EPILOGO
La
mañana de mi cumpleaños número veintitrés, visité al escribano en su oficina de
calle 48 y, tras abonar el último de los cánones administrativos del trámite de
sucesión notarial iniciado semanas antes, quedamos en encontrarnos en el
departamento de Lolei aquella misma tarde para proceder a la rúbrica del
documento.
Recuerdo
haber acudido a esa cita minutos después de rendir el último de los finales
preparados para esa instancia de exámenes. Había aprobado sin demasiada holgura
pero igual me sentía aliviado. Mientras esperaba la entrevista, me regocijé por
última vez con la despampanante figura de su secretaria, una morocha voluptuosa
con rostro felino y culo de vedette. No estaba nada mal para ir desandando la
jornada. Quedamos en encontrarnos a las cinco de la tarde.
Con
la sensación de haberme sacado una mochila del peso de un transatlántico, volví
a mi casa para comunicar la novedad al viejo. Una vez más me recibió ansioso,
sabedor de que el final de la odisea se acercaba. Pero prefirió no tocar el
tema. Sólo me felicitó por mi éxito en la facultad y pidió algo para comer.
Cociné
milanesas y almorzamos juntos. Hablamos de menudencias. Me preguntó sobre el
examen y le conté sobre los temas desarrollados, sobre mis nervios, mis
titubeos y la buena predisposición del profesor que me salvó de un fracaso horrible.
Trató de reanimarme recordando sus propias experiencias en las pruebas orales y
de varias frustraciones cosechadas a causa del nerviosismo.
-Ya
verás que con el tiempo irás superando esos estados angustiantes-, auguró.
Se
equivocó y mucho.
Quiso
dormir la siesta y me pidió que me fuera. Le dije que yo haría lo mismo; estaba
exhausto luego de una larga noche de estudio a contrarreloj. Llegué con el
cansancio de meses a cuestas y sentía que a partir de ese momento comenzaban
las vacaciones. “Estoy para apoliyar dos días seguidos”, sugerí.
Pero
le recordé que a las cinco vendría el escribano para firmar los papeles de la
sucesión y sería conveniente para ambos estar presentables y despabilados. Le
pedí que me llamara en caso de no bajar un rato antes de esa hora.
Por
primera vez después de un duro batallar de meses, no me iba molestar
despertarme con sus trituradores gritos destemplados.
No
hubo manera de que conciliara el sueño y minutos después de las cuatro ya
estaba nuevamente sentado al lado de su cama. Él estaba tan dormido que no
escuchó cuando entré. Lo observé descansar un buen rato, como quien contempla a
un moribundo en la sala de un hospital.
Mientras
lo miraba me asaltaron innumerables imágenes y voces de los días vividos bajo
aquel techo. No recuerdo exactamente qué reviví, sé que fue una película
carente de pensamientos. Sólo percepciones fluctuantes, vagas, como de otras
vidas. Como ese famoso túnel que, dicen, lograron recorren quienes tuvieron una
pata más allá.
Nos
sacó del sopor el sonido del timbre.
Eran
mi papá y mi tío, que llegaban puntuales a la cita. Ambos eran parte esenciales
del proceso a cumplir frente al escribano y habían viajado exclusivamente desde
la capital, sacrificando preciadas horas de sus respectivos trabajos. Lolei los
recibió con el júbilo de siempre.
Sugerí
una ronda de mates mientras aguardábamos al escribano. Pero cuando me estaba
yendo a prepararlo, el viejo pidió ir al baño. Eso significaba que los
visitantes debían retirarse. A mi amigo le daba pudor que personas desconocidas
participaran de un rito que nos pertenecía
sólo a nosotros. Aún en su visible decadencia, trataba de ser
escrupuloso con su compostura.
Mientras
los otros se retiraban hasta mi casa, Lolei y yo enfilamos para el baño a paso
lento y decidido. Propuse un somero aseo a su desaliñada figura, para no quedar
como un zaparrastroso delante de los visitantes. Accedió sin quejarse y luego
de una furibunda defección -que
debí simular con abundante desodorante de ambiente- le lavé celosamente la cara
y las manos. Lo peiné con una ridícula raya al costado. Al regresar al
camastro, le acomodé la camisa y el pantalón. No quedó como un dandy pero ya no
se parecía tanto a un pordiosero.
Nos
demoramos un par de horas en una encendida charla dirigida por Lolei. Nos cargó
de preguntas a los tres y emprendió repetidas anécdotas de su pasado glorioso y
linajudo. En su afán de mostrar conocimientos, citó títulos de libros y de
películas sin demasiado criterio.
