CAPITULO
35
La
idea que meses antes me habían comunicado la tríada de vecinas indignadas
comenzó a rondar en mi cabeza con más fuerza.
Una
internación forzosa en el Neuropsiquiátrico de Melchor Romero me parecía, en
principio, un ardid cargado de brutalidad, sobre todo por la manera en que
estaba pensado el traslado. Las viejas apelarían a una denuncia por abandono de
persona, a su modo de ver y en el fragor de su malestar, excusa suficiente para
que una dotación de enfermeros arremetiera en la casa y se llevaran al estorbo
comunitario que para ellas resultaba ser Lolei.
Ahora
la situación había cambiado, pues el viejo ya había dejado de ser un indigente
en estado de aislamiento para ser un indigente a cargo de un vecino, sin ningún
parentesco sanguíneo, pero con un indudable lazo de amistad y protección.
“Como
amigo y protector podrías buscar una solución a su estado y colaborar con
nuestra tranquilidad”, azuzaron las viejas en un encendido encuentro que
mantuvimos una tarde en casa de María Luisa. A esa altura, el responsable de todos los
males había pasado a ser yo.
-Si
vos te hiciste cargo de Lolei, pues también hacete responsable del descontento
que genera para todos-, me retaron.
Pude
haber respondido de muy mala manera a las acusaciones, pero entendía que era
preferible mantener la cordialidad, hacer posibles aliados y no sumar enemigos.
Al fin y al cabo, mi relación personal con la tríada de vejestorios era franca
y afable, excepto cuando surgía el tema de mi amigo.
“Entre
todos -pensaba yo-, resultaría más factible buscar recursos favorables. Debería
servirme de su experiencia, de sus contactos, de sus amistades, para sumar
alternativas y arribar a una conclusión feliz para todos. Estas viejas hace una
pila de años que viven en La Plata y deben tener por lo menos algún médico
conocido, algún contacto con algún asilo, algún camarada en el gobierno, en
fin, alguien a quien acudir en busca de ayuda”.
Lamentablemente,
una vez más equivoqué en mis presunciones y las viejas, tercamente, se cegaban
en la propuesta del neuropsiquiátrico como única salida.
Por
momentos, en medio del cúmulo de decepciones, comencé a observar la idea como
una escapatoria probable. Pero no hacerlo de una manera obligada sino
consentida.
La
sola imagen de un ejército de enfermeros llevándose a la rastra a Lolei, en
medio de gritos y sacudones, me acribillaba el cerebro. No me entraba en la
cabeza. Me hubiese desesperado más que a él. Pero al hacerlo bajo su voluntad,
la cosa cambiaba.
Él
ya conocía esa experiencia, aunque en circunstancias completamente diferentes. Hacía
más de dos décadas había pasado algunos meses por el Melchor Romero, cuando
tenía algo más de cuarenta años y bastante más lucidez. Llegó por problemas de
alcoholismo y bajo la tutoría de su madre. Ahora debería ser trasladado, tal
vez definitivamente, con un estado de salud malogrado, con una economía casi
inexistente y ninguna presencia familiar para hacerse responsable de la
internación.
Analizando
el caso con frialdad, se hubiese tratado también de un abandono de persona,
pese a que la garantía de la reclusión sería rubricada por mí. A mí me sonaba
que el internado de Melchor Romero no era un asilo para ancianos, era un
aislamiento para locos y viciosos.
Además,
el viejo me había confesado que no guardaba los mejores recuerdos de aquella
estadía.
Sin
entusiasmo, y hundido en una etapa de desmoralización similar a la mía, Lolei
aceptaba la idea. Sin embargo, en el fondo de nuestros corazones se albergaba
una buena dosis de escepticismo. Y aunque el tiempo nos apremiaba, decidimos
evaluarlo como una licencia extrema, una solución bien de último momento.
Para
atenuar el ahogo, cada tanto nos cargábamos un buen porro y extendíamos la
charla hasta bien tarde. Ya los siguientes que fumamos le sentaron mejor que la
primera vez y a partir de entonces lo hicimos con más frecuencia.
Para
él sobre todo era un bálsamo, porque se sentía jubiloso, a veces optimista, sin
alejarse demasiado de su habitual tendencia a la dejadez.
Una
noche tiró sobre la mesa una idea arriesgada y bastante original para su forma
de ser y de pensar: llamar directamente a un hospital para que se lo llevaran.
El planteo era sencillo: “les digo que me siento mal, y cuando vean el estado
en que vivo, con seguridad me trasladan. Una vez internado será más fácil
conseguir una reubicación en un asilo”, conjeturó. “Después vemos”, rubricó.
Incluso
mencionó el número de una ley a través de la cual ampararse para cumplir con la
treta.
Esa
vez el desilusionado fui yo. De repente se le ocurrían salidas descabelladas, a
todas luces impracticables. “Si hay algo de lo que sé un poco es de leyes”,
respondió categórico, como previniendo de antemano la victoria segura de su
juicio. Desde ya que mi desconfianza se hizo patente, pero tuve la prudencia de
no contradecirlo.
