi. No he
vuelto a España, tal vez lo haga el año que viene. Debía organizar un cursillo
en Madrid para los alumnos que estudian español en la escuela. Eran casi 60.
Escribí a Mme. Chardy para proponerle que les acogiera, pero nunca me contestó.
Se perdió una oportunidad de ganar mucho dinero.
¿Sabes?
Mi amigo Danny se está muriendo. Salimos juntos cuando estuvimos en Londres
hace cuatro meses y la pasamos de maravilla. Pero él no se encuentra bien. Creo
que estará muerto de aquí dos años.
Amigo,
escríbeme pronto. Hugo el escritor ha cambiado, se ha puesto tan holgazán como
yo. Me gustaría tener noticias. Tu amigo te da un abrazo muy fuerte
Alan
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