No
tardó, en medio de su vorágine discursiva, en hallarnos parecidos a gente
famosa o estrellas de cine. Buscar similitudes entre las personas era uno de
sus pasatiempos favoritos. Así, mi tío pasó a llamarse Julio Iglesias, mi papá
William Holden y yo, Martín Hewitt. Tiempo después, en tren de corroborar sus
apreciaciones, descubrí que las similitudes ensayadas por el viejo eran
prácticamente inexistentes, o cuanto menos descabelladas.
Nos
salvó la llegada del escribano, pasadas las siete de la tarde.
El
trámite fue rápido. Se leyeron las actas del acuerdo y sus puntos relevantes.
Se rubricaron las copias. Lolei garabateó su firma con la mano temblorosa. Poco
y nada quedaban de su esmerado estilo de caligráfico de mujercita adolescente
que había descubierto en sus interminables manuscritos. Pidió perdón por su
desprolijidad y atribuyó al avance desproporcionado de su enfermedad, que
entorpecía hasta el más simple de sus movimientos. Pero con el consentimiento
público bastaba para suscribir el documento y el percance aludido quedó en un
segundo plano.
La
charla se extendió brevemente, pese a la insistencia del viejo. Cumplido el
oficio, todos los presentes se apuraron a retirarse. Le expliqué que sus
tiempos eran muy distintos al suyo, y lo entendió. Saludó efusivamente a los
tres, con reiteradas palabras de agradecimiento.
En
la puerta del edificio, convinimos con mi padre el día del traslado del viejo.
Sería el veinticuatro, víspera de la navidad. Lolei encontró en esa fecha una
señal de renacimiento y lo celebró.
Ya
solos, cenamos sin grandes pompas y me retiré a descansar.
Había
finalizado un día –y un año- extenuante. También lo fue para él. Con la
sensación de que todo estaba resuelto, sólo nos quedaba un día para liquidar
los últimos aprestos antes de la partida.
-Hoy
sí nos merecemos un descanso sin interrupciones-, le dije mientras acomodaba
todas las vituallas en torno a su camastro.
Prometió
dejarme dormir a destajo. Y cumplió.
El
día siguiente se esfumó en preparativos para el viaje. Una valija desvencijada
bastó para acomodar lo aprovechable que quedaba de su ropa. Apenas algunas
remeras gastadas, camisas harapientas, pantalones decolorados por los años y un
par de camperas y sacos antiguos pero decentes poblaron de inmediato la maleta.
Descartamos cargar sábanas, toallas y frazadas, que él insistía en trasladar.
Pero logré convencerlo de su inutilidad aduciendo, con razón, que recibiría
unas en mejor estado.
De
hecho, se trataban de trapos y fue lo primero en tirar a la basura cuando
regresé a la casa un mes más tarde. Para completar el equipaje guardamos una
docena de libros, cuadernos sin usar, lápices y una gruesa carpeta con sus
remotos escritos, casi a manera de amuleto. El resto de todo lo que quedaba en
el departamento era su legado hacia mí.
Sólo
hizo una excepción, que solicitó encarecidamente como si fuera un último deseo:
llevarle personalmente algo a Lolita. Se trataba de una cantidad de vetustos
retratos pertenecientes a la familia de su ex esposa, que formaban parte del
conjunto de materiales conseguidos en sus años de investigaciones genealógicas.
Me pidió -y me lo recordaría varias veces en los meses siguientes- que no me
olvidara del encargo.
Nunca
cumplí.
La
mañana del veinticuatro de diciembre, un sábado caluroso y prístino, amanecimos
más temprano de lo habitual. El viejo me esperó despierto y con una serena
impaciencia. Como cada día, escuchaba su audición radial a un volumen elevado,
que retumbaba impiadoso en el hondo silencio del edificio. Nos aguardaba el
último lavado.
Ventilé
la casa mientras él desayunaba. Subí en busca del armamento sanitario y al
regresar lo encontré semidormido. Me aclaró que tenía los ojos cerrados porque
le molestaba el excesivo fulgor de la resolana que se colaba por las diminutas
ventanas de la casa. Se había desacostumbrado a semejante brillo.
Enfilamos
para el baño. El viaje se nos hizo más costoso que de costumbre. Le dolían
demasiado las piernas y se frenaba ante cada paso avanzado. Después noté que
lanzaba tibios quejidos a medida que lo desvestía, ante cada movimiento de sus
extremidades. Sin hacer caso a sus lamentos, lo fregué con ahínco y lo enjuagué
en exceso. Se dejó afeitar sentado en el mismo banquito, envuelto en su toallón
para moderar el frío. Luego le recorté los pelos de la nariz y de las orejas, y
le esquilé una maraña de canas de su cabeza. Tiritando, me pidió volver a la
cama.