Me
sorprendí por la forma decidida en que lo expuso. Y no menos me asombré del
estado de zozobra que significaba deshacernos de la incomodidad en que
estábamos sumergidos. “Este tipo está realmente impaciente, cabalmente
intranquilo, completamente loco”, decía para mí. “Con lo que nos está costando
hallar un argumento convincente para salir bien parados de este embrollo, se
viene con una jugarreta de lo más sencilla, como si fuera fácil”, cavilaba en
silencio.
Si
fuera tan fácil se nos hubiese ocurrido antes. Tal vez las soluciones estaban
ahí, al alcance de la mano, y nuestra tendencia a complicar todo lo había
dejado esfumarse una vez más.
Pensando
si no sería una alucinación porrera, al día siguiente le pregunté si la idea
seguía en pie.
-Por
supuesto, nene-, dijo satisfecho-. Y podemos hacerlo hoy mismo.
-Mierda,
che, que estás apurado-, lo amonesté.
-Cuanto
más tiempo ganemos será mejor para todos. Esto se está volviendo insostenible-,
respondió con una lucidez inesperada. Y hasta se animó a redondear
descripciones de cómo llevar adelante el plan. Después de hablar un rato,
concluyó: “total, el ‘no’ ya lo tenemos”.
Estaba
anocheciendo cuando llamé al teléfono de emergencia del hospital Rossi. Otra
vez el Rossi, por las dudas. Solicité una ambulancia para atender una persona
mayor en estado de descompensación.
-Necesita
atención urgente-, dije aparentando desesperación.
-Enseguida
vamos-, respondieron.
Corté
la comunicación y lo miré seriamente a Lolei: “ya vienen; ya sabés: esmerate”.
-Podemos
desarreglar algunas cosas para dar mayor impresión de desamparo-, propuso.
-Yo
creo que así como está todo es suficiente-, respondí asombrado por su repentino
proyecto. El departamento, con sólo otearlo, revelaba lástima.
-Si
querés despeinate un poco-, sentencié.
Lo
peor de todo es que me hizo caso.
Al
cabo de diez minutos sonó el timbre. Bajé las escaleras con una mezcla de
expectación y vergüenza. Eran tres personas: dos jóvenes médicos, una mujer y
un hombre, y el ambulanciero, no tan joven como los médicos. Los conduje hasta
el primer piso mientras hablaba trémulamente, describiendo la situación. Noté
que se frenaron al llegar a la puerta. “Pasen, está por allí”, les dije
señalando el sofá. El médico hombre tomó la posta de la atención.
-¿Qué
le pasa abuelo?-, le dijo cuando estuvo a su lado. Lolei estaba pálido, pálido
de verdad, como si repentinamente estuviera frente a un fantasma. Tenía un
gesto de derrota, modulaba con un tono neutro y apagado.
-No
puedo caminar, no tengo para comer, no tengo nada de dinero; si no fuera por
este chico no sé qué sería de mí-, contó el viejo.
El
médico escuchaba.
-Entiendo-,
dijo. Pero, ¿qué le duele, qué le pasa?-, agregó.
“Ahí
nos cagó”, pensé.
Lolei
sacó la mano de debajo de las cobijas y tocó la espalda, a la altura de los
riñones.
-Me
duele todo el cuerpo-, dijo casi en un gemido.
Observé
a la médica, que se había quedado a unos metros de la cama, poniendo atención
al resto de la casa. Me acerqué a ella y casi en un susurro le dije “no está
nada bien este hombre”. Sólo me miró, con compasión, con la dulzura que emana
de la comprensión.
-¿Cuánto
hace que está en este estado?-, indagó el médico.
El
viejo no respondió, me buscó a mí con la mirada. Todos me miraron.
-Desde
que lo conozco y lo atiendo, unos cuatro, cinco meses-, exageré.
-Cinco
meses, sí, cinco meses-, acotó Lolei, hombre coordinado para las mentiras.
El
médico abandonó al viejo y las consultas fueron a parar a mí. “¿No lo vio
ningún especialista antes?”. Respondí que “no”. Y le conté lo de Sánchez Pacheco
–sin mencionarlo- y mi visita al hospital. “¿Y no intentaste con algún
organismo que se dedique a personas en estas condiciones?”. Entonces le conté
sobre mis visitas a los asilos, la posibilidad de Melchor Romero, los
resultados adversos de todas las tratativas.
-Tenemos
un problema-, aseveró el médico, dirigiéndose a todos los presentes, mirando
directamente hacia el sofá cama-. Tenemos un problema: usted es un enfermo
social, no podemos trasladarlo ahora.
-¿Enfermo
social?-, salté yo desde atrás.
-El
hospital es para casos de emergencias, para tratar enfermos físicos, con
problemas puntuales. Este hombre -dijo señalando a Lolei pero mirándome a mí-,
está sano.
-¿Sano?
¿Usted lo ve sano?- interrumpí.
-Comprendo
la situación de abandono –siguió el médico sin atender a mis preguntas-, el
entorno en que vive, pero no podemos llevarlo porque pese a la complejidad y al
deterioro que presenta, en este momento su salud no reviste una gravedad que
amerite su traslado. Debe ser atendido por un área de Salud especializada en
estos casos.
-¿A
través del gobierno? ¿A través de quién?-, pregunté.
-Pruebe
con dirigirse a alguna oficina de Desarrollo Social del municipio o de la
Provincia, ellos sabrán cómo ayudarlo-, explicó.
-¡Ningún
gobierno hace nada por los enfermos de esta clase; ya lo intenté: nadie se hace
cargo!-, me entoné.
-Lo
siento mucho-, dijo el médico, poniendo una mano sobre mi hombro-. De veras lo
siento, pero nosotros ahora no podemos hacer nada. Que tengan suerte-, le dijo
al viejo, que empezó a los gritos como un chico: “¡por favor, sáquenme de acá,
no me dejen tirado, necesito irme, por favor!”
La
junta de profesionales saludó amablemente y se retiró de la casa. Bajé con
ellos, intentando persuadirlos. Aunque entendía a la perfección sus argumentos,
no me daba por vencido. “Tienen que ayudarme”, imploré. La médica notó mi
desazón y quiso abrazarme, apoyando su mano sobre mi hombro, en señal de
solidaridad.
-Un
abrazo no soluciona nada, doctora, ni para mí ni para él.
Sin
decir una sola palabra dio media vuelta y partió hacia el vehículo. Desde la
puerta vi cómo se iba la ambulancia y con ella, buena parte de nuestras últimas
esperanzas.
-Estuvimos
cerca, te faltó ser más aparatoso en la actitud lastimera-, le dije al viejo
cuando volví. Pero seguía tan compenetrado en su personaje que casi lloraba.
-¡Estoy
llorando de verdad, la puta que te parió!-, me amonestó.
Y
era cierto. Lloraba con reservas, casi sin querer llorar. Más bien eran
gimoteos poco convincentes. Pero los ojos estaban rojos y cargados.
-¿Por
qué decís que no estuve bien?-, preguntó de repente, dolido.
No
supe qué responderle sin decir alguna frase que hurgara inclemente en la
herida.
-¿Querés
que prepare algo para comer?-, retruqué sabiendo cuál sería la respuesta y
consciente de que era una salida adecuada para descomprimir el ambiente. Pero
no respondió. Permaneció callado y pensativo.
Lo
imité sosteniéndole la mirada, sabiendo en lo inoportuno de poner letra en su
silencio.
********************************
(XXXV)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Academia
de Idiomas Gref
Calle
Santa Engracia 62 4°
Madrid
– España
De: Alan Rogerson
Bar du Moulin
294 Av d’ Arès
Merignac
France
24
Mai 1985
Querido Hugo:
Gracias
por tu carta. Esta vez te escribo enseguida ya que dentro de poco tiempo no
estarás en Madrid. Espero que vayas bien y que tengas muchas clases. No me
extraña que Mme. Chardy haya despedido a Vinicio; tener un profe como él podría
generarle problemas. Pobre Vinicio, ¿qué será de él? A lo mejor no hablaba
inglés pero conocía la gramática. Lo siento por él. Volviendo al asunto de Mme.
C, ¿sabes que no mandó la carta que necesitaba mi abogado porque “no lo
merezco”? Otra vez me dejó por los suelos por teléfono.
Dentro
de unos días el alemán que me atropelló va a comparecer ante el juez. Van a
determinar la cantidad de dinero que debo cobrar. No prometo nada, pero si lo
recibo te mandaré algo. Ya no tengo clases es la escuela porque dentro de una
semana mis alumnos pasarán a las vacaciones. Dejarán el inglés hasta el año que
viene. El jefe de la escuela me dijo que podría volver a dar clases. Mme. Chardy
había jurado que me echarían en 15 días y ya llevo 4 meses trabajando. Bruja
hija de puta.
Tal
vez regrese a Inglaterra dentro de poco tiempo. No he logrado hallar trabajo y
no puedo quedarme aquí si no doy clases. Recibí una carta de Kate ayer. Me dice
que no tiene novio y que tiene ganas de verme. ¿Piensas que tengo el derecho de
atar los cabos sueltos? ¿Me está tirando indirectas? Me dijo que sus padres
quieren que salga con un médico y no con un estudiante. ¿Me imaginas en una
verbena de su jardín con su padre, con la fraternidad médica de su padre?
Rob
me dijo una vez que le habían invitado a una verbena bastante repipi, se compró
un traje nuevo. Había un terraplén y abajo, gente, sentada alrededor de las
mesas. Rob, en estado de embriaguez, se tumbó en el terraplén, se durmió y en
un momento dado empezó a dar vueltas hacia la gente. Lo vieron llegar y se armó
un desparramo de tíos. Volteó sillas y meses, como palos de bowling.
Tengo
que escribirle porque le quiero mucho y pienso que él me quiere o me quería.
¿Sábes? Si te quedas en México nos podríamos ver, dado que no es muy caro en
avión desde Inglaterra. Da mis recuerdos a Pepé y a Julio en Malasaña, diles
que pienso seguido en ellos.
Te
doy un abrazo muy fuerte, tu amigo para siempre
Alan
No hay comentarios.:
Publicar un comentario