Comencé
a vestirlo. Se sorprendió hasta el agradecimiento cuando me vio sacar de la
caja un calzoncillo nuevo que le había comprado especialmente para la ocasión.
“Hacía
años que no estrenaba un slip”, acotó.
Lo
elogió como si se tratase de un smoking. Aunque se ajustaba bien en su ancha
cintura, noté que le quedaba un tanto holgado. Para justificar mi pésimo ojo a
la hora de calcular los talles, le dije que le estaba faltando culo y pelotas
para rellenarlo. Se rió.
Le
puse su jean preferido, recién lavado, con un nuevo regalo: un cinturón blanco,
de cuero, ahora amarillento, al que debí improvisar un agujero para que se
ajustara correctamente. La tercera sorpresa, que recibió ya sin tanto asombro,
fue una chomba azul que alguna vez me había ponderado. Esa sí le calzaba a la
perfección.
Antes
de regresar al comedor, lo desvié un metro hacia el otro lado de la habitación,
donde se hallaba un gran espejo empotrado en la pared.
-Mirate,
parecés Rodolfo Valentino-, le dije.
Lolei
se observaba a sí mismo de arriba abajo, con cierta extrañeza.
-No
estoy tan mal-, atinó a presumir, con su ancha sonrisa desdentada,
sosteniéndose con firmeza sobre mi hombro. Invitó a desandar el camino hasta su
camastro.
Al
llegar, envalentonado por tanto acicalamiento, pidió cortarse las uñas.
Entonces acometí con denuedo sobre sus pies. Y continué con sus manos. Lo bañé
en desodorante y colonia para el cuerpo. Cansado por tanto zarandeo, quiso
dormir al menos hasta el mediodía.
Mi
padre llegó antes de las dos de la tarde. Yo también lo esperaba durmiendo. Mi
pequeña mudanza vacacional estaba lista desde la noche anterior. Ultimamos
detalles. Él, cansado por tantos viajes, prefirió descansar un par de horas.
Cedí mi cama y me fui a pasear por la ciudad.
Me
demoré en una librería sin comprar nada y fumé varios cigarrillos en un banco
de plaza Italia, mirando a la gente pasar. Con la mente en blanco y una rara
sensación de tristeza.
Tal
como habíamos convenido con papá, a las cuatro de la tarde me volví. El viejo
estaba despierto. Le comuniqué que partiríamos en cuestión de minutos. Llamé a
mi padre y le ofrecí mate. Decidimos tomarlos en el camino. Comenzamos a bajar
mis trastos. Luego volvimos por Lolei.
Llevé
sus valijas hasta el vehículo mientras papá armaba la silla de ruedas que había
llevado especialmente para trasladar al viejo escaleras abajo. Fue una sabia
solución. Lo cargamos entre ambos y nos costó poco trabajo bajarlo. Lo
acomodamos en el asiento trasero de la camioneta, donde el viejo se sintió muy
a gusto.
Regresé
a cerrar con llave las puertas de ambos departamentos. Contemplé durante
algunos segundos el camastro de Lolei y no pude evitar que la garganta se me
hiciera un nudo y mis ojos se llenaran de lágrimas. Sabía que ese lugar vacío
jamás sería llenado.
Me
interrumpió el ruido de la puerta del departamento de Dora. Me llamó para
saludarme. Me dijo “gracias por todo” y me dio un beso ruidoso. Sin poder
responderle, di media vuelta y me fui.
Llegamos
a Rojas cerca de las ocho de la noche. El hogar estaba colmado de gente. Nos
recibieron con efusividad.
“Los
estábamos esperando”, nos dijeron.
Como
cada víspera de navidad, el coro de la ciudad ofrecía un concierto para los
internos y sus familiares. Los rostros animados de los abuelos contagiaban
esperanza.
Colocamos
a Lolei en medio de la multitud y disfrutamos del espectáculo. Sonriente y
feliz, el viejo no me dejó despegarme de él. Repartieron pan dulce y siguieron
los villancicos. Al rato comenzó el desbande.
Junto
a un par de enfermeras, lo acompañamos a su nueva habitación. Llegó el momento
de despedirnos.
En
silencio, me dio un fuerte abrazo, como nunca antes lo había hecho.
Ambos
sabíamos que no había nada más para decir.